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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (22 page)

Aquel día, los españoles se acostaron un 5 de octubre y amanecieron el día 15. Fueron los únicos diez días en la historia de este país en los que no pasó nada.

El calendario que ahora conocemos, con el nombre de sus meses y de sus días, se lo inventó Julio César, de ahí lo de juliano. Fue César quien dio al mundo un medio racional para registrar el tiempo basándose en el sol. Fijó el año normal en 365 días, y el año bisiesto, cada cuatro años, en 366 días. Pero el año juliano tenía un fallo: era once minutos y catorce segundos más largo que el año solar. Esta diferencia se acumuló hasta que en 1582 el equinoccio de primavera se produjo diez días antes.

Pero allí estaba Gregorio XIII para enmendarle la plana a Julio César, porque el Sumo Pontífice no estaba dispuesto a que las fiestas de la Iglesia se le fueran descontrolando de fecha. Para conseguir que el equinoccio de primavera se produjera el 21 de marzo, el papa Gregorio, de ahí lo de calendario gregoriano, promulgó un decreto eliminando diez días. Estipuló que los años centenarios divisibles por 400 debían ser años bisiestos y que todos los demás años centenarios debían ser años normales.

El calendario gregoriano se fue adoptando lentamente en toda Europa, aunque España lo aceptó de inmediato porque lo que decía el papa iba a misa. Hoy está vigente en casi todo el mundo. Entre los países más tardíos en pasar por el aro gregoriano fueron la Unión Soviética, en 1918, y Grecia, que lo aceptó en 1923 por motivos administrativos. Y es que las citas diplomáticas se complicaban sobremanera. Quedabas con un griego tal que hoy y llegaba diez días después.

La peseta, descanse en paz

Parece cosa del Cretácico Superior, pero hasta hace nada aún nos rompían los bolsillos las pelas, las perras, las rubias, las calas y las pesetas, que todas eran lo mismo y todas daban las mismas alegrías, ya fueran sueltas o agarradas en un duro. La nostalgia viene a cuento porque el 19 de octubre de 1868 un ministro de Hacienda que atendía por Laurea Figuerola firmó el decreto por el que se implantaba la peseta como unidad monetaria en España.

El choque fue tan brutal como cuando nos quitaron 166 pelas y nos dieron, a cambio, un euro. Desde el 28 de febrero de 2002 los españoles no hemos vuelto a ver una cala. Las echamos tanto de menos que aún hoy, cuando la cifra en euros tiene varios ceros, seguimos haciendo la fatal pregunta: «Y eso ¿cuántas pesetas son?».

Cuando el euro asentó sus reales, todos lloramos la peseta, pero todos nos habíamos olvidado del tipo que la puso en circulación, el ministro Figuerola. En Girona repararon en él justo cuando la peseta estaba a punto de ser enterrada, y lo mejor para brindarle un homenaje adecuado era buscar dónde estaba enterrado su impulsor. Costó encontrarlo, porque paraba el hombre en un panteón de Girona donde su nombre no aparecía por ningún lado. Era un ministro de Hacienda muy bien escondido. ¿Y qué hacía en Girona un hombre que había nacido en Calaf, Barcelona, y había muerto en Madrid en 1903?

La respuesta la tenía su esposa, Teresa Barrau. La mujer del ministro había estado casada anteriormente, y aún vivía su segundo esposo cuando construyó un panteón en el cementerio de Girona para su primer marido. Luego le tocó morir a ella, y su viudo, el ministro, la enterró en Madrid. Cuatro años después murió Figuerola y alguien decidió que, ya que había un panteón en Girona, este segundo esposo fuera a hacer compañía al primero.

Allí quedaron los dos maridos intercambiando impresiones hasta que, pasados tres años más, otro alguien se preguntó qué hacían los dos maridos enterrados en Girona sin la mujer. Así que también trasladaron a Teresa Barrau, y ahora descansan los tres en amor y compaña. Nunca quedó claro, sin embargo, por qué tanto la mujer como su primer marido tenían sus nombres inscritos en el panteón y el del ministro no estaba. El Ayuntamiento de Girona enderezó el entuerto y puso la placa de rigor. Tuvo que morir la peseta para que resucitara el ministro que la puso en circulación.

Un rey en metro

Allá va un chiste malísimo de principios del siglo XX. ¿Cuál es la distancia más corta en Madrid? De Sol a Cuatro Caminos, porque hay un metro. El chiste, ya he dicho que era malo, lo sacaron los madrileños el 17 de octubre de 1919, porque ese día Alfonso XIII andaba inaugurando la primera línea del metropolitano.

Las obras habían empezado dos años antes, cuando una noche de julio, casi a escondidas, llegó al lado del oso y el madroño una carreta de bueyes con herramientas que daban risa. Un torniquete, unos picos y unas palas, unas cuerdas… Y con útiles tan precarios se estaba haciendo el primer agujero cuando pasó por allí un guardia municipal que en tono chulesco preguntó: «Tendrán permiso, ¿no?». «Por supuesto», contestó el ingeniero al mando. «Ah, bueno», dijo el guardia. Se dio media vuelta y se fue. Y menos mal que no exigió verlo, porque las obras del metro de Madrid comenzaron sin permiso municipal.

