Pasillo oculto (2 page)

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Authors: Arno Strobel

El hombre la examinó con interés, esperando, al parecer, algún tipo de reacción por su parte.

—¿Dó... dónde estoy? ¿Qué me ha pasado? —preguntó y constató a la vez que su voz parecía débil y quebradiza.

La sonrisa del hombre se ensanchó.

—En el hospital. Acaba de despertar usted de un profundo coma. Le explicaré todo lo necesario en unos instