Mi gran novela sobre La Vaguada (4 page)

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Authors: Fernando San Basilio

—Esto no deberías meterlo en tu libro —concluyó Jerónimo.

Yo me iba haciendo una idea cada vez más nítida de lo que tenía que contar en mi libro y lo que no tenía que contar. Luego pude enterarme de que Juan y Jerónimo andaban detrás de una subvención de la Comunidad de Madrid para jóvenes emprendedores. Pero esto tampoco era interesante. ¡Esto era un dato que no decía nada!

Otra vez pedimos pizzas por teléfono y para elegir los ingredientes seguimos el mismo procedimiento que la víspera pero se dio el caso de que yo fui el primero en hablar y luego Juan y Jerónimo sacaron de la lista dos de los tres ingredientes que yo había propuesto. Comprendí que, con este movimiento, lo que Juan y Jerónimo pretendían era trasladarme una enseñanza de vida. Me pareció bien, lo anoté en mi cuaderno. Decidí que este episodio apareciera recogido en mi libro. ¡Lo convertiría en una pequeña fábula para empresarios que empiezan!

Otra vez hice la siesta en el sofá, y cuando desperté, quise saber cómo se les había ocurrido la idea de asociarse, cuál había sido el momento exacto del Big Bang. Jerónimo se llevó una mano a los labios y casi murmuró:

—En el túnel de lavado.

—Sí. En el túnel de lavado de La Sexta Avenida. Allí fue donde empezó todo.

La Sexta Avenida estaba en el kilómetro 10 de la carretera de La Coruña, era un centro comercial donde las cosas costaban el doble que en cualquier otro sitio. Al otro lado de la autopista había urbanizaciones donde nadie se tomaba el trabajo de vivir por menos de un millón de euros. «Aquella mañana clara y nueva, mecida por el rumor incesante de la A-6, había, en aquel túnel de lavado, un par de soñadores, un par de locos, con los bolsillos vacíos y un montón de buenas ideas...»

Era un trabajo agradable, con la salvedad de que no era un trabajo y Jerónimo y Juan lo sabían. Yo también lo sabía. Este segundo día, antes de verme marchar, volvieron a referirse a mi abono de transportes, y también lo hicieron el tercer día —en que otra vez jugamos a fastidiarnos los unos a los otros con los ingredientes de las pizzas— y lo mismo el cuarto día, pero esto nunca cristalizó en el acto, yo creo que sencillísimo, de darme ningún dinero. Este cuarto día, además, se dio la circunstancia de que tuve que poner dinero de mi bolsillo para pagar las pizzas, lo cual me terminó de convencer de que nunca me pagarían un céntimo por escribir ese libro y acabó por alejarme de Juan y de Jerónimo, de modo que no hubo quinto día y por supuesto no hubo abono de transportes y yo nunca volví a aquel Vivero de Empresas de Las Rozas donde a lo mejor nunca se terminó de atar ningún contrato pero donde desde luego había una historia, o al menos el principio de una historia.

4
Una temporada en el Islam

En aquella época, yo estaba de novio con una chica que trabajaba en la Casa Encendida. Era una chica llena de futuro y no le importaba que yo fuera una nulidad, confiaba mucho en mí y se lo pasaba en grande con el borrador de mi gran novela sobre La Vaguada, decía que no cambiaba mi borrador por la colección entera de Compactos de Anagrama. Esta chica tenía el impulso de hacer cosas, por ejemplo vivir en el extranjero. Hablaba del extranjero como si el extranjero fuera un sitio en particular, y no casi todos en general. Se presentó a un concurso de méritos para una beca en el Centro de Arte Contemporáneo de Riyadh. Tenía que presentar una memoria, un proyecto de trabajo, y lo redactamos juntos. Enseguida la llamaron, enseguida la entrevistaron. Habló con su jefa en la Casa Encendida, pediría una excedencia de seis meses, su jefa le guardaría la plaza.

—Y tú te vendrás conmigo.

—¿A Riyadh?, ¿qué voy a hacer yo en Riyadh?, no conozco el idioma, no nos dejarán beber. No podré trabajar en nada.

—Ahora tampoco trabajas en nada. Además, allí no hará falta que trabajes. Seremos casi ricos, tendremos criados. Iremos a los bares para occidentales. Será todo maravilloso y decadente.

