Menudas historias de la Historia (52 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

La maléfica ley Volstead

En menudo berenjenal se metió Estados Unidos el 16 de enero de 1920. Entró en vigor la ley Volstead, más conocida como la ley seca, la que decretaba la prohibición de toda clase de bebidas que contuvieran el 0,5 por ciento de alcohol. No se podía tomar ni una cerveza, ni un vaso de sidra… ni mucho menos una copa de vino. Y digo lo del berenjenal, porque lo único que consiguió Estados Unidos con una ley tan moralista fue tender un puente de plata al mundo del hampa. Los gánsteres daban palmas con las orejas sin estar borrachos.

Es una pena que casi nadie conozca la ley seca por el nombre de la lumbrera que la promovió, el congresista republicano Andrew Volstead. Vean lo que dijo para anunciar la puesta en marcha de la ley: «Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación. El demonio de la bebida hace testamento, se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerrarán para siempre las puertas del infierno». Desde luego, lo clavó.

La pregunta es quién dejó que un tipo como éste se metiera a político y por qué nadie lo encarceló de inmediato. La ley Volstead promovió e instaló de forma permanente el crimen organizado en Estados Unidos y provocó que el país atravesara una de sus etapas más negras y corruptas. La ley permitió hacer colosales negocios, por un lado, a los fabricantes de bebidas gaseosas no alcohólicas (con la Coca-Cola se forraron) y, por otro, a los fabricantes clandestinos de alcohol, que se hicieron de oro destilando whisky por su cuenta.

Cómo sería de lucrativo el negocio, que en un solo año la policía descubrió 172.000 alambiques ilegales; o sea, que es fácil imaginar los que no descubrieron. Allí el que no bebía era porque no quería. Trece años después de su aprobación, en 1933, Estados Unidos derogó la ley tras considerarla un completo fracaso. De Andrew Volstead, nunca más se supo. Seguramente se dio a la bebida.

Búfalo Bill por las Ramblas

Se llamaba William Frederick Cody y era el prototipo del vaquero americano; perteneció al Séptimo de Caballería, luchó contra los indios —aunque luego se hicieron colegas— y cazaba búfalos como nadie. Por supuesto, para no desentonar de todos estos datos, su lugar de nacimiento fue Iowa. Era Búfalo Bill un personaje de leyenda que el 21 de diciembre de 1890 llegó a Barcelona con su espectáculo «Salvaje Oeste». Fue uno de los mayores acontecimientos de la época, porque traía indios de verdad… y búfalos de verdad… y los Winchester disparaban de verdad. Una pena que ese mismo año de 1890 se muriera Toro Sentado, porque, si no, también habría ido a Barcelona. Y Toro Sentado por las Ramblas no hubiera tenido desperdicio.

Búfalo Bill había contratado al jefe sioux Toro Sentado, más conocido en su tienda como Tatanka Yotaka, diez años antes, en 1880. El indio vivía en una reserva y como Búfalo quería mejorar su espectáculo, le propuso incorporarse al circo «Salvaje Oeste». Le ofreció a cambio mantas, collares, diversos utensilios, whisky… en fin, todas esas cosas con las que se convencía a los pieles rojas. Toro Sentado, por supuesto, rechazó la oferta. Le dijo a Búfalo que se dejara de tonterías. Que actuaría a cambio de 40 dólares semanales, todos los gastos pagados, alojamiento en los mejores hoteles y seguro de accidentes. Era Toro Sentado, no Toro Imbécil.

El jefe sioux no llegó a Barcelona, pero sí el resto de indios que integraba el espectáculo. Lamentablemente, no todos regresaron. Durante las cinco semanas que duró el
show
de «Salvaje Oeste», parte del personal artístico y técnico enfermó de cólera o gripe. Nunca se supo exactamente qué los mató, pero el caso es que diez indios de Dakota murieron y fueron enterrados en Barcelona.

