Mi gran novela sobre La Vaguada (5 page)

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Authors: Fernando San Basilio

6
La redacción echaba humo

El tráfago, la prisa, la vida que palpita y un buen día, de repente, ya estás muerto pero en el camino, ah, has vivido. Nadie que haya conocido el pulso veloz de una redacción se preguntará jamás «¿he vivido?», porque será obvio que ha vivido. Yo no lo llegué a vivir, pero estuve allí, en la redacción. Lo que pasó fue que me llamaron del diario
ADN
. En aquella época corregía pruebas de imprenta y por gracia de un buen contacto cayó en mis manos un original de la editorial Planeta. Era una novela de acción, concretamente un
thriller
ecológico que narraba los efectos devastadores de una plaga de medusas en la Costa Brava. El protagonista se llamaba Toni y no era vigilante de la playa sino licenciado en Ciencias del Mar y trabajaba en un delfinario adherido a un parque acuático, lo cual le hacía sentirse muy desgraciado porque había fraguado planes más oceánicos para sí mismo que dar de comer a los delfines. Su vida sentimental era un desastre. La novela se editó en tapa dura y en ese sentido es lo más alto que llegué en mi carrera como corrector. La persona con la que trataba, mi mujer en la editorial Planeta, se llamaba Inmaculada y me prometió muchos encargos que luego no cristalizaron si bien me facilitó una entrevista para trabajar como corrector en
ADN
.

—Siendo del mismo grupo, y con mis referencias, la cosa está casi hecha.

El día antes de que se hiciera efectiva la entrevista, tuve que ir a la tienda de mi padre para explicarle el funcionamiento de una alarma antirrobos que acababan de instalarle. El técnico de la compañía de seguridad se había dado demasiada prisa en marcharse y mi padre no estaba dispuesto a leerse el manual de instrucciones. En la tienda, hablé con Redondo, que siempre mostraba mucho interés en mis cosas.

—Ando en tratos con el periódico
ADN
—le dije—, el asunto está casi cerrado. Grupo Planeta, Redondo, Grupo Planeta.

—Eso está muy bien. Los periódicos gratuitos son el futuro, los grandes grupos de comunicación son el futuro. Prisa, Planeta, Recoletos. Consigue un contrato en un gran grupo y échate a dormir.

Me dieron cita a las nueve de la noche y para llegar a la redacción tuve que ir en metro hasta la avenida de América y luego subirme en un autobús, el 17, que me dejó debajo de un paso elevado en la carretera de Zaragoza. Era una noche de primavera estallada y el olor de los árboles florecidos era casi corpóreo. Le di mi nombre a una recepcionista, esperé veinte minutos. Los redactores salían a fumar a un pequeño porche y comentaban sus artículos. La recepcionista, que iba vestida de calle y tenía el pelo rizado, me alargó un ejemplar de
ADN
y tuve tiempo de leerlo tres o cuatro veces. No encontré ninguna errata y me pregunté si eso sería bueno para mis aspiraciones o lo contrario: a lo mejor los redactores del periódico
ADN
nunca se equivocaban, ni siquiera cuando tenían que escribir el nombre de John Cassavetes o el de Kurt Vonnegut, y en realidad no necesitaban ningún corrector y solamente me habían llamado para conocerme. Los entrevistadores, los creadores de empleo, tenían la manía de llamarme para conocerme y luego me conocían y no pasaba nada y en ese sentido yo creía que ya conocía demasiada gente. Salió a recibirme un hombre de unos cuarenta y cinco años, entrecano, con un jersey de orillé, que me invitó a subir al tercer piso. Me metieron en un despacho. Hablé con dos personas, el hombre del jersey de orillé y una mujer con el pelo teñido de azul, que había trabajado en el
ABC
y luego en
La Razón
antes de hacerlo en
ADN
.

—Fue una buena época: «la centralita colapsada», «no se habla de otra cosa», «la opinión pública asiste indignada». Ahora todo eso ya no existe, ahora estamos en otro tipo de periodismo.

Yo me acariciaba la barbilla.

