Authors: Arno Strobel
Rosemarie frenó bruscamente, quedando parada a muy escasos centímetros del Golf azul que las precedía, pero continuó con su charla como si el incidente no se hubiese producido.
—Mis amantes me llaman Rosie.
Sibylle volvió la cabeza en su dirección.
—Y, por supuesto, tú también puedes hacerlo.
Sibylle sentía un profundo malestar y la preocupación por su hijo generaba tal fragilidad en su cordura que esperaba volverse loca en cualquier momento; pero, a pesar de todo ello, no pudo evitar esbozar una sonrisa.
—Yo soy Sibylle —se presentó—. Y le estoy muy agradecida por su ayuda.
Rosie rehusó con un gesto.
—Tonterías. Nosotras, las jóvenes, debemos ayudarnos las unas a las otras, ¿no es así? —afirmó—. Estaba bromeando —añadió, riendo, tras una breve mirada de reojo a Sibylle.
Rosie parloteó sin descanso durante todo el trayecto. Sibylle sólo le prestaba atención a medias, pero aun así quedó informada de ciertos detalles de la vida amorosa de Rosie, los sofocos que padecía debido a la menopausia y las interioridades de una boutique en el centro histórico de Ratisbona en la que se podían encontrar prendas maravillosas para chicas que eran, tal como ella lo formulaba, algo robustas. No le preguntó nada a Sibylle, y está se sintió a la vez aliviada y agradecida.
Finalmente aparcaron delante de la bonita casa unifamiliar de fachada blanca que Johannes y ella habían adquirido dos años atrás a una pareja incapaz de afrontar la hipoteca después de que el marido hubiese perdido su empleo.
Sibylle examinó el frontal de la casa a través de la ventanilla y sintió acelerarse los latidos de su corazón.
Johannes. Lukas.
Ansiaba verlos a ambos, encontrarse ya en casa. Se giró, asustada, al percibir el sonido de un papel que se rasgaba.
—Aquí —le tendió Rosie un pequeño pedazo de papel que al parecer había arrancado del cuaderno de notas que ahora descansaba en su regazo—. Este es mi número de teléfono. Si él te molesta demasiado y vuelves a sentir la necesidad de saltar a la calle medio desnuda, llámame. Puedo desvestirme yo también y acompañarte.
Sibylle tomó la nota.
—Tiene usted...
—Tienes tú.
—Gracias, Rosie.
Sibylle abrió la puerta para apearse cuando Rosie la detuvo.
—¡Espera!
Con cierta dificultad, y acompañándose de algunos quejidos, recuperó del asiento trasero un abrigo oscuro y se lo ofreció a Sibylle.
—Siempre lo llevo en el coche. Por si acaso. Ya sé que no es demasiado apropiado para la estación, pero sí mejor que eso que llevas —aclaró, señalando el camisón—. ¿Qué número de calzado tienes? —preguntó a continuación, en cuanto Sibylle recogió el abrigo.
—Un treinta y ocho. ¿Por qué?
Por toda respuesta, la mujer se inclinó hacia delante, rebuscó a sus pies y le entregó sus propios zapatos. Se trataba de mocasines sin tacón de color turquesa, con aspecto de ser muy cómodos.
—Toma. Estos son del cuarenta, pero te servirán. Siempre es mejor que queden grandes que no pequeños.
Sibylle dudó, pero Rosie le depositó los zapatos sobre el abrigo con decisión.
—Venga, cógelos. Puedo conducir descalza sin problemas. Y ahora, reúnete con tu marido.
Sibylle tomó la mano de Rosie y la mantuvo apretada unos instantes. Después se apeó del coche, se agachó y deslizó sus pies desnudos en sus nuevos zapatos.
A pesar de la cálida temperatura, se abotonó el abrigo hasta arriba. Era, como mínimo, tres tallas superior a la que necesitaba y colgaba de sus hombros de modo amorfo.
