Read Mi gran novela sobre La Vaguada Online
Authors: Fernando San Basilio
—Se ha ido la luz.
—¿Qué luz?
La luz se había ido en toda la manzana, pero yo no me había dado cuenta. Fran lo encontró divertido, bajamos a un salón recreativo donde también daban cerveza, cambiamos cuatro frases y nos dimos por amigos. Luego se hizo la luz y de pronto las máquinas tragaperras empezaron a pitar, formando un gran estruendo, y a lanzar destellos.
—Esto parece Coney Island —dijo Fran—, vámonos de aquí.
Fran me enseñó la academia por dentro, la sala de montaje, y aquello me decepcionó porque yo pensaba que todavía se trabajaba con bobinas y rollos de cinta y con tijeras de podar. Fran me preguntó si me interesaba el cine y yo le dije que sí, aunque me interesaban más los libros.
—Oh, eres escritor.
—Bueno.
—Escribir es una buena cosa, escribir tiene que ser muy difícil.
—Bueno, bueno.
—Mi mujer es encuadernadora, mi mujer está embarazada de un niño que se va a llamar Ignacio.
—Mmm...
Pasado un tiempo, Fran dejó la academia y yo dejé mi habitación de la calle Ibiza, porque entendía que en esa calle nunca me iba a pasar nada interesante, y me instalé en una casa al final de la calle Atocha, pero no desaparecimos el uno para el otro. Algunos días comíamos juntos en el restaurante Bogotá, en la calle Belén, donde los menús todavía costaban nueve euros, y los miércoles nos reuníamos en la cervecería Santa Bárbara, donde los dobles de cerveza costaban ya dos euros y medio, y bebíamos una cerveza detrás de otra y luego Fran me llevaba hasta la calle Atocha en una de sus tres motos vespa y cruzábamos la plaza de Santa Bárbara, que todavía no era peatonal, y el barrio de Huertas, que ya era peatonal, y seguíamos por la acera de los impares de la calle Atocha hasta llegar al número 135 y cuando Fran tuvo su tercer hijo yo le mandé un mensaje de texto al teléfono móvil, un mensaje muy elaborado de 160 caracteres lleno de afecto y entusiasmo. Como yo no tenía contrato sino tarjeta prepago, las llamadas por teléfono móvil me resultaban muy caras y por tanto me comunicaba con el mundo a través de mensajes de texto. Naturalmente, este estado de cosas iba a cambiar en cuanto me llamaran de Canal Cocina y un contrato llevaría a otro. Fran, como tenía contrato, me llamaba con mucha asiduidad y yo no siempre le devolvía las llamadas, lo cual me hacía sentir sucio por dentro, sobre todo ahora que estaba a punto de conseguirme un trabajo. Cuando yo tuviera un contrato en Canal Cocina y un contrato con una operadora de telefonía móvil y las llamadas me costaran un céntimo por minuto a partir de las cinco de la tarde, llamaría muchas veces a Fran y devolvería todas las llamadas del mundo y nadie podría pensar que yo era un persona tacaña, ruin y desconsiderada. En realidad, Fran tenía muchos contratos y muchos teléfonos móviles: uno para llamar por las mañanas y otro para que le llamaran por las tardes, etcétera.
—Me llaman de Globomedia para rodar una serie sobre un restaurante y dos familias y un barrio. El episodio piloto se llamará
Toda la carne en el asador
.
