Menudas historias de la Historia (21 page)

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Authors: Nieves Concostrina

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El interés de Fernando por matrimoniar con la francesita comenzó siendo meramente político, pero luego no le amargó un dulce tan jovencito. ¿Por qué con Germana, al margen de que estuviera buena? Porque la muchacha era sobrina de Luis XII de Francia, y este matrimonio traía para el rey de Aragón apoyos del país vecino que hasta entonces ostentaban su hija Juana la Loca y su yerno Felipe el Hermoso. Esto es un lío, pero el meollo de la cuestión está en que Fernando y Felipe no se podían ver.

Los reyes castellanos, Felipe y Juana, disfrutaban ya del reino de Castilla por herencia y serían los futuros reyes también de Aragón si el viudo Fernando el Católico no tenía un heredero de un segundo matrimonio. Pero es que el rey de Aragón, además, maniobraba todo lo posible por quedarse con Castilla.

Juana, ya se sabe, un poco trastornada estaba, pero su padre ayudó lo suyo para que se trastornara un poco más y hacerse con el trono castellano. Como Felipe el Hermoso tenía el apoyo francés, su suegro, en una jugada maestra, le robó ese apoyo casándose él con la sobrina de Luis XII, y así el hijo que tuvieran acabaría siendo el heredero de la corona de Aragón. Como ese niño tendría sangre francesa, el reino estaría bien defendido de las garras de Felipe el Hermoso.

En el fondo, tanto Fernando como Felipe querían unir Castilla y Aragón bajo el mismo trono, pero ninguno quería que lo consiguiera el otro. Y aquel crío nació, pero se murió a las pocas horas, con lo cual los planes se le desbarataron al rey Fernando. El hombre continuó intentándolo, pero, qué quieren, ya no pudo.

Madame de Pompadour

¿Cómo se llamaba la esposa de Luis XV, la reina de Francia? Casi nadie lo sabe. Pero ¿cómo se llamaba la más famosa amante del rey? Todo el mundo la conoce. Madame de Pompadour. Era monísima, era ilustrada, tenía conversación y encandiló, no sin esfuerzo, a toda la corte versallesca. Tan correcta en sus formas como hábil en el manejo de la política. Y tan lista, que decidió morirse joven, exactamente el día 12 de abril de 1764, con sólo cuarenta y dos años, pero justo a tiempo de no ver la que se venía encima con la Revolución francesa.

Madame de Pompadour sólo fue una de las muchas amantes del rey Luis XV, pero, puesta a ser la segundona, mejor hacerlo tan bien que acabes siendo más admirada que la legítima, y esta mujer bordó hasta tal extremo su papel que se ganó su hueco en las enciclopedias. Ya sabemos todos que las amantes de los reyes eran oficiales, una especie de cargo público. Pero su trabajo les llevaba ser aceptadas, y madame de Pompadour lo hizo fetén.

Además de ser culta, cantar bien, bailar como nadie el minué, impulsar la cultura, mediar en política y ser una estupenda maestra de ceremonias, logró granjearse el respeto de la reina, que ya era rizar el rizo. Los únicos que la traían frita eran los hijos de los reyes, que la llamaban «
notre maman putain
». No hace falta traducción. Pero bueno, no ofende quien quiere sino quien puede, y aquellos mocosos no eran nada.

Y ojo, que a madame de Pompadour nadie le regaló nada, porque tuvo que estudiar mucho para ganarse el puesto. Era la primera vez que una amante oficial no procedía de la aristocracia; era plebeya y al principio su lenguaje y sus modales no eran tan refinados como exigía el puesto de amante oficial en Versalles. Puso remedio de inmediato, se preparó a fondo y acabó imponiendo un estilo propio. Los embajadores ya no entendían una cena sin ella, ni los políticos una reunión sin su arbitraje, ni los intelectuales una velada sin su conversación. Fue tal la impronta que dejó, que el mundano de Luis XV sólo fue un rey pánfilo que contó con el honor de ser el amante de madame de Pompadour.

