Mi gran novela sobre La Vaguada (8 page)

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Authors: Fernando San Basilio

—Ese gordinflón de la nariz aplastada es de la cuadrilla que trabaja para Ramón.

Ramón era el administrador de fincas de la finca en la que vivíamos mi novia y yo.

—¡Ustedes conocen a Ramón! ¡Qué pequeño es Madrid!

Ramón era un administrador desastroso que nunca se ponía al teléfono y la cerradura del portal de nuestra casa nunca cerraba y el patio interior estuvo seis meses andamiado y siempre había obras en algún piso y allí estaban los de la cuadrilla de Ramón levantando tabiques y haciendo originales particiones de los apartamentos que se habían quedado vacíos, formando ruido y juntando escombros. Mi novia, como no quería tener a Ramón de administrador, hizo el resto de la visita dos palmos por encima del suelo, como ausente, y la portera al final lo hablaba todo conmigo. La luz, los maravillosos jardines del Canal, y sobre todo la floristería.

—Todo esto, en septiembre, cuando abra la floristería, va a ser otra cosa. Y las vistas son una maravilla.

Había dos chicas haciendo
jogging
en los jardines del Canal, algunos vagabundos quietos, sentados en sus bancos, y una niña que asustaba a las palomas. En la casa no se podían meter animales sin preguntarle a Ramón, la calefacción era individual y no hacía falta aval bancario pero había que presentar una copia del contrato de trabajo y una copia de las nóminas de los últimos cuatro meses.

—Adiós, adiós. Ha sido usted muy amable.

Nos despedimos de la portera en la puerta del cuarto de calderas, que era donde ella guardaba las llaves de todos los pisos, y al otro lado del portal los obreros formaban un gran estruendo y la portera sonreía y aspiraba muy fuerte y decía cuando abran la floristería esto, cuando abran la floristería lo otro, y en este punto creo que era sincera y que sus narices verdaderamente ya olían las rosas recién cortadas y los centros de flores y no la obra sin entregar o las humedades de aquella casa, porque ella tenía el cerebro atravesado por el aroma futuro de la floristería, cosa que nosotros no. Todavía vimos alguna casa más, algunas eran casas que no nos interesaban porque estábamos muy lejos de poder pagar el alquiler y otras estaban en barrios remotos en los que los dos sabíamos que nunca viviríamos.

—Total, no perdemos nada —decíamos.

Lo cual era cierto al principio, cuando estábamos llenos de vida y mi novia parecía que estaba embarazada y cada número de teléfono al que llamábamos era una novela futura y resultó ser menos cierto a medida que veíamos más y más casas y mi novia y yo perdíamos la cabeza con la cesta de la compra y en cada piso que iba a ser y no era se quedaba un poco de nosotros dos y cada casa que descartábamos era un sueño que se desvanecía y, al final, bueno, el fin del verano siempre es triste y hoy resultaría ocioso preguntarse cómo habrían sido las cosas si el reloj de mi novia hubiera tardado nueve meses en ponerse en hora en lugar de unas pocas semanas: las cosas hubieran sido muy diferentes, y nada más.

10
Una tienda cualquiera

En el principio, cuando empecé a trabajar en la tienda de mi padre, me gustaba decir que
ayudaba
a mi padre en la tienda porque esto me permitía soñar que estaba allí de paso y que mi mundo era otro, pero luego venció el primer mes y mi padre, que hasta entonces me había pagado por horas y en dinero contante y sonante y siempre el sábado por la mañana, me mandó a la gestoría, que estaba a la vuelta de la calle Monforte de Lemos, y allí, una chica con una melena cenicienta y una falda de tubo, me dio a firmar un contrato. Era una mañana de abril y La Vaguada era una gran nave blanca que respiraba y avanzaba —velocidad de crucero, pensé— y en el contrato no se decía que yo estuviera allí ayudando a nadie ni que mi mundo fuera otro sino que yo era un empleado a tiempo completo aunque por tiempo limitado ya que se trataba de una sustitución. Lo cual me tranquilizó, nada es para siempre. Mi categoría profesional era la de dependiente. Bueno, yo había sido dependiente otras veces y sabía lo que era eso: consistía básicamente en no pelearse con los compañeros, dar la impresión de estar siempre ocupado y no insultar a los clientes, siendo esto último lo más delicado y difícil de observar. Había trabajado como vendedor en la Casa del Libro, donde primero hice la campaña del texto y luego la de Navidad. Allí conocí a David Goitia, que había sido periodista y peruano y ahora era escritor y había escrito y publicado un libro sobre la Jefferson Airplane, concretamente sobre una visita que los miembros de la Jefferson Airplane hicieron a Perú al final de los años sesenta.

