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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (33 page)

Pendergast oyó otro zumbido en el horizonte, y vio una segunda avioneta llegando para reconocer la otra mitad de los maizales.

En el piso de abajo, el ruido metálico de un cazo precedió en muy poco al aroma del café en la cafetera. Winifred Kraus también debía de estar preparándole el té, de la manera minuciosa que le había enseñado. No era fácil conseguir una taza satisfactoria de King's Mountain Oolong, con la temperatura exacta tanto del agua como de la tetera, y sabiendo la cantidad correcta de hojas y el tiempo necesario de infusión. Lo más importante era la calidad del agua. Pendergast había leído a su anfitriona una larga cita del quinto capítulo del
Cb'a Ching
de Lu Yu, la biblia del té, en que el poeta analiza los respectivos méritos del agua de montaña, de río y de manantial, así como las sucesivas etapas del hervor. Winifred había mostrado gran interés. Además, para sorpresa del agente, el agua del grifo de Medicine Creek había resultado ser fresca, pura y francamente deliciosa, con un equilibrio perfecto de minerales e iones. Gracias a ella había podido beber una taza de té casi perfecta.

Mientras reflexionaba sobre ello, vio ir y venir a las dos avionetas, hasta que una de ellas empezó a dar vueltas.

Como los buitres pocos días atrás.

Sacó el teléfono móvil de su chaqueta, pensativo, y marcó un número. Le contestó una voz adormecida.

–¿Señorita Swanson? Si tiene la amabilidad de pasar en diez minutos, la estaré esperando. Parece que hemos encontrado el cadáver del doctor Chauncy.

Cerró el teléfono y dio la espalda a la ventana.

Tenía el tiempo justo para el té.

Cuarenta y uno

Corrie procuraba no mirar, pero en el fondo era peor. Por desgracia, cada vez que se fijaba lo encontraba más horrible.

El escenario era sencillo: un claro en el maíz, con el cadáver y la parafernalia dispuestos con cuidado. Alrededor del muerto, la tierra estaba alisada y compactada a conciencia. Habían dibujado una rueda de muchos radios en torno al cadáver. Las ráfagas de aire sacudían el maíz, y levantaban una polvareda que a Corrie se le metía en los ojos. El cielo se estaba encapotando amenazadoramente.

Chauncy estaba boca arriba en el centro de la rueda, desnudo, con los brazos pulcramente cruzados en el pecho y las piernas en perfecta posición. Tenía los ojos muy abiertos y vidriosos, dirigidos hacia puntos diferentes del cielo. El color de su piel era como de plátano podrido. Desde el pecho a la base de la barriga corría una incisión irregular, cosida toscamente con cordel, bajo la que se apreciaba la protuberancia obscena del estómago. Parecía relleno de algo.

¿Qué representaba la enorme rueda? Corrie no podía apartar la vista del cadáver. ¿Eran imaginaciones suyas, o había algo moviéndose dentro de la barriga cosida, algo que formaba ligeros bultos en la piel? Chauncy tenía algo vivo dentro.

Hazen, el primero en llegar, estaba inclinado sobre el cadáver junto con el forense (que había llegado en helicóptero). El sheriff había recibido a Corrie con una sonrisa, y a Pendergast con un efusivo saludo. ¡Qué raro! De repente parecía muy seguro de sí mismo. Corrie lo observó de reojo y le vio hablar tranquilamente con el forense y los del departamento de pruebas, que buscaban pistas por la tierra. Había, como siempre, huellas de pies descalzos, pero Hazen se limitó a sonreír cuando se lo comentaron. Uno de los del departamento de pruebas se agachó e hizo un molde de plástico de una de ellas.

En cuanto a Pendergast, su actitud era ausente. No solo había estado muy poco locuaz con Corrie, sino que, a juzgar por su manera de mirar los túmulos, pensaba en otra cosa. Al final, la mirada insistente de Corrie hizo que saliera de su ensimismamiento y se acercara.