Los contratiempos del espectáculo no acabaron aquí. Búfalo Bill elevó una seria protesta a las autoridades barcelonesas porque, tras la desaparición de dos niñas en el barrio de Gracia, precisamente donde estaba instalado el
show
, los vecinos acusaron a los indios de habérselas comido. Búfalo se enfadó mucho, porque sus indios eran seres civilizados que no comían carne humana. Como mucho, habían arrancado algún cuero cabelludo, pero de eso hacía muchos años. Antes de alojarse en hoteles de lujo y montar a caballo con seguro contra accidentes.

Revoltosos
Valero Ripoll

Si van a Calatayud no pregunten por la Dolores, que está feo, pregunten por Valero Ripoll, a ver si tienen la suerte de que alguien les dé señas de él. Valero Ripoll fue un paisano que el 19 de diciembre de 1808, en plena invasión napoleónica, engañó a un destacamento de cien franceses diciéndoles que o se rendían y abandonaban Calatayud, o la guerrilla que tenía a su mando les haría fosfatina. Dado que los franceses ya tuvieron noticias durante el primer sitio de Zaragoza de una tal Agustina de Aragón y de cómo se las gastaban los guerrilleros maños, se rindieron sin plantar cara. Pero Valero Ripoll ni tenía guerrilla ni nada parecido. Se tiró un farol y le salió redondo.

Los franceses habían tenido que levantar su primer sitio a Zaragoza, el que se produjo entre el 15 de junio y el 15 de agosto, tras perder Napoleón la batalla de Bailén. Pero no estaban dispuestos a renunciar a la toma de la capital porque era imprescindible para abrirse paso hacia el Levante, así que volvieron a la carga para hacer capitular la ciudad. Las tropas napoleónicas fueron tomando varios pueblos en su acercamiento a Zaragoza. En Calatayud se instaló un destacamento francés de ciento diez hombres hasta el que se acercó el chocolatero Valero Ripoll acompañado de un amigo. Nadie sabe cómo ni con qué artes, ni mucho menos en qué idioma, Valero Ripoll convenció a los galos de que muy cerca de allí tenía a su mando tres mil guerrilleros aragoneses muy cabreados y dispuestos a atacar al destacamento francés si no se entregaba.

Ripoll no tenía a nadie de apoyo, aunque bien es cierto que no muy lejos de allí andaban los hombres de Juan Biec, un guerrillero conocido. Es decir, lo que hizo el chocolatero Valero fue engatusar a los franceses, que se acongojaron ante tanto supuesto maño, rindieron las armas y fueron conducidos a Zaragoza por los dos amigos y una docena de paisanos que se les sumaron en el camino. Es de suponer que éste es uno de los episodios más ridículos de las tropas francesas durante la invasión española. Valero Ripoll llegó a Zaragoza con su botín de cien franceses, se los entregó a Palafox y el general, claro está, lo condecoró. Pero dio igual. Dos días después comenzó el segundo y cruento sitio de Zaragoza. Y aquí no valieron trampas.

Rosa Parks

Rosa Parks era una mujer negra de cuarenta y dos años que trabajaba de costurera y que el 1 de diciembre de 1955, sin planearlo, puso Estados Unidos del revés. ¿Qué ocurrió aquel 1 de diciembre? Pues que Rosa Parks se subió a su habitual autobús en Montgomery, en Alabama, y se sentó en la quinta fila, porque las cuatro primeras estaban reservadas a los blancos. El autobús se llenó, y un rostro pálido se dirigió a Rosa y le dijo que se levantara. Rosa dijo que no, que estaba en la zona para negros y ahí se quedaba. El blanco la denunció, la policía la detuvo y, en ese mismo instante, saltó la chispa que inició la lucha por los derechos civiles que acabaría con la segregación racial en Estados Unidos. La primera vez que Martin Luther King alzó la voz fue en defensa de Rosa Parks.