Quisieron saber mi opinión acerca del periodismo y de la prensa gratuita en particular y les dije que me interesaba mucho el fenómeno de la prensa gratuita y que leía muchos periódicos gratuitos aunque me cuidé mucho de decirles que la razón principal por la que los leía era precisamente porque eran gratuitos, y que por esa misma razón también leía las octavillas del Doctor Fatuo, un vidente africano que hacía amarres y quitaba males de ojo, o los pliegos de ofertas de los almacenes MediaMarkt que daban a la entrada del metro.

Me preguntaron luego cuál era mi diccionario de cabecera y dije que el María Moliner, aunque no era verdad, yo no tenía ningún diccionario de cabecera pero me pareció que eso era lo que mis entrevistadores querían oír y, de hecho, pude penetrar guiños de inteligencia entre uno y otra.

—¿Has trabajado alguna vez en un periódico?

—No.

—Mejor. A caer se aprende cayendo.

Luego me explicaron que a los correctores de textos, en los periódicos, se les llamaba editores y que su trabajo consistía en bajar los humos a los redactores.

—Antes todos los redactores creían que llevaban un Larra dentro —dijo el hombre—. Esto ocurría antes incluso de que existiera Larra, tú ya me entiendes. Ahora que se ha muerto Umbral, muchos consideran que se ha reencarnado en su divina persona.

—Y los que no son Umbral —dijo la mujer— piensan que son Tom Wolfe o ese otro, el de
La cima del mundo
.

—Raymond Chandler.

—Ése.

Era evidente que nos entendíamos, la entrevista iba sobre ruedas.

Me explicaron los horarios, había un turno de mañana y otro de tarde.

—Yo prefiero la tarde.

Las horas extra se cobraban aparte, por eso eran horas extra. Luego la mujer dijo que se tenía que marchar, no dijo adónde. El hombre me llevó a un cuarto sin ventanas y sacamos café de una máquina, los redactores iban y venían. Los fotógrafos tenían aspecto de fotógrafos. Pasaban chicas con colas de caballo y pasó una chica con la cara muy blanca y la nariz finamente arqueada y un folio impreso en la mano que saludó al entrevistador llamándole por su nombre y a mí con una inclinación de cabeza.

El entrevistador me explicó que, para editar, lo mejor era que no te gustara escribir y yo le respondí que a mí lo que verdaderamente me gustaba era leer, convencido de que con ello daba un paso de gigante en mi carrera hacia un nuevo empleo.

—Pero mucho cuidado con el estilo. La corrección ortotipográfica es lo de menos.Yo a las faltas de ortografía no les doy ninguna importancia. Es como mear en el lavabo, todos lo hacemos alguna vez. Cada uno que haga lo que quiera. Lo que no soporto es el estilo. Para tener estilo hay que tener por lo menos sesenta años —y abrió los brazos y posó la vista en el falso techo de la redacción—. Antes, cuando empezó la prohibición, todavía se fumaba en este cuarto y, claro, era maravilloso, se formaban unas humaredas cojonudas. La redacción echaba humo.

