Read Mi gran novela sobre La Vaguada Online
Authors: Fernando San Basilio
Mi amigo Elmar tenía un compañero de piso que había publicado una novela en una editorial más o menos grande y un libro de cuentos en una editorial definitivamente pequeña y daba clases en talleres de creación literaria y además tenía su propio blog, donde hablaba de los libros que había leído y era, en conjunto, una especie de agitador cultural. Elmar no le daba ninguna importancia a lo que hacía su compañero, había empezado a leer su novela pero no había encontrado tiempo para terminarla.
—La vida es muy corta y Fernando no es Thomas Mann.
Fernando, además de escribir cosas en su blog, había abierto una página de internet donde se colgaban relatos y poemas y en un principio no había dinero de por medio pero en un plazo no muy lejano seguramente lo habría. Fernando decía que ésta era una forma de edición llena de futuro y que ya era una realidad en Estados Unidos, donde la gente pagaba cincuenta centavos por descargarse un relato y poco a poco hilaba la vieja el copo. Fernando siempre me daba trato de escritor y me preguntaba si andaba metido en algún proyecto, lo cual más bien me incomodaba porque yo siempre estaba metido en el mismo y único proyecto de una gran novela cosmos sobre La Vaguada y cuando Fernando me hacía indagaciones estructurales o metodológicas, qué tipo de novela era, larga o corta, fácil o difícil, yo siempre decía que mi novela no tenía una estructura clara y que ésa era precisamente su estructura, lo cual era mentira: tenía que trabajar más y, sobre todo, tomar ciertas decisiones y la idea misma de tomar decisiones me horrorizaba y entretanto escribía y escribía y amontonaba páginas. A veces Fernando me pedía
material
para colgar en su página web y yo siempre le decía que no porque yo no escribía cuentos ni poemas y, además, aunque esto no se lo decía, no creía en la edición web.
Fernando, Fernando. Fernando y yo. Fernando tenía las cejas muy tupidas, el pelo correoso y unos pómulos sobresalientes, siempre estaba de muy buen humor. Además de todo esto, tenía un alto concepto de sí mismo y, como suele decirse, creía en lo que hacía, estaba convencido de que los personajes de sus libros tenían vida propia y esto me obligaba a odiarlo porque mi novela no tenía una forma definida, páginas y más páginas, y mis personajes subían y bajaban por las escaleras mecánicas de La Vaguada sin que nadie supiera muy bien adónde iban. Fernando escribía por las noches hasta muy tarde y formaba mucho escándalo aporreando el teclado y a veces despertaba a sus compañeros de piso. Aquella primavera ocurrió que un tercer compañero de piso de Fernando y Elmar dejó la casa y durante unos días se fantaseó con la idea de que yo me fuera a vivir con ellos porque mi piso de la calle Atocha caminaba hacia la disolución. Fin. El final de Atocha, un acontecimiento singular. Entre aquella casa de la calle Atocha y el paseo del Prado había un McDonald’s enorme que hacía esquinazo y una discoteca de cuatro plantas que se llamaba Kapital y un hotel que ocupaba una manzana, lo cual quiere decir que nuestra casa era la última casa habitada de la calle Atocha y nosotros éramos los últimos habitantes de la calle Atocha. Era una finca del siglo
XIX
con gárgolas, balcones redondos y galerías, muy ruinosa en su conjunto y propiedad de un señor que se llamaba don Ángel y que tenía, además de fincas, muchas pescaderías. Don Ángel le vendió la finca de la calle Atocha a una empresa que se llamaba Rehabilitaciones Singulares y Rehabilitaciones Singulares envió una serie de cartas a los inquilinos y los inquilinos empezaron a nerviosear por las escaleras y los descansillos y a enseñarse unos a otros sus contratos de alquiler. Así que nos querían echar. Bueno. Hacía tiempo que yo quería cambiar de aires, mudarme a otra casa y a ser posible cambiar de barrio y de esta forma dotarme de un prisma nuevo y cambiar de cosmovisión, pero no veía la manera de hacerlo sin tomar decisiones. Ahora todo iba a ocurrir de una manera orgánica y natural, sin fracturas, y eso estaba bien. También me interesaba la idea de vivir el final de una época, ser testigo excepcional, y luego pasar por delante de aquella casa y decir: aquí vivía yo, en una casa que ya no existe, ¡era otra época! Enseguida me di cuenta de que la historia de nuestro desahucio era algo que interesaba mucho a la gente. Yo estaba en el corazón del problema de la vivienda y eso me gustaba. Los amigos me ofrecían el salón de su casa —una semana, dos semanas, decían— como si viniera huyendo de una guerra étnica y yo me dejaba querer pero entretanto empecé a ver habitaciones en otros pisos y nada de lo que veía me gustaba.
—Vente con nosotros, lo pasaremos bien —decía Elmar.
—Claro que sí —decía Fernando.