—Imagínate, la Jefferson en el Perú.

Así que aprendí a decir el Perú, aunque el libro de David Goitia se llamaba
La Jefferson Airplane en Perú
, y aprendí también a decir
texto
para referirme a los libros de texto y
bolsillo
para referirme a los libros de bolsillo y
métodos
para referirme a los métodos de idiomas. En la Casa del Libro éramos muchos empleados y éramos pocos porque siempre había cosas que hacer, sobre todo despachar. Despachar no era algo que me hiciera feliz pero la compañía era agradable salvo en un punto: algunos de mis compañeros dedicaban demasiado tiempo a las murmuraciones, se decía que un muchacho llamado Darío, con la cara picada y unas gafas con montura al aire, había pasado de dependiente a jefe de planta y supervisor en cuestión de meses.

—Sube como la espuma —se decía.

David, que hablaba muy despacio —ceceaba levemente— y movía mucho el hombro derecho, nunca tenía tiempo para intrigar y no hacía quinielas sobre quién iba a ser el próximo director general de la Casa del Libro y cuántas cabezas iban a rodar en Pozuelo, que era donde estaban las oficinas centrales, cuando acabara la campaña del texto. Todo esto no era interesante para David, que sólo estaba para sus libros, para escribir. David vino a España y fue periodista, un día se levantó de la cama y decidió que el periodismo era una tontería.

—Escribía sobre cosas que no me interesaban. Eso no podía ser.

El periodismo no le dejaba tiempo para nada. Sólo se vive una vez. Pero ahora David vendía libros y odiaba lo que hacía, ahora leía los titulares de los periódicos y le parecía que allí había un trabajo creativo, mucho más que cobrar y colocar libros.

—Bueno, todo esto es una filfa.

David preparaba una gran novela, una novela monstruo sobre el Madrid del distrito Centro —historias entrelazadas y todo eso—, así que decidí no hablarle acerca de mi gran novela sobre La Vaguada. A David le interesaba mucho el mundo del rock and roll, por eso escribió ese libro sobre la Jefferson Airplane, y cuando no estaba trabajando o escribiendo tenía la pasión de comprar discos originales, incluso discos de vinilo, y frecuentaba las tiendas de discos que había detrás de la cuesta de Santo Domingo. David, en los quince minutos de descanso, en el bar Ovni, bebía botellines de cerveza a un ritmo endiablado y eructaba. Al principio yo alternaba el bar Ovni con la cafetería Nebraska, donde daban tortitas con nata por tres euros y medio, y luego me acostumbré a beber en el descanso, que resultó ser una hora mágica en la que todo se detenía, y descubrí que el trabajo se me hacía más llevadero si llevaba unas cuantas cervezas encima y cuando venció mi contrato David Goitia chasqueó los labios y dijo que aquello era un verdadero fastidio y luego nos cambiamos los números de teléfono y no pasó nada. Transcurrió un tiempo en que hice cosas, no hice nada, y de vez en cuando corregía manuscritos para una editorial pequeña y una mañana de jueves había caído la hoja y las hojas muertas morían por todas partes y llegaban hasta la misma calle Preciados y me encontré con David Goitia, que estaba de libranza, y lo acompañé a comprar discos a la cuesta de Santo Domingo y luego fuimos a la calle Espíritu Santo, donde había una tienda de música jamaicana, y a la salida reconocí, en la figura de una chica que ataba una bicicleta a una farola, a una redactora de la revista
Trama y Trauma
—cine y psicoanálisis— de la que había estado enamorado.

—¿Te gusta esta tienda? —me dijo—, yo vivo aquí arriba.

Le dejé creer que me gustaba mucho aquella tienda y que tenía mucho interés en la música jamaicana y en la música en general. La música era una cosa a la que se daba mucha importancia y yo me daba cuenta, la gente interesante tenía mucho interés por la música y tenía opiniones propias sobre el asunto, sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal y yo no lo sabía pero entendía que una opinión musical rotunda, un gusto acabado, era una buena herramienta para abrirse paso en la vida. La chica me dijo que en realidad sabía muy poco de música jamaicana y yo me sentí muy halagado y luego nos hicimos una llamada perdida para guardar nuestros números de teléfono.

—Yo ahora trabajo en un gabinete de prensa. En el BBVA, es un trabajo muy feo. ¿Tú qué haces?

—Mmmm...