Mi novia y yo nos habíamos conocido en una fiesta que la revista
Trama y Trauma
—cine y psicoanálisis— daba en el Círculo de Bellas Artes. En aquel entonces yo sí que tenía trabajo pero era un trabajo en sí mismo temporal y sólo habría de durar dos meses: cuidaba una exposición de fotografía forense —verdaderos cadáveres— en la antigua Fábrica de Tabaco, encendía y apagaba las luces y cuando algo no funcionaba llamaba a un técnico de mantenimiento. Cuando no había nadie delante, me dedicaba a manosear las fotografías por el mero gusto de tocar una cosa cara. Era una ocupación absurda pero lo cierto es que me vi de la noche a la mañana ungido de prestigio y por momentos tuve la sensación de estar en el centro de alguna parte. A mi alrededor se abría un círculo de silencio cada vez que tomaba la palabra y hablaba de mi trabajo. Esto era algo que nunca había ocurrido. Yo estaba muy interesado en una redactora de la revista
Trama y Trauma
y esta chica llamaba todo el tiempo a la Fábrica de Tabaco para pedir material gráfico, dossieres y números de teléfono, así que no puede decirse que mi interés fuera desproporcionado ni que careciera de fundamento. Dedicaba mucho tiempo a pensar en ella, me aburría mucho en el trabajo y era agradable tener alguien en quien pensar.Técnicamente, éramos medio amigos.

—Damos una fiesta en el Círculo, tienes que venir.

La revista
Trama y Trauma
, por alguna razón, daba esta fiesta todos los años, siempre el segundo miércoles de febrero. Una vez en el Círculo de Bellas Artes, la redactora no me hizo ningún caso, pero había una orquesta con músicos vestidos de blanco que tocaba cha-cha-cha, mambo y cosas por el estilo, y bandejas llenas de maki California, y cócteles muy elaborados, y todo ello era gratis. También estaba Elmar, cuidador de una galería y amigo mío. Elmar enseguida empezó a sentirse incómodo porque había muchos artistas, fotógrafos, a los que él conocía y los artistas, explicaba Elmar, eran como perros abandonados y lo único que buscaban era una caricia y una palmada en la espalda y eran las once de la noche y él no quería acariciar a ningún artista.

—Me voy a ir.

Así que conocí a esta segunda chica y hablamos de la Fábrica de Tabaco y de la Casa Encendida y de CaixaForum, que todavía no existía, y esa primera noche dormimos en mi casa. Mi casa no era una casa para recibir, aunque tenía muchas habitaciones, y siempre estábamos despertándonos unos a otros. Yo vivía, en principio, con Cecilia, que trabajaba de administrativa en el hospital del Niño Jesús, y Cecilia vivía con su hija Irene, que primero tuvo trece y luego catorce años. A veces había también una chica entre danesa y escocesa —vivir con extranjeros era una cosa que daba mucho prestigio y yo siempre había pensado que esto, cuando ocurriera, sería un gran suceso en su vida— que se llamaba Inga, y a veces había una asturiana que se llamaba Ainhoa y tenía muchos novios. Bueno. Los fines de semana también iba a dormir la mejor amiga de Irene en el instituto, que se llamaba Brezo. Cecilia tenía un novio, se llamaba Javier y era pintor de gran formato, muralista. A los pocos meses se instaló en la habitación de Cecilia, que tenía una cama con dosel... Además había siete gatos y yo los quería a todos por igual salvo a una que se llamaba Blanca y a otro que se llamaba Negro, los cuales siempre estaban buscando jaleo y no se dejaban manosear. Me gustaba que los gatos entraran en mi habitación y me gustaba verlos deslizarse de una esquina a otra sin alterar nunca aquel estado desordenado de cosas, pero lo que más me gustaba eran sus saltos: el tiempo que transcurría entre que un gato empezaba a planear un salto y finalmente lo ejecutaba era un tiempo vivo y tenso y el aire se cargaba de electricidad y era como el tiempo en que Dios, pensaba yo, remueve los dados antes de lanzarlos sobre el tablero de la vida. Yo pasaba mucho tiempo encerrado en aquella habitación, le daba vueltas al asunto de mi gran novela sobre La Vaguada y a otros asuntos, fumaba cigarros y hacía espirales con el humo, miraba el techo.

