Authors: Arno Strobel
El patio trasero consistía en una superficie cuadrada cubierta de cemento, de unos diez o doce metros por cada lado, que en su lado izquierdo estaba acotada por un seto de aproximadamente dos metros de altura y en el derecho por una malla metálica fijada sobre un muro de piedra, parcialmente desprendidas, que les llegaba a la altura del pecho.
Fue justo enfrente donde vio Sibylle ese «pequeño muro» al que se había referido Rössler. Contaba con algunos centímetros menos que el muro de la malla metálica.
—Dese prisa —insistió él, y Sibylle notó de nuevo la suave presión de su mano en la espalda.
Cruzaron el patio con pasos rápidos. Sibylle corrió los últimos metros, tomó impulso, apoyó las manos en el muro y saltó. Dejó descansar muy brevemente el peso de su cuerpo en sus brazos tensos y extendidos y, casi sin darse cuenta, se encontró ya sentada sobre el muro. Mientras pasaba sus piernas por encima, se sorprendió por la facilidad con que había logrado realizar aquello.
Pocos segundos después aterrizó en el suelo de la propiedad anexa. Rössler apareció a su lado también de un salto y le dirigió una mirada inquieta.
—Vamos, fuera de aquí.
Tuvieron suerte. El lugar en el que se encontraban no formaba parte de ningún jardín privado, sino que daba la impresión de haber pertenecido algún tiempo atrás a la terraza de alguna cervecería. Distinguió una asfaltada zona circular y algunas mesas dispersas por el lugar. A la izquierda se amontonaban, apoyadas en un alto y sucio muro, varias cajas vacías de refrescos, grandes y torcidas sombrillas en las que se leía el rótulo de publicidad propio de los locales de restauración, casi ilegibles las letras de imprenta, y también alguna que otra silla de plástico rota.
A la derecha, un estrecho sendero permitía abandonar la propiedad.
Echaron a correr de nuevo y se encontraron poco después en la parte frontal de lo que al parecer había sido la taberna «Zum Stadteck».
Sibylle revisó cuidadosamente los alrededores. La larga hilera de vehículos aparcados a ambos lados de la calle invadía parcialmente la acera. En el lado opuesto, a unos cien metros a su izquierda, vio a un hombre. Miraba fijamente al suelo y parecía estar aguardando a alguien.
En el mismo instante en el que su cerebro la informó de que debía resultarle familiar aquella persona recordó también quién era. E incluso el nombre llegó como por arte de magia a su memoria: Wittschorek. El comisario que no había intervenido para impedir su encierro y que quedó atrapado en aquel sótano junto a su compañero y al conserje del hospital cuando ella cerró la puerta en su apresurada huida. Su corazón, que en los últimos minutos había comenzado a latir apresuradamente, aceleró su ritmo aún más.
—¡tenemos que marcharnos de aquí ahora mismo! —logró articular con cierto esfuerzo y señaló a su derecha—. ¡Ahí! Uno de los policías que me detuvo ayer.
Mientras hablaba, no perdía de vista a Wittschorek.
—¿La detuvo la policía? —preguntó Rössler, visiblemente sorprendido—. ¿Y cuándo...?
—¡Ahora no! —interrumpió ella—. Salgamos de aquí primero.
Arrancó su mirada de Wittschorek, que, al parecer, no experimentaba la necesidad de observar su entorno, y echó a correr sin volver la vista atrás, dejando allí a Rössler.
Pocos segundos después oyó acercarse unos pasos rápidos y le tuvo a su lado.
—Mi coche se encuentra en dirección opuesta, pero puedo ir más tarde a recogerlo. Alquilé una habitación en un hotel del centro después de que esos salvajes me asaltaran esta mañana en mi casa. Creo que usted también estaría más segura ahí por el momento.
Sibylle recordó a Rosie y se preguntó si su amiga aún la esperaría sentada en el coche delante del edificio en el que vivía Elke.
¿Habrá descubierto ya que ocurre algo raro y se ha marchado? ¿O quizá sabía de antemano qué iba a suceder porque ha sido ella precisamente quien ha llamado a la policía?
—Comprendo perfectamente cómo debe sentirse ahora —interrumpió Rössler sus pensamientos.
—Lo dudo —le contradijo Sibylle—. Yo misma ignoro cómo he de sentirme. ¿Podría comprobar, por favor, si el comisario sigue en su puesto al otro lado de la calle? No quiero arriesgarme a que me reconozca.
Rössler se dio la vuelta, aunque continuó caminando un par de pasos más, buscó atentamente un momento y, al fin, se detuvo.
—Ya no está.
Sibylle se detuvo igualmente y se volvió a mirar. Ciertamente, no se veía a Wittschorek por ninguna parte. Escrutó rápidamente ambos lados de la calle, pero el comisario no estaba por allí, no les había seguido.
—Parece que hemos tenido suerte —opinó Rössler, aunque Sibylle dudaba de que fuese la suerte la causante de que Wittschorek no les hubiera descubierto.
—Sí, eso parece —comentó, y se giró de nuevo. No quería mencionar ante Rössler sus sospechas, aún no.