Unas semanas después, me llamó David Goitia para decirme que necesitaban una persona en la librería Telón, donde una empleada iba a causar baja por maternidad. Me personé. La librería Telón estaba en la calle Fernando VI, muy cerca de la cervecería Santa Bárbara, y era una librería de teatro. Yo tenía mucho que decir sobre este asunto del teatro, yo sabía quién había sido Isidoro Máiquez y el teatro estaba muy vivo. «Se están diciendo cosas en el teatro.» También había corregido teatro, era casi un editor de teatro. La dueña me dijo que eso estaba muy bien pero que lo importante era que tuviera ganas de trabajar. Pasé tres días envuelto en una nube de optimismo. Ahora iba a trabajar en una verdadera librería —aunque fuera una librería de teatro— y ahora iba a formar parte de un selecto club, la hermandad de los empleados de librerías pequeñas, y vestiría con el descuido elegante y la comodidad razonable de los empleados de librerías pequeñas —camisas azulonas, rebecas de punto, botines de ante— y mi vida interior sería intensa y apretada, todo aquello redondearía mi prestigio y me haría vagamente feliz. Antes de que se hiciera efectiva su baja, la chica embarazada, que se llamaba María y tenía la cara muy redonda y las orejas afiladas, me explicó el funcionamiento de la librería y el conjunto de mis obligaciones. Me lo explicó todo y yo no entendí nada. Había dos teléfonos. Yo me preguntaba por qué había dos teléfonos en una librería. El primer día miré los dos aparatos, los acaricié.

—Hay un teléfono para llamar y otro para que nos llamen —dijo María.

Luego se llevó un dedo a los labios y dijo que en realidad había un teléfono para hablar por la oreja izquierda y otro por la derecha. Esta María gastaba un fino sentido del humor, pestañeba todo el tiempo y tenía los párpados hinchados. Hacíamos broma con los títulos de los libros:


Narcisismo actuacional
.


El actor-piel
.

—¡
La autotramoya
!

A la segunda semana ya no estaba María y yo me quería ir. No sabía que se podía trabajar tanto, tenía entendido que los empleados de las librerías pequeñas no hacían otra cosa que fumar cigarros en la puerta de la tienda, establecer relaciones preeróticas con la clientela y elegir el libro del año, pero en la librería Telón había que atender al público, colocar los libros en su sección y, sobre todo, coger el teléfono. Mi relación con la dueña era cordial, era una mujer de casi setenta años con los hombros redondeados y una especie de tupé, y siempre estaba dándome golpes en la cabeza —afecto, confianza— y bebía a escondidas —teníamos un pequeño almacén para ello— y todo eso estaba bien, pero el trabajo en conjunto era muy poco interesante y nada romántico, salvo cuando llegaba la hora de salir y yo me metía en la cervecería Santa Bárbara y bebía un doble de cerveza detrás de otro y tenía la sensación de ser un hombre de mundo en el centro del mundo. También me gustaba el acto mismo de ir a la librería y volver a mi casa —vivía en la calle Ruiz, al otro lado de los bulevares—y abrirme paso entre la masa abigarrada de la glorieta de Bilbao y a veces, aunque fuera para dos paradas, meterme en el metro o coger un autobús y así ser uno con los otros pero solamente uno: muchas veces, en el vagón, en la marquesina, tenía la tentación de levantar la mano y decir:

—¿Adónde van ustedes?, ¿qué hacen?, ¿dónde dicen que trabajan?, yo trabajo en una verdadera librería. Llevo una vida pequeña e interesante.

Puse todo de mi parte para convencerme de que llevaba una vida pequeña e interesante. Había encontrado la horma de mi zapato y tenía el mérito extraordinario de haberla encontrado en el pequeño comercio y en la venta de cosas en principio interesantes y quise ver en ello una lección de vida, una enseñanza que podría trasladarle a mi padre y compartir con Redondo: hay que trabajar en lo que a uno le gusta, pero el teléfono de la librería no dejaba de sonar y yo odiaba el teléfono y al final me parecía que nada en sí mismo era interesante y tampoco los libros, sobre todo si eran libros de teatro. El libro dejó de interesarme como cosa y ahora hasta los títulos me irritaban, pero nada me irritaba tanto como los clientes: estudiantes de teatro, escritores de teatro, profesores de la RESAD. Actores y actrices. Muchos clientes eran también autores de libros que se vendían en la tienda y la dueña les tuteaba y les hacía creer que sus libros se estaban «moviendo mucho» y ellos tuteaban a la dueña, a la que ciertamente veneraban por su memoria y por su antigüedad, y le preguntaban acerca de libros de difícil acceso.

—Haremos un intento.