La jugada maestra de Wallis Simpson y Eduardo

Otra boda. Esta vez la que puso de los nervios a la familia real inglesa y los pelos de punto al gobierno y a la Iglesia anglicana. A la boda de la plebeya estadounidense y divorciada Wallis Simpson con el ex rey de Inglaterra Eduardo VIII. Se casaron en Francia el día 3 de junio de 1937. Afortunadamente, la historia ya ha tirado por tierra la versión que defendía tan empalagosa historia de amor, porque esta pareja dejó mucho que desear.

En realidad, Eduardo hubiera sido un pésimo rey de Inglaterra de haber continuado en el trono; o sea, que con su empeño de casarse con Wallis Simpson le hizo un favor al país. Llevaba menos de un año reinando cuando anunció: «Me es imposible seguir soportando esta inmensa carga de responsabilidad y mi tarea como rey sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo».

Oído así, enternece, pero lo que hizo Eduardo VIII fue salir por la puerta de atrás para poder mantener una vida de francachelas. La Iglesia anglicana acabó espeluznada con la decisión, pero lo que no iba a permitir era que su cabeza visible, el rey, se casara con una divorciada. Para ellos era como para los católicos aceptar que Benedicto XVI se eche novia. De eso nada.

Tras la abdicación, la pareja se instaló en Austria a la espera de que llegara el segundo divorcio de Wallis Simpson y, cuando la novia fue civilmente libre, se casaron en un castillo francés propiedad de un nazi. Aún se conserva el último pedazo de la tarta de bodas, que la pareja, dicho sea entre comillas, ordenó embalsamar como dulce testimonio de su imperecedero amor.

Lo que son las cosas: el pedazo de tarta acabó en manos de Al Fayed, quien acabó subastándolo en 1998 y por el que algún excéntrico pagó veintinueve mil dólares. A partir de este matrimonio, las únicas preocupaciones de Eduardo y Wallis fueron a qué hora tenían partida de golf y cuál era la del masaje. Con la renuncia al trono, el rey se quedó sólo como duque de Windsor; es decir, con excelente nómina y nula responsabilidad. Fue un matrimonio muy ventajoso.

Enrique VIII se divorcia de Ana de Cleves… y van cuatro

Qué hombre tan cansino con las bodas y los divorcios este Enrique VIII. El día 9 de julio de 1540 consiguió la anulación de su cuarto matrimonio, contraído con la sosa Ana de Cleves sólo seis meses antes. La buena noticia es que esta cuarta esposa mantuvo la cabeza sobre los hombros, quizás porque fue la que menos le interesó y a la que se unió sólo para cuajar un apaño político. Ahora bien, es a la única de sus seis mujeres a la que no le puso la mano encima. Ni para bien, ni para mal.

Enrique VIII quiso casarse con Ana de Cleves sólo porque la muchacha era hermana del líder de los protestantes alemanes, e Inglaterra necesitaba alianzas con los luteranos del norte de Europa por si los católicos del sur se iban a por él. Ana era joven, o sea, que tampoco suponía un esfuerzo sobrehumano casarse con ella, pero como Enrique no la había visto en su vida, hizo lo que se hacía en estos casos: encargar un retrato para hacerse una idea de lo que se iba a encontrar. Y, caramba, la muchacha no estaba nada mal a sus veinticinco años, con lo cual, mejor que mejor: Inglaterra sellaba un pacto con los protestantes del continente y de paso el rey se llevaba un bombón.

Pero, claro, al pintor se le fue el pincel y retocó de más a Ana de Cleves. El Photoshop de la época. Le quitó las marcas de viruela, le afinó la cara, le redujo la envergadura… y tan mona que quedó ella sobre el lienzo. Cuando Enrique VIII vio frente a frente a su futura cuarta esposa, se le cayeron los palos del sombrajo: era grandota, fea, destartalada y no hablaba ni papa de inglés.