Las chicas y el sexo, las chicas y la noche y lo que yo pensaba en ocasiones como ésta: «Ah, la vida, ¡la vida!, la vida es una cosa breve, rara y excitante y yo estoy en medio y, ah, la vida es una novela y la vida me pertenece». Pero después de esta primera noche con esta segunda chica, además de la exaltación, había en el aire un aroma de futuro y destino que me acompañaría durante meses: había nacido entre nosotros el raro nudo de la confianza y de repente ya éramos capaces de cualquier cosa. Yo le daba a leer el borrador de mi gran novela sobre La Vaguada, ella compartía conmigo sus aspiraciones. Hacíamos muchas otras cosas. Yo iba a recogerla a la piscina del Centro Dotacional de Arganzuela —mi novia era una gran nadadora— y nos intercambiábamos el abono de la Filmoteca y cenábamos en restaurantes como la Farfalla, al final de la calle Huertas, donde las pizzas valían seis o siete euros. También cenábamos en casas de amigos y tengo que decir que eran unas cenas tristes, inacabables, donde la comida era siempre la misma —humus, guacamole, salmorejo— y las conversaciones tenían forma de bucle y en la terraza, si había terraza, había siempre una planta de marihuana —yo pensaba que era siempre la misma planta trasplantada de casa en casa y de terraza en terraza, una sola planta de marihuana para todo Madrid— y lo único bueno era cuando por fin aquello se acababa y en la calle había muchos bares y cosas nuevas por hacer. Cuando se clausuró la exposición de fotografía forense en la Fábrica de Tabaco y yo me vi otra vez sin trabajo, mi novia me invitó a cenar a un restaurante muy caro de la calle Echegaray, donde las pizzas podían llegar a costar quince euros.Yo hubiera preferido que en lugar de invitarme a cenar mi novia me hubiera buscado una colocación, por ejemplo en la Casa Encendida, donde habría hecho un buen papel encendiendo y apagando las luces de cualquier exposición. Lo cual no llegó a ocurrir. Todo iba muy aprisa, y también el sueño de Riyadh, al cual yo vivía entregado aunque a veces, en mi pecho, retumbaba el latido de una duda: ¿estaba realmente enamorado?, ¿lo estaba ella? Nunca habíamos hablado de irnos a vivir juntos y de repente nos íbamos a instalar en Riyadh.Vivir juntos parecía una buena cosa, todas las parejas lo hacían, y luego organizaban esas cenas horribles con humus y guacamole y enseñaban a los amigos su planta de marihuana. Había parejas que empezaban a compartir piso al día siguiente de haberse acostado por primera vez y mi novia y yo, tres meses después, ni siquiera teníamos copia de las llaves del otro. Vivir en Madrid o donde fuera, porque había parejas que se querían tanto —tanto entendimiento— que hasta se iban a vivir fuera del distrito Centro, incluso al otro lado de la M-30 o en términos municipales que no eran Madrid. ¿Estaba yo realmente enamorado?, ¿lo estaba ella? Estar enamorado —¡noticia bomba!— hace que la gente lo vea todo de manera distinta y yo verdaderamente me veía a mí mismo en Riyadh, y eso sólo podía significar una cosa: estaba enamorado. Mi novia y yo íbamos a estar en Riyadh solamente seis meses, que era el período que abarcaba la beca de aquel Centro de Arte Contemporáneo.

—Nada es para siempre —había dicho mi novia.

Yo pensaba de otra manera, pensaba que Riyadh iba a ser para siempre y sabía que nunca se acabaría, aunque volviéramos a Madrid, y que Riyadh nos acompañaría luego a todas partes. Yo iría a Riyadh a no hacer nada y lo más probable es que me pasara el resto de la vida contando lo que había hecho en Riyadh, atravesado por aquella experiencia. Volvería con muchas cosas aprendidas y con el derecho adquirido a generalizar. Sabría decir, en cuatro palabras, cómo era el pueblo saudí, cómo era su aristocracia, cuál era su paisaje, su forma de vida. Además de todo esto, una vez de vuelta en casa, sería dueño de un secreto de vida, habría adquirido una loca sabiduría. Habría hecho un viaje interior que nadie más habría hecho.