Yo me dejaba querer y no sabía muy bien lo que quería y Fernando, su figura, me inquietaba. Se abría paso en la vida, podía decirse que era un hombre de letras y yo, entretanto, tenía muchas letras en la cabeza, ambiciones muy vagas, y nunca encontraba un trabajo que tuviera algo de sentido. Todo lo que hacía Fernando, por el contrario, tenía un sentido práctico y lógico. Una vez, en una Noche de los Libros, le pagaron doscientos euros por leer uno de sus cuentos en el Círculo de Bellas Artes. Elmar y yo fuimos a ver cómo lo leía. Elmar se pasó toda la lectura dándome codazos y levantando las cejas y al final yo tenía que sujetarme el estómago para no romper a reír. Fernando nos llevaba también a presentaciones de libros donde daban un poco de vino de Madrid o de La Mancha en vasitos de plástico blanco y galletas saladas. Las presentaciones eran tristes y decadentes: el autor no sabía qué hacer con las manos y bajaba los párpados cuando el presentador decía que aquella novela era fabulosa y se leía de un tirón o que aquel manojo de cuentos constituía en sí mismo una novela porque estaba incardinado por una sola idea o lo contrario, que cada cuento era un mundo, y en cualquier caso siempre estábamos ante un libro extraordinario y cuando por fin se agotaban las intervenciones y nadie preguntaba nada, todos respirábamos tranquilos y se vendían unos pocos libros y el autor y el presentador se levantaban de la silla y se formaban corros y el autor se daba importancia por el método antiquísimo de quitarse importancia y firmaba dedicatorias y luego todos nos metíamos en un bar y allí resultaba que la mayoría de los concurrentes tenía aspiraciones literarias y las ideas muy claras, todo lo cual me sumía en un estado de pereza y depresión.
Pero volvamos a Fernando. Fernando era siempre muy cordial conmigo aunque yo no le daba mayores muestras de simpatía y en su presencia a veces se me tensaban los gemelos. Fernando, por ejemplo, me puso en contacto con Sara y hay que decir que Fernando conocía a mucha gente que hacía cosas y a muchos escritores, incluso a editores, como se explicará más adelante. Hacer cosas podía ser, por ejemplo, escribir relatos cortos, tocar en un grupo o grabar muchos vídeos, pero había otra forma de hacer cosas que consistía en estar mucho tiempo en la calle, sobre todo si esa calle era la calle Argumosa o San Vicente Ferrer, ir mucho al teatro o indignarse ante la injusticia de manera que todo el mundo se enterase.Yo no hacía
cosas
sino que hacía una única e importantísima cosa: escribir mi gran novela sobre La Vaguada. Sara también hacía cosas, y en el camino había hecho un curso de gestión cultural en la Universitat Oberta de Catalunya y ahora tenía la cabeza llena de ideas, proyectos ambiciosos. Le habían ofrecido la dirección del Aula de Cultura del Ayuntamiento de La Cabrera, en el kilómetro 50 de la carretera de Burgos, y quería montar un club de lectura y tenía que ser los miércoles por la tarde porque el resto de los días había escuela de teatro, curso de cerámica y taller de sexualidad. Fernando estaba sobrecargado de trabajo —Fernando llevaba una agenda— y yo había hecho la campaña de Navidad en la Casa del Libro y ahora no tenía nada que hacer con mis días.
—Me dice Fernando que tú también eres escritor.
Así que yo iba a dirigir un club de lectura. Cada semana leeríamos un libro, un libro que yo eligiera, y lo comentaríamos entre tazas de café humeante. ¿Beberíamos?, ¿beberíamos alcohol? El club de lectura iba a ser en unas dependencias del Aula Cultural, un local de propiedad municipal donde obviamente no se podría fumar: ¿fumaríamos?, ¿fumaríamos droga para crear atmósfera? Habría unas normas y yo pasaría por encima de ellas, sería uno de esos profesores que rompen la baraja y dejan huella en los alumnos.Visualizarlo fue muy fácil. Recorría a grandes zancadas el pasillo de la casa de la calle Atocha y, ante la atenta mirada de los siete gatos, ensayaba frases abombadas, conclusiones sabias a las que sólo puede llegar alguien que lo ha leído todo o, al menos, todo lo que hay que leer:
—Para conocer al hombre basta con leer a Shakespeare. ¡Todo está en Shakespeare!
Me iban a pagar ciento veinte euros al mes por dar opiniones y por escuchar las de los demás, ciento veinte euros por cuatro tardes trabajadas, y me los hubieran pagado si al final Fernando no se hubiera atravesado en mi camino hacia la alta cultura institucional. Fernando cambió de idea, o de agenda, y de repente podía hacerse cargo del club de lectura del Aula de Cultura del Ayuntamiento de La Cabrera.
—¡Cht! No me apetece nada, los talleres son un aburrimiento.
—Claro.
Elmar se enfadó muchísimo y dijo muchas veces que Fernando era un reptil y un insecto.Yo no llegué a enfadarme. La vida seguía su curso y yo seguía el curso de la vida y entretanto pasaban cosas y las cosas que no pasaban eran tantas y tan variadas que casi podría decirse que pasaban, me atravesaban. Dentro de este orden de cosas, lo siguiente que pasó fue que un editor encomendó a Fernando una antología de escritores inéditos, nueve nuevas voces, y es un hecho que se acordó de mí. Me llamó por teléfono.