–Venga, venga –dijo el sheriff, campechano–. Si le interesa mire, agente Pendergast. Tú también, Corrie.

Pendergast se aproximó, seguido por su ayudante.

–El forense está a punto de abrir.

–Yo aconsejaría dejarlo para el laboratorio.

–Tonterías.

El fotógrafo hizo unas cuantas fotos, deslumbrando con el flash (aún amanecía), y se apartó.

–Adelante –dijo Hazen al forense.

El forense sacó unas tijeras y se centró en un punto debajo del cordel. Clic. La barriga se abultó, y el cordel empezó a ceder a causa de la presión.

–Si no tiene cuidado –le avisó Pendergast–, una parte de las pruebas podrían… esto… huir.

–Lo que haya dentro –dijo el sheriff, tan campante– no tiene importancia.

–Yo diría que tiene mucha.

–Pues dígalo, dígalo –contestó el sheriff, con un buen humor que añadía insolencia a sus palabras–. Corte la otra punta.

Clic.

De golpe se abrió toda la barriga, y salió una serie de cosas que se desperdigaron por el suelo. Olía fatal. Corrie se apartó con la mano en la boca, y tardó un poco en reconocer lo que había caído por el polvo en una nube de vapor: una heterogénea colección de hojas, ramas, babosas, salamandras, ranas, ratones y piedras. Entre las visceras había una anilla viscosa que parecía un collar de perro. Una serpiente herida, pero todavía con vida, salió reptando de la masa y se deslizó trabajosamente por la hierba.

–Qué hijo de puta –dijo Hazen, que había retrocedido con cara de asco.

–Sheriff…

–¿Qué?

–Ya tiene la cola.

Pendergast señaló algo que sobresalía de la masa.

–¿Qué dice? ¿Qué cola?

–La que le arrancaron al perro.

–¡Ah! Descuide, que nos la llevaremos y la analizaremos.

Hazen se había recuperado deprisa. Corrie lo sorprendió guiñando un ojo al forense.

–Y el collar.

–Sí –dijo el sheriff.

–Me permito aventurar –añadió Pendergast– que el abdomen fue seccionado con la misma herramienta tosca que se usó en las amputaciones de Sheila Swegg, el corte de la cola del perro y el desprendimiento del cuero cabelludo de Gasparilla.

–Claro, claro –dijo el sheriff sin escuchar.

–Y, si no me equivoco –dijo Pendergast–, tenemos ante nosotros el utensilio en cuestión.

Señaló algo en el suelo. El sheriff lo miró, frunció el entrecejo e hizo señas al hombre del departamento de pruebas, que lo fotografió in situ, cogió los dos trozos con las pinzas de goma y los guardó en sendas bolsas. Era un cuchillo indio de sílex atado con cuerdas a un mango de madera.

–Visto desde aquí, yo diría que es un cuchillo protohistórico de los cheyenes del sur, con empuñadura de madera de sauce atada con tiras de cuero; y añadiría que, además de ser auténtico, estaba en perfectas condiciones antes de romperse por culpa de un torpe manejo. Un hallazgo de especial importancia.

Hazen sonrió burlón.

–Sí, muy importante. Como parte del atrezo de este jodido montaje

–¿Cómo dice?

Oyeron ruido detrás. Corrie se volvió. Eran dos policías de lustrosas botas saliendo del maíz, uno de ellos con un fax. El sheriff les sonrió efusivamente.

–¡Ah, lo que estaba esperando!

Tendió la mano, cogió el fax y, al leerlo por encima, se le ensanchó la sonrisa. A continuación se lo dio a Pendergast.

–Es una orden de cese de actividades recién llegada de la delegación del Medio Oeste del FBI. Queda usted fuera del caso, Pendergast.

–¡Vaya! –Pendergast leyó el documento atentamente y levantó la cabeza–. ¿Puedo quedármelo, sheriff?

