Mi gran novela sobre La Vaguada (7 page)

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Authors: Fernando San Basilio

—Es su nombre de pila, dice que en Murcia hay mucha gente que se llama Trifón.

9
Todos los relojes atrasan alguna vez (ideal para parejas)

Mi novia y yo vivíamos en un apartamento con el suelo ajedrezado, los techos altos y las puertas blancas. La bañera —porque había una bañera y yo me bañaba todos los días— era casi redonda. Había un cuarto ciego que usábamos para escribir y para ver películas de vídeo y era nuestra pequeña Filmoteca y a veces lo usábamos también como habitación de invitados porque no teníamos salón o el salón era nuestro dormitorio. Mi novia y yo, más que vivir juntos, vivíamos dentro el uno del otro, atravesados por la experiencia de vivir en el centro del mundo, en la calle Espíritu Santo, y mi novia resplandecía.

—¡Hola!, ¡hola!, ¡hola!

Había estallado el verano y nuestra casa ya se ha dicho que era como un sueño pero lo mejor de todo era volver de trabajar —trabajar era horrible— y luego bajar a la calle y vivir por todo lo alto: jarras de cerveza heladas y raciones dobles de gambas que costaban un euro con ochenta. La vida discurría plácida y sin sobresaltos y mi novia y yo vivíamos entregados a una rutina de pequeños placeres donde sólo había dos pequeños grandes problemas, que eran nuestros respectivos trabajos. Mi novia trabajaba en el gabinete de prensa del BBVA, lo cual lógicamente la hacía muy desgraciada, y yo trabajaba ahora en la tienda de mi padre —al lado de La Vaguada, fuera de La Vaguada— y no veía la manera de que aquello se acabara porque mi padre no era de los que despedían a la gente. Pues bien, aquella noche, el verano era una gran onda emocionante y la casa se nos echaba encima.

—Vamos a la calle y vamos a cenar fuera. Patatas bravas, cerveza en jarras de barro, la gran vida.

—Vamos.

Fuimos y mi novia no pidió una jarra de cerveza sino una jarra de cerveza sin alcohol y yo le pregunté si estaba loca y ella dijo que llevaba dos semanas de retraso.

—Todos los relojes atrasan alguna vez.

Y acto seguido nos pusimos a puntear el programa mensual de la Filmoteca y descubrimos, como cada mes, que había muchas películas que nos interesaban y que no íbamos a poder ver por culpa de nuestros horarios de trabajo y por los de la Filmoteca, que programaba dos únicos pases de cada película, lo cual, también como cada mes, nos llenó de frustración y nada más, sólo que la tarde siguiente, después del trabajo, mientras volvía hacía nuestra casa, resultó que todo —el vuelo alegre de los camareros en las terrazas del barrio del Pilar, el murmullo de los autobuses de la EMT— me aburría y parecía insignificante y de pronto comprendí que mi vida era de una gran vaciedad y entonces se posó en mi frente la idea disparatada de ser padre. Ah, sí, yo lo había visto, yo sabía lo que era eso. La gente, cuando tenía hijos, dejaba de tener problemas porque todos los problemas se reducían de repente a uno solo, que eran los hijos. ¿Qué importancia podía tener, por ejemplo, perderse alguna película imprescindible en la Filmoteca? ¡Qué frustración tan pequeña! Algunos amigos habían tenido hijos y yo había estado allí, en el hospital, o les había mandado un SMS y en cualquier caso había sentido en mis carnes el vuelo de la trascendencia y era consciente de que aquello no tenía nada que ver con ninguna otra cosa conocida. Estos amigos, antes o después, de una manera u otra, terminaban por admitir que no había nada comparable al hecho mágico de ser padre. ¡Yo también quería penetrar ese misterio de la paternidad! La paternidad cambiaría mi forma de ver las cosas. Sería un padre moderno en el distrito Centro, mi vanidad se hinchaba sólo de pensarlo, metería a mi hijo en el transportín de una bicicleta y zigzaguearíamos entre los bolardos de la calle Espíritu Santo y las chicas suspirarían a nuestro
paso. Pediría una baja muy larga por paternidad y luego una reducción de jornada y me dejaría fotografiar con mi hijo en brazos para uno de esos reportajes de
El País Semanal
: «Quiero ver crecer a mi hijo y eso es todo, no me considero ningún héroe». Esta segunda tarde-noche también salimos a tomar cerveza y mi novia otra vez pidió cerveza sin alcohol y, ahora sí, de repente a los dos nos pareció divertido soñar con la posibilidad de ser padres y lo primero de todo fue pensar qué nombre le pondríamos al niño, o a la niña. Ponerle nombre a una persona era un acto creativo que superaba el hecho mismo de traer una criatura al mundo. Buscaríamos un nombre muy original, sin antecedentes familiares. Enseguida comprendimos que la paternidad, además de un hecho casi mágico, habría de ser un hecho económico. En lo tocante a la economía hay que consignar que mi novia y yo, después de un año y medio de convivencia, nos habíamos cansado de hacer cuentas y habíamos abierto, en un banco que no era el BBVA porque mi novia no quería saber nada del BBVA, una cuenta con dos titulares para pagar el alquiler y atender otros gastos de la casa. Bueno, tendríamos ese hijo, le cuidaríamos mucho, estaríamos todo el tiempo de baja y seríamos muy felices. La paternidad iba a ser también una cuestión de espacio, tendríamos que buscar una casa más grande. ¿Cómo se hacía eso? Mi novia y yo nunca habíamos buscado casa juntos, lo que había ocurrido era que yo me había instalado en su apartamento y ahora pagaba la mitad del alquiler. De repente, nuestra casa de Espíritu Santo se nos hizo abrumadoramente pequeña y le descubrimos un montón de defectos que hasta entonces nos habían pasado inadvertidos: el calor, los ruidos, la poca luz y la mala gestión de la parte arrendataria, de la que se hablará más adelante. Y mi novia, y esto era verdaderamente nuevo, se había cansado de aquel barrio, ya no quería vivir en el centro del mundo.