Yo pagaba 275 euros por aquella habitación de la calle Atocha, tenía un balcón de piedra que daba a la calle Alameda. La chica a cuyo nombre estaba el alquiler, que se llamaba Cecilia, decía que antes aquella casa era maravillosa porque se veía la luna y casi se adivinaban las copas de los árboles del Jardín Botánico pero luego levantaron el hotel Hesperia y el paisaje se endureció. A mí me gustaba mucho abrir la ventana y fumar apoyado en el balcón, que no dejaba de ser un balcón, y mirar las siluetas de los clientes del hotel Hesperia recortadas contra el fondo de sus habitaciones, donde no dejaban de pasar cosas. La noche, cerrada y fría, en que Fran llamó para decirme que se marchaba a Globomedia y que ya no me podría facilitar esa colocación en Canal Cocina, el aire estaba quieto y yo fumaba apoyado en el balcón de piedra y el humo de mis cigarros no se desplazaba sino que cristalizaba y permanecía así, hecho cristal, hasta que de repente había desaparecido. Acabé de fumar, me metí en mi habitación, me tumbé en la cama y miré al techo hasta quedarme dormido y a la mañana siguiente, al despertar, resultó que aquel sueño mío —de repente, escribir guiones— había desaparecido y yo ya me había olvidado por completo del asunto y cuando unos días después volví a la Filmoteca ya ni siquiera me acordé de mirar, en los carteles, en los programas de mano, quién había escrito el guión de qué película. ¿Qué me importaban a mí los guiones? Los guiones no eran otra cosa que una especie de borrador, ¿dónde estaban los guiones?, ¿dónde se guardaban?, ¿a quién le importaban los guionistas? A mí lo que de verdad me interesaba eran los libros.
Yo tenía un amigo emprendedor y consideraba que esto me enriquecía por dentro porque me permitía experimentar, en la carne cercana de un amigo, el vértigo de nacer, crecer, multiplicarse y acaso morir, o tal vez no llegar a nacer y ser solamente una pompa de jabón. Bueno, también mi padre había sido un emprendedor un día, él y Redondo habían abierto esa tienda en la calle Monforte de Lemos, pero todo esto había ocurrido antes de que yo naciera y cuando La Vaguada ni siquiera existía. Antes de La Vaguada no había nada. Este amigo mío emprendedor tenía el pelo rojo y había levantado una empresa dedicada a la imagen corporativa y a veces me daba trabajo. Tenía un socio bastante ridículo, muy alto, casi siempre con un sombrero panamá, y una oficina en Boadilla del Monte y tres empleados y un pequeño despacho detrás de una cristalera. Al fondo había un almacén. El abanico de servicios que prestaba la empresa de mi amigo era muy amplio y una vez me llamó para empaquetar gominolas.
—¿Qué te parece?, ¿crees que podrás hacerlo?
—Creo que podré intentarlo.
—Hay trabajo para una semana. ¿Crees que podrás aguantar una semana?
Y en verdad era un trabajo muy agradable y la semana pasó volando porque además yo no estaba solo. Había un chico del pueblo de Boadilla que hacía lo mismo que yo y que todo el tiempo estaba renegando. Enseguida simpatizamos. Cada hora y media salíamos a la calle y dábamos una vuelta a la manzana y parábamos en una lechería donde vendían cigarros sueltos y latas de cerveza. Era una tarea ridícula y vacía: empaquetar, fumar, beber, renegar. ¡Alegría! ¡Alegría! Había que meter las gominolas en una bolsa de plástico y luego meter esas bolsas en unos botes de hojalata con la imagen corporativa de la empresa Randstad y finalmente retractilarlo. Al principio nos preocupábamos de que fueran diez gominolas en cada bolsa porque eso era lo que nos habían dicho, pero enseguida el chico de Boadilla decidió que eso era una tontería y pasó a coger las gominolas a puñados y yo hice lo mismo porque, después de todo, eso era lo más razonable. Obviamente, no hubo ningún problema con esta cuestión del número de gominolas. Retractilábamos. Me gustaba retractilar, tenías la impresión de estar en el origen de las cosas, casi habías llegado al meollo del asunto. A mediodía venían dos hombres y un camión y se llevaban todo lo que el chico de Boadilla y yo habíamos empaquetado y encajado el día anterior. Encajar significaba meter algo en una caja. También usábamos el verbo desempaletar, que significaba sacar cosas de un palé. A última hora de la tarde venían esos mismos hombres y ese mismo camión con un montón de cajas de cartón sin armar, botes de hojalata, bolsas de plástico y sacos de gominolas para que el chico de Boadilla y yo trabajáramos al día siguiente.