Tragué saliva y moví la cabeza de arriba abajo. A veces me distraía el alboroto mismo de la redacción, las chicas con la cola de caballo, y otras veces me distraía el ruido de mis propios pensamientos. ¿Qué sabía yo de periodismo?, ¿qué mundo era ese de los periódicos? Muchos grandes escritores habían trabajado en periódicos antes de acometer la creación de una gran obra maestra y algunos incluso habían compaginado las dos ocupaciones. Aunque lo que estos grandes escritores habían hecho era escribir noticias, no corregirlas. Bueno, también yo acabaría escribiendo noticias. En el desempeño de mis tareas, tarde o temprano encontraría la manera de mostrar al mundo mi gran habilidad para cambiar titulares y a menudo caerían en mis manos artículos inadmisibles. Esto no se puede publicar, diría alguien, tal vez yo mismo, y una noche, en medio del fragor de la redacción, me encargaría de llenar el hueco con alguna ocurrencia que al día siguiente, en el porche de la entrada, mis compañeros celebrarían entre columnas de humo e inclinaciones de cabeza. Luego de aquel bautismo vendrían otras incursiones, al principio desde un discreto y genial anonimato y después firmadas con mi nombre y apellidos, y al final alguien ahí arriba se daría cuenta de que yo no había nacido para dejarme las pestañas corrigiendo lo que habían escrito otros, y cuando finalmente me cambiaran de sección y abandonara la tarea de corregir pruebas, los que hasta entonces habían sido mis compañeros me mirarían con algo de lejanía y mi entrevistador, el hombre que me había abierto las puertas del periódico y acogido bajo el manto de su cinismo sabio, dejaría que pasara una semana antes de volver a dirigirme la palabra pero al final acabaría por comprender que yo tenía derecho a crecer. Crecería tanto que enseguida sentiría la necesidad de trabajar en un periódico que no fuera gratuito. Naturalmente, luego, una vez transubstanciado en estrella de la prensa de pago, diría muchas cosas buenas de la prensa gratuita, que hace que la gente lea periódicos en el metro en lugar de hurgarse las narices o buscar la estación fantasma de la línea 1, pero las diría desde el otro lado del espejo y muy pagado de mí mismo porque no se lee con la misma atención ni se juzga con la misma exigencia una cosa que te ha costado dinero que otra que te has encontrado al fondo de un vagón de metro. No querría olvidarme de nada ni de nadie: también tendría buenas palabras —sería un pozo de generosidad, casi nauseabundo— para el bellísimo oficio de corregir pruebas en periódicos y editoriales. A veces, en medio de aquella tormenta de éxito y autocomplacencia, me sujetaría la frente con las manos y me lamentaría del poco tiempo que el periodismo me dejaba para trabajar —Escribir con mayúsculas— en mi gran novela sobre La Vaguada y esto me llenaría de frustración pero entretanto, otra vez, habría vivido y unos años después, por fin, escribiría esa gran novela y muchas otras grandes novelas y cada cierto tiempo me dejaría entrevistar por un reportero pequeño e insignificante y aseveraría, con una gran pesadumbre:

—El periodismo ya no es lo que era, el periodismo ha muerto. Antes la redacción echaba humo.

El cuarto de la máquina del café tenía también una pequeña fuente de acero que se activaba con un pedal, algunos bebían en vasos de plástico y otros lo hacían directamente del caño y algunos otros no bebían, solamente recogían el agua formando un cuenco con las manos y luego se la echaban en la cara. En cualquier caso, me pareció que el aire de aquel cuarto y la redacción de
ADN
en general estaban cargados de erotismo y eso me impidió concentrarme y no fui capaz de hacer ninguna pregunta, cuando sabía muy bien que eso es lo que se espera de un entrevistado y es lo que aquel hombre esperaba de mí. De todos modos, la entrevista había sido muy cordial, el entrevistador me despidió con ademanes muy cálidos, casi me abraza, y dijo que estaríamos en contacto —«estamos en contacto», dijo— y yo había tomado café de máquina en la redacción de un periódico y eso era algo que en sí mismo tenía un contenido y, de hecho, cuando me vi veinte metros por encima de la carretera de Zaragoza, cruzando por el paso elevado que me llevaba a la marquesina, tuve la impresión de que había ocurrido algo —ALGO— y llegué muy tarde a casa y me resultó muy fácil, en realidad inevitable, imaginarme ya como un pequeño héroe de la prensa gratuita que vuelve a casa después de una jornada única y trepidante. Ahora la noche me pertenecía porque yo tenía los horarios cambiados de los chicos de la prensa y al día siguiente no tendría que madrugar, ya que las personas de vida interesante no madrugan. Lo más curioso es que al día siguiente sí que madrugué, y no había puesto el despertador. Me desperté sin ayuda de nadie y bajé a la calle sin desayunar y busqué una boca de metro y encontré un manojo de repartidores de periódicos gratuitos, cada uno con un peto de un color diferente. Estos repartidores de prensa gratuita —
ADN
,
Qué
,
20 minutos
y
Metro
, que todavía no habían cerrado— estaban todo el tiempo juntos, hablaban y se cambiaban cigarros en lugar de robarse lectores y ponerse zancadillas y cuando uno tenía ganas de hacer pis se metía en una cafetería y los otros le cuidaban los periódicos. Lo encontré muy poco heroico, me pareció mal. ¿Para qué nos esforzábamos, nosotros los de la redacción, en hacer un producto diferente si luego todos los repartidores eran lo mismo salvo en el color del peto? En los días siguientes me dediqué a leer
ADN
de manera obsesiva y fue una buena época sobre todo porque estaba convencido de que era el final de una época. No se me ocurría felicidad mayor que la de estar a punto de empezar alguna cosa interesante pero se daba el caso de que también tenía cosas poco o nada interesantes que hacer, por ejemplo corregir un manuscrito que ya no era de la editorial Planeta sino de aquella otra pequeña editorial de teatro. Me hubiera gustado mucho, por tanto, que me llamaran desde
ADN
para decirme que estaba contratado y así poder llamar a la editorial y decirles:

—No voy a poder entregarlo en fechas. Tengo demasiado trabajo.

Entretanto, leía el
ADN
una y otra vez y me familiarizaba con sus columnistas, a los que ya casi tuteaba, y hacía esfuerzos por entender las viñetas y las tiras cómicas, ¿dónde estaba el chiste? Lo que no entendía era por qué los redactores podían mear en el lavabo y hacer lo que quisieran con la ortografía pero no con el estilo. Tampoco entendía, dos semanas después, por qué aquel entrevistador, que se llamaba Julián, me había contado tantas cosas, por qué me había trasladado tantas enseñanzas acerca del oficio de editar periódicos y me había explicado los turnos de trabajo y luego no me llamaba para decirme si estaba contratado o no lo estaba, así que decidí llamarle yo y lo primero que hizo Julián fue disculparse por no haberme llamado, y luego explicarme que al final se había parado la contratación por falta de presupuesto y que el trabajo de tres personas ahora lo tendrían que hacer dos personas y que qué me parecía la cosa y yo le dije que me parecía muy mal y también le dije que lo sentía mucho, y luego hundí las narices en el manuscrito de un tratado de arte dramático donde un señor del siglo
XVIII
, recuerdo que era catalán, explicaba los siete estados de humor que un buen cómico ha de saber trasladar, con un gesto de la cara o un ademán de brazos, al público de una función de teatro.