Pero se casó, porque necesitaba sellar la alianza con los alemanes, aunque el rey avisó desde el principio que no se acostaría con ella porque el cuerpo no le iba a responder. Así que estaba cantado que entre que a Ana de Cleves no le gustaba un pelo al rey y que con ella llegó una dama de compañía muy mona llamada Catalina Howard, al matrimonio de Enrique y Ana le quedaban dos telediarios. Y así fue cómo seis meses después se divorciaron, y Ana de Cleves volvió a quedarse soltera y entera.

Isabel II y Francisco de Asís, un matrimonio con los mismos gustos

Vámonos de boda. A una de las bodas más desacertadas de la monarquía española, a la que se celebró el 10 de octubre de 1846 entre Isabel II y Francisco de Asís y Borbón. Ella no quería. Y él, tampoco. Porque a ella le gustaban los hombres. Y a él, también. Pero mandaban los intereses de Estado y había que casar a la reina, que aquel mismo día cumplía dieciséis años. Lo único que acertó a decir la adolescente Isabel II cuando le anunciaron el nombre de su futuro marido fue: «¡No, por favor, con Paquita no!». Eso dicen.

Pero el matrimonio tenía que ser, porque las monarquías europeas andaban maquinando cómo casar a sus solteros con la reina de España. Hubo largas y muy complejas negociaciones para seleccionar al futuro rey consorte y evitar así las presiones extranjeras. Ahora bien, ya les vale a los diplomáticos de entonces, porque después de tanto pensar colocaron en el altar al único candidato que, como dijo Isabel II, llevaba camisones con más encajes que los de ella. El matrimonio, más que un fracaso, fue un disparate, y la reina acabó buscando lechos más animados. Oficialmente, Isabel II tuvo doce embarazos. Sean discretos y no pregunten en cuántos fue el coprotagonista Francisco de Asís.

Durante el reinado de la pareja, el matrimonio aguantó carros y carretas, pero era el coste de figurar en una corte hipócrita. Fue el casorio que provocó las mayores chirigotas y en el que sólo se acordó un cese temporal de convivencia conyugal cuando la reina fue destronada en la revolución de 1868. Ahí vieron el cielo abierto. Se acabaron los disimulos y el rey consorte se fue a vivir con su novio a un palacete francés a muchos kilómetros del de su mujer. Pero a Francisco de Asís, al margen de que ahora provoque cierta solidaridad por su homosexualidad vapuleada, no hay que dejar de reconocerle que reinó mal y conspiró todo lo que pudo y más.

Locura y hermosura… mal apaño

Otro casorio muy sonado que acabó de mala manera. Ella, diecisiete años. Él, dieciocho. Ella, mona. Él, hermoso. La novia, hija de los Reyes Católicos. El novio, hijo del emperador austríaco. Era un matrimonio calculado al milímetro por los soberanos de Castilla y Aragón para unir fuerzas contra Francia. Pero cuando aquel 20 de octubre de 1496 se celebró la boda de la princesa Juana de Castilla con el archiduque Felipe de Habsburgo, nadie podía sospechar que su unión daría lugar al mayor y más poderoso imperio de Occidente.

Cuando Juana y Felipe se casaron en Flandes no estaban destinados a ser reyes, pero, por estas cosas que tiene el azar mortuorio, los herederos naturales fueron muriendo y la pareja acabó reinando en Castilla. Y su primogénito, Carlos, como lo heredó todo, terminó siendo emperador del viejo mundo y del mundo recién descubierto. Dicho más claro, Felipe, sin saberlo, dio todo un braguetazo.

Y eso que al principio hubo muchas discusiones sobre si convenía casar al niño con una princesa castellana, un poco paleta desde el elitista punto de vista centroeuropeo y representante de una corte añeja. Pero, bueno, al final se aceptó, y eso que los austríacos no sospechaban, porque no podían, que en la faltriquera de la novia venía el poder sobre un nuevo mundo.