—En este barrio todo es mentira.

—¿Cómo mentira?

—Aquí sólo hay oportunistas. Toda esta gente en realidad es muy vulgar. Habría que irse.

Yo le dije a mi novia que a lo mejor también nosotros éramos oportunistas y vulgares y ella dijo que de ninguna manera.

—Bueno.

Empezamos a buscar una nueva casa llenos de expectativas, seducidos por la idea de que aquello sería la coronación de un viaje sentimental o la primera página de un nuevo capítulo en la novela de nuestra vida. ¿Qué hacer? ¿Y dónde buscar? Ya habíamos vivido en todos los barrios (del Centro) y ahora queríamos ver mundo y enseñárselo a nuestro hijo. Era todo muy complicado, tenía que gustarte la casa, lo cual nunca terminaba de ocurrir porque todas las casas tenían algún defecto, pero además, o primero de todo, tenías que gustarle tú a los propietarios. A la dueña del quinto exterior derecha del número 156 de Santa Engracia le gustamos, pero su casa no valía los novecientos euros que pedía y nosotros no los llevábamos encima. La dueña del cuarto interior izquierda del número 12 de Trafalgar era profesora de español en una universidad para extranjeros y había pasado dos años en alguna universidad de Estados Unidos y decía los nombres de las ciudades y de los estados con una afectación extraordinaria.

—Bueno, tenemos que seguir mirando. Muchas gracias.

Vimos muchas casas en muy poco tiempo, es posible que demasiadas, y conocimos mucha gente.

—Total, no perdemos nada.

Ahora aspirábamos a la cuadrícula desahogada y al portero físico, a los balcones corridos y a los árboles centenarios que en invierno, en las noches de tormenta, sacuden las ventanas del cuarto piso. Lo de los balcones corridos se nos fue enseguida de la cabeza, resultó que casi todo lo que nos enseñaban era interior y por momentos tuvimos la sospecha de que Madrid entero —o sea, el Madrid que nos interesaba, los alrededores del distrito Centro— era una fachada inexistente, una ilusión de los sentidos, y que los únicos pisos verificables eran los interiores, derecha o izquierda o centro pero siempre interiores. Entonces hicimos el ejercicio mental de imaginarnos fuera de la M-30. Si verdaderamente nos queríamos y queríamos a nuestro hijo, podríamos ser felices en cualquier parte. Vimos una casa en la calle Alaricos, al final de uno de los dos Carabancheles, que tenía dos habitaciones y costaba setecientos euros. La finca había sido rehabilitada recientemente y las calidades eran extraordinarias y había incluso armarios empotrados pero en la cocina había que entrar de perfil y una de las habitaciones era ciega. Setecientos euros era un buen precio y la casa daba a una plaza arbolada donde había niños que jugaban con aros y pelotas pero había también un senado de alcohólicos, hombres venidos de todas las partes del mundo que bebían cartones de vino y orinaban contra las esquinas. El dueño se llamaba Gonzalo y era profesor de instituto. Un hombre tranquilo. Pero mi novia y yo no queríamos aquello para nuestro hijo, nada de borrachos ni de charcos de pis. También vimos un piso por mediación de la Agencia Municipal de la Vivienda, en la calle Doctor Esquerdo, muy cerca de los jardines de Eva Perón. Eran setecientos ochenta euros, nos pusimos a la cola y al final no fue nada.

En este proceso de buscar casa, resultó que el reloj de mi novia volvió a ponerse en hora. Un sábado por la tarde, hacíamos la compra en el supermercado Rotterdam de la calle San Bernardo —en realidad no era un supermercado sino una tienda grande y detrás de la línea de caja había un letrero que decía: «Este establecimiento es cien por cien de capital español»— y mi novia metió en el carrito de la compra una serie de productos para su higiene más íntima y delicada.

—¿Y esto?