7
Groenlandia, provincia de Dinamarca

Senegal, Laos, Nicaragua, Japón o el desierto de Atacama. La Ruta 66. Todo el mundo había estado en todas partes y viajar era una cosa muy fenomenal que le daba sentido a la existencia. La gente llegaba a todos estos sitios, abría los brazos, cogía aire y luego gritaba alocadamente por espacio de cinco o diez minutos y su sensación de libertad era inacabable. Después volvían a sus pisos minúsculos en el distrito Centro y en su vida abuhardillada de siempre descubrían un encanto nuevo y antiguo a la vez, la satisfacción circular de haber completado un ciclo.Yo también.Yo también viajé pero tardé mucho en hacerlo porque cuando tenía tiempo no tenía dinero y cuando al fin tuve dinero fue porque me lo había prestado mi amigo Elmar. Entonces viajé al extranjero, a un lugar lejano e interesante, y el extranjero me decepcionó. Al principio estuve con Elmar y no noté nada y lo único divertido era cuando nos sentábamos en un bar y bebíamos cerveza local y extranjera y hacíamos un chiste de cualquier cosa. ¿Y para esto habíamos ido tan lejos? Luego Elmar se fue a Alemania, porque tenía una boda, y yo me quedé solo en el extranjero y, entonces sí, se derramó sobre mi pecho la ola redonda y trascendente del viaje —allá voy, aquí estoy— pero también concurrieron pensamientos más abismales, casi sucesivos a los anteriores —¿qué hago aquí?, ¿para qué he venido?, ¿dónde estará Elmar?— que enseguida intenté olvidar, sin conseguirlo, y que luego no quise compartir con nadie y que verdaderamente pesaban sobre mi conciencia como un tanque en la solapa. Viajar, haber viajado, me parecía en conjunto una gran tontería, un capricho y acto mayúsculo de vanidad, una pérdida de tiempo
y un gasto absurdo de dinero. Ahí estaba todo el misterio, en el dinero. Yo había viajado por gusto y no por dinero y eso lo estropeaba todo. Al año siguiente yo ya no tenía dinero ni trabajo ni tampoco planes de viajar aunque esto último, claro, no me importaba gran cosa porque había comprendido que la única forma interesante y legítima de viajar era viajar por dinero y pasé a abrigar la aspiración, pequeña y ridícula, de que alguien me pagara por viajar y de este modo verme convertido en un verdadero héroe de novela y no en un turista existencial, y se dio el caso de que lo conseguí. Se cumplía el invierno (frío atemperado) y me contrataron para acompañar a un grupo de estudiantes norteamericanos en un viaje por España que empezaba en Madrid, en un hotel de Legazpi, y acababa en Barcelona. La razón última y primera de que me dieran ese trabajo fue que el acompañante titular se había torcido un tobillo y en la agencia necesitaban, con toda urgencia, una persona en quien confiar. Yo iba a ser, fui, algo así como un oficial de enlace entre la parte más oscura del sector turístico español —las tiendas de
souvenirs
, los hoteles de dos o tres estrellas y los restaurantes y tablaos, los guías locales— y los alegres viajeros. Me ocupaba de que nadie les timara más de la cuenta —todo el mundo quería su trozo del pastel— y además tenía que contarlos continuamente porque tenían —ellos mismos y también la agencia que me contrató— un miedo prehumano a perderse por el camino. Conocimos Toledo, Sevilla, la Alhambra y las afueras de Málaga y encontramos tiempo para cruzar el Estrecho y llegar hasta Marruecos, donde pasamos unas pocas horas y los estudiantes norteamericanos manosearon
alfombras y sorbieron té en un clima de orientalismo algo forzado. Luego nos metimos en un tren nocturno que nos llevó desde Málaga hasta la ciudad de Barcelona. Nada tenía mucho sentido y a menudo en el desempeño de mis funciones me veía aplastado por una formidable sensación de vacío —¿qué hacía yo guardando cola para ver una casa museo o acariciando el filo de una espada toledana cuando aún no había acabado ni terminado de empezar mi gran novela sobre La Vaguada?—, pero esta sensación se disipaba en cuanto me paraba a pensar que yo hacía aquello por dinero y que todo lo que me ocurría, en su pequeñez, tenía el aura de lo verdadero y llenaba mi vida de un contenido nuevo y real —la vida real de los pequeños héroes— y por tanto tenía sentido. Los americanos daban propina a todo el que se cruzase en su camino y lo hacían siempre por mediación mía, yo guiaba sus pasos hacia este o aquel restaurante y decidía en qué tiendas había que entrar. A la salida, unas manos amigas deslizaban sobres blancos en mi bolsillo. Lo cual era muy parecido a robar, pero así era como se hacían las cosas en ese mundo vivo y sucio de los viajes organizados. Así que en las tres semanas que pasé en ruta, nunca tuve la sensación de estar perdiendo el tiempo salvo en lo que toca a mi trabajo como novelista cosmos sobre La Vaguada y por las noches, cuando los viajeros a mi cargo se encerraban en las habitaciones del hotel, yo salía a solas por el centro de las ciudades y bebía y fumaba hasta que se me hinchaban los párpados y en ningún momento me avergonzaba de mí mismo. Volví a Madrid y en los días siguientes me di mucho pisto porque mi viaje, dentro de su miseria, había sido interesante y real pero nadie
pareció darse cuenta y a medida que pasaba el tiempo y el verano cristalizaba, la gente empezó a imaginar destinos extraordinarios y a desplegar mapas y libros sobre las mesas de las terrazas de la plaza del 2 de mayo y de la calle Argumosa y yo casi sentía lástima por ellos: el contacto que tendrían con la vida real en esos viajes sería una pura figuración. Ellos todavía pensaban que eran más interesante las terrazas de arroz de Vietnam o los mosquitos de la Amazonia colombiana que los tablaos flamencos de Barcelona o las tiendas de
souvenirs
de la Puerta del Sol. Viajar, entonces, tenía sentido si se hacía por dinero pero nunca me volvieron a llamar para acompañar a ningún grupo de extranjeros en ruta por España y lo que ocurrió fue lo contrario. Me llamaron de una agencia de viajes de aventura para saber si podía acompañar a un grupo de españoles en un viaje al extranjero, concretamente a la isla de Groenlandia. Fue por un favor que me hicieron. En aquella época, entre que hacía una cosa y no hacía nada, yo tenía mucho tiempo libre y la gente se daba cuenta y me pedía favores. Regaba las plantas, abría la puerta al calderero y una vez guardé cola para entregar una matrícula en una ventanilla de la UNED. Los favores eran una buena idea —me gustaba hacer favores— y me hacían sentir muy bien, incluso importante, pero tenían el problema de que guardaban relación directa con mi tiempo y con el uso que yo hacía de mi tiempo y a veces me llevaban a pensar que, en conjunto, lo que yo hacía era perder el tiempo. Pero a mí también me hacían favores: mis amigos me ayudaban en las mudanzas, me dejaban usar su teléfono móvil, me invitaban a comer en el restaurante Bogotá y a veces
me buscaban trabajo o por lo menos entrevistas de trabajo. Mi amigo Fran, que conocía a un cámara del programa
Al filo de lo imposible
, de Televisión Española, le dio mi teléfono a los de la agencia Itineralia y ellos me llamaron y comprendí que, si viajar por España a cambio de dinero tenía sentido y era digno de ser contado, hacerlo en el extranjero habría de ser un suceso mil veces extraordinario y naturalmente dije que sí.