El matrimonio arrancó bien, salvo por el inicial choque cultural de la joven Juana, acostumbrada a una sombría corte castellana de misa diaria. Flandes era una corte desinhibida y jaranera, pero la princesa, poquito a poco, se acostumbró. Lo que no aceptó nunca fueron las aventuras galantes de su marido, ni el Hermoso soportaba los ataques de locura de su mujer cada vez que lo pillaba con otra. Peor fue el viaje de retorno, cuando la pareja tuvo que hacerse cargo del trono de Castilla y Aragón. Ahí se cortó la risa de golpe. Él acabó creyéndose más guapo de lo que era y ella acabó más loca de lo que se sospechaba.

Cuestiones mundanas
Banderita, tú eres roja

La bandera española es roja y gualda. Lo sabe no todo el mundo, pero sí mucha gente. Los españoles, todos. Lo de que sea gualda en vez de amarilla es tan sencillo como que el tinte que da exactamente el color de la bandera de España procede de una flor llamada así, gualda. Bien, pues tal preámbulo de Perogrullo es para significar que el día 13 de octubre de 1843 Isabel II firmó un decreto por el que quedaba instituida la rojigualda como bandera nacional.

Hasta ese día, España no tenía una bandera que aglutinara a toda la tribu, porque las enseñas las utilizaban sólo los ejércitos. Cada uno tenía la suya y cada regimiento, a su vez, la suya propia; y cada batallón de cada regimiento, otra distinta. Así que, cuando el enemigo se encontraba con las tropas españolas sólo les quedaba preguntar: «¿Y tú de quién eres?».

Ahora bien, si Isabel II plantó sus reales para que la nación tuviera una bandera unificadora, el primero que había dado una pista fue, otra vez, Carlos III. El rey montó un concurso de diseño para ver qué bandera debería enarbolar a partir de entonces la armada española. Fue sólo una cuestión de necesidad, porque resulta que los pabellones que llevaban los buques, casi siempre con fondo blanco, eran tan parecidos a los del enemigo que a veces nos disparábamos a nosotros mismos. Al rey le gustó la encarnada y amarilla. Ni roja ni gualda.

Luego, sí, luego llegó Isabel II y la declaró aquel 13 de octubre, por decreto, bandera nacional para todos los ejércitos. Desde entonces las variaciones han sido al gusto del gobernante. ¿Que viene la República? Pues tapamos la franja roja de abajo con una morada. ¿Que viene el coco? Pues le ponemos el águila de San Juan, esa que identificaba al evangelista por el alto vuelo de su pensamiento. ¿Que viene el rey? Pues quitamos la fauna y ponemos, si se tercia pero sin obligación, el escudo nacional.

Banderas hay muchas, aunque no siempre aglutinen un mismo sentimiento. Hay tantas como países, ciento noventa y ocho; más, por supuesto, las autonómicas, las provinciales, las municipales, la comunitaria; la de cuadritos blancos y negros para decirle a Fernando Alonso que ya ha llegado; la blanca para rendirse; la pirata para atacar; las que son un puntazo, como las de Japón y Bangladesh; las de diseño, como la de Groenlandia; y otras casi recién nacidas, como la de Bosnia-Herzegovina. Lo importante es que a quien bien le parezca le signifique algo.

Cambio de calendarios

El día 5 de octubre bien podría ser aún hoy 25 de septiembre si el papa Gregorio XIII no hubiera decidido aquel día de 1582 borrar diez días del calendario. Fue la fecha en que España comenzó a regirse por el actual calendario gregoriano y que desterró para siempre al calendario juliano. Para mejor entenderlo: ¿cómo es posible que Santa Teresa muriera el 4 de octubre y fuera enterrada 24 horas después, el día 15 de octubre? Pues porque Santa Teresa sufrió en pleno velatorio la transición de calendarios.

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