El tercer día, y después de que el camión se hubiera llevado nuestro trabajo de la víspera, el chico de Boadilla —nariz pequeña, pelo cortado a cepillo, ideas muy claras sobre la vida— dijo que no entendía por qué los del camión tenían que venir de vacío por la mañana e irse también de vacío por la noche.
—Alguien se lo está llevando crudo.
Yo no creía que nadie se estuviera llevando nada crudo a ningún sitio. Aquello estaba mal pensado y mal hecho y eso era todo. No estaba de acuerdo.
—Crudo, crudo, crudo —insistió el chico de Boadilla.
Retractilamos un rato y luego dimos una vuelta a la manzana, paramos en la lechería, escupimos en la calle y seguimos hablando sobre el trabajo y sobre lo mal que se hacía todo en aquella empresa, como si en lugar de tres días lleváramos treinta años allí metidos y haciendo lo mismo. Aquello era formidable o casi formidable, yo podía sentir en mis narices el aroma de la vida verdadera. El siguiente trabajo que me encomendó mi amigo fue de naturaleza muy diferente.
—Esta vez trabajarás solo.
Me metieron un poco de dinero en el bolsillo, me subieron a un Citroën Saxo y me mandaron a Murcia. Recorrí la provincia de arriba abajo y conocí pueblos remotos, algunos eran tan remotos que podía haberles puesto mi nombre o el nombre del santo del día. Mi trabajo consistía en hacer fotografías de las fachadas de las tiendas Movistar y se llamaba seguimiento de imagen. Luego, mi amigo y su socio, con todas esas fotografías en la mano, estudiarían lo que estaba bien y lo que estaba mal en aquellas fachadas y escribirían un informe donde explicarían la manera de subsanar los errores y la empresa Movistar les haría un ingreso en su cuenta. El viaje a Murcia, la carretera y yo, cruzar La Mancha en un día de diario, los restaurantes para camioneros, las gasolineras, los gasolineros, las pensiones modestas. El silencio y el eco incesante de mis meditaciones. Todo eso estuvo bien, todo eso no hubiera sido posible en Madrid y tampoco en el almacén de Boadilla. Pero el trabajo entrañaba riesgos, yo tenía que hacer las fotos sin que nadie me viera. Los empleados de las tiendas no debían enterarse. Era una cosa entre Movistar y la empresa de mi amigo. En Lo Pagán, el encargado de la tienda salió a la calle y me amenazó con la mano abierta:
—¡Irse! ¡Irse!
El encargado de una de las dos tiendas Movistar de Lorquí me enseñó los puños y me preguntó «qué coño hacía». Yo le dije que no hacía nada pero él no se lo terminó de creer.
—¿Nada?, ¿no haces nada? Tú eres un sinvergüenza.
Hice muchas fotos a muchas fachadas, algunas tenían un aspecto muy lamentable y aquellas fotos a lo mejor arruinaban la vida de un encargado y esto, dentro de lo trágico, era interesante porque me ponía en el centro de un gran nudo ético y me hacía sentir como uno de esos personajes en blanco y negro que hacen una raya entre el bien y el mal y la cruzan constantemente y nos demuestran, con ello, que no hay hombres de una sola pieza sino pedazos del hombre que somos todos los hombres: un hombre de bien y un hombre de mal. Así que yo era un pequeño héroe y me daba cuenta. Las fotos que hacía eran un hecho físico y también trascendente porque recogían mi visión del mundo, o al menos de la provincia de Murcia, y con ellas yo decidía lo que quedaba dentro y lo que quedaba fuera. Mi pequeña gran obra gráfica. El hecho físico fue también que muchas de aquellas fotos no llegaron a nada porque las borré sin darme cuenta.Volví a Madrid, a Boadilla, volqué mi obra en un ordenador y mi amigo, viendo que había tan pocas fotos, o tantos pueblos que habían desaparecido del mapa de Murcia, movió el cuello muy nerviosamente, resopló, y al final dijo:
—Bueno, bueno...
Su socio se quitó el sombrero, se lo volvió a poner, chasqueó los labios, suspiró:
—Mmm...
Yo me pasé la lengua por las encías. Me pagaron treinta y cinco euros por día y me exigieron un montón de facturas que no siempre me había acordado de pedir.
