Pasillo oculto (6 page)

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Authors: Arno Strobel

En algún momento posterior le cegó una luz: sus compañeros le habían encontrado.

Pasó mucho tiempo en hospitales. Incluso después de que se hubiesen curado sus heridas y soldado sus huesos. Mantenía largas conversaciones con los médicos y se veía obligado a responder siempre a idénticas y extrañas preguntas.

Y en algún otro momento, le dejaron volver.

Pero habían cambiado, todos ellos. Su capitán le informó de que para él se habían terminado las guerras. Le esperaban obligaciones distintas, sentado tras un escritorio. ¿Y los compañeros? No habían sentido interés por escucharle. Cada vez que había intentado compartir con ellos su revelación, se alejaban de él, le evitaban como si pudiese contagiarles alguna enfermedad. Había sido capaz de disimular las cicatrices de su brazo, pero no las que se ocultaban en su interior.

Tras años de humillaciones, había decidido finalmente abandonar la ciudad de Nimes y a sus compañeros del Segundo Regimiento Extranjero de Infantería sin tener ni la más mínima idea de cómo plantearse su vida futura.

Según el código de honor de la legión extranjera, se le consideraría de por vida miembro de aquella gran familia, y, ciertamente, la legión le pagaba una pequeña pensión, ya que había prestado servicio durante más de 18 años, pero, ¿de qué le servía todo aquello? Cuando volvió a Alemania notó que la vida diaria le resultaba difícil, porque no contaba con nadie que le ordenara lo que debía hacer. Y vio que la mayoría de las personas carecían tanto de honor como de respeto.

Después de una pelea de bar en la que les había propinado una paliza a tres individuos blandengues, y de haber chocado con la justicia germana, se encontró con el Doctor. Aquel hombre apareció en la puerta de su modesto, pero meticulosamente ordenado, piso en las afueras de Múnich poco antes del juicio por agresión que le aguardaba. Le ofreció un trabajo y le preguntó si estaba interesado. El Doctor poseía autoridad, Hans lo había advertido con sólo mirarle a los ojos, y se sintió feliz de encontrarse ante un hombre así. Estuvo a punto de saltar y cuadrarse ante él con el grito de
Oui, mon capitaine.

El Doctor había declarado en su favor en el juicio y explicado a la jueza que le tenía empleado como guardia de seguridad. Las obligaciones que se ocultaban tras aquella denominación consistían en el cumplimiento incondicional de misiones que sólo el Doctor en persona podía asignarle.

Hans se irguió. Se había abierto la puerta, Jane abandonaba la casa acompañada de los dos policías.

Uno de ellos la sujetaba del brazo, guiándola hasta su vehículo. Jane parecía asustada y un poco aturdida. Hans se pasó la mano primero por el rostro y después por el pelo rubio cortado a cepillo, el corte que llevaba desde que había desechado su gorra.

Cuando los demás desaparecieron de su vista, esperó un poco antes de poner en marcha el motor con intención de seguirles.

Capítulo 7

Sibylle se encontraba en la parte trasera del automóvil que conducía el comisario Wittschorek, mirando por la ventanilla. No se había opuesto cuando los dos policías le habían sugerido que debía acompañarles. Tal vez fuera lo mejor, la única manera de que se arrojase algo de luz sobre aquella terrible historia que estaba viviendo. Johannes se había quedado en casa, no deseaba estar a su lado. Cuando abandonó su hogar acompañada por los dos policías, había advertido claramente el profundo odio que impregnaba la mirada de su marido, aunque en aquellos momentos eso apenas la afectaba.

Las fachadas de cemento de las viviendas por las que pasaban la observaban como si de rostros curiosos se tratase. A intervalos regulares percibía unas voces que procedían de un altavoz situado en la parte delantera del vehículo, y que eran interrumpidas con frecuencia por crujidos y chasquidos. Era como si alguien hablase desde el interior de un cubo de latón, para ella resultaba incomprensible, las palabras se ocultaban a sus oídos. Las casas se tornaron borrosas y alejó su conciencia de aquel mundo que, por motivos para ella desconocidos, ya no era el suyo. Sus pensamientos giraron exclusivamente en torno a Lukas.