Apenas se dio cuenta de cómo se alejaba el coche a sus espaldas, ya que aquella extraña sensación de irrealidad había extendido de nuevo sus zarpas para atraparla. Como una certeza de que algo iba mal. Incluso su casa le pareció de repente menos familiar de lo esperado. No creía estar ante el apacible hogar en el que había vivido tantos y tantos momentos de felicidad junto a Lukas y Johannes, sino ante una copia; muy bien reconstruida, sí, pero salpicada de pequeñas erratas e imperfecciones, de modo que no se sentía cómoda al relacionarla consigo misma y su familia.
¿Qué te ocurre, Sibylle Aurich?
El temor a perder, o quizá incluso haber perdido ya por completo, la cordura era tan palpable que sintió deseos de gritar.
Incapaz de permanecer allí durante más tiempo sin moverse, hizo acopio de todas sus fuerzas y se dirigió a la puerta de entrada.
En el jardín, al que se accedía por un estrecho sendero en el lateral derecho de la casa, había una llave de repuesto para casos de emergencia, oculta debajo de una maceta, pero consideró más apropiado llamar al timbre. Aunque sabía con certeza que era imposible que su coma hubiese durado dos meses, ignoraba cuánto exactamente llevaba alejada de su familia. No quería darles un susto mortal a Lukas o a Johannes materializándose de repente en el salón de su casa.
Tímidamente, como si pudiese destruir algo importante, pulsó el botón del timbre junto a la puerta. Sonó el tintineo acostumbrado, y el latido de su corazón se aceleró tanto que creyó poder distinguir con claridad cómo se deslizaba la sangre perezosamente por el interior de su oído.
¡Por favor, Dios, haz que estén en casa!
Cuando oyó a través de la puerta acercarse unos pasos, sus ojos se empañaron de lágrimas por la intensa emoción que experimentaba. La puerta, finalmente, se abrió, y ahí, ante ella, apareció Johannes. Sin esperar a que su marido reaccionara, gritó su nombre y se lanzó a sus brazos. Anhelaba abrazarlo, besarlo, apoderarse de su calidez y cercanía, pero... él, en lugar de, a su vez, alborozarse, rodearla con sus brazos, abrazarla, la apartó tan bruscamente de sí, que estuvo a punto de hacerla caer.
—¿Se ha vuelto usted loca? —le gritó, furioso—. ¿Quién es usted y qué pretende?
Sibylle quedó paralizada. Fue incapaz de reaccionar, de pronunciar una sola palabra. En su mente se había producido un vacío en el que las palabras explotaban, desintegrándose antes de que pudiera proporcionarles su forma final y definitiva. Se mareó, y la imagen de Johannes comenzó a oscilar peligrosamente. Su marido intentaba alisar el rojo jersey de cuello de pico que ella misma le había regalado el año anterior con ocasión de su treinta y ocho cumpleaños.
La vigilaba como si fuese una extraterrestre, paseando su mirada del amplísimo abrigo a los mocasines color turquesa para finalmente detenerse en su rostro.
—¿Pertenece usted a alguna secta? —le preguntó fríamente.
Sibylle clavó los ojos en su marido.
—Lo siento, pero no hay...
—¡Hannes! —le interrumpió Sibylle, con voz tan ronca que ni ella misma pudo identificarla como suya—. Hannes, pero ¿qué dices? Soy yo. Sibylle.
El alzó las cejas y arrugó la frente.
—¿Sibylle? ¿Qué Sibylle? ¿Y por qué utiliza usted mi diminutivo?
La parálisis y el terror la abandonaron tan repentinamente como habían surgido y quedaron sustituidos por la cólera, sentimiento que la apresó con la fuerza de un volcán.
—¡Pero, Hannes! ¡Ya me estoy cansando de estas estupideces! —le gritó al hombre con el que se había casado y que, sin embargo, fingía no conocerla—. ¿Os habéis vuelto locos todos? Mírame bien, Johannes Aurich. Estás viendo a tu mujer, Sibylle Aurich. Mi apellido de nacimiento es Fries. Nos casamos el 25 de junio de 1999. Me acabo de despertar en un sótano en el que pretendían mantenerme encerrada. Y ahora, maldita sea, dime que sabes perfectamente quién soy y que querías gastarme una broma, y a continuación déjame entrar en casa, pues no me encuentro bien y tengo muchas preguntas que hacerte. Además, me gustaría ver a Lukas inmediatamente. ¿Dónde está? ¿Está bien?