Cuando el metro aún estaba en mantillas, nadie creía en él. Nadie, salvo los tres ingenieros que lo proyectaron, el rey Alfonso XIII y un puñado más de inconscientes. Costó mucho encontrar financiación, porque los bancos se negaban a aportar los ocho millones de pesetas que requería ponerlo en marcha. Sólo uno, el Banco de Vizcaya, dijo que él pondría cuatro millones si los madrileños ponían los otros cuatro. Los ingenieros reunieron tres a duras penas y el millón que faltaba lo puso Alfonso XIII, por eso el rey fue el primero en subirse a inaugurar la primera línea y, por supuesto, sin pagar los 15 céntimos que costaba el trayecto.

Luego el Metro dejó de ver a su majestad, porque la República le invitó a irse. Pero más tarde llegó la guerra y el Metro, además de transportar vidas, se dedicó a salvarlas, porque era el mejor refugio durante los bombardeos y el medio más rápido y seguro para los heridos que eran trasladados en vagones-ambulancias.

En el primer año de servicio, el Metro registró 14 millones de viajeros. Una minucia cuando ahora sabemos que a diario viajan más de dos millones y medio de pasajeros. Pero, claro, hemos pasado de aquella humilde línea Sol-Cuatro Caminos de 4 kilómetros y 8 estaciones, a 284 kilómetros y 292 estaciones. Y tiene gracia que Miguel Otamendi, ahora felizmente jubilado y hasta hace nada actual jefe de Relaciones Externas del Metro de Madrid, sea descendiente directo de otro Miguel Otamendi, uno de los tres ingenieros que puso en marcha el proyecto. De casta le viene al galgo.

El primer Seat 1.400

¿Guarda usted en el garaje un coche matrícula de Barcelona 87223? Pues, qué suerte, porque es una pieza de museo. Fue un 1.400, el primero que fabricó la Sociedad Española de Automóviles de Turismo, la Seat de la Zona Franca de Barcelona, y que salió de la cadena de montaje el 13 de noviembre de 1953. Era negro, sobrio, redondeado… muy americano.

Junto a él se hizo una foto, muy orgulloso, el primer presidente del INI, general Juan Antonio Suanzes, aquel que luego se enfadó tanto con Franco que no fue ni a su entierro. El dueño de aquel primer 1.400 debió de ser como poco capitán general, porque costó 128.675 pesetas. El primer coche de la Seat española se montó artesanalmente con las piezas llegadas desde la Fiat italiana. La Seat ha puesto desde entonces en el mundo más de quince millones de vehículos.

La Seat la creó el INI, el Instituto Nacional de Industria, para motorizar la España de la posguerra. Pero los españoles que de verdad sufrían la posguerra sólo podían mirar cómo pasaban, muy vacilones, aquellos primeros Seat 1.400 que alcanzaban como máximo los 120 kilómetros por hora. Aunque nadie superaba los 60, porque se trataba de que te vieran el carro, con su volante elegantísimo y sus llantas con banda blanca.

Era un coche para privilegiados, porque el españolito medio tuvo que esperar cuatro años más, hasta 1957, para poder subirse en un 600. Entonces, sí se motorizó España. Se pasó de no poder comprar un 1.400 a que hubiera una lista de espera de cuatro años para tener un 600.

Ya no se ven aquellos entrañables 850, donde podía viajar una familia de cinco hasta arriba de maletas camino de Gandía; ni los picudos 1.500, unos armatostes que hacían las veces de taxi; ni los 124, ni los 133. La Seat dejó los dígitos y pasó a los Fura, los Ritmo y los Panda, y luego se sofisticó con los Toledo, los Córdoba y los León hasta llegar a su última berlina Exeo. Pero también pasó de los 925 empleados en 1953 a los 11.000 de plantilla en 2006, y de sacar cinco coches diarios de aquel modelo 1.400 a los dos mil que ahora sacaba cada día antes de que la crisis hiciera de las suyas.

El hermano pequeño de TVE

Televisión Española ya ha superado el medio siglo de vida y está muy bien, pero no hay que olvidar que su hermano pequeño, el UHF, todavía es cuarentón. El 15 de noviembre de 1966, la televisión de España, con menos medios pero con grandes aspiraciones, ya podía mirar de frente al resto de teles europeas, porque también ella tenía dos canales. A partir de ese día en que se inauguraron oficialmente las emisiones del segundo canal, cambió la forma de referirse a la tele y comenzó la tortura infantil. O bien tu padre te decía, «niña, pon la tele», que se entendía era la primera cadena porque era la que siempre salía por defecto, o «niña, pon el UHF». El mando a distancia era ciencia ficción. El nacimiento del UHF, después de un año en pruebas, tuvo varios inconvenientes. Primero, que al principio sólo podían verlo barceloneses y madrileños del núcleo urbano; segundo, que si la tele no estaba preparada para recibir el nuevo canal, había que comprar un adaptador que costaba dos mil pesetas, igual que ahora con el descodificador de la TDT; y tercero y peor de los tres, que había que levantarse cada dos por tres a apretar la tecla para ver si había empezado Iñigo con su atrevido
Ultimo grito
mientras se apuraban al máximo en la primera cadena las peripecias de los detectives de
Hawai 5-0
. Aquello sí que era un zapeo convulso.