—¿Tienes algo para darme?, fíjate qué oportunidad.
Me aseguró que los grandes escritores, ahora, empezaban sus carreras de esta manera, tan calladamente, medio ocultos entre la maleza de una antología de nuevos narradores.Yo tenía el borrador de mi gran novela sobre La Vaguada y ya se ha dicho que yo no creía en los cuentos, o por lo menos no creía en mis cuentos, y lo que ambicionaba era juntar páginas hasta llegar a formar un cuerpo vivo y considerable, o sea, una novela, y había desarrollado una cierta antipatía hacia el cuento y los escritores de cuentos porque en aquella época Madrid estaba lleno de gente que hacía cuentos, lo cual para mí era como no hacer nada. Naturalmente, en cuanto Fernando me habló de aquella antología
en papel
, me convertí en un escritor de cuentos y de repente ya creía en el género y además sabía que el cuento tiene un
tempo
distinto al de novela y que en un cuento no podía sobrar una sola frase y en un cuento era tan importante lo que se decía como lo que no se decía porque el cuento, después de todo, era una cosa muy seria y etcétera. Así que empecé a escribir un cuento, era la historia de un modesto empleado de Caja Madrid con destino en la sucursal de la primera planta de La Vaguada, un hombre-cosa que una tarde, a la salida del trabajo, entra en el restaurante Flunch de la planta baja y pide un doble de cerveza y bebe un trago, dos tragos, muchos tragos y, cuando se quiere dar cuenta, resulta que su doble de cerveza está otra vez como estaba y esto en un principio es una gran maravilla porque es la cristalización de todos sus sueños —un doble de cerveza que nunca se acaba— y al final es un aburrimiento —nunca se acaba— y al principio los camareros son muy amables, con sus camisas negras y sus gorros de papel, pero a medida que avanza el
cuento al empleado le parece que lo miran con un sesgo más pérfido y al final los camareros son el mismísimo diablo. Al hombre-cosa le gustaría dejar de beber y marcharse a casa pero no puede. El chiste ya no le hace gracia, la cerveza le sale por las orejas pero él tiene una idea del decoro que consiste en no dejar nunca a medias una consumición y esto le acarreará muchos problemas. Hace muchas visitas al cuarto de baño y vomita tantas veces que se le forman llagas en la garganta y, en el camino de vuelta a la barra, el suelo damasquinado del restaurante Flunch se mueve y le mueve a confusión, las lámparas balón que penden del techo oscilan y reverberan y el hombre pierde el equilibrio y tropieza con varias mesas. El cuento terminaba a las once y media de la noche, hora de cierre del restaurante Flunch, y la cuenta ascendía a noventa euros, que para este empleado de Caja Madrid constituían un dineral. El hombre mira la nota, no la entiende, levanta una ceja y uno de los camareros, alto y con melena de poeta y los ojos grises, penetrantes, le recuerda que ha pedido muchos platos de ensalada y un bocadillo. Lo cierto es que en el restaurante Flunch no se sirven bocadillos, pero el empleado no está en condiciones de desmentir este extremo.
—¿Y cuántas cervezas he pedido?
El camarero mira la nota y dice que solamente un doble de cerveza, y el empleado de Caja Madrid paga los noventa euros —no los lleva encima y tendrá que usar una tarjeta Servired— muy a disgusto y al salir tropieza con un escalón y cae contra el estudio de radio de la cadena SER y cuando se incorpora, y con las puertas de la cervecería ya cerradas, levanta el brazo y grita:
—¡Mentira!, ¡mentira! ¡Esto es una estafa! ¡Yo no me emborracho con un doble de cerveza!
En cuanto al cuento de Fernando, su proyecto de coordinar una antología de nueve nuevas voces y publicarlas en papel, acabó al día siguiente de que yo terminara mi cuento. Me llamó por teléfono para darme la noticia, o la desnoticia, de que la editorial ya no estaba interesada en una antología de nueve nuevas voces sino en una antología de nueve nuevas voces femeninas que se iba a titular
Ellas cuentan
.
—¡Cht! Me hacen quedar mal con todo el mundo, los de las editoriales son unos cabrones. ¡Y el título es horroroso!
Yo le dije que lo sentía mucho y que no se preocupara y Fernando quiso saber si de todos modos tenía algún relato para entregarle, algo que pudiera colgar en su página web —donde por lo visto los editores se dejaban las pestañas—, y le dije que no porque mi cuento no valía nada y en realidad yo no creía en los cuentos. Fernando me preguntó después si había encontrado ya una habitación para cuando nuestro piso de Atocha dejara de existir, y la respuesta fue que sí: había encontrado casa en la calle Ruiz y mis compañeros iban a ser un asturiano y un murciano que se llamaba Trifón.
—¿Trifón? ¿Eso qué es?, ¿un apellido?