Mi gran novela sobre La Vaguada (9 page)

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Authors: Fernando San Basilio

—Adelante —dice mi novia. De su trabajo en el gabinete de prensa del BBVA sólo es capaz de extraer una enseñanza: todos los trabajos son malos.

La dueña de la librería también entiende que me quiera ir, la dueña de la librería lo entiende todo y me acompaña a la puerta y me ayuda a ponerme el abrigo y a medida que subo la cuesta de Santa Bárbara se adueña de mí una sensación extraña que no es única ni memorable, tengo la impresión de haberme olvidado algo en alguna parte. Hay en la calle una fina neblina que se mete en los bares, yo también me meto en los bares y en la cervecería Santa Bárbara me doy cuenta de que en realidad no me he despedido, solamente le he dicho a la dueña que me quería ir y ella me ha abierto la puerta de la calle. A lo mejor solamente me ha dado el día libre. Despierto de la siesta con dolor de cabeza y mi novia entra en casa, sacude las llaves, mueve la melena y me pregunta si me he despedido.

—En realidad no lo sé.

Lo cual primero la desconcierta y luego la decepciona.

Al día siguiente no voy a trabajar y nadie me echa en falta en la librería o al menos nadie me llama. Ahora las mañanas son otra cosa, me levanto pronto y desayuno con mi novia y cuando ella se marcha me quedo en casa y trabajo duro en mi gran novela sobre La Vaguada pero algunos días lo que hago es volverme a acostar: la vida es bella y el tiempo se dilata, el universo se expande pero comprendo que tarde o temprano tendré que empezar a pagar mi parte del alquiler y en la tienda de mi padre hay un hombre, Redondo, que de pronto causa baja porque le ha dado un ictus. Entro en internet y me entero de que hay ictus apopléticos, epilépticos y traumáticos, siendo el de Redondo un ictus apoplético que lo tiene tumbado en una cama del Ramón y Cajal. De modo que a mí, al principio, me gustaba decir que ayudaba a mi padre en la tienda, que era una tienda de muebles de cocina, y luego que estaba allí de paso, en lugar de Redondo, quien finalmente pudo levantarse de la cama y luego pasear por el pasillo y al final salir del hospital. Fui a verlo a su casa, en el barrio de La Ventilla. Me recibió sentado en un sillón de orejas —había adelgazado mucho y ahora era doblemente narigudo— y me preguntó en qué andaba metido.

—¿No lo sabes? Estoy en la tienda con mi padre, ¿qué te parece?

—Claro que sí: un hombre, una tienda. Lo pasarás bien.

Esto que dijo Redondo no tenía mucho sentido porque en la tienda éramos mi padre y yo y una chica dominicana que iba por las tardes y el trabajo era aburrido e insustancial salvo cuando había que tomar medidas. Las casas de la gente eran sus casas y sus cocinas también, y yo iba allí y las medía.Tomar medidas era una cosa verdaderamente interesante y desde luego trascendente: ahí estaba yo para decidir lo que medían las cosas. Eso estaba muy bien. Pero luego tenía que hacer presupuestos y esos presupuestos muchas veces no llevaban a ningún sitio y eso me creaba una idea de futuro no realizado y el consiguiente desasosiego.

Mi padre no estaba muy contento con su empleada dominicana.

—No le interesa nada el mueble de cocina —decía—, lo mismo le da trabajar aquí que en un Burger King.