Hasta entonces mi novia había corrido con los gastos relativos a su menstruación de igual forma que yo me hacía cargo de mis maquinillas de afeitar. Esto no estaba escrito en ningún sitio y nunca habíamos hablado de ello pero aquella tarde de sábado, en el supermercado Rotterdam, mi primer pensamiento no fue para el hijo que de repente había dejado de preexistir —ni siquiera había sido concebido— sino para nuestro trato traicionado, un bello acuerdo que ahora mi novia incumplía. ¿Me convierte esto en un monstruo? No lo sé, pero antes de que nos llegara el turno de pagar tuve tiempo de ir a la sección de baño y perfumería y cogí al vuelo una bolsa de maquinillas Wilkinson de tres hojas —diez maquinillas, diez euros— y de pronto el clima se enrareció entre mi novia y yo y aunque de todos modos seguimos buscando casa era evidente que ya no éramos los mismos y, por ejemplo, dejamos de salir a beber cerveza por las noches.

En la calle Gasómetro nos enseñaron un entresuelo interior que contenía el misterio de una habitación con candado.

—Este cuarto —nos explicó el portero, un hombre dentro de un mono azul, español sin edad y con la nariz redonda— no se puede usar, lo tiene la dueña para guardar cosas.

—¿Qué cosas?

—Ah, eso no lo puedo decir. Yo les digo lo que hay.

Pero no nos dijo lo que había en aquel cuarto y mi novia y yo, que en otras circunstancias hubiéramos pasado días muy felices fantaseando sobre lo que podría haber allí dentro —cuadros robados, montones de dinero negro, fardos de hachís y, sobre todo, algún cadáver embalsamado— enseguida nos olvidamos de la calle Gasómetro: habíamos perdido fuelle y buscar piso dejó de ser un divertimento para convertirse en una pesada obligación, un trabajo después del trabajo. Aunque ya no íbamos a ser padres, aún queríamos tener dos habitaciones porque queríamos un sitio para escribir y no queríamos dormir en el salón, como hasta ahora y, entonces, en el delirio, durante un tiempo, acariciamos la idea de alquilar una casa con tres habitaciones, de forma que además de un dormitorio común, cada uno tuviera su propio despacho —o sea, dos habitaciones propias o dos torres de marfil, casi un castillo— y el mercado inmobiliario, en una especie de pase de hipnotizador, nos permitió soñar con ello. Había un piso con tres dormitorios en la calle Altamirano y costaba novecientos euros. Nos lo enseñó la madre del dueño. Mi novia y yo dijimos que sí con la barbilla y al día siguiente el dueño, que se llamaba Alejandro, me llamó por teléfono y yo le dije que no íbamos a pagar novecientos euros y él me dijo —«te voy a ser sincero», dijo— que no pensaba alquilarlo por menos de ochocientos cincuenta y a mí me pareció una gran victoria porque nunca en mi vida había negociado nada, ni con un casero ni con nadie. La gente contaba historias formidables de sus negociaciones con los caseros. A mi amigo Elmar y a Fernando les habían rebajado el alquiler porque habían puesto un andamio en la fachada, a la hermana de mi novia le habían comprado una lavadora nueva y había caseros que incluso se olvidaban de aplicar la subida correspondiente al IPC. Bueno, yo había conseguido una rebaja de cincuenta euros. El que iba a ser nuestro casero me envió el contrato por correo electrónico y aquel día mi novia y yo nos fuimos a la cama pensando que ése iba a ser nuestro futuro y al día siguiente nos dimos cuenta de que no queríamos pagar ese dinero por ningún piso y que no queríamos vivir en una casa sin luz —todas las habitaciones de esta casa de Altamirano daban a patios interiores y minúsculos— y cuando llamé al dueño y le dije que no habría trato ni contrato, ni por ochocientos cincuenta ni por ochenta y cinco euros, sentí una gran liberación. Mi novia y yo no íbamos a ser felices en esa casa y eso era todo y ésa era la pregunta que yo me hacía constantemente, dónde volveríamos a ser felices mi novia y yo, porque de pronto mi novia y yo habíamos dejado de ser felices. Empezamos a dar palos de ciego. Veíamos casas, cometíamos errores: yo compraba cerveza belga, galletas de mantequilla y otras extravagancias con cargo a la cuenta conjunta y mi novia, por su parte... pero basta de reproches. Luz, más luz, y la manía de volver a ser felices, ahora en un apartamento con mucha luz. En el cruce de Ríos Rosas con Santa Engracia vimos un cuarto piso que daba a los jardines del Canal de Isabel II. El portal estaba apuntalado y había un grupo de obreros moviendo cascotes en la planta baja, en un local comercial que daba a Santa Engracia. La casa la enseñaba la portera, que era una señora cubana y muy delgada, casi inexistente, y con cara de gallina. Estaba llena de grietas y de humedades, la casa, pero a la portera esto no le parecía importante.

—Han venido los del Ayuntamiento y ni siquiera lo han precintado. Todo está bien, todo está conforme. Hay inquilinos que se han ido, a mí me parece una exageración. ¡Abajo van a poner una floristería!

Esto último era crucial para la portera, y cada vez que mi novia y yo mirábamos las humedades o metíamos el puño en una grieta, ella nos lo recordaba y su razonamiento parecía incontestable —¿cómo puede pasar algo malo en una casa si debajo hay una floristería?—, salvo que mi novia se había dado cuenta de que entre los obreros había un hombre al que ella conocía.

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