Cuando Rosa Parks fue detenida, un joven de nombre Martin Luther King impulsó un boicot contra la empresa de autobuses de Montgomery, y la respuesta fue asombrosa. Los ciudadanos comenzaron a usar bicicletas, a coger taxis para negros que bajaron sus tarifas, a organizarse en coches particulares… hicieron lo que fuera con tal de no coger los autobuses. Un año después la empresa quebró, porque sus clientes eran negros en un 75 por ciento hasta el momento de la detención de Rosa Parks. Dos meses más tarde, el Tribunal Supremo de Estados Unidos sentenció que la segregación racial en los autobuses violaba la Constitución. Es que antes no habían caído en la cuenta de una cosa tan tonta.

Aquello fue sólo el principio, porque se siguieron arañando derechos para los negros poco a poco, pero, sobre todo, muerto a muerto. Hasta los dejaron ir a la universidad y les permitieron entrar al cine por la misma puerta que los blancos, e incluso ver la película sentados. Los blancos, en el fondo eran tan buenos que, en 1999, a Rosa Parks le dieron la Medalla de Honor del Congreso. Pero hay más. Porque Rosa murió en 2005, a los noventa y dos años, y su capilla ardiente estuvo instalada en el Capitolio de Washington, reservado a presidentes y héroes de guerra. Ahora viene el chiste.

Rosa Parks fue enterrada en el cementerio de Detroit, y el precio de los nichos cercanos se ha triplicado porque ahora hay tortas entre los blancos para enterrarse al lado de la costurera negra que se negó a ceder su asiento a un blanco. No tienen remedio.

Juana de Arco

En el siglo XV, los ingleses tenían frita a Francia. La invadían cada dos por tres y, por supuesto, querían sentar en el trono francés a un inglés. A verlas venir estaban dos herederos franceses, uno de Borgoña y otro de Orleans, pero la guerra contra el inglés y las luchas entre ellos tenían el país sin gobierno. Y en éstas andaban, jugando a la silla para ver quién se sentaba en el trono en cuanto parara la música, cuando una jovencita muy mona llamada Juana se plantó el 8 de marzo de 1429, Día de la Mujer Trabajadora, ante Carlos, el delfín de Orleans, y le dijo: Oye, que yo hablo con Dios, y me ha dicho que tengo que salvar a Francia y hacerte rey. Por si acaso era verdad, Juana de Arco acabó al frente de las tropas.

Era la época en que Francia estaba inmersa en la Guerra de los Cien Años, que, como su propio nombre indica, duró ciento dieciséis. Juana de Arco consiguió unir a Francia en torno al futuro rey Carlos VII y echó a los ingleses de Orleans. Cuando el rey le dijo que se estuviera quieta, Juana siguió batallando por su cuenta, porque Dios le insistía en que había que hacer fosfatina a los ingleses. Como la doncella tenía mucho tirón, el ejército la siguió, pero a Juana la cogieron los de Borgoña, cabreados como estaban por haber hecho rey a su enemigo de Orleans. Los borgoñones la entregaron a los ingleses y se le hizo un juicio, primero, por hablar con Dios sin que intermediara la Iglesia y, segundo, por vestir pantalones en vez de faldas.

La declararon hereje y marimacho, pero, como Juana al final flaqueó y se arrepintió de sus pecados, le perdonaron la vida a cambio de que dejara de decir tonterías y comenzara a vestir como una señorita. Pero no lo hizo. Volvió a ponerse pantalones y a tener charlas con Dios. La condenaron a la hoguera por relapsa; o sea, por herética reincidente. Veinticinco años después de su muerte la Iglesia revisó su caso y determinó que, hombre, hereje no era y lo de la vestimenta tampoco era tan grave. Tuvieron que pasar casi quinientos años para verla canonizada y como patrona de Francia. La única santa patrona con pantalones.