A la hora de comer cerrábamos la tienda y mi padre se sentaba en un restaurante de la calle Ginzo de Limia y luego se subía a hacer la siesta. Yo le dejaba creer que me iba a mi casa pero no era verdad, me metía en La Vaguada y daba vueltas a mi novela y comía en cualquier sitio, sobre todo en el restaurante Flunch de la planta baja, porque comer con mi padre me daba sensación de ahogo y pequeñez. Al principio iba a trabajar en metro —al fin tenía abono de transportes, resultó que eso no me hacía feliz— y luego empecé a caminar. Andaba durante más de una hora, atravesaba el distrito entero de Chamberí y la avenida de Pablo Iglesias, que era como un gran tobogán, y los jardines de Agustín Rodríguez Sahagún. Caminaba y durante ese espacio de tiempo conseguía olvidarme de todo. Por otra parte, estaba enamorado y vivía en el centro del mundo y eso, al principio, lo hacía todo mucho más fácil. Hablaremos ahora de cómo era esta calle Espíritu Santo cuando yo la conocí, diremos que era encantadora y que estaba llena de tiendas encantadoras y restaurantes. Había un restaurante gallego, un café
vintage
, una pastelería americana —
brownies
y bollos de canela—, un dispensario de comida italiana para llevar y una hamburguesería que por dentro parecía el vagón restaurante de un tren americano de los años cincuenta. Esta hamburguesería tenía el problema de que el pan de las hamburguesas era congelado y unas veces te dabas cuenta y otras no. También había la tienda de discos jamaicanos, y los dependientes eran amigos de David Goitia, o sea que
eran medio amigos míos, y salían a la puerta de la tienda a fumar y a insultar a los de las otras tiendas y yo, cuando pasaba por delante, los miraba con envidia y simpatía. Había una zapatería donde vendían unas zapatillas de ante marrones con listas negras —los dueños eran unos verdaderos árbitros de la elegancia— y una tienda donde vendían camisetas con mensajes chocantes y otra donde vendían bolsos hechos a mano y sombreros de fieltro y una frutería donde siempre tenían puesta la emisora Rock and Gol y una charcutería con un charcutero muy amable, gran saludador, y una droguería con una droguera redonda metida dentro de una bata de médico, para la cual yo reservaba mis pensamientos más exaltados. Había una panadería donde vendían pan de verdad y otra donde vendían pan de mentira. En la primera vendían también empanadas y agujas de ternera y croquetas de pollo a un euro cada una. La dueña era una mujer muy bonita que irradiaba salud y amor por la vida. Yo me daba cuenta de que todas estas tiendas eran mucho más interesantes que la tienda de mi padre y eso al principio me deprimía y para combatir este estado de ánimo tenía que acordarme de la librería Telón, donde había sido tan desgraciado, y al final llegaba a la conclusión de que ninguna tienda era interesante aunque desde luego ninguna era menos interesante que la mía, es decir la de mi padre, quien una vez verificado que Redondo nunca iba a volver a trabajar, volvió a mandarme a la gestoría, donde esta vez me dieron a firmar un contrato por tiempo indefinido. ¿Qué hacer? Comprendí que tenía
