Authors: Arno Strobel
No habían pasado ni dos minutos cuando apareció el conserje. El hombre podría tener cuarenta y cinco años, tal vez incluso cincuenta, era tan alto como el supuesto Doctor Muhlhaus, pero palpablemente más delgado. La bata gris que vestía cubriendo unos vaqueros y una camisa de cuadros en tonos rojos colgaba de sus huesudos hombros como de una percha y le otorgaba una apariencia semejante a la de un espantapájaros.
Los saludó amablemente y se presentó con el nombre de Heiko Feith. Después de que Wittschorek le hubiera explicado lo que deseaban, el Doctor Muhlhaus se despidió de ellos empleando como excusa unos pacientes que le aguardaban en su consulta, de modo que Wittschorek, Grohe y Sibylle se pusieron en camino sin él, siguiendo al conserje hasta las escaleras. En primer lugar, bajaron una planta. A continuación, el hombre les guió por una serie de pasillos y habitaciones que ofrecían todos idéntico aspecto. Tras sólo unos pocos metros, Sibylle ya había perdido por completo la orientación. Tenía la sensación de que jamás lograría encontrar por sí sola la salida, impresión que se fue intensificando con cada nuevo pasillo que recorrían y cada nueva puerta que cruzaban. Finalmente, Feith se detuvo ante una gruesa puerta de hierro e intentó abrirla. Hubo de realizar importantes esfuerzos antes de que ésta se moviera lentamente, arañando el suelo. La cruzaron y hallaron esas escaleras tenebrosas que Sibylle ya conocía por haberlas subido a toda prisa aquella misma mañana. Habían salido ahora a un descansillo que se encontraba justo en mitad de los cuatro breves tramos de escaleras y del que Sibylle no se había percatado durante su huida. En realidad, aquello no la sorprendió, dado lo alteraba que había estado antes.
—¡Aquí! ¡tenemos que bajar por aquí! —explicó, excitada, y bajó, adelantando como pudo a Feith. Sin volver la vista atrás, saltó los dos tramos de escaleras hasta alcanzar el último nivel. Oía los pasos de los demás siguiéndola.
Una vez abajo se paró en el pasillo que llevaba hasta la primera estancia y se asomó a ella. Ofrecía exactamente el mismo aspecto que unas horas antes. Aliviada, señaló la puerta semioculta tras las cajas, mientras se dirigía a Grohe.
—Ahí detrás se encuentra un pequeño pasillo que conduce hasta la habitación en la que yo... Al menos podrán comprobar ahora que no les he mentido.
Con pasos ágiles cruzó por entre las cajas, seguida de cerca por Feith y los dos policías. Tampoco aquella puerta estaba cerrada con llave, pero, al abrirla, Sibylle descubrió un pasillo desprovisto de luz. Se detuvo, desorientada, y miró al conserje en busca de auxilio. Este asintió y pasó a su lado, adentrándose en el pasillo. Unos instantes después se encendieron los fluorescentes de neón del techo, sumergiendo el corto pasillo en una luz gélida. Constató que la puerta al otro extremo era inusitadamente ancha, generando en ella una impresión amenazante, como si del enorme ojo de un cíclope se tratara.
—Es ahí —susurró, incapaz de seguir avanzando.
Pasaron unos segundos sin que nadie se moviera.
—¿Nos quedamos aquí contemplando la puerta o comprobamos ese lugar donde supuestamente ha permanecido encerrada esta señora? —gruñó Grohe malhumorado.
Heiko Feith se puso en marcha, se dirigió hacia la puerta, girando el gastado pomo de metal fijado en ella justo por encima de la cerradura, y empujó con fuerza. La puerta se abrió.
Sibylle sintió acelerarse los latidos de su corazón. El falso Doctor Muhlhaus podría encontrase aún allí...
Tal vez siga inconsciente. O incluso...
—Lo que yo pensaba —interrumpió Grohe sus pensamientos. Se había situado a su lado para penetrar en la estancia en primer lugar, inmediatamente después de que Feith pulsara el interruptor de la luz. Cuando vio las cajas diseminadas por la estancia, por lo demás, vacía, a Sibylle la abandonaron las escasas fuerzas que aún conservaba.
No... puede... ser.
Grohe, muy cerca de ella, la miró a los ojos.
—Si no se le ocurre una explicación extraordinariamente buena para todo esto, sólo veo dos posibilidades en su futuro más inmediato: o una celda en la cárcel, o idéntica estancia en un psiquiátrico.
Sibylle se dejó caer contra la pared, mirando fijamente a sus pies, mientras Wittschorek se agachaba de vez en cuando entre las cajas y estudiaba el suelo como si examinara huellas en el escenario de un crimen.
—¿Cuándo estuvo usted aquí por última vez, Feith? —oyó que preguntaba el comisario.
Éste reflexionó.
—Pues... Debe hacer dos o tres meses al menos. No suelo bajar hasta aquí.
—¿Y quién posee acceso a esta zona?