Entretanto, en Madrid, una noche lisa y alegre mi novia y yo estrenábamos verano y fuimos a cenar a casa de unos amigos en la calle Valverde. Estos amigos eran de Gijón, muchos amigos de mi novia lo eran. Bebimos muchísimo y el aire se llenó de frases sabias y verdad desnuda. El frío del norte es un frío húmedo y se te mete en los huesos. El frío de Madrid es otro frío. Había también una pareja de Mieres, novios entre sí, que me hacían mucho caso, me daban a fumar de su tabaco Drum y me servían vino sin que yo se lo pidiera, pero luego resultó que tenían la manía unánime de hablar de sus inquietudes, que además guardaban mucha relación con sus respectivos trabajos y yo, como otra vez estaba sin trabajo, empecé a sentirme acosado y tuve la impresión de que no me tomaban en serio. En la cena también se habló de Riyadh.Todo el mundo sabía cosas que yo no sabía. Riyadh era el emirato más permisivo con el consumo de alcohol, Riyadh era el emirato más intolerante y la cuna del fundamentalismo islámico. Riyadh no era ningún emirato sino la capital de Arabia Saudí. En Riyadh, las mujeres estudiaban en la universidad y en Riyadh las mujeres no se atrevían a salir de casa. Bin Laden era y no era de Riyadh. Después de cenar fuimos todos a la calle del Pez, que estaba en fiestas. Mi novia y sus amigos bailaban con los ojos cerrados. Yo me abandoné y bebí una cerveza detrás de otra hasta conseguir que la espuma me saliera por las orejas y, siendo verano, me pareció que la vida era una cosa formidable y redonda, llena de errores pero redonda en su conjunto.

Al día siguiente fuimos mi novia y yo a cenar a la Farfalla y ella jugaba con un mechón de pelo, llevándoselo a los dientes.

—Ahora pienso que lo de Riyadh es un poco precipitado.

Mi novia tenía los ojos muy grandes, las caderas anchas, las manos huesudas y la espalda muy recta. Me gustaba mucho su tono de voz, claro y concreto, que a veces me hacía pensar en una locutora radiofónica.

—¿No quieres ir a Riyadh?, ¿ya no quieres vivir como una embajadora?

—Claro que quiero.

Y eso fue todo y ya nunca volvimos a cenar juntos en la Farfalla ni volvimos a coincidir en ninguna fiesta de la revista
Trama y Trauma
—al año siguiente ya no había fiesta de la revista
Trama y Trauma
, en realidad ya no había revista
Trama y Trauma
— ni en ninguna otra parte porque Madrid crecía y crecía y yo cada día me hacía más pequeño pero Riyadh: ¡Ah, Riyadh!

5
Traductor de tractores mexicanos

Lo que yo no sabía era que la casa Xerox, además de fotocopiadoras y mesas para fotocopiadoras, fabricaba y vendía máquinas automóviles, pero no cualquier tipo de automóviles sino tractores, segadoras, furgonetas
pick-up
y cosas por el estilo, de implantación mayoritaria en Estados Unidos y, por añadidura, en la vecina república de México pero también en Eslovenia, y en Francia, y en Grecia... Para el correcto funcionamiento de todas estas máquinas la casa Xerox imprimía cientos de miles de manuales de instrucciones en muchos idiomas y contaba, en Madrid, en el Campo de las Naciones, con un gabinete de traductores donde yo estuve muy cerca de trabajar. Xerox. Xerox. Xerox. Todo mi afecto para la casa Xerox, que durante unos pocos días me permitió soñar con un yo oficinista y nuevo, un yo gris y melancólico, encorbatado y profundo bebedor, en realidad casi dipsómano. Le tendría ganada la batalla al tedio de vivir: todo me daría igual y nada me aburriría. Nada me daba miedo, yo tenía noticia de grandes creadores que antes de ocuparse de lo suyo —antes del taxi y de las mesas redondas, antes de los hoteles y de las semanas negras— habían desempeñado trabajos miserables y luego los recordaban envueltos en una bruma de melancolía: aquello sería para mí una gran escuela de vida. En aquel tiempo, yo hacía muchas cosas en general y ninguna en particular. A veces trabajaba en mi gran novela sobre La Vaguada y a veces la abandonaba porque tenía que hacer cualquier otra cosa. Me gustaba pensar que cada cosa que me ocurría me enriquecía por dentro aunque los demás no siempre estuvieran en situación de comprenderlo.Yo avanzaba a mi manera en la carrera de vivir y además tenía el borrador de mi gran novela cosmos sobre La Vaguada: La Vaguada como cosmos explicada al mundo. ¡Yo tenía mi cosmovaguada y los demás no tenían nada! En los últimos meses había encendido y apagado las luces de una exposición y había metido miles de gominolas en botes de hojalata con la imagen corporativa de la empresa Randstad. También había encontrado una ocupación de índole intelectual, y hay que decir que ésta era la que me resultaba más fastidiosa de todas. Corregía textos para una editorial minúscula y el dueño me cubría de atenciones, me regalaba libros y me tuteaba pero mis emolumentos eran un chiste y los textos que tenía que corregir no me interesaban en absoluto: obras de teatro. Mi opinión personal era que el teatro estaba muerto y enterrado y no podía entender que alguien dedicara un minuto de su vida a escribir obras de teatro, y tampoco a leerlas o a verlas representadas, cuando Madrid estaba tan lleno de salas de cine y en la Filmoteca las películas costaban un euro y medio. Esto que sigue es el argumento de una de aquellas obras: una chica que trabaja de conductora en el metro tiende la ropa en una azotea del distrito Centro y conoce a una vecina, también semijoven y llena de sueños, que la invita a tomar una taza de té en su casa.

