Menuda polvareda se levantó en Roma el 24 de diciembre de 1541. Cuando Miguel Ángel descubrió
El Juicio Final
, pintado en la pared del altar de la Capilla Sixtina, lo más suave que se oyó es «a este tipo se le ha ido la cabeza». Todos los protagonistas del Antiguo y el Nuevo Testamento estaban en pelotas y con todas sus cositas puestas. Gestos crispados, escenas caóticas, miedo, espanto… Si eso era lo que le esperaba a un cristiano, mejor hacerse musulmán.
El Juicio Final
era un festival de testículos, culos y posturas obscenas, y esto, en la Roma del siglo XVI, dejó a algún cardenal infartado. Dónde había quedado aquella armonía de las figuras que Miguel Ángel había pintado veinte años antes en la bóveda de la Capilla Sixtina. Pues se había quedado en el camino. Miguel Ángel era ya muy mayor, más pesimista, estaba de vuelta de todo, había tratado hasta con diez papas distintos y volcó todo su genio en aquel fresco convulso y caótico. Porque Miguel Ángel iba a su bola, y quien lo contratara ya sabía a lo que se exponía.
En
El Juicio Final
Miguel Ángel dio la vuelta a los cánones establecidos. Los ángeles carecen de alas, los apóstoles tienen cara de mala leche, las matriarcas de Israel están con los pechos fuera y Jesucristo, sin barba y muy joven, hace un gesto a todos como diciendo «dejadme en paz». Y todo ello en el Vaticano.
A Miguel Ángel casi se lo comen, pero le dio igual. Es más, a todo aquel que le atacó mientras pintaba, lo plantó en su obra en postura comprometida: el rostro de un alto cargo de la curia vaticana lo puso representando a Minos, el juez del averno, con una serpiente mordiéndole el pene. De lo que no se libró Miguel Ángel, aunque al menos no llegó a verlo, fue de que el Vaticano ordenara a un pintor tapar culos y genitales con trapitos y calzones. El repintador pasó a la historia como Il Braghettone. Triste curriculum artístico ponerle bragas a
El Juicio Final.
Felipe III no ha pasado a la historia por ser un rey lumbreras, pero al César lo que es del César: el día 30 de marzo de 1615 firmó el privilegio real de impresión para que Cervantes pudiera publicar la segunda parte del
Quijote
. Pero ojito, que Felipe III no se leyó el segundo libro del
Quijote
para dar su beneplácito de impresión; encargó a otro que lo hiciera y firmara la autorización en su nombre. Esto era lo habitual, y menos mal que así era, porque, dada la capacidad intelectual de Felipe III, no habría pasado de la primera página y Cervantes se habría muerto sin verlo publicado.
Conseguir el privilegio de impresión para un libro era un calvario para el autor. No es como ahora, que el escritor entrega su obra a la editorial, la editorial la imprime, la distribuye, la promociona (a veces) y la vende. Antes no. Antes, Cervantes, como todos, tuvo que entregar la segunda parte de su manuscrito a dos grupos de censores, el Consejo Real de Castilla y el vicario de la villa de Madrid. El Consejo, a su vez, se lo pasó a un censor, que aprobó su publicación porque en el libro no había cosa indigna de un cristiano ni nada que ofendiera a la decencia.
El vicario de Madrid tampoco se leyó el libro. Se lo pasó al capellán del arzobispo de Toledo, y el capellán dijo que no había nada que atentara contra las buenas costumbres. Los dos primeros obstáculos, salvados.
Llegó entonces el libro al rey, a Felipe III, y Felipe designó a un propio que en su nombre firmó el permiso para imprimir el libro. Ese era el privilegio de impresión que se logró aquel 30 de marzo para la segunda parte del
Quijote
, al que Cervantes no llamó esta vez ingenioso hidalgo, sino ingenioso caballero, porque el manchego ya había sido armado caballero por dos rameras en la primera parte.
Con todos estos agotadores permisos en la mano, Cervantes le vendió este privilegio de publicación a su editor… y no quieran saber por cuánto se lo vendió. Basta un dato: a Cervantes sólo le quedaba un año de vida y murió en la más triste miseria.
Quién no conoce el famoso calendario azteca, la Piedra del Sol, que llaman en México. Pues el 27 de junio de 1964 esa gigantesca piedra redonda esculpida en lava basáltica y que pesa veinticinco toneladas iniciaba el último de sus traslados. Un milagro, que todavía ese magnífico y enigmático calendario azteca pueda ser admirado en el Museo de Antropología e Historia de Ciudad de México, porque a este disco de casi cuatro metros de diámetro le han hecho mil perrerías desde que lo desenterraron.