—Todo el mundo. La puerta jamás se cierra por fuera. Sólo hay que tener cuidado desde dentro, ya que no se puede abrir sin llave. —Les dedicó una ancha sonrisa—. Y si vamos a permanecer un rato más aquí, sería conveniente que obstruyésemos la puerta con alguna de las cajas. He dejado la llave arriba, en mi despacho.
Sibylle despertó de su letargo.
No he mentido. Maldita sea, yo no...
Sin pensárselo dos veces, se apartó de la pared. Le dirigió a Wittschorek una mirada rápida y fue consciente de que él había adivinado qué se proponía. Pero, o creyó encontrarse demasiado lejos de ella y de la puerta como para poder impedírselo, o conscientemente permitió que se apartara del grupo y se situara, con dos grandes zancadas, en el pasillo exterior. El grito de sorpresa de Grohe quedó sepultado bajo el retumbar de la puerta al cerrarse con un fuerte golpe.
Respirando agitadamente se alejó de allí y huyó, por segunda vez en aquel mismo día, del sótano de aquel hospital.
Tras haber recorrido algunos pasillos y bifurcaciones que creyó haber atravesado previamente en sentido opuesto, hubo de admitir que se había perdido. Esos gruesos tubos y cables situados en el techo justo por encima de su cabeza no los había visto nunca antes. Mientras continuaba avanzando por el pasillo y giraba, sin pensárselo mucho, siempre a la derecha, recordó las palabras del médico, arriba, en la sala de recepción, cuando les había preguntado si deseaban ver patología o el tanatorio.
Que no te entre el pánico ahora. El tanatorio seguro que se encuentra cerrado con llave. Al menos habrá algún tipo de señalización en la puerta, eso, con toda seguridad. ¡Piensa en algo agradable! Piensa en Lukas...
Avanzó cuidadosamente. Los tubos sobre su cabeza emitían unos extraños sonidos, pero también por delante y detrás de ella le parecía percibir toda clase de crujidos. Y ahora que se le había metido en la cabeza que debía encontrarse cerca del tanatorio, todo aquello había adquirido un carácter bastante tétrico. Dio unos cuantos pasos adicionales y escrutó los alrededores, con el corazón golpeteándole salvajemente en el pecho, ignorando quién o qué podía estar siguiéndola.
Tengo que salir de aquí, maldita sea... Lukas...
Cuando imaginó el rostro de su hijo, cualquier pensamiento relacionado con un tanatorio o con unos sonidos misteriosos perdió toda relevancia.
Era perentorio salir de allí y encontrarlo, posiblemente se encontraba en peligro. Sus pasos se aceleraron. Poco más tarde descubrió unas escaleras iluminadas que le hicieron sentir cierto alivio, y sólo catorce escalones después volvió a verse en la sala de recepción del hospital.
Comenzó a caminar deliberadamente despacio hasta cruzar por completo la sala, confiando en que su rostro no dejara traslucir emoción alguna. Cuando finalmente consiguió abandonar el edificio, inspiró profundamente y buscó a su alrededor. Lo primero era alejarse de aquel nefasto hospital. Decidió tomar el camino a su izquierda, en dirección a la calle Adolf Schmetzer, donde no mucho antes la había recogido Rosie.
¡Rosie!
Sibylle recordó que aún llevaba la nota con el número de teléfono sujeta a su cuerpo con el elástico de sus bragas. No tenía ni la más mínima idea de cómo continuaría todo aquello, pero sabía que con aquella mujer algo loca estaría segura por el momento. Debía averiguar de algún modo dónde se encontraba su hijo y, sobre todo, cómo estaba. Una cabina —no, primero algún establecimiento comercial en el que poder cambiar uno de sus billetes, pues una cabina no le aceptaría veinte euros como forma de pago.
A poco menos de cien metros de distancia del gran cruce al que había accedido unas horas antes desde una calle paralela, descubrió una pequeña tienda de comestibles, uno de esos establecimientos comerciales de barrio que escaseaban cada vez más en los últimos tiempos, que presentaba un aspecto agradable y familiar. Detrás de un reducido mostrador la esperaba un hombre sorprendentemente joven que la obsequió con una sonrisa amistosa. No podía tener más de veintipocos años y posiblemente se tratara de uno de los pocos hijos dispuestos a continuar con el negocio familiar.
Al lado de una caja registradora de aspecto moderno había apilados unos bocadillos, protegidos por una campana de metacrilato. Al verlos, Sibylle fue dolorosamente consciente de que no había ingerido nada desde que despertara aquella mañana. Había intentado ignorar a su desfalleciente estómago en las últimas horas, o tal vez la urgencia de éste había quedado sepultada bajo la presión que venía padeciendo al ir pasando de una pesadilla a otra en las últimas horas.
Se decidió por un bocadillo de queso, pagó con un billete de veinte y, tras guardar el cambio en el bolsillo de su pantalón, el joven la despidió con una alegría tan desbordante, que le hubiera parecido sólo explicable de haber adquirido la mitad de los productos de aquella tiendecita.
—Visítenos pronto de nuevo —le rogó, mientras ella se alejaba.