Le veía ante sí, tumbado sobre una suave manta en el suelo del salón. Por entonces vivían en un piso de alquiler, en la primera planta de un bloque de varias viviendas.

Le parecía percibir nítidamente sus protestas en aquellos momentos en los que intentaba, una y otra vez, ponerse en pie, sin conseguirlo, cayendo sobre su pequeño y acolchado trasero. Había sido un niño impaciente, deseoso de aprender a caminar con celeridad. En realidad, había sido un niño inquieto en todo. Si las cucharadas no se sucedían con la suficiente rapidez cuando le alimentaba, sus pequeños y dulces dedos intentaban coger la comida por sí mismos mientras protestaba enérgicamente en su lengua de bebé. Más tarde, cuando aprendió a montar en bicicleta, también se impacientaba por lo lento que le resultaba todo. Lloró de frustración cuando no logró sostenerse encima de la bici a la primera. Ella, que corría a su lado, le sujetaba desde atrás, ayudándole a conseguirlo una y otra vez. Había oscurecido ya cuando al fin fue capaz de dar una vuelta él solo.

Las imágenes se emborronaron en su mente.

Lukas. Mi Lukas.

Se materializó otra escena.

La excursión en barco, Lukas acaba de cumplir tres años, a hombros de su padre observa la orilla, con la boca abierta por la sorpresa. Una cuerda cubierta de pequeñas banderitas de colores que ondean al viento sobre la cubierta del barco. Mi hijo...

Distinguía con toda nitidez el rostro del niño, su admiración ingenua, aún sin empañar por el mundo exterior, tal como sólo los niños pequeños pueden experimentarla. Intentó enfocar el recuerdo hacia el hombre que llevaba a hombros a Lukas y se inquietó, aturdida. Allí donde debía identificar los ojos, la nariz y la boca de Hannes, sólo lograba recrear una superficie ovalada, pero plana, sin formas ni rasgos identificativos. Quiso forzar el recuerdo a fin de sacar a la luz algún detalle, aunque fuese nimio, pero la imagen se tornaba más confusa cuanto más se concentraba en fijarla. Y, de repente, desapareció del todo. La imagen de su monitor particular se transformó en nieve y ruido blanco.

Nieve y ruido blanco.

—¿Le ocurre algo? ¿Se encuentra usted bien?

Sibylle abrió los ojos. Grohe se había vuelto hacia ella y la mirada de Wittschorek alternaba en brevísimos intervalos regulares entre el retrovisor y la calzada.

Tal vez había gemido.

—No... Quiero decir, sí.

Grohe no le quitaba la vista de encima, y no parecía precisamente satisfecho.

—Por favor —comenzó a suplicar ella—. ¿No podrían conducirme hasta la clínica de la que les he hablado, la que se encuentra cerca de Ostentor, la puerta este? Les puedo mostrar el sótano en el que he permanecido encerrada. Y también a ese Doctor Muhlhaus... Dios mío, si estuviese realmente loca e imaginara que soy otra persona no recordaría cada mínimo detalle de mi falsa vida. A mi hijo... Lukas... su nacimiento... su bautizo... entiéndanme, recuerdo cada instante de su vida. ¡No me estoy inventando a mi propio hijo, maldita sea! No sé qué me ha ocurrido, pero mi hijo no tiene la culpa. Ayúdenme, por favor.

—Se encuentra usted bajo sospecha de estar relacionada con la desaparición de la señora Aurich —explicó Grohe totalmente exento de simpatía—. Primero nos dirigiremos a la comisaría y le tomaremos declaración. Después, ya veremos.

—¡Por supuesto que estoy relacionada con esa desaparición! —saltó Sibylle—. ¡Yo soy Sibylle Aurich, soy yo quien desapareció! ¡Dios mío, qué locura!