La sorpresa hizo que Johannes se quedara mirándola, fascinado, con la boca abierta.
—¿Quién dice que es usted? —tartamudeó al fin, pasándose una mano temblorosa por la frente. Mostrando su incredulidad, sacudió a continuación la cabeza como queriendo despejar su mente.
Ella, sin fuerzas ya, rompió a llorar. Se le acercó despacio mientras las lágrimas abrían húmedos, cosquilleantes surcos en sus mejillas.
—Hannes... de verdad que no sé... tú... me estás asustando. Mucho. ¿Puedes parar, por favor? No sé qué me ha pasado. Sólo recuerdo que tras cenar con Elke aquella noche en el griego decidí cruzar el parque. Y que me asaltaron. Y lo próximo que recuerdo es mi despertar, hace un par de horas, en el sótano de un hospital. Por favor, Hannes, ya no lo soporto más. Déjame, al menos, ver a Lukas.
Él no se había apercibido hasta entonces de que ella se le había ido acercando, y al detectar aquella proximidad dio un salto hacia atrás. Dobló la espalda, inclinándose hacia delante y apoyó las manos en los muslos, como si necesitara recuperar aliento después de una agotadora carrera. Alzó la cabeza de nuevo, muy despacio.
—¿Quién es usted y a qué demonios está jugando? —susurró—. Mi mujer... Sibylle fue atacada, sí. Y nadie sabe.... Ella... ha desaparecido.
Bajó aún más la voz, que se convirtió en un murmullo prácticamente inaudible.
—Y de eso hace ahora casi dos meses.
Sus piernas se negaron a sostenerla. No sucedió de forma repentina, fue más bien como si su esqueleto, esa estructura que habitualmente le permitía mantenerse erguida, estuviese compuesto por un material semejante a la cera, en lugar de formado por huesos, y se hubiese calentado hasta comenzar lentamente a derretirse, incapaz de mantener su firmeza. Sin poder impedirlo, se sintió caer, despacio, deslizándose poco a poco hacia el suelo, hasta aterrizar sobre las arenosas piedras del camino de entrada. Allí permaneció, sentada e inmóvil.
Dos meses. De modo que Muhlhaus no le había mentido. Al menos no en ese punto.
Pero, ¿cómo puede ser cierto?
¿Y por qué insistía Hannes en no reconocerla?
—Hannes, no sé qué te ocurre, pero... es posible que tras mi accidente mi aspecto sea algo diferente. No sé por qué no me reconoces, pero deja que te demuestre que, efectivamente, soy yo. Pregúntame algo, por favor. ¿Hannes? Pregúntame algo que sólo pueda saber... que sólo pueda saber tu mujer, Sibylle. ¿Te parece bien?
No detectó en él reacción alguna.
—Por favor —suplicó.
El continuaba contemplándola, aturdido, y los segundos se transmutaron en eternidades antes de que, al fin, inclinara la cabeza y soltara una risa seca y desprovista de alegría.
—Supongo que se trata de una broma de mal gusto.
Cuando volvió a alzar el rostro para mirarla, su expresión era pétrea.
—Dígame, por ejemplo, dónde guarda Sibylle su colección de monedas.
Ella sonrió, aliviada.
—¿Colección de monedas? Nunca tuve algo así. La que hay en esta casa es tuya y la guardas en la cómoda de nuestro dormitorio, en el cajón inferior.
—¿En qué pie tengo una marca de nacimiento?
—En el izquierdo, en el talón. Últimamente había aumentado un poco de tamaño y te habías propuesto, ya el año pasado, ir a que te lo extirparan. Pero no haces más que buscar excusas a fin de no acudir al dermatólogo.
Su rostro daba claras muestras de sorpresa.
—Continúa, Hannes —le incitó, con ninguna otra cosa que Lukas en mente. Tenía que entrar en aquella casa, de inmediato.