Yo también tuteaba a los clientes, y tenía la obligación de llamarlos por su nombre, lo cual les daba mucho gusto, sobre todo si había otros clientes alrededor, y a medida que pasaba el tiempo aprendía a odiarlos y odiaba también el gran acto de vanidad en que convertían la mera compra de un libro. Entretanto, el teléfono sonaba sin parar. Llamaba gente de toda España para que le enviáramos los libros por correo: si lo hacíamos a través de una empresa de mensajería les cobrábamos unos portes de ocho euros, y si los enviábamos a través del servicio de Correos, los gastos eran de sólo seis euros pero la fecha de entrega era imprecisa y funcionarial. No me gustaba cobrar y nunca terminé de entender el funcionamiento de la caja registradora, cometía muchos errores con el cambio y cuando favorecía a la casa, los clientes se enfadaban y cuando favorecía a los clientes, la jefa no se enfadaba —era un pozo de paciencia— pero había un compañero con la nariz ganchuda, gafas redondas y un flequillo de trapo que decía:

—¡Otra venta inútil!

Este compañero encontraba cada día una nueva manera de fastidiarme. Se encargaba de hacer los pedidos y se daba mucho pisto por ello, se consideraba a sí mismo indispensable para el buen funcionamiento de la librería. Una vez me preguntó, sin que mediara provocación por mi parte, si sabía lo que era la anagnórisis, y como vio que no respondía me lo volvió a preguntar y me lo preguntó tantas veces que un cliente, una buena mujer que había sido Premio Nacional de Teatro, se vio obligada a intervenir. Finalmente, también yo descubrí una manera de fastidiarle, le traspapelaba los pedidos y él se tiraba de los pelos y decía «no puede ser, no puede ser». Pero esto no era suficiente. La idea de despedirme del trabajo —un sueño antiguo, despedirme de cualquier trabajo— se me hace entonces bella y difícil y de repente el amor, en realidad otra vez el amor: aquella muchacha que había trabajado en la revista
Trama y Trauma
y ahora hacía notas de prensa para el BBVA, la calle Espíritu Santo, la casualidad otra vez. A las dos semanas ya estábamos de novios. Como esta chica y yo ya habíamos estado enamorados antes, ahora todo es bello y fácil. La chica escucha con atención todo lo que yo tengo que decirle, le digo que mi vida es una gran desgracia —nada es como yo lo había planeado— y me doy cuenta de que este estado de cosas me hace interesante y abundo en ello. En la librería Telón, el teléfono suena sin parar y al final el teléfono se cuela en mis sueños y cuento con los dedos los días que faltan para que María salga de cuentas, no me veo capaz de aguantar hasta entonces. Así que cuando estoy dormido sueño con teléfonos y cuando estoy despierto sueño con un mundo sin teléfonos donde tampoco hay clientes, porque detrás de un teléfono siempre hay un cliente y los dos son una misma cosa: un problema. Tampoco me gusta mi casa de la calle Ruiz ni mis dos compañeros de piso, uno es asturiano y el otro es de Murcia y se llama Trifón. El asturiano tiene la manía de andar siempre con una taza de café con leche en la mano: un mismo café con leche le puede durar varias horas, a veces incluso días, y como nunca lo da por terminado —nunca lo acaba— deja la taza en cualquier parte menos en la cocina, por miedo a que alguien lo vacíe en la pila y lo lave, así que la casa está siempre llena de cercos de café con leche. Mi otro compañero, Trifón, bebe té sin azúcar y no deja fumar en las zonas comunes, su manía personal es la de airear la casa con una insistencia neurótica.

—Son un par de insectos: un insecto asturiano y un insecto murciano —le decía yo a mi novia, y a los pocos días me instalaba en su casa y al principio ni siquiera pagaba el alquiler. La mudanza la hicimos mi amigo Fran y yo en una tarde de lluvia horizontal. Fran, camarógrafo, realizador, montador digital de ficción española, era muy bueno para la logística de las cosas, había pedido prestada una Renault Kangoo y sólo tuvimos que hacer un viaje. Hay el problema de la vivienda en Madrid —los pisos caros en toda España— y ahora yo vivo de gratis en la calle Espíritu Santo —en medio del distrito Centro, técnicamente en el centro del mundo— porque el amor es una cosa muy espléndida y además tengo el problema de que odio mi trabajo y esto me hace otra vez interesante. La calle Espíritu Santo es el centro del mundo porque está entre Fuencarral y San Bernardo, o entre Sagasta y la Gran Vía. En cualquier caso, yo he vivido a uno y otro lado de la Gran Vía y ahora descubro que al otro lado de la Gran Vía y de la Puerta del Sol no hay nada y decido que todo lo que me ha pasado cuando he vivido más allá de la Gran Vía es mentira: soy un hombre nuevo, el mundo me pertenece y me gustaría despedirme del trabajo y forzar así un momento único y memorable.

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