El UHF jugó con ventaja, porque cuando nació ya había cinco millones de familias con una tele en casa. La frase más repetida en cualquier hogar con tele era esa de «enchufa el Askar», aunque fuera un Marconi o un Philips. Pero la segunda cadena también fue una grata sorpresa, porque parece mentira que se pudieran hacer entonces programas como
Último grito
, con aires
hippies
y estética pop, tan alejado del esmoquin de Joaquín Prat y de los moños lacados de Laurita Valenzuela en el primer canal. El UHF fue refugio de jóvenes recién salidos de la Escuela Oficial de Cine, jóvenes rompedores, creativos, que tuvieron en la segunda cadena una válvula de escape. Después vendría
La Edad de Oro, Metrópolis
y, por supuesto, los documentales de la 2. Los que vemos todos, pero que nunca salen en los índices de audiencia. Un misterio televisivo aún sin resolver más de cuarenta años después.

Libro Guinnes
, el caso es destacar…

A los humanos nos gusta rodearnos de récords absurdos con tal de destacar en algo. Quién come más huevos duros, quién hace la paella más grande… Y si encima la excéntrica plusmarca queda plasmada en el
Libro Guinnes
, mejor que mejor. Pero ¿cuándo surgió? ¿Por qué se comenzaron a recoger hazañas?

Pues la idea, no el libro, nació el 10 de noviembre de 1951, mientras un grupo de amiguetes discutía sobre cuál era el ave de caza más veloz de Europa.

Hugh Beaver, un ejecutivo de la fábrica de cerveza Guinness, estaba tomándose unas pintas con unos amigos durante una jornada de caza mientras dirimían si el ave más rápida de Europa era el urogallo o el chorlito dorado. Resultó que no es ni una ni otra, pero a raíz de esta discusión surgió la idea de publicar un libro que recogiera estos asuntos. El ejecutivo consiguió el patrocinio de Guinnes para que dos periodistas recopilaran unas cuantas gestas. El primer
Libro de los Récords
se publicó en 1955, pero nadie imaginó que aquello se iba a prolongar en el tiempo y que los humanos comenzarían a dejarse la piel por ver quién mejoraba la anterior marca.

Al parecer, el tipo que ha logrado más plusmarcas es un estadounidense que en 1954 batió más de 160 récords. La mayoría tan absurdos como dar 900 saltos a la comba bajo el agua o caminar 140 kilómetros con una botella de leche en la cabeza. Récords bastante estériles, por otra parte, aunque los hay tan brutos que se han dejado la vida en el intento de superar la marca anterior.

De hecho, el
Libro Guinnes
tiene mucho cuidado con los récords que publica y sólo refleja 1.500 de los 40.000 que se baten cada año para evitar piques entre competidores. Ejemplo: una vez se publicó el récord del gato más gordo del mundo y varios insensatos cebaron a sus mascotas para superar el récord, con lo cual sólo consiguieron matarlas. Por cierto, el récord sin respirar bajo el agua son 17 minutos y 4 segundos. Ánimo.

3.604, un décimo de cuatro reales

Antes, la Navidad no empezaba hasta que a alguien le tocaba el gordo. El chupinazo de las fiestas era el Sorteo Extraordinario de la Lotería de Navidad. Pero muchos ayuntamientos, accionistas, sin duda, de grandes almacenes, se empeñan en que la Navidad empiece en noviembre. Pues no, la Navidad empieza con la lotería y la lotería empezó gracias a Napoleón.

Tras la Guerra de la Independencia, las arcas españolas se quedaron temblando y hubo que inventarse algo para rellenarlas con dinero de los ciudadanos, sin que los ciudadanos se enteraran. El 23 de noviembre de 1811, las Cortes de Cádiz aprobaron, sin un solo voto en contra, la institución de una lotería llamada Nacional. Lo que pasa es que sólo podían jugarla en Cádiz y San Fernando.

La lotería se creó, y cito textualmente, como «un medio de aumentar los ingresos del erario público sin quebranto de los contribuyentes». Las Cortes llamaron a esta lotería nacional, pero los gaditanos comenzaron a llamarla «la moderna», porque había que diferenciarla de otra que ya existía, «la primitiva», la que introdujo Carlos III años antes.

La venta de lotería se fue extendiendo, sin prisa pero sin pausa, a medida que los franceses iban abandonando territorio español. De Cádiz pasó a Ceuta, luego a toda Andalucía y después al resto de España. El primer premio del primer sorteo lo ganó un gaditano que se llamaba Bernardo Nueve Iglesias. Pagó cuatro reales por un décimo y se llevó ocho mil pesos fuertes. No tengo ni idea de la equivalencia en euros, pero el caso es que a Bernardo lo pusieron en casa. El número premiado fue el 3.604.

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