que seguir mi camino y no desfallecer y olvidarme de todo, incluso de mí mismo, y profundizar en mi trabajo como novelista cosmos y aprovechar que, al fin y al cabo, ahora tenía la materia novelable que era La Vaguada al alcance de la mano. Además tenía una compañera de trabajo que era inmigrante y esto era una ocasión de oro, no se podía escribir sobre La Vaguada ni sobre sus alrededores pasando por alto esta cuestión: los inmigrantes eran casi un treinta por ciento de la población del barrio del Pilar. Este descubrimiento lo único que me trajo fueron nuevos problemas. ¿Cómo hacerlo?, ¿cómo abordar este asunto de los inmigrantes sin resultar paternalista? No quería escribir una novela edificante y llena de buenas intenciones donde todo el mundo pudiera ver que la inmigración era un hecho bello y enriquecedor. El asunto merecía un estudio detenido y lo que a mí me faltaba era tiempo, así que le pedí a mi padre que me diera las tardes libres, lo cual ciertamente fue un abuso y tuvo como resultado que mi padre y su ayudante dominicana se vieron desbordados y por las mañanas, cuando yo entraba en la tienda, se había acumulado el trabajo y había muchas cajas por abrir y una montaña de albaranes por revisar. Tener las tardes libres no me sirvió de nada y mi pulso a la hora de escribir la gran novela sobre La Vaguada cada vez era menos firme y ahora no sabía si contar La Vaguada desde dentro o contarla desde fuera, desde los alrededores de La Vaguada, que al fin y al cabo era donde estaba la tienda de mi padre y era lo que yo mejor conocía. Uno debe
escribir sobre aquello que conoce, David Goitia conocía el Perú y sabía muchas cosas sobre la Jefferson Airplane y por eso había escrito ese libro sobre la Jefferson Airplane en el Perú. Sólo que ese libro lo había escrito en España y yo pasaba muchas horas al día asomado a La Vaguada, ahora yo estaba demasiado cerca de La Vaguada y ése era el problema. Perdía el tiempo y además descubría una sensación nueva, la culpa, y cuando se acerca el verano vuelvo a trabajar por las tardes. Tengo un cuarto de hora de descanso a media mañana y otro a media tarde pero no lo dedico a beber cerveza sino que me meto en La Vaguada y voy de planta en planta envuelto en meditaciones. No bebo cerveza en mi tiempo de descanso porque oigo la llamada aguda, chillona y persistente de la responsabilidad. Todo esto es así porque ahora trabajo en un negocio familiar, no consigo desentenderme y por mucho trabajo interior que haga nunca llegaré al grado cero de preocupación. Me gustaría que todo me diera igual pero no lo consigo. Me acuerdo entonces de David Goitia y de los botellines de cerveza en el bar Ovni y de lo fácil que era trabajar en una tienda donde no había dueño o el dueño no era mi padre, solamente estaba Pozuelo, y más allá de Pozuelo, el magma accionarial de Barcelona. También me acuerdo de la librería Telón, donde a lo mejor resulta que yo no era tan desgraciado, y de lo divertido que era, después de trabajar, asomarse al burladero de cristal de la cervecería Santa Bárbara, fumar y echar la ceniza sobre las cabezas de los clientes copetudos —una noche, bebí
tanta cerveza que al final me pareció que mi vaso no tenía fondo, fue un confusión fabulosa—, y hasta tengo tiempo para acordarme de los clientes de la librería Telón, sobre los que derramaba tanto odio: a lo mejor exageraba, recuerdo de pronto que también había clientes muy amables que me daban las gracias mil veces cuando les alcanzaba un libro, y una vez una chica, una actriz que empezaba, me dio a comer de una manzana que ella misma había mordisqueado.