Grohe se volvió con un bufido. Wittschorek le miró.

—Bueno, tampoco perdemos nada por acercarnos brevemente a esa clínica. Al menos aclararemos ese punto. Y podría ahorrarnos mucho tiempo.

Inicialmente, Grohe ni siquiera contestó. Al cabo de unos instantes volvió a girarse hacia ella.

—De acuerdo. Pero mientras nos dirigimos hacia allí, vuelva a facilitarnos los detalles de lo que supuestamente han hecho con usted en aquella clínica.

Sibylle asintió con fervor. Comenzó su relato con el sueño y lo finalizó diez minutos más tarde, explicando cómo había llegado hasta la puerta de su casa. Wittschorek giró la llave en el contacto y el motor se detuvo. Sibylle había sido muy precisa al explicar sus vivencias de aquella mañana, pero, por motivos que ella misma ignoraba, les había ocultado el nombre de Rosie. Se asomó por la ventanilla y reconoció el hospital.

—Muy bien, vamos a echar un vistazo, a ver qué encontramos en ese sótano.

Wittschorek se esforzaba claramente por animarla y Sibylle se sintió agradecida por ello.

En la recepción, situada en la misma entrada del edificio, les sonrió amablemente una mujer joven, de mejillas redondeadas y pelo oscuro muy corto, que se encontraba tras un mostrador en forma de U. Un delgado alambre surcaba su mejilla comunicando su boca con su oreja.

Grohe sacó su identificación del bolsillo trasero del pantalón y se la mostró.

—Comisario jefe Oliver Grohe, Brigada de Crímenes Violentos. Queremos hablar con el Doctor Muhlhaus.

La sonrisa huyó del rostro de la mujer y cedió paso a una expresión de profesionalidad absoluta. Marcó un número en uno de los teléfonos que tenía ante sí.

—He de comprobar primero que se encuentre en el edificio. ¿De qué se trata?

—Eso no le concierne —repuso Grohe bruscamente, lo cual ocasionó que la mujer apartara la mirada, ofendida.

—El Doctor Muhlhaus les atenderá en unos minutos —les informó secamente después de una breve conversación telefónica, y señaló al frente—. Pueden esperarle por allí.

Grohe se apartó sin hablar y se dirigió a las sillas de plástico naranja que estaban alineadas en el centro, de la sala y que la recepcionista había señalado. Wittschorek, en cambio, le sonrió a la mujer y le dio las gracias, lo cual pareció reconciliar a ésta con el grupo, pues le devolvió la sonrisa al policía.

Sibylle no era capaz de permanecer tranquila. A cada minuto que transcurría se incrementaba su nerviosismo. Estaba deseando comprobar la reacción del Doctor Muhlhaus cuando la volviera a tener ante sí. Probablemente lo adornaría un impresionante hematoma.

Mientras por enésima vez barría la sala con la mirada, anticipando la aparición del médico, se fijó en un hombre de pelo oscuro, que le cubría parcialmente las orejas, y que estaba apoyado en la pared situada justo al lado del pequeño kiosco del hospital. Parecía observarla detenida e ininterrumpidamente. Andaría por la mitad de la treintena, era atlético e iba vestido con un pantalón de algodón de color claro y una camiseta blanca. Al mirarlo directamente sostuvo su mirada, y, si había interpretado su expresión correctamente a pesar de la distancia que les separaba, había detectado en sus ojos algo parecido a la compasión, o tal vez se tratara de comprensión.

¿Se refiere a mí? ¿Le conozco o debería conocerlo?

Se le aceleró el pulso. Buscó a Wittschorek, sentado a sólo dos sillas de distancia, con intención de llamarle la atención sobre aquel hombre, pero éste, en aquel momento, estaba señalando con la cabeza hacia el mostrador de recepción. Un hombre alto, fornido, enfundado en una bata blanca, conversaba con la joven que en aquel mismo instante apuntó hacia ellos. El hombre asintió y comenzó a acercarse al grupo. Al parecer, Muhlhaus había enviado a uno de sus asistentes para que fuera a recogerlos. El hombre se paró ante ellos y saludó al comisario jefe.

