Menudas historias de la Historia (29 page)

Read Menudas historias de la Historia Online

Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Cárcel o ministerio, Luis Candelas salió de allí hacia el patíbulo y pasó luego, ya con los pies por delante, al cementerio general del sur, a la fosa común que esperaba a todos los ajusticiados. Triste fin para un bandolero guapo.

Primera inyección letal

El asunto no tiene la menor gracia, porque se trata de recordar que el 7 de diciembre de 1982 un hombre de raza negra llamado Charles Brooks estrenaba un revolucionario método de ejecución: la inyección letal. Por supuesto, fue en una cárcel de Texas, ese Estado tan orgulloso de ser el que más y mejor mata en Estados Unidos. Lo cierto es que lo hacen muy bien, no se les escapa ni uno vivo. En los diez primeros meses de 2008, según informaciones de Amnistía Internacional, habían sido ejecutados veinticuatro reos, todos por inyección letal, salvo uno, que eligió ser electrocutado en Carolina del Sur. Los hay caprichosos.

Estados Unidos es el único país democrático, junto con Japón, que sigue aplicando la pena de muerte. Intenta, eso sí, que duela menos, por eso optaron en 1982 por inaugurar la inyección letal, porque la cámara de gas, la silla eléctrica, la horca y el fusilamiento hacen más daño y, además, son muy desagradables para los testigos que acuden a los asesinatos. Alguno salía hasta vomitando. En Estados Unidos creen haber revolucionado las técnicas de ejecución con esto de la inyección letal, pero, en realidad, se lo copiaron a los nazis, que ya las usaban en los campos de concentración.

La aplicación es sencilla: consiste en atar a una camilla al futuro asesinado e inyectarle un cóctel letal. Primero, pentotal de sodio para atontarlo; luego, bromuro para relajar los músculos y después, cloruro de potasio, que colapsa primero los pulmones y luego el corazón. Ya está. Se supone que este método es el más humano porque te liquidan en segundos y no duele. La mala noticia es que a veces sí duele, y mucho, y que la agonía de algunos condenados se ha alargado durante cuarenta y cinco minutos. Unas veces porque no le encuentran una buena vena; otras, porque los espasmos involuntarios expulsan la aguja; otras, porque el aparato se atasca; y otras porque los enfermeros anestesistas son unos inútiles.

Ya se sabe lo que creen muchos estadounidenses, que la pena de muerte evita futuros crímenes. Está claro que los últimos informes del FBI están mal hechos, porque resulta que gran parte de las ciudades con mayor criminalidad de Estados Unidos son de Estados que aplican la pena de muerte. Será que matan a pocos.

«Decíamos ayer»

Fray Luis de León aguantó con paciencia de místico los casi cinco años de cautiverio que le impuso la Inquisición, hasta que el 11 de diciembre de 1576 salió de la cárcel de Valladolid absuelto de todo delito y de todo pecado. Le acusaron por dos tonterías, y como con la Inquisición todo el mundo era culpable mientras no se demostrara lo contrario, defender su inocencia le costó lo dicho, casi cinco años. Cuando recuperó su cátedra, se dirigió a los alumnos con la famosa frase «Decíamos ayer…». Y les dejó a todos con un pasmo, porque esperaban que Fray Luis al menos les cotilleara todo lo relativo a su cautiverio. Él ni se inmutó. Volver al lugar exacto donde lo había dejado años antes era su particular triunfo contra la maldad humana.

La envidia y las constantes rencillas entre dos órdenes religiosas fue el móvil del encarcelamiento. Fray Luis era agustino, y los agustinos se llevaban fatal con los dominicos. En la Universidad de Salamanca trabajaba Fray Luis de León como catedrático de Teología, y en la misma universidad enseñaba un dominico muy envidioso de nombre fray Bartolomé de Medina, que no soportaba que el agustino Fray Luis escribiera muy bien, enseñara mejor y fuera muy admirado por los alumnos.