—El día en que desapareció Sibylle le estuve leyendo un artículo del periódico que me había llamado la atención. Bien, pues de qué...
—No fue ningún artículo, me leíste mi horóscopo. Te pareció divertido, porque me pronosticó el próximo encuentro con mi verdadero amor.
Sibylle advirtió el desconcierto de su marido y aguardó unos instantes antes de hablar.
—¿Me crees ahora? ¿Hannes?
En él parecía tener lugar una importante lucha interna. Finalmente la hizo pasar con mirada fría y voz monótona.
—Entre.
—Gracias.
Lukas. Por fin. ¡Lukas!
Se adentró en su hogar, se desprendió del abrigo de Rosie en el pasillo, colgándolo en el perchero del recibidor. Constató en aquel instante que aún se aferraba a la nota con el número de teléfono de Rosie. Ignoraba por qué, pero había algo que le impedía deshacerse de ella. Con un gesto decidido, bajó la mano y lo fijó a su cuerpo con el elástico de las bragas.
Cuando se volvió, vio cómo Hannes contemplaba confuso el fino camisón que vestía.
—Te lo explicaré todo más tarde —aseguró ella y se dirigió confiadamente al salón—. Hannes, ¿dónde está Lukas?
Él dudó.
—¿Lukas?
Dios, Hannes, pero ¿qué te pasa?
—Sí, Lukas, nuestro hijo.
Pausa.
—Ah, sí, Lukas. Pues... no está aquí —contestó él, dubitativo—. Está en casa de un amigo.
—Pero, ¿se encuentra bien? ¿En casa de quién? ¿Puedes llamar, por favor? Me gustaría hablar con él.
—Pues está... en... en casa de un chico al que ha conocido hace poco, escasos días. Muy agradable. Buena familia. Muy buena.
Sibylle no pudo reprimir un leve gemido. Se sentía desconcertada por el comportamiento anormal de Hannes, por su extraña forma de expresarse. Parecía estar moviéndose en un mundo en el cual ni el detalle más nimio coincidía con lo esperado. Se esforzó por impregnar de firmeza su voz.
—Te propongo lo siguiente: Mientras subo arriba a ponerme algo más decente, llama a casa de ese niño y le dices a Lukas que su mamá ya ha vuelto. Y después me gustaría hablar con él.
Él asintió, y ella, confiada, abandonó el salón. Hubo de parar y apoyarse en la pared cuando apenas había subido la mitad de las escaleras, porque experimentó un repentino mareo.
Mi cabeza...
¿Qué clase de pesadilla es ésta?
Contempló los escasos escalones que la separaban de la planta alta y sintió la urgente necesidad de dirigirse hacia la habitación de su hijo y tomar entre sus manos algunas de sus cosas, algo que conservara aún su particular olor.
Subió los últimos escalones con decisión, pero dudó al situarse en el pasillo de la planta superior.
¿Qué quiero...? ¿Dónde...?
Se sentía como si hubiera abusado del alcohol hasta el punto de que cosas que pocos instantes antes le habían parecido de suma importancia de repente pasaban a ser tan irrelevantes que incluso se olvidaba de ellas.
Sibylle omitió la visita a la habitación de su hijo y se giró en dirección a su propio dormitorio.
Ante la luna que cubría el amplio armario pudo verse a sí misma por vez primera desde su vuelta a la vida y aquella mujer que le devolvía la mirada en el espejo le pareció un tanto extraña. No podía decirse que no se reconociera a sí misma, no se trataba de eso, por supuesto que su imagen le resultaba familiar, pero simplemente eso, familiar, como si estuviera contemplando más bien a una hermana o a una amiga que reparando en su propio reflejo. El cabello rubio y rizado que le llegaba hasta los hombros era tan indiscutiblemente suyo como las pecas esparcidas alrededor de su nariz. Aparentaba ser algo más alta del metro setenta que medía, pero probablemente era la puerta ligeramente inclinada quien causaba aquella errónea impresión. Aquella mujer del espejo no era sino ella misma, de ello no cabía ninguna duda, y su aspecto era juvenil para sus 34 años, pero...