Así que estoy en condiciones de afirmar que prefiero a los clientes de la librería Telón, y a cualquier otro cliente, a mis actuales clientes, jóvenes parejas, señoras estiradas de Puerta de Hierro que esperan ciertas caricias por nuestra parte, mi padre se las prodiga con mucho oficio y yo siento una tristeza insondable. He interiorizado la idea de que todos los trabajos son malos pero sigo pensando que ningún trabajo es peor que el mío y sin embargo estoy desfondado y no encuentro ánimos para buscar un nuevo empleo. Lo único que de verdad consigue ilusionarme es la idea de no trabajar, sólo que mi padre, insisto, no es de los que despiden a la gente. Entretanto, mi novia y yo tenemos de repente la urgencia de cambiar de casa y de barrio y en el proceso de buscar piso nuestro amor languidece. En agosto veraneamos y no salimos de Madrid: lo único que queremos es vivir un mes sin trabajar y tenemos la esperanza de que esto haga de nuestro verano un verano memorable. La última semana de vacaciones, en lugar de veranear, la dedicamos a deprimirnos y a contar con los dedos los días que faltan para que llegue septiembre.

—Hoy es el último jueves antes de volver a trabajar.

—Mañana será el último viernes.

El otoño cae sobre nosotros como un manto de tristeza y aburrimiento y mi novia se acuerda de cuando hacía cosas interesantes y citaba a Slavoj Zizek en sus artículos para la revista
Trama y Trauma
y yo me acuerdo de todo lo anterior —todo era mejor que ahora— pero sobre todo me acuerdo de cuando no hacía nada y siempre estaba a punto de hacer muchas cosas y estaba lleno de vida. Este estado de ánimo se vio alterado por el hecho biológico de que mi padre se había hecho mayor, en realidad estaba a punto de cumplir los sesenta y cinco y decía que le dolían las piernas si pasaba mucho tiempo de pie. Poco antes de Navidad, volví a la gestoría y allí me dieron a firmar un documento en virtud del cual renunciaba expresamente a emprender acciones legales en contra de la empresa o cualquier tipo de reclamación dineraria en caso de cierre por cese de negocio. Yo firmé porque yo lo firmaba todo, ahora incluso tenía firma en el banco y era segundo titular de la cuenta desde la que se hacían los pagos e ingresos de la tienda, pero esta vez, antes de firmar, me pregunté si aquello tendría validez, si era del todo legal, y luego empecé a soñar. Mi padre se quejaba mucho de las piernas pero nunca había hablado de su jubilación, y cuando le pregunté por qué me había hecho firmar ese papel y si también se lo había hecho firmar a su ayudante dominicana, que se llamaba Mercedes, mi padre me dijo que Mercedes no tenía nada que firmar porque su contrato no era indefinido y que lo que yo había firmado era una formalidad y no significaba nada.

—¿Te das cuenta?

Me di cuenta o creí darme cuenta de que mi padre estaba a punto de cerrar la tienda conmigo dentro y me dispuse a darle todo tipo de facilidades. Ah, sí, volvería a ser primavera. Otra vez tendría todo el tiempo del mundo y esta vez lo aprovecharía, escribiría tres o cuatro novelas —a lo mejor mi gran novela sobre La Vaguada se convertía en un ciclo de novelas—, haría favores a los amigos, leería todos los libros, conocería todos los parques y dormiría la siesta en los bancos de la calle. Iría a la Filmoteca a cualquier hora. Pasaban los días, mi padre cumplió los sesenta y cinco y Mercedes y yo le compramos una tarta San Marcos y en lugar de poner unas velas con los años pusimos encima una con un signo de interrogación, lo cual entendimos que era gracioso y significativo. Entretanto, mis ensueños de ocio y autorrealización se habían ensanchado muchísimo y ya no había sitio para otra cosa en mi cabeza y aquella noche mi novia, antes de acostarse, me preguntó si estaba seguro de que mi padre se iba a jubilar y cerrar la tienda.

—En realidad no lo sé.

Mi novia dijo que no entendía que yo pasara tantas horas al día con mi padre, en tanta intimidad, y que no supiera a ciencia cierta si se iba a jubilar y yo no fui capaz de conciliar el sueño en toda la noche y me pareció que entre su lado de la cama y el mío se levantaba un muro de incomprensión. A la mañana siguiente mi padre me dijo que me quería invitar a comer y yo no supe decir que no. Fuimos a ese restaurante de Ginzo de Limia, bebimos vino con gaseosa y los camareros me pasaron la mano por la espalda muchas veces y al final mi padre me preguntó qué me parecía la idea de quedarme con la tienda y yo empecé muchas frases y no terminé ninguna y comprendí que mi padre, por encima de todo, estaba ilusionado y eso me originó una sensación de mucha pesadez. Cuando acabamos los cafés, mi padre pagó los dos menús y se subió a su casa a echar la siesta y yo le dije que prefería dar un paseo y enseguida me metí en La Vaguada, donde me dediqué a caminar durante casi una hora intentando no pensar en nada, sin conseguirlo, y cuando salí a la calle Monforte de Lemos mi padre ya estaba levantando el cierre de la tienda, que ahora por lo visto iba a ser mi tienda, y no una tienda cualquiera.

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