Se dirigió hacia el cruce, y de allí a la derecha para no verse obligada a cruzar la calle. Mordía su bocadillo una y otra vez constatando cuánto placer podía proporcionar un simple bocadillo de queso. Caminó aproximadamente durante un kilómetro dejando atrás filas y filas de pisos, una hilera que sólo se veía interrumpida por las aisladas salpicaduras de las fachadas de algunos comercios, antes de encontrar lo que estaba buscando.
Hacía años que Sibylle no había utilizado un teléfono público y se sorprendió por el diseño. No se trataba, como había esperado, de una celda cerrada, sino de una columna de color rosa situada en la acera en el lado más alejado de la calzada. Tras comprobar que nadie miraba, se desabrochó los pantalones y rebuscó con dos dedos en el lugar en el que había ocultado la nota con el número de teléfono de Rosie. Por suerte, no se había movido de donde lo fijara, por lo que no tuvo que rebuscar demasiado. Los números se habían borrado un poco, ya que la nota se había humedecido con el sudor de su cuerpo, pero aún se podían leer bien. Sólo sonó dos veces antes de que descolgaran.
—Rosemarie Wengler al aparato, buenos días.
Sibylle inspiró profundamente en señal de alivio.
—Hola, Rosie —inició tímidamente la conversación—. Soy yo, Sibylle. Aurich. ¿Me recuerda usted...? ¿Recuerdas quién soy?
Rosie respondió con una risa clara y sana.
—Pues claro que lo recuerdo. ¿Ya estamos otra vez? ¿Quieres que hagamos una pequeña excursión? Dime dónde tengo que recogerte. Me desnudo rápidamente, me quedo en bragas y voy a por ti. ¡Cómo nos vamos a divertir!
A pesar de que su situación le parecía absolutamente irreal, Sibylle tuvo que sonreír.
—No, no pretendo que nos vayamos de excursión, y además, voy normalmente vestida. Sólo que...
Dudó, y fue Rosie quien completó la idea.
—¿...que otra vez has discutido con tu amorcito? ¿Es eso? ¿Quieres que vaya para allá y le cante las cuarenta a ese hombre?
Soltó una risa gutural, profunda.
—No... se trata de algo... mucho peor. No puedo explicarlo por teléfono, pero tengo un serio problema y no sé a quién podría acudir. Puedes... quiero decir... te estaría muy agradecida si pudiéramos vernos.
—¿Tienes problemas? Explícale a Rosie dónde estás y en pocos minutos se encontrará a tu lado.
—Más o menos donde me recogiste esta mañana.
—Vaya —dijo Rosie—. Dame veinte minutos.
Por fin. Alguien que me cree.
Sibylle necesitaba una guía de teléfono, pero ya no había nada de eso en aquellas columnas ultramodernas. En su lugar encontró en la parte superior una pegatina con el número de información. Introdujo un euro en la ranura y pidió que la comunicaran con el hospital, lo cual no fue del todo sencillo. Ignoraba tanto el nombre como la dirección de la clínica, de modo que preguntó por un hospital cercano a la puerta este de Ratisbona. La mujer que la atendió le comentó que necesitaba o bien el nombre de la calle o bien el de la clínica. Hasta que Sibylle no insistió asegurando que se trataba de una importante emergencia no se mostró dispuesta a ayudarla. Tras un intervalo que se le antojó interminable, la mujer sugirió que el hospital que buscaba podía tratarse de la clínica Monsert, una entidad de carácter privado. Y a continuación le indicó a Sibylle el número. Sibylle marcó, y cuando unos segundos después la atendió una voz femenina, reconoció a la mujer del mostrador informativo con la que habían hablado antes.
—Hola —dijo—. Soy Sibylle Aurich. En el sótano de su hospital, en la parte que resulta accesible desde el jardín, se encuentra encerrado su conserje junto a dos policías. Pregúntele al Doctor Muhlhaus a qué sótano me refiero. La llave está en la oficina del conserje.
—Ya poseo esa información —le contestó la mujer de forma bastante desabrida tras unos instantes de titubeo—. ¿Quién es usted? No será la mujer que...
No continuó, pues, tras ser repentinamente consciente de por qué la mujer ya conocía la situación de aquellos hombres encerrados en el sótano, Sibylle había cortado la comunicación.
Teléfonos móviles. Por supuesto.
Estaba segura de que, al menos los dos policías, llevarían consigo algún teléfono móvil, y, al parecer, habían podido obtener la cobertura suficiente incluso en el sótano.
Mientras retrocedía hacia el cruce en el que iba a ser recogida por Rosie, fue consciente de la enorme suerte que había tenido de no haber sido atrapada de nuevo aún antes de abandonar la clínica. Rememoró la expresión del rostro de Wittschorek en el momento en el que ella había salido corriendo del sótano. ¿Había realmente adivinado lo que se disponía a hacer? Y si así era, ¿por qué no había intentado impedírselo, permitiendo que le encerrara junto a aquel compañero suyo tan antipático y el conserje?