Al cabo de unos metros se desviaron hacia la derecha, adentrándose en una estrecha calle lateral. Desde allí no les llevó demasiado tiempo llegar hasta el pequeño cruce situado delante de Marktplatz, la plaza del mercado. La calle que servía de prolongación de la plaza era aprovechada por el viejo puente de piedra para cruzar el Danubio y permitir el acceso a la parte antigua de Ratisbona, el centro de la ciudad.
Sibylle se detuvo y miró hacia atrás por enésima vez. Ni rastro de la policía. Volvió a dirigir su mirada al frente, examinando con atención las coloridas fachadas de aquellas casas que tan bien conocía de diversas visitas realizadas a aquel mismo mercado, pero, a pesar de ello... Otra vez aquella extraña sensación. Como si estuviese accediendo a su entorno a través de la visera de una especie de casco protector, hermético, o como si llevase un traje aislante. Los hombres y mujeres que cruzaban aquella plaza, algunos con aspecto ocupado y a toda prisa, otros disfrutando de una animada charla, o incluso aquellos que se hallaban sentados delante de uno de los bares o en la pizzería que había justo enfrente, todas esas personas pertenecían a ese mundo. Es decir, conformaban ese mundo. Sibylle, en cambio, no era más que una observadora ajena a todo, y quedaba claramente excluida.
De nuevo fue Rössler quien impidió que se sumergiera por completo en aquellos extraños pensamientos.
—Tenemos que marcharnos... Y, por cierto, acabo de darme cuenta de que ignoro su nombre.
Ella le miró, observando sus mejillas cubiertas de esa barba incipiente producto de la ausencia de uno o tal vez dos días de afeitado, y decidió confiar en él. Un poco más al menos.
¿Qué otra opción tengo?
—Sibylle Aurich.
Rössler asintió, pareciendo sorprenderse de que ella estuviera dispuesta a confiarle en esta ocasión su nombre al completo.
Cruzaron la plaza empedrada hasta alcanzar el puente. Un grupo de unos diez hombres y mujeres, algunos de ellos con sus cámaras fotográficas al cuello, se aproximaron sonrientes, aunque sin reparar en ellos.
Ninguno de los dos habló hasta que hubieron alcanzado Bruckmandl, esa estatua de piedra que representaba a un hombrecillo sentado sobre la terminación en forma de tejado del pedestal que se encontraba justo en el centro del puente. Cubriéndose los ojos con una mano para protegerse del sol, vigilaba desde aquella posición privilegiada el casco antiguo de Ratisbona.
—¿Querrá contarme todo lo que le ha ocurrido desde ayer, señora Aurich? —quiso saber Rössler.
—Sí, claro, pero en primer lugar quiero que me cuente usted. Me ha seguido porque parece pensar que puede ayudarme a encontrar a mi hijo. Y, tal como están las cosas, probablemente sea usted la única persona que pueda ayudarme.
—Bueno, yo no dije exactamente eso.
—¿Qué? —Sibylle se detuvo de repente y sintió crecer la ira en su interior—. ¿No me estuvo usted acechando delante de casa de Rosie para explicarme después que querría ayudarme? ¿Y de nuevo lo mismo hace sólo unos minutos? ¿Y ahora pretende decirme que no, que no ha dicho nada de eso? ¿Sabe una cosa, Christian Rössler? Ya estoy harta, de verdad, de que aquí todo el mundo crea que puede tratarme como le venga en gana.
Una pareja de edad madura se había parado a pocos metros de ambos y les observaba. Sibylle se apercibió de ello, pero le resultaba indiferente en aquellos momentos. También Rössler fue consciente de que Sibylle comenzaba a llamar la atención de quienes les rodeaban.
—No, por favor, señora Aurich... Sibylle —la intentó tranquilizar en voz baja, acercándose a ella unos pasos—. Tranquilícese. No quisiera alterarla. Por supuesto que deseo ayudarla.
—Ahora de repente otra vez sí. ¿Qué es lo que no me había dicho entonces?
Rössler habló en voz tan baja que sólo ella pudo oír sus palabras.
—No dije en ningún momento que pudiera ayudarla a encontrar a su hijo, yo...
—Estupendo —interrumpió ella bruscamente—. ¿Y qué hago yo aquí entonces? Bueno, ya sé qué debo hacer. Volveré para encontrarme con ese comisario. Su compañero me detendrá, pero, ¿qué importa eso? Es decir, sí que importa, porque ese comisario... comisario cómo-se-llame, es la única persona, además de Rosie, que realmente me ha ayudado hasta el momento. Tengo que averiguar, y ya, qué ocurre con mi hijo. Y si no existe otro modo, recurriré a la policía, aunque ello signifique que me detengan. —Le miró firmemente a los ojos— . Si no me ha estado engañando, ya ha podido comprobar usted de qué son capaces esas personas con lo que le ha sucedido a su hermana. Comprenderá pues, usted mejor que nadie, cuánto temo por mi hijo.
—Por favor... escúcheme, esto es importante.