—Me lo ha traído mi hermana de Chaouen.

Se conocen, simpatizan, a las dos les gusta cierto tipo de música. Los problemas han crecido, estas dos chicas adivinan en el horizonte la oscura franja de los treinta y sienten un gran vacío interior. La primera chica necesita dinero para ir al dentista y la segunda se lo presta y, además, le presenta a un amigo, piloto de líneas aéreas y moribundo de éxito. La joven conductora de trenes subterráneos y el piloto se gustan, se piden tabaco de liar, se acuestan. Sólo que al final, el pájaro volará y con él volarán los sueños de la conductora. Agudo contraste entre los túneles del metro de Madrid y las nubes soñadoras del espacio aéreo, la luz y las tinieblas. Había, además de estas obras de teatro, muchos otros aspectos de mi vida que me resultaban fastidiosos. Una tarde, al despertar de la siesta, descubrí que todos aquellos con los que había hablado en la última semana tenían aspiraciones artísticas, el apetito de la cultura o la inquietud de hacer cosas. Aquello era muy empobrecedor. No podía ser, la vida verdadera tenía que estar en otra parte.

—¿A qué hora puedes venir?

—Tiene que ser por la mañana.

Lo que yo iba a hacer en Xerox era corregir manuales de instrucciones para tractores mexicanos. Desde luego iba a ser una ocupación muy chocante, digna de ser contada. Tenía el convencimiento de que de la miseria de hoy emanaría el esplendor del mañana y también el proyecto, vago y ridículo, de descubrir al mundo la poética miserable del oficinista. La gente con la que yo trataba entonces se mostraba inflexible y decía cosas muy exactas acerca del trabajo de oficina.Trabajar en una oficina era enterrarse en vida. Cárcel, oficina y escuela. Escuela, cárcel y oficina. A mí todo eso me parecía muy bien.Yo trabajaría en esa oficina de la compañía Xerox y llevaría siempre conmigo una libreta donde anotaría mis pensamientos más exaltados, las observaciones más agudas, y luego compondría, con todo ese material, el cuadro vivo de una oficina cadáver. Me interesaban mucho los trayectos: ir y volver al Campo de las Naciones, meterme en el metro y seguir el curso de los pasillos sin mirar los carteles: un buen día me daría cuenta de que estos carteles habían desaparecido y eso me haría sentir un hombre en conflicto con la vida: ¿qué sentido tendría todo? Entretanto, tendría mi propio abono de transportes y, para combatir el tedio de vivir, especularía con las distintas líneas de autobuses, ¿por qué no coger tres autobuses en lugar de uno? Me compraría una gabardina y una cartera de piel, aunque la tuviera que llenar de periódicos gratuitos. Saldría a comer a los restaurantes de la zona y, luego, acompañado de otros oficinistas, daría vueltas a la manzana con las manos en los bolsillos y usaría expresiones como
departamento de compras
,
factura proforma
y
valija interna
. Los jueves por la tarde iría a una de esas tabernas irlandesas en las que los oficinistas conocen a otros oficinistas y seguiría los resúmenes de la Premier League y miraría a las chicas de las multinacionales. Nada de obras de teatro ni de conductoras de metro que tienden su ropa en las azoteas del distrito Centro. El mundo tal cual era, y yo un pequeño héroe en el Campo de las Naciones.