¿Qué hizo el dominico? Denunció a Fray Luis. Primero, como presunto traductor al castellano del
Cantar de los Cantares
, de Salomón, que como estaba considerado un texto sagrado tenía prohibida la traducción a lengua vulgar. Sacrilegio. Y la segunda denuncia era porque, supuestamente, Fray Luis defendía el texto escrito en hebreo del Antiguo Testamento, cuando la Iglesia sólo aceptaba la traducción latina de la Biblia, la Vulgata. En la época de Fray Luis, cualquier cosa que oliera a judío le llevaba a la cárcel de cabeza, así que sólo faltó, encima, que alguien dejara caer, así, como quien no quiere la cosa, que el fraile tenía un abuelo judío. Fue la puntilla para que el catedrático acabara siendo sospechoso de herejía.

Fray Luis escribió en su encierro el famoso verso que empezaba «Aquí la envidia y la mentira me tuvieron encerrado», el mismo que terminaba considerando dichoso al que por la vida pasa, «ni envidiado ni envidioso».

La testa de Luis XVI

Para el rey de Francia Luis XVI, el 17 de enero de 1793 fue un mal día. Se le cortó la risa al conocer su sentencia a muerte. Claro, que lo peor llegó cuatro días después, cuando además de la risa le cortaron la cabeza. Entre las cosas más innecesarias, absurdas e ilegales que se hicieron para consolidar la Revolución francesa estuvo precisamente la decapitación de Luis XVI. Quizás mereció la cárcel por tonto o por rey, pero, como los revolucionarios se envenenaron con su propia ideología, lo fueron a condenar justo por lo que no hizo: traicionar a Francia.

A Luis XVI no lo sentenció un tribunal de justicia. Lo hizo una asamblea de políticos, voto a voto y de viva voz. Las sesiones de la Convención francesa donde se discutía la conveniencia o no de ejecutar al rey fueron de locos. Allí había tres grupos políticos: los girondinos, representantes de la burguesía pudiente; los montañeses, llamados así porque estaban en la parte alta de la cámara y que defendían a la pequeña burguesía y al populacho; y los de la llanura, que eran mayoría pero que en vez de mandar por ser más se dedicaban a dejarse arrastrar por montañeses o girondinos. Unos veletas.

Y tantos políticos con peluca se olvidaron de un detalle que ellos mismos habían aprobado: el rey tenía inviolabilidad constitucional, que sólo se vería suspendida en tres supuestos: si el rey abandonaba el reino, si se ponía a la cabeza de un ejército extranjero o si rechazaba el juramento de fidelidad a la Constitución. Ninguno de los tres supuestos se dio, pero, como a todos se les fue la cabeza, 361 votaron a favor de la decapitación, 277 en contra y 72 se abstuvieron. Si se suman votos en contra y abstenciones, resulta que Luis XVI fue decapitado por un solo voto de diferencia.

Robespierre fue uno de los que se cubrió de gloria al intervenir con su frase «decapitar al rey es una medida indispensable para la salud pública». Como si fuera un antigripal. Si hubiera sabido que él mismo iba a ser uno de los 74 asambleístas que acabarían con el pescuezo en la guillotina, otro hubiera sido su voto y, quién sabe, a lo mejor Francia iría ahora por el Luis número XXVII.

Sifilítico Al Capone

Llevamos más de seis décadas sin Al Capone y nadie le echa de menos. El 25 de enero de 1947 moría demente perdido sin ser ni sombra de lo que fue Alfonso Capone, uno de los malos más malos de la historia del hampa.

Malo, pero también más listo que el hambre, porque después de toda una vida de fechorías, asesinatos, sobornos, trata de blancas, tráfico de alcohol y drogas, y apuestas clandestinas sólo pudo ser condenado por un mísero delito fiscal. De jovencito sí firmaba sus crímenes, porque se estaba haciendo una carrera criminal y no le quedaba más remedio que apretar el gatillo para pasar el examen, pero en cuanto organizó su propia banda ya se hizo muy difícil pillarle. Sobre todo porque tenía en nómina a media policía y a tres cuartos de la judicatura.