Guillermo Tell

Estas son las fechas, y sigue sin estar claro si la magnífica hazaña de Guillermo Tell fue cierta. En Suiza todo el inundo la da por buena y aseguran que sucedió el 18 de noviembre de 1307. Anda que no hace años que arreó el flechazo a la manzana sobre la cabeza de su hijo. Todo pueblo necesita sus mitos y sus héroes, y Guillermo Tell es uno de ellos. En Suiza se le atribuye, además del episodio de la manzana, el haber iniciado con esta gesta la lucha por la independencia frente a Austria. Conviene aceptarlo, porque los suizos no están tan sobrados de héroes como para desinflarles una leyenda.

La hazaña de Guillermo Tell, aquella que luego puso sobre el papel Friedrich Schiller en forma de drama y Antonio Rossini en plan ópera, fue como sigue. Iba Vilhelm Tell —porque Guillermo lo llamamos aquí, pero en Suiza era Vilhelm—, iba, digo, con su hijo aquel 18 de noviembre paseando por la plaza mayor de Altdorf, una ciudad en el centro del país, cuando se negó a reverenciar a un austríaco invasor.

Austria se había anexionado Suiza y tenía fritos a los ciudadanos. El mandamás austríaco paró los pies de Guillermo Tell, de quien había oído sus habilidades con la ballesta, y para escarmentarle por su desaire exigió que demostrara su puntería atravesando una manzana colocada en la cabeza de su hijo. Si lo conseguía, le dejaría ir.

Guillermo Tell tomó dos flechas, las colocó en su ballesta y disparó una a la manzana. Hizo blanco, pero cuando el austríaco le preguntó por qué había puesto dos flechas si sólo tenía que lanzar una, Guillermo Tell no se calló y le dijo que la segunda iba destinada a él en caso de que hubiera fallado y matado a su hijo.

El austríaco se mosqueó, detuvo al arquero, el arquero se escapó, luego mató al austríaco, y aquello fue el chispazo que encendió la lucha de varios cantones suizos para independizarse de Austria. Y colorín colorado.

María Pita

La historia guerrera española registra muchas y variadas heroínas: Casta Álvarez y Agustina en Aragón, María Bellido en Bailén, Clara del Rey y Manuela Malasaña en Madrid, Mariana Pineda en Granada… Pues en Galicia, en A Coruña, no hay más heroína que María Pita, porque el 14 de mayo de 1589, al grito de «el que tenga honra que me siga», hizo retroceder a los invasores ingleses cuando la ciudad estaba prácticamente rendida. Sir Francis Drake volvió con el rabo entre las piernas a Inglaterra y murió sin explicarse cómo una mujer hizo retroceder a veinte mil hombres.

Pues porque María Pita se cabreó. Y verán por qué. Isabel de Inglaterra estaba mosqueada con Felipe II por haberle enviado a la Armada Invencible. Aunque Inglaterra ganó y los elementos se merendaron a la famosa Armada, la reina envió al año siguiente a sir Francis Drake, aquel que comenzó su carrera siendo corsario y la terminó como almirante, a invadir España.

Así que, 142 navíos se plantaron frente a las costas de Corulla, pero como Felipe II estaba ya entretenido con sus tercios en Flandes, Galicia estaba desasistida. Los ingleses desembarcaron, y los paisanos coruñeses tuvieron que plantar cara en ayuda de las pocas tropas que tenían.

Un alférez al mando, Gregorio de Recamonde, segundo esposo de María Pita, cayó muerto de un tiro de arcabuz, y su mujer se encendió. Coruña estaba a punto de rendirse, pero María Pita agarró la espada de su esposo, se puso al frente y se fue a por un inglés que avanzaba con el estandarte de su país. Le arreó un espadazo, le quitó la bandera inglesa, la alzó y aquel gesto provocó que los coruñeses sacaran fuerzas de donde no tenían. Los ingleses se acongojaron, comenzaron a retroceder y acabaron huyendo a sus barcos. Cuando sir Francis Drake los vio volver, no podía creerlo.

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