—El jueves a las doce y media.

El Campo de las Naciones se me hizo un mundo, todo estaba muy lejos de todo. Una vez fuera del metro, tuve que coger un autobús para llegar hasta el final de la calle Ribera del Loira, donde Xerox España tenía sus oficinas. Era un edificio grande y chato, blanco y con grandes cristaleras y a los pies tenía un gran jardín y una garita muy espaciosa y dos guardias de seguridad con gorra de plato. Uno de ellos me guió hasta el vestíbulo, lleno de luz, y me indicó dónde tenía que sentarme. Al fondo se oía el murmullo de una fuente de piedra. Bajó una mujer de treinta y cinco años, blusa blanca y falda pantalón, me dio la mano y se presentó. Luego nos metimos en un nudo de escaleras y subimos hasta la segunda planta.

—Los empleados —me dijo María del Carmen— usamos siempre las escaleras. El ascensor es sólo para las visitas.

María del Carmen me presentó a tres o cuatro traductores que trabajaban con el hocico metido en la pantalla. En el proceso de saludarlos a todos, con un apretón de manos y una inclinación de cabeza, alcancé a ver fotografías de niños pequeños y de animales en cada uno de sus escritorios. También había chistes recortados del periódico, postales y plantas diminutas, cactus del tamaño de un huevo de codorniz. ¿Qué haría yo con mi escritorio?, ¿qué fotos elegiría? Nadie tenía más de cuarenta años y vestían todos con un decoro modoso y una falta absoluta de ambición que me decepcionaron porque yo había soñado con oficinistas abultados y nudos de corbata dobles. También había dedicado un tiempo a meditar acerca de la entrevista, y cuando me preguntaran por qué quería trabajar allí, esta vez no divagaría: me parecía un proyecto muy interesante, Xerox era una gran firma y a mí lo que más me gustaba de este mundo era corregir textos, toda clase de textos.

—Ahora vas a hacer una prueba.

Me sentaron detrás de un biombo y me dieron quince minutos para corregir cinco folios del manual de instrucciones de un tractor de transmisión hidrodinámica. Tenía que señalar con una E, una O, una S, una X y una M las correspondientes erratas y faltas de ortografía, así como los errores de sintaxis, los mexicanismos y los fallos de mecánica. Obviamente, no encontré ningún fallo de mecánica.

—Muchas gracias.

De modo que nadie me preguntó por qué quería trabajar en Xerox y salí de allí convencido de que nunca nadie me lo preguntaría. Yo no sabía nada de mecánica, no sabía lo que era un chasis y el sueño de conocer por dentro la vida redonda y miserable de los oficinistas, dos veces vida, se esfumaba para siempre. Sólo que al tercer día me volvieron a llamar. ¿Cuándo podía ir?, ¿cuándo podían hablar conmigo y conocerme mejor?

—Por la tarde, tiene que ser por la tarde.

Así que volví al Campo de las Naciones y tuve una conversación con María del Carmen y con uno de los traductores alrededor de una mesa cuneiforme y con vistas al jardín. Unas ramas de sauce acariciaban el cristal y los pájaros, metidos en su lógica, trinaban. Se entraba a trabajar a las ocho y media de la mañana. Me di cuenta de que tendría que salir de mi casa a las siete, levantarme a las seis. No pestañeé. Se comía en cuarenta y cinco minutos. A las cinco y cuarto, todo el mundo en la calle. Los viernes, a las tres de la tarde, el resto de los departamentos se vaciaban.

—Nosotros nos quedamos porque trabajamos en contacto directo con la oficina de Londres y allí se trabaja el viernes por la tarde.

La idea de trabajar «en contacto directo con la oficina de Londres» hizo que me hinchara de vanidad. Yo no iba a ser un corrector cualquiera sino que iba a trabajar en contacto con Londres y de esta manera iba a vivir muchas vidas en una sola. Ya tendría tiempo de aprender la mecánica. ¡Y Londres! Al otro lado del espejo, en Londres, habría un corrector con camisa a rayas y zapatos de cordones que antes de trabajar en Xerox habría estudiado en una universidad del centro de Inglaterra. Una vida verdaderamente nueva para mí. Pero también iba a vivir la vida modosa de mis compañeros del Departamento de Traducción. Viajaría con ellos a Praga y otras capitales, pasaría la varicela de sus hijos y los domingos por la mañana leería los suplementos de sus periódicos y recortaría las viñetas y los artículos más definitivos, hasta el domingo siguiente.