—Bueno, pues tienes que venir mañana a la agencia y seguimos hablando.

Se ha dicho antes que todo el mundo había estado en todas partes y esto no es del todo cierto. Nadie había estado en Groenlandia, provincia de Dinamarca. Fueron unas horas magníficas, llenas de ensoñaciones. Hacer ese viaje me permitiría luego pavonearme por todo Madrid y por supuesto me ayudaría a conocer al género humano:

—Bueno, bueno, yo estuve una vez en Groenlandia ganándome un dinero... ¡Bueno!

¿Y cómo sería la gente en Groenlandia?, es decir, ¿cómo serían los españoles en Groenlandia? Sería todo muy interesante y yo lo miraría todo desde fuera, o desde arriba, desde una especie de supra-Groenlandia que luego a lo mejor metería en un libro, en una novela. La posibilidad de trabajar en un libro que no fuera mi gran novela sobre La Vaguada se me aparecía como un gran regalo, una especie de vacaciones. Luego volvería a ella con un montón de ideas nuevas y los problemas estructurales y las bifurcaciones —qué hacer, por dónde seguir, a quién arruinar— ya no serían un problema. Los libros de viajes no me interesaban en absoluto y nunca había sido capaz de terminar ninguno pero este libro mío sería diferente porque yo no sería un viajero ocioso y vacío sino una especie de mercenario y lo que iba a contar no iba a ser la descripción de un paisaje sino el relato de unos hechos, y hablaría mucho de dinero —el dinero era un tema interesante, las particularidades geográficas de Dinamarca no lo eran—, de trabajo y de personas, las personas de Groenlandia pero sobre todo los españoles en Groenlandia: ¿quiénes eran?, ¿por qué hacían eso?, ¿por qué no estaban en una casa rural de Asturias o en un apartamento en Gandía?, ¿qué era lo que esperaban de aquel viaje y, sobre todo, qué es lo que esperaban de la vida?Ya tenía un plan de trabajo. Al principio los ridiculizaría a todos y luego los comprendería, al final salvaría a todo el mundo: yo pensaba que eso era lo que tenía que hacer un novelista, salvar a todo el mundo y acabar el libro con una frase suave que no quisiera decir nada.