La Piedra del Sol estaba instalada en Tenochtitlán cuando por allí se dejó caer Hernán Cortés. Como luego el extremeño destruyó la ciudad, el calendario quedó enterrado. Hasta que a finales del siglo XVIII, haciendo unos desagües en la plaza del Zócalo, la que siempre vemos por la tele con una enorme bandera mexicana en el centro, reapareció la piedra. Se conocía su existencia, pero todos se quedaron pasmados. Allí estaban las cuatro edades en las que los aztecas dividían la vida del mundo; los 360 días del año solar, los 20 días de cada uno de los 18 meses, las semanas, la noche, el día, la predicción del futuro… Y eso que aún no se ha descubierto la mitad de los enigmas que encierra.
Al principio, la Piedra del Sol quedó expuesta sin vigilancia alguna, pero luego fue colocada en un muro de la catedral para asegurar su conservación. Mala idea. Mientras que muchos indígenas se concentraban allí para adorar su piedra sagrada, los criollos, los descendientes de europeos, se dedicaban a tirarle piedras y porquería porque la consideraban un símbolo azteca y pagano. Si se fijan, la cara del dios que aparece en el centro del calendario está molida a disparos.
La volvieron a cambiar de sitio, y esta vez la metieron dentro del antiguo Museo de Historia. Pero cuando se inauguró el nuevo, el Antropológico, se decidió que era necesario otro traslado. Un mes se tardó en desprender la piedra. Se utilizaron seis grúas para moverla y un enorme vehículo que la arrastró por la ciudad a 10 kilómetros por hora. Los aztecas serían muy brutos, pero desde luego eran mucho más mañosos moviendo piedras.
Gran jornada en los anales de la Arqueología, la de aquel 19 de julio de 1799. Se encontró por casualidad, sin buscarla, porque nadie tenía ni idea de que existiera. Era la Piedra de Rosetta, un bloque de basalto escrito en tres idiomas que permitió descifrar a partir de entonces qué demonios querían decir los egipcios cuando pintaban un búho, una pluma y un ojo. La Piedra de Rosetta permitió transcribir la escritura jeroglífica y desde entonces no hay secreto faraónico que se resista.
La Piedra de Rosetta se descubrió de una manera muy tonta. Estaban los franceses en una de las suyas, invadiendo Egipto, cuando se pusieron a cavar trincheras en un lugar conocido como Rosetta. Un soldado dio con el pico en una piedra muy dura de metro y pico de alto por setenta y dos centímetros de ancho. Cuando la sacaron, vieron que había tres bloques de texto escritos de tres formas distintas: el de arriba, en caracteres jeroglíficos; el del medio, en demótico, que era la escritura posterior que usaron los egipcios; y el de abajo, en griego.
El texto resultó ser una sentencia del rey Tolomeo escrita de tres formas distintas, y puesto que dos de las lenguas se conocían, ya sería fácil trasladar a lenguaje común los búhos, las plumas y los ojos. Pero para hacer la traducción hizo falta que un joven cerebrito francés, Jean François Champollion, experto en multitud de lenguas desde muy jovencito, se dejara los ojos en descifrar la Piedra de Rosetta hasta enunciar los principios que regían la escritura jeroglífica.
Fue él quien descubrió que los signos se correspondían con una letra, con un grupo de letras o con un ideograma; o sea, con un dibujo que representaba exactamente lo figurado. Es decir, si pintaban una vaca, significaba eso, vaca. Pero como los egipcios mezclaban dos plumas, una garrota y la vaca, ya no se sabía qué querían decir sobre la vaca. Champollion logró descifrarlo signo a signo y el mérito de tan importante descubrimiento se lo llevaron los franceses. Ahora bien, ¿por qué la Piedra de Rosetta está en el Museo Británico, si la encontraron los franceses? Pues porque los ingleses echaron a los franceses de Egipto y se quedaron con la Piedra.
Contentísima se puso Ana Frank el 12 de junio de 1942 cuando su padre se presentó con un cuaderno de tapas a cuadros.
Ana cumplía trece años, y aquel regalo, su diario, fue su desahogo durante los veinticinco meses siguientes, escondida en lo que ella llamaba «la casita de atrás», un refugio en Ámsterdam (Holanda) donde ella y su familia judía intentaban evitar caer en manos de los nazis. Los descubrieron. El testimonio de Ana, escrito con pluma madura y sensibilidad precoz, quedó tirado en el refugio, confundido en el desastre del registro, hasta que alguien lo rescató y, finalizada la guerra, lo entregó al padre. El
Diario de Ana Frank
ha vendido veinticinco millones de copias en todo el mundo.
Ana y su familia vivían en Francfort cuando en el Ayuntamiento de la ciudad se izó la bandera nazi. Eran judíos, o sea, que tenían una ligera idea de lo que les esperaba. Huyeron a Ámsterdam, pero hasta allí también llegaron los nazis, así que no quedó más remedio que esconderse en un cuchitril, disimulado por una estantería que tapaba la entrada, con provisiones y un poco de ropa. Y allí mismo fue donde Ana escribió las últimas líneas de su diario, justo antes de que los alemanes los descubrieran, dos años después, tras recibir un chivatazo.
Era agosto de 1944 cuando la familia Frank salía cautiva camino del campo de concentración de Auschwitz. El padre quedó allí, pero Ana, su madre y su hermana fueron trasladadas a otro encierro, el de Bergen-Belsen. Ahí se perdieron la pista y entró en juego la mala suerte. El padre fue liberado del campo cuando las tropas soviéticas llegaron a Auschwitz en enero de 1945. Pero cuando los británicos liberaron el campo de Bergen-Belsen, sólo dos meses y medio después, el resto de la familia Frank no daba señales de vida.
Bergen-Belsen no era un campo de exterminio como Auschwitz, pero el bicho nazi que lo gestionaba lo convirtió en un matadero repleto de inmundicia. El hambre, el frío y la suciedad mataron a sesenta mil judíos. Ana, su hermana y su madre habían muerto de tifus apenas unos días antes de la liberación. Hoy, Ana Frank sería octogenaria.
A los griegos, entre unos y otros, los dejaron sin Partenón, la obra más imitada de la historia de la arquitectura. El mayor desastre llegó el 26 de septiembre de 1687, cuando los venecianos bombardearon el Partenón porque sabían que los turcos tenían allí su depósito de pólvora. Un petardazo y ¡pum!, el templo voló por los aires. Aquel monumento de mármol había sobrevivido al tiempo durante dos mil años y el hombre se lo cargó en menos de lo que Atenea hubiera tardado en acordarse del padre de todos los venecianos.
La Acrópolis griega, y por encima de ella el Partenón, se mantuvo en pie desde su construcción pese a las muchas perrerías que le hicieron. La invasión romana respetó aquel templo dedicado a Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría y protectora de Atenas. Y todavía aguantó cuando fue consagrado como iglesia cristiana y luego como mezquita. Y continuó intacto cuando en la Edad Media se convirtió en una residencia cuartelera. Pero el límite de la resistencia del Partenón llegó cuando venecianos y turcos se enfrascaron en una de sus muchas guerras. Los venecianos sabían que dentro de aquel templo griego los turcos guardaban su polvorín, y la mejor manera de dejarlos sin munición era reventándolo. El general italiano Francesco Morosini pasó a la historia como el tipo que se cargó el Partenón.
Pero todavía tenían que llegar los ingleses un siglo y pico después para rematar la faena. Total, como ya estaba medio roto, decidieron arrasar con todo el arte que aún quedaba. Esculturas, trozos de frisos, columnas, bajorrelieves… Si hasta intentaron llevarse una cariátide del templo de al lado. Aquella gran estructura que supervisó Fidias, ahora sí, quedó para el arrastre. Si quieren ver casi todo lo que le falta al Partenón, vayan al Museo Británico, que lo tienen allí a buen recaudo por mucho que los griegos reclaman que devuelvan lo que les robaron hace sólo doscientos años. Triste final para una de las más bellas obras arquitectónicas de todos los tiempos. Venecianos, turcos e ingleses tuvieron la culpa. Entre todos lo mataron y él solito se murió.
¿Se acuerdan de Galerías Preciados? ¿Aquellos grandes almacenes que luego se quedó su gran competidor, El Corte Inglés? Pero antes de que esto ocurriera, el 24 de noviembre de 1981, el centro de Galerías en Madrid estaba encantado de anunciar que, después de Barcelona, sería el segundo de España en exponer las milenarias figuras de Xian: los famosos guerreros de terracota. Apenas unos días después, a los gestores del centro comercial se les descolgó el labio. Las figuras eran un timo.
Aquellas figuras llegadas de China estaban exponiéndose en varias muestras a lo largo y ancho de Europa. Ya habían estado en Londres, París, Basilea y Barcelona, y Madrid fue el siguiente destino. Las figuras, cinco guerreros y dos caballos, llegaron el 24 de noviembre y quedaron convenientemente instaladas para su exposición en una planta en donde, de paso, se aprovechó para vender tallarines. Pero una crónica del corresponsal de
El País
en Alemania alertó de que, según declaraciones de arqueólogos chinos y alemanes, aquellas figuras que habían recorrido media Europa eran falsas. Pues ya podrían haberlo dicho antes. Los arqueólogos, no el corresponsal.
Los responsables de Galerías Preciados dijeron que la falsedad era imposible, que las figuras estaban certificadas por el Comité Arqueológico de Pekín. Pues ya, pero es que el certificado también era falso. Se hicieron pruebas de carbono 14 y termoluminiscencia para asegurar su autenticidad, y pasó lo peor: aquellos monigotes estaban hechos con barro del siglo XX. Hubo que retirar la exposición de Madrid, suspender la prevista en Valencia y decir a los barceloneses que de lo dicho, nada de nada, que todo mentira.
Al final no quedó más remedio que esperar varios años a que llegaran los auténticos guerreros de terracota chinos. Ocurrió a finales de 2004 y, en las colas de espera que se montaron para verlos en el Fórum de Barcelona y en la Fundación Canal de Madrid, algún visitante presumía de no entender la expectación despertada. Al fin y al cabo, mucha gente ya los había visto en el año 1981.