—¿Tienes alguna pregunta?

—¿El corrector no tiene que ir vestido de ninguna manera?

Me dijeron que no y que de ninguna manera, y los traductores tampoco. Ellos pensaban que la falta de etiqueta daba la medida exacta de su libertad y yo tenía ideas propias al respecto, aunque no dije nada. Luego me hablaron de dinero. Era un sueldo ridículo y casi inexistente. La idea de levantar el brazo y entrar en negociaciones sobre mi sueldo me pareció interesante y también disparatada, estaba loco por entrar en ese mundo y al final no había nada que negociar.

—Espera nuestra llamada.

Siguieron unos días de agitada vida interior en los que tuve muchas veces el pensamiento de acercarme a la biblioteca y sacar en préstamo algún tratado de mecánica y no lo hice, contenido por el miedo supersticioso de dar un paso en falso y desbaratar mis propios planes. Igualmente, cada vez que pasaba por delante de una tienda de ropa de caballero tenía que echarme un lazo a los pies para no entrar y darme el gusto de manosear corbatas y pantalones de franela y, de esta manera, anticipar el tacto exacto de mi próxima identidad. No había que tocar nada. Entendía que ya estaba todo hecho, me disponía a ser otro de repente y un sábado por la mañana, en la planta baja de La Vaguada, a la altura de Bricolajes Soriano, me encontré con Redondo, empleado de la tienda de mi padre, gordo y narigudo, quien me preguntó cómo me iban las cosas, en qué andaba metido.

—Ando en tratos con la Xerox. El asunto está casi cerrado.

Redondo, que libraba uno de cada dos sábados por la mañana, se hinchó de satisfacción.

—Eso está muy bien. Las grandes corporaciones son el futuro. Nada de quebraderos de cabeza. Consigue un contrato en una gran empresa y échate a dormir. A los cincuenta y cinco años te ofrecerán una prejubilación y empezará una vida nueva para ti.

Al fin, me llamaron una tercera vez y me dijeron que el proyecto se retrasaba.

—¿Puedes esperar?

Ahora fui yo el que se hinchó de satisfacción. Era la primera vez que un creador de empleo me preguntaba si podía esperar. Sentí una gran caricia interior y luego una viva euforia, en conjunto la sensación era muy parecida a la de un enamoramiento súbito. Entonces, ahora sí, me entregué de lleno al vicio de mirar escaparates y al de probarme ropa que aún no necesitaba. Primero vestiría discretamente, luego ya me crearía mi propio estilo.

—En cuanto sepamos algo te llamaremos.

Me iban a llamar y me iban a llamar pero la llamada se dilataba y se dilataba y cuando finalmente supieron algo y me llamaron y me dijeron «ya estás dentro, muchacho, el puesto es tuyo», yo había encontrado otro trabajo y ahora hacía la campaña del texto en la Casa del Libro. Texto —
el texto
— era la manera en que los empleados, los que estábamos
dentro
, llamábamos al libro de texto y la campaña duraba desde junio hasta finales de septiembre.Yo no trabajaba propiamente en la Gran Vía sino en una bocacalle que se llamaba Salud, en un local que luego se vendió y pasó a ser una perfumería. La mayoría de mis clientes eran nuevos españoles: los chinos eran los más educados y los filipinos los más alegres. Trabajaba seis horas y media cada día, seis días a la semana. Para trabajar tenía que meterme dentro de uno de esos chalecos verdes con una L grande y floreada. Cuando el encargado no estaba, me quitaba el chaleco y movía mucho los brazos y recorría la tienda a grandes zancadas, dándome aires de gran jefe —los jefes no llevaban chaleco—, pero enseguida aparecía algún cliente que se daba cuenta de que yo era un empleado sin chaleco y me preguntaba alguna cosa. Me gustaba trabajar en la calle Salud, casi en la Gran Vía, pensaba que era lo más parecido a vivir en Nueva York que me iba a pasar nunca. Tenía un cuarto de hora de descanso, algunos días iba a la cafetería Nebraska, donde daban tortitas con nata por tres euros y medio, y otros días me hinchaba a botellines de cerveza en un bar pequeño y oscuro que se llamaba Ovni.

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