Ella hizo un gesto de desesperación y volvió a desandar sus pasos, tomando la dirección por la que habían venido. Rössler corrió tras ella.
—Le juro que sí puedo facilitarle alguna información.
Sibylle se detuvo una vez más. Él se encontraba de pie a su lado, la súplica brillando en su mirada.
—Por favor, acompáñeme.
—Está bien. ¿Qué, exactamente, es lo que sabe usted? No doy ni un solo paso más hasta que no me diga qué es lo que sabe acerca de Lukas.
De repente, la expresión de su rostro se transformó violentamente. Toda impotencia, todo ruego y toda súplica se esfumó. Rössler se aproximó aún más y comenzó hablarle con dureza.
—Le diré todo lo que sé, pero en cuanto nos encontremos a salvo en el hotel. Si no está usted de acuerdo y prefiere que la detenga la policía, adelante, váyase. Puede estar segura de que no me volverá a ver jamás. No me apetece en absoluto que ponga a la policía tras mi pista, ya que entonces probablemente pueda dar a mi hermana por perdida para siempre. Así que usted decide: o me acompaña, o se marcha.
Dichas estas palabras, la dejó atrás y se volvió a encaminar hacia el centro de la ciudad. Sibylle sintió deseos de gritar. ¿De ira? ¿De desesperación? Si hubiese sido hombre, hubiese atacado a Rössler en aquel mismo momento hasta sacarle la información acerca de su hijo a golpes. Pero era una mujer. Y una mujer, además, que en aquellos momentos no contaba con absolutamente nadie a quien pudiera acudir en busca de ayuda. Se sentía impotente y sin fuerzas.
Corrió, pues, tras Rössler, alcanzándolo a los pocos metros. Caminó a su lado sin decir nada, esforzándose todo el rato por controlar el sollozo que pugnaba por escapar de su garganta.
Cuando cruzaron el puente, pasaron primero por Salzstadel, cruzando la concurrida calle para sumergirse en el centro, la parte vieja de Ratisbona, junto a turistas y lugareños. Sibylle contempló el fresco monumental que adornaba la casa de Goliat, un edificio imponente coronado con almenas en su parte superior. David, con la onda en la mano, se disponía atacar al gigante. Una joven posaba sonriente ante el edificio mientras su acompañante la inmortalizaba en una instantánea. Tras fotografiarla, él la abrazó y le dijo algo que les hizo reír a ambos. Aquel desenfado, su evidente ausencia completa de preocupaciones, le causó a Sibylle un dolor casi físico. ¿Cuánto tiempo hacía desde que ella había podido comportarse con idéntica desenvoltura?
Se apartó de la escena.
—¿Cuánto falta?
—No está lejos —dijo Rössler, señalando a su derecha. Su voz volvía a poseer aquel tono despreocupado y agradable que conocía en él.
—Hemos de alcanzar Haidplatz, y a partir de ahí sólo serán unos pocos minutos.
Hacia Haidplatz. Por supuesto, Sibylle conocía Haidplatz. Debía de encontrarse cerca de allí, también lo sabía, pero en aquellos instantes no tenía ni la más mínima sospecha de qué camino seguir para alcanzar la plaza.
¿Cómo es eso posible? Ratisbona es mi ciudad, es mi hogar.
Recordó las palabras del falso Doctor Muhlhaus.
El golpe en la cabeza. Todo ese tiempo que ha estado usted en coma... Es posible que se sienta desconcertada con frecuencia.
El policía de paisano se mantuvo inclinado algún tiempo sobre el coche rojo, asomándose a la ventanilla lateral del lado del acompañante, mientras hablaba con la mujer sentada tras el volante.
Hans se preguntó de qué hablarían.
Poco tiempo después finalizó aquella conversación. El motor del coche arrancó y la mujer se alejó de allí. Hans comprobó que había girado hacia la misma calle lateral por la que poco antes había desaparecido el otro policía.
Durante un tiempo no sucedió absolutamente nada. Los policías de uniforme se habían apostado a ambos lados de la puerta de entrada del edificio. Estaban ocupados en lo mismo que Hans: esperar.
En algún momento, el policía de paisano sacó su móvil del pequeño bolsito sujeto a su cinturón y lo sostuvo cerca de su oreja unos segundos.
Cuando volvió a guardar el móvil llamó por señas a sus compañeros y les habló unos instantes. Tras eso, sólo uno de ellos retornó a su antiguo puesto de vigilancia al lado de la puerta, los demás se repartieron entre los diversos coches patrulla para marcharse de allí.
Hans cogió a su vez su teléfono móvil y marcó un número de la memoria. Era el momento de volver a contactar con el Doctor.
—¿Sí?
Hans explicó lo que había visto y el Doctor le ordenó esperar allí hasta que recibiera nuevas órdenes.
—Tengo la impresión —añadió después— de que muy pronto sabremos cuándo llegará tu momento de actuar. Si todo sigue bien, aún se demorará un poco. Si no es así, es posible que pronto tengas que traerme a nuestra amiga Jane Doe. Y ya sabes que aquí te espera otra misión.
—Sí, Doctor, lo sé.