Pero aquello no podía durar mucho tiempo. Yo tenía mis aspiraciones, quería crecer interiormente, escribir, y mi amigo se daba cuenta y quería ayudarme a crecer, incluso crecer conmigo. Un día me llamó:
—Tengo algo para ti. Un trabajo de escritor.
Juan y Jerónimo eran dos emprendedores que tenían la oficina en el Vivero de Empresas de Las Rozas, a diez minutos de la estación de cercanías, pero ellos actuaban como si estuvieran en Silicon Valley. Usaban mucho la palabra externalización y su sueño se llamaba Integralia.
—Lo que nosotros queremos es que la gente, cuando necesite algo, se acuerde de Integralia. Un servicio de catering, una furgoneta, una nave de almacenamiento, un fontanero. La gente, en lugar de buscar en las páginas amarillas, llamará a Integralia y se olvidará del asunto.
Juan era alto y fuerte y Jerónimo era alto y delgado, querían facilitar las cosas a la gente, eliminar intermediarios, externalizarlo todo y luego... ¡convertirse ellos mismos en intermediarios! Yo no lo terminaba de entender, o lo entendía demasiado bien, y pensé que aquello no funcionaría. De todos modos era su proyecto y yo no tenía nada que entender, yo sólo tenía que contar lo que veía y decir: en el principio fue el sueño.
En la oficina solamente había dos mesas y un ordenador, además de un sofá desfondado, un revistero y muchas papeleras. Allí era donde yo tenía que trabajar. Escribir un libro, eso es lo que tenía que hacer, contarle al mundo la historia de aquella empresa y la historia de estos dos jóvenes emprendedores. Me dieron un cuaderno de anillas y un montón de lapiceros, no querían que se perdiera un solo detalle, luego yo lo ordenaría todo y diría: así eran las cosas en los principios.
—Nos interesa que cuentes esto que nos está pasando.
Ellos pensaban que lo que les estaba pasando era algo verdaderamente sensacional, estaban convencidos de que en un par de años su empresa daría trabajo a cien o doscientas personas y su caso se estudiaría en las escuelas de negocios.
—Los alumnos de IESE leerán tu libro.
También había un baño, o un aseo. Jerónimo salía siempre del baño abotonándose el pantalón, lo cual me desagradaba. Juan y Jerónimo creían en lo que hacían y vestían pantalones chinos, sudaderas y zapatillas de deporte. Cuando hablaban por teléfono con terceras personas se hacían muchas señas el uno al otro y cuando colgaban, si la conversación había llegado a buen término, se daban una palmada muy sonora, como las de los jugadores de baloncesto, y decían:
—Yes! ¡Lo tenemos!
Cuando la conversación no había sido satisfactoria, el que había hablado por teléfono fruncía el ceño y decía:
—¡Agua!
Y el otro daba un puñetazo en la mesa o pegaba un puntapié a una papelera.
—Puedes preguntarnos lo que se te ocurra.
Quise saber cuál era el capital inicial de la empresa, con qué dinero habían contado para instalarse, pero ellos estaban decididos a constituirse en leyenda y sólo eran capaces de hablar en lontananza:
—Dos mesas, un ordenador y una línea de teléfono —dijo Jerónimo—. Éste es todo nuestro capital inicial. Y la nevera, claro. En realidad lo primero que compramos fue la nevera.
—Sí, la nevera —concluyó Juan—, no lo olvides nunca.