–No faltaría más –dijo Hazen–. Se lo queda, lo enmarca y lo cuelga en la sala de estar. –De pronto su voz ya no era tan afable–. Bueno, señor Pendergast; con todo respeto, aquí se ha cometido un crimen, y no está permitida la presencia de nadie sin autorización. –Sus ojos rojos miraron a Corrie–. Lo cual les incluye a usted y a su ayudante.

Corrie le sostuvo su mirada.

Pendergast dobló cuidadosamente el fax, se lo guardó en la chaqueta y miró a Corrie.

–¿Vamos?

Ella se indignó.

–Pero agente Pendergast –empezó a decir–, no pensará dejar que se salga con la suya…

–No es el momento, Corrie –dijo él con suavidad.

–¡Es que no puede…!

Pendergast la cogió por el brazo y se la llevó, amable pero enérgicamente. Antes de que Corrie tuviera tiempo de reaccionar, ya estaban fuera del maizal, al lado del Gremlin, en la estrecha carretera de servicio sin asfaltar. Se puso al volante sin decir nada y arrancó, mientras Pendergast ocupaba el asiento de al lado. Casi ciega de rabia, condujo entre los coches oficiales, muy juntos. Pendergast había dejado que el sheriff lo pisoteara, y la insultara a ella sin ninguna resistencia. Tuvo ganas de llorar.

–Reconozco una cosa, señorita Swanson: que en Medicine Creek el agua del grifo es excelente. Ya sabe que siempre bebo té verde, y me parece que nunca había encontrado agua tan buena para preparar la taza perfecta.

La había dejado sin respuesta posible. Corrie se limitó a frenar en la entrada de la carretera, y mirarlo fijamente.

–¿Adonde vamos?

–Primero me deja en casa de la señorita Kraus, y después le aconsejo que vuelva a su caravana y lo cierre todo bien. Tengo entendido que se avecina una tormenta de polvo.

Corrie bufó.

–No será la primera que vea.

–De esta magnitud, sí. Las tormentas de arena pueden ser un fenómeno meteorológico de una violencia inusitada. En Asia Central son tan fuertes que los nativos han puesto nombre a los vientos que las traen. Incluso aquí, durante la sequía de los años treinta, las llamaban «tormentas negras». Se sabe de casos de gente que se había quedado fuera y murió ahogada.

Corrie aceleró por el asfalto con un chirrido de neumáticos. Todo empezaba a parecer irreal. Pendergast recién humillado, forzado sin contemplaciones a abandonar el caso que había venido a investigar expresamente desde Nueva York… ¿y lo único que sabía hacer era hablar de té y del tiempo?

Pasaron los minutos, hasta que Corrie explotó. Era más fuerte que ella.

–¡Mire –le espetó indignada–, me parece mentira que se haya dejado tratar así por el mierda del sheriff!

–¿Tratar cómo?

–¿Qué? ¡Pues así, echándolo!

Pendergast sonrió.


Nisiparet, imperat.
«Si no obedece, manda.»

–¿Qué quiere decir? ¿Que no obedecerá la orden?

–Señorita Swanson, no tengo la costumbre de exponer mis intenciones a nadie, ni siquiera a una ayudante de confianza.

Corrie se ruborizó a pesar de la rabia.

–¿O sea, que pasaremos de él? ¿Seguiremos investigando? ¿Mandaremos a la mierda a ese enanito cabrón?

–Lo que haga ese «enanito cabrón», por usar su pintoresca expresión, ya no puede ser de su incumbencia. Lo importante es que no puedo permitir que se resista al sheriff por mi culpa. Ah, ya hemos llegado. Haga el favor de dejarme en los garajes de detrás de la casa.