—Buenos días —dijo amablemente—. Soy el Doctor Muhlhaus. ¿En qué puedo ayudarles?

Sibylle le miró fijamente.

Esto es una pesadilla.

Se levantó de un salto.

—Usted... usted no es el Doctor Muhlhaus al que me refiero. ¿Dónde está el otro, el que se encontraba aquí esta mañana? El médico jefe.

El hombre les dirigió a los policías una mirada de extrañeza. Grohe se levantó de su silla.

—Soy el comisario jefe Grohe, y éste es mi compañero, el comisario Wittschorek. Sólo le robaremos unos minutos, Doctor Muhlhaus. ¿Conoce usted a esta mujer?

El médico examinó a Sibylle detenidamente y sacudió la cabeza en señal de negativa.

—No, no la conozco. —Sus ojos se encontraron con los de Sibylle—. ¿A quién se refiere con «el otro Doctor Muhlhaus»? Aquí no hay nadie más con ese nombre. Y el médico jefe es el profesor Kleinschmitt.

Grohe obsequió a su compañero con una mirada triunfante.

—¿Satisfecho? ¿Nos podemos marchar ya?

—¡No! —gritó Sibylle, dominada por el pánico—. Por favor. Si ese es el caso, entonces alguien se ha hecho pasar por usted. Un hombre esbelto, no demasiado alto, alrededor de los cincuenta, pelo negro... —Hizo una breve pausa—. ¡El sótano! tenemos que ver el sótano, así comprobarán que no les he mentido.

Wittschorek se dirigió al médico.

—¿Sería posible visitar el sótano de este hospital?

—Esto ya roza el ridículo —intervino Grohe, sin darle a Muhlhaus la oportunidad de contestar. Wittschorek ignoró la objeción y observó al médico, esperando su aprobación. Éste se encontraba visiblemente desconcertado.

—Bueno, sí, por supuesto. ¿Qué quieren ver exactamente? ¿Patología? ¿El tanatorio? ¿Los baños? Nuestra clínica cuenta con dos plantas subterráneas. ¿Qué es lo que buscan exactamente, si se me permite preguntar?

—Tenemos que buscar la entrada trasera —interrumpió Sibylle apresuradamente—. Cruzando el jardín. A la habitación a la que me refiero sólo puede accederse a través de unas escaleras situadas en la parte trasera del edificio, y a éstas, desde el jardín.

—Bueno, ya es suficiente.

El rostro de Grohe había adquirido un tinte intensamente rojo.

Wittschorek, en cambio, seguía manteniendo la calma.

—Ya que estamos aquí tampoco nos perjudicará si echamos un vistazo a ese sótano.

—Si lo desean, puedo pedirle al conserje que venga —se ofreció Muhlhaus—. Si alguien conoce a fondo los sótanos de este hospital, sin duda es él.

Esperanzada, Sibylle se volvió hacia Wittschorek. Este consultó con la mirada a su compañero, pero asintió sin llegar a aguardar la respuesta de éste. Grohe entornó los ojos en un gesto de disgusto exageradamente marcado, aunque evitó pronunciar palabra.

El Doctor Muhlhaus se apartó del grupo y se dirigió hacia el mostrador con su bata blanca ondeando al ritmo de sus pasos. Sibylle se dejó caer pesadamente sobre una silla y recordó entonces al hombre del quiosco. En el lugar en el que le había visto por última vez ya no había nadie. Buscó con la mirada, recorriendo con la vista la amplia sala de recepción, pero no logró descubrirle. Posiblemente se había confundido y no había sido más que un burdo intento de flirteo. Suspiró, inclinó la cabeza y contempló fijamente el suelo a sus pies.

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