Era una nevera pequeña de medio cuerpo, como las de los mueblebares de los hoteles. La tenían llena de latas de cocacola Zero y solamente había una lata de cerveza, que fue para mí. Cuando llegó la hora de comer pedimos unas pizzas por teléfono y lo hicimos de la siguiente manera: cada uno de los tres tenía derecho a elegir dos ingredientes y a vetar uno. Me di cuenta de que para Juan y Jerónimo encargar pizza era una especie de movimiento de la voluntad y anoté en mi cuaderno los ingredientes que había propuesto y vetado cada uno y las combinaciones resultantes porque me pareció que ése era el tipo de cosas que ellos querían que yo contara en mi libro. Después de comer volví al sofá y me quedé dormido mientras ellos miraban páginas de internet y llamaban por teléfono con cuidado de no despertarme y, cuando desperté, les pregunté cuál había sido su primer contrato, cómo había empezado todo, y de esta manera me enteré de que aún no había empezado nada porque todavía no habían
atado
ningún contrato con nadie y todo lo que hacían era
atar
citas o conseguir que alguien les diera un nuevo número de teléfono o una dirección de correo electrónico para que ellos pudieran presentarse con más detalle. Hola, somos Integralia. Había que llamar a muchas puertas, tocar muchas teclas, nadie dijo que fuera a ser fácil, mi cuaderno echaba humo. Ciertamente, todo estaba por hacer y yo estaba allí para contarlo. Miré por la ventana y escudriñé el horizonte para enterarme de lo que veían aquellos dos soñadores cada día, antes de empezar a edificar un imperio, y luego escribirlo en mi cuaderno. El cielo era una gran nube redonda, las hojas secas alfombraban las aceras y las ristras de chalets adosados, mezcladas con los chalets individuales y las casas de vecinos de cuatro alturas, formaban una masa rugosa y residencial. A las seis de la tarde me pareció que ya había trabajado bastante y me despedí hasta el día siguiente. Jerónimo me señaló con el puño cerrado y dijo que habría que aclarar «lo del abono de transportes».
—Lo que es justo es justo— dijo Juan.
Yo nunca había tenido abono de transportes porque no me salía a cuenta y siempre tenía a mano un bono de diez viajes que hacía que cada trayecto en metro o en autobús me saliera por setenta céntimos. Para amortizar un abono de transportes había que usarlo tres o cuatro veces al día, incluidos sábados y domingos. Todos estos cálculos se veían alterados con el servicio de trenes de cercanías, al cual no se podía acceder con el bono de diez viajes para metro y autobús. Había bonos de diez viajes para los trenes de cercanías pero caducaban en un plazo de treinta días naturales y daban muchos problemas en los tornos, por algo relacionado con la banda magnética.Yo tenía un amigo que sí tenía abono de transportes. Se llamaba Elmar, porque era medio alemán y medio suizo —yo admiraba a la gente que era extranjera o medio extranjera y Elmar era extranjero dos veces y dos veces medio extranjero—, y se subía y se bajaba de los autobuses con mucha alegría y nunca hacía transbordos engorrosos en el metro y cuando no le apetecía coger el 27 se metía en el túnel de la risa y un tren de cercanías lo llevaba Castellana arriba y Castellana abajo.Yo no podía hacer nada de eso, porque no tenía abono de transportes, y a menudo tenía la impresión de que esta circunstancia nos separaba y hacía que mi compañía fuera una pequeña carga para Elmar, que cuidaba una galería de arte y vivía en la calle Relatores, muy cerca de los cines Ideal y un tiempo después me consiguió un trabajo en una exposición de fotografía. Desde cualquier punto de vista, un abono de transportes le daría un vuelo nuevo a mi vida. Un abono de transportes era una buena manera de empezar y el viaje de vuelta entre la estación de Las Rozas y la de Atocha se me hizo, por tanto, muy agradable.
El segundo día, en el Vivero de Empresas de Las Rozas, habían desaparecido las coca-colas de la nevera y ahora sólo había latas de cerveza. Oh, sí, ellos sabían cómo tratar a la gente, sabían cómo crear un buen ambiente de trabajo. Me senté en el sofá, escribí unas cuantas naderías en mi cuaderno y le pregunté a Juan y Jerónimo cómo se las arreglaban para pagar el alquiler de aquella oficina. Se miraron el uno al otro, medían mucho sus palabras.
—No pagamos nada —dijo Juan—, esto es una cosa que hace el Ayuntamiento de Las Rozas para atraer capitales. Dar facilidades a las empresas. Es de cajón, yo también lo haría. Los seis primeros meses son gratis. ¡Pero esto no es interesante! Es un dato que no dice nada.