La agencia Itineralia estaba en una de esas calles del barrio de La Latina donde había muchos bares y restaurantes y muchas casas antiguas que ahora eran apartamentos y residencia de actores y actrices que empezaban pero antes habían sido la casa de un duque o de un obispo. Yo encontraba que este barrio de La Latina era un sitio aburrido y desagradable, hacía mucho calor en verano y mucho frío en invierno, pero a todos esos actores que estaban empezando les gustaba mucho y en los cuestionarios que les hacían en la
Guía del Ocio
decían que era el mejor barrio para vivir porque todos se conocían y era como un pequeño pueblo donde había señoras de toda la vida —parecía importantísimo que hubiera señoras de toda la vida— y muchos otros tipos de personas, y no solamente actrices y actores pero también actores y actrices y etcétera. A mí me gustaba el cine, el cine estaba bien y era importante y era real pero la vida de los actores no me interesaba nada y los actores mismos me resultaban antipáticos, sobre todo cuando en lugar de hacer cine hacían teatro y decían: el teatro esto, el teatro lo otro. De manera que el barrio de La Latina no era parte de la vida real y no me interesaba lo más mínimo y, sin embargo, ahora tenía que ir a La Latina para conseguir aquel trabajo memorable, interesante y real consistente en viajar a Groenlandia a cambio de dinero. Pasé toda la noche dándole vueltas a este asunto y me dormí sin saber si dentro de aquella paradoja había el presagio de algo grande y profundo o lo contrario y a la mañana siguiente seguía sin saberlo y el cielo resplandecía y en las calles de La Latina había muchos cubos de basura vacíos y con la tapa abierta.

—Este viaje a Groenlandia es una gran oportunidad. Nosotros somos especialistas en frío, a Gabriel le faltan dos dedos del pie derecho.

Gabriel era el dueño de la agencia y no era un don nadie, había salido muchas veces en el programa
Al filo de lo imposible
, con Sebastián Álvaro, y firmaba reportajes en la edición europea de la revista
National Geographic
. Todo esto me lo explicó Rafa, que fue quien me atendió. Rafa tenía la nariz larga y afilada, envidiable, el pelo liso y las orejas abiertas y la piel muy castigada, imaginé que esto último era por efecto del frío y me pareció un buen principio. Rafa me explicó luego las condiciones de vida en Groenlandia, duras y heroicas, las noches blancas heladoras y las mañanas ardientes, y lo mucho que la agencia esperaba de mí —la templanza del guía— y, sólo en último término, el poquísimo dinero que iba a tener que pagar por hacer aquel trabajo.

Me hubiera gustado decirle a Rafa que la etapa de pagar por viajar se había terminado para mí y que Rafa hubiera arrugado la frente, de por sí arrugada, y me hubiera dicho que tenía entendido que a mí me gustaba viajar, a lo que yo habría respondido que lo que verdaderamente me gustaba era el dinero, y que en ese momento no tenía mucho, y que por eso quería trabajar, y luego haberme levantado y haberle estrechado la mano y decirle:

—Creo que ha habido un malentendido.

Me hubiera gustado, sobre todo, para luego contárselo a los demás y contármelo a mí mismo muchas veces pero no fue eso lo que dije y no fue eso lo que ocurrió, o al menos las cosas no ocurrieron en ese orden. En realidad, Rafa se levantó antes que yo y fue Rafa quien me estrechó la mano a mí y las palabras exactas con que nos despedimos fueron por de pronto insuficientes, porque yo hubiera dicho cuatrocientos, trescientos euros, ningún euro, un euro, y eso hubiera sido suficiente para mí —hubiera hecho ese viaje si me hubieran pagado al menos un euro— pero me pareció que aquel Rafa no estaba dispuesto a negociar y que verdaderamente creía en lo suyo —viajar era siempre una aventura, quinientos euros era muy poco dinero— y me fui. Ya no había cubos de basura en la calle, caminaba sin rumbo fijo y la isla de Groenlandia se alejaba y se alejaba —el que se alejaba era yo, primero por la calle Segovia y luego por la calle de la Bolsa— y enseguida quedaría reducida a un punto diminuto en el mapa de las cosas que no me habían pasado ni me iban a pasar pero entonces, al principio, cuando ni siquiera había llegado a la plaza de Jacinto Benavente, a mí me pareció muchísimo, un suceso extraordinario, porque era la primera vez que rechazaba un trabajo, aunque fuera un trabajo tan caro, y eso me dio la sensación de ser el dueño de mi propio destino y otro montón de disparates más que se me fueron de la cabeza en el momento exacto en que, bajo mis pies, se desplegaba la Puerta del Sol, llena de obras sin acabar y de gente que no hacía nada, y yo comprendía que había estado a punto de ser víctima de una pequeña estafa —trabajar y pagar por ello— y eso era todo.

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