Corrie rodeó la mansión de los Kraus. Al otro lado había una hilera de garajes de madera en precario estado. Pendergast se acercó al que tenía una cadena y un candado nuevos, y abrió las puertas. Dentro, Corrie vio el brillo de un coche de grandes dimensiones. Pendergast entró en la oscuridad, y poco después Corrie oyó el ruido de un motor en marcha. El coche salió lentamente del garaje. Corrie quedó alucinada por la aparición de un paradigma de brillo y elegancia en el polvo gris de Medicine Creek. Nunca había visto un coche así, a menos que fuera en el cine. El coche paró, y Pendergast bajó de él.

–¿De dónde sale?

–Como siempre he sabido que existía la posibilidad de quedarme sin sus servicios, hice que me trajeran mi coche.

–Pero ¿esto es suyo? ¿Qué es?

–Un Rolls-Royce Silver Wraith del 59.

Solo entonces captó Corrie todo el significado de las anteriores palabras del agente.

–¿Cómo que quedarse sin mis servicios?

Pendergast le tendió un sobre.

–Dentro está la paga hasta el final de la semana.

–¿Para qué? ¿No sigo siendo su ayudante?

–No, después de la orden ya no. De eso yo no puedo protegerla, y no puedo pedirle que se ponga legalmente en falso. A partir de este momento, por desgracia, queda despedida. Le aconsejo que vuelva a casa y siga con su vida normal.

–¿Qué vida normal? Mi vida normal es una mierda. ¡Algo tengo que poder hacer!

Sintió un arrebato de rabia y de impotencia. Ahora que por fin le interesaba (y hasta la fascinaba) el caso, ahora que por fin tenía la sensación de haber conocido a alguien que le merecía respeto y confianza, ahora que por fin tenía una razón para levantarse de la cama, Pendergast la despedía. A pesar de sus esfuerzos, sintió que se le escapaba una lágrima, y se la secó con rabia.

Pendergast hizo una reverencia.

–Podría prestarme una última ayuda satisfaciendo mi curiosidad sobre la fuente de la estupenda agua de Medicine Creek.

Corrie lo miró con incredulidad. Decididamente, no tenía remedio.

–Sale de unos pozos que supuestamente aprovechan un río subterráneo –dijo, tratando de adoptar la máxima frialdad.

–Un río subterráneo –repitió él con la mirada ausente, como si una súbita revelación le hubiera hecho mirar dentro de sí.

Sonrió, se inclinó, cogió la mano de Corrie, se la acercó a los labios y, a continuación, subió a su coche y se marchó, dejando a Corrie en el aparcamiento junto a su coche, en medio del polvo, consumida por una mezcla de rabia, estupefacción y pena.

Cuarenta y dos

El coche patrulla pasaba entre hileras de maíz como una exhalación, devorando la carretera a ciento ochenta por hora sin la menor dificultad. Hazen pensó que aunque no funcionara el aire acondicionado, y aunque el tapizado estuviera para el arrastre, debajo del capó el Mustang 5.0 seguía teniendo lo que había que tener. El pesado chasis se balanceaba. Al mirar por el retrovisor, vio que las dos hileras de maíz se agitaban a su paso.

Estaba más feliz que en toda la última semana. Ya se había deshecho de Pendergast, tenía el caso por las riendas y cada vez lo dominaba más. Miró de reojo a Chester Raskovich, su pasajero. El baranda de seguridad parecía un poco acojonado, y le habían brotado gotas de sudor en la sien. Por lo visto no acababa de gustarle la velocidad del coche patrulla. Hazen habría preferido estar con Tad, no con aquel machaca de la universidad. A Tad le habría servido de experiencia el inminente tú a tú. Por enésima vez, lamentó que su hijo, Brad, no le hubiera salido como su ayudante, respetuoso, ambicioso y menos listillo. Suspiró. No era momento para soñar. Lo importante era seguir camelándose a Raskovich, y por extensión al doctor Fisk. Si jugaba bien sus cartas, tenía garantizado el campo experimental para Medicine Creek.

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