Pero al final le cazaron. Y lo hizo Kevin Costner, que se parecía horrores a Elliot Ness, el policía que con sus nueve agentes intocables consiguió que Al Capone diera con sus huesos en prisión por evasión de impuestos. Le condenaron a diez años y lo encerraron en un vulgar centro penitenciario, con lo cual Al Capone seguía controlando sus negocios desde la cárcel y viviendo a cuerpo de rey.

La buena vida se le acabó cuando fue trasladado a Alcatraz, donde se le vinieron encima todas sus miserias y las consecuencias de una sífilis que nunca se dejó tratar. Y esto tiene guasa, porque este criminal casi sin alma le tenía tanto miedo a las inyecciones que nunca permitió que le pusieran una para curarle la sífilis. El pánico a las inyecciones es una subfobia de la hematofobia, el miedo a la sangre, y los dos terrores suelen ir unidos. Así que ya me contarán qué hacía Capone cuando se encontrara con las matanzas que él mismo provocaba. O miraba para otro lado o se desmayaba cada dos por tres.

Atentado a Isabel II

El cura Merino le suena a casi todo el mundo, a unos como héroe y a otros como villano, y todos tienen razón, porque hubo dos curas Merino y los dos contemporáneos. Uno fue un héroe de la Guerra de la Independencia y el otro, el que atentó contra Isabel II el 2 de febrero de 1852. Se llamaba Martín Merino, era franciscano y estaba un poco loco, porque le dio por ir agrediendo a todo dirigente que se le pusiera por delante y que no comulgara con sus ideas liberales extremistas.

El cura Merino ya apuntaba maneras desde el reinado de Fernando VII. Se le atribuye aquella frase que gritó al rey con la Constitución en una mano y una pistola en la otra. «O te la tragas o te mato», le dijo. De aquí fue derechito al exilio.

Pero el cura Merino volvió y, en plan comando Vizcaya, como no tenía cosa más productiva que hacer, se elaboró una lista de sus objetivos. Entre ellos el general Narváez y la reina Isabel II. Decidió empezar por arriba, por la reina, y lo primero que hizo fue equiparse con el armamento adecuado, así que se fue al Rastro madrileño y se compró una navaja de Albacete de segunda mano.

Aquel 2 de febrero esperó a que la reina saliera de palacio camino de la basílica de Atocha, porque acababa de parir hacía poco más de un mes y llevaba a la niña, a la conocida luego como la Chata, para ofrecerla a la Virgen. El cura Merino esperó entre el gentío, se abrió paso entre los alabarderos… porque, claro, quién iba a desconfiar de un tipo vestido de cura… se fue a por la reina y le clavó la navaja en un costado. La frase esta vez fue «toma, ya tienes bastante». Este hombre, desde luego, no tenía desperdicio con sus frases lapidarias.

La reina se desmoronó con su bebé en brazos, el coronel de los alabarderos cogió al vuelo a la niña, el rey consorte Francisco desenvainó su espada en un ataque de hombría extraño en él y el cura Merino se salvó por los pelos en aquel momento. La reina sólo tenía un rasguño, porque aquellos ropajes eran auténticos chalecos antibalas y antipuñales de Albacete, pero al cura Merino sólo le faltaban seis días para pisar el patíbulo. Su ejecución es otra historia…

El locuelo cura Merino

El 7 de febrero de 1852 el cura Merino recibió garrote vil tras comprobarse en una rápida investigación y tras un interrogatorio kafkiano que, efectivamente, no sólo había intentado matar a la reina con una navaja de Albacete de segunda mano, sino que, además, estaba como una chota. Su defensor de oficio, Julián Urquiola, intentó salvarle el cuello alegando enajenación mental, pero el cura Merino se negó a aceptarlo. Él lo tenía muy claro, quiso matar a la reina porque era una impresentable. Es más, cuando le preguntaron si tenía cómplices, muy ofendido respondió: «¿Pero os creéis que en España hay dos hombres como yo?».

En el interrogatorio se identificó como Martín Merino Gómez, riojano, natural de Arnedo, de sesenta y tres años, ordenado sacerdote, residente en Madrid y hecho un saltamundos. Literal. Confesó ser un regicida, reconoció su odio a los reyes y su cabreo por la falta de justicia. Su frase fue: «Siempre he creído que en España no había justicia y ahora me convenzo de ello al ver que aún estoy vivo». La sentencia fue garrote vil, pero antes de la ejecución hubo de cumplirse un protocolo: la degradación de sus derechos sacerdotales. Se le vistió con todos sus avíos de cura y medio Madrid intentó ver la ceremonia de degradación en la cárcel del Saladero, en la actual plaza de Santa Bárbara.

Arrodillado el cura Merino, sujetando el cáliz y la patena con la hostia, el obispo de Málaga se los quitó de las manos, privándole así de la potestad para celebrar misa; luego le rayó las yemas de los dedos con un cuchillo para privarle de bendecir y continuó despojándole de la casulla y la estola. Lo último fue cortarle pelo del cogote para hacer desaparecer la tonsura. Y fue entonces cuando intervino de nuevo el cura Merino. Pidió que no le cortara mucho porque aquel febrero hacía frío y no quería resfriarse.

Pero no tuvo tiempo de estornudar. A la una del mediodía ya le habían dado garrote y a las cinco apenas quedaba nada de él. El Consejo de Ministros, para disuadir a los fetichistas, ordenó quemar el cadáver y echar las cenizas a una fosa común. Fin del locuelo cura Merino.

Agnes Sorel

La primera amante oficial de un rey francés fue Agnes Sorel, liada con Carlos VII. No significa que los anteriores soberanos no tuvieran amantes; significa que no estaban reconocidas socialmente. Agnes Sorel era la amante oficial, admirada incluso por la reina porque metió en cintura al rey y aceptada por la corte. Marcó tendencia. Era joven, monísima, lista y estilosa. Pero el 9 de febrero de 1450 Agnes Sorel murió durante el embarazo de su cuarto hijo. Se diagnosticó entonces que el fallecimiento se produjo por un «flujo de vientre», o sea, un embarazo complicado. Pero la ciencia ahora ha dicho que no, que murió con mercurio hasta las cejas.

Carlos VII, para situarnos, llegó al trono de Francia gracias a Juana de Arco. Se enamoró de Agnes con el beneplácito de la reina María de Anjou, porque la reina estaba aburridísima de su marido y lo que quería es que alguien lo mantuviera entretenido. Agnes Sorel era la mejor opción. Mejor ella, una mujer sensata, que cualquier pilingui ansiosa de poder.

La amante del rey, sin embargo, murió de forma extraña, por eso un grupo de genetistas, toxicólogos, parasitólogos y forenses decidieron no hace mucho averiguar exactamente las causas de la muerte. Así que, exhumaron sus restos y descubrieron que, efectivamente, Agnes Sorel murió por una sobredosis de mercurio.

Ahora bien, los expertos se han curado en salud y, aunque aseguran que el mercurio mató a la amante del rey, no están seguros de si la envenenaron o si lo tomó ella misma. Antes los maquillajes contenían mucho mercurio, y Agnes Sorel iba pintada como una puerta. Pero también es cierto que el mercurio se usaba como purgante y, como el análisis de los restos ha descubierto la presencia de lombrices, puede que tomara mercurio de más para combatirlas.

Other books

Five Women by Rona Jaffe
The Sweetest Deal by Mary Campisi
Pile of Bones by Bailey Cunningham
My Map of You by Isabelle Broom
Terrible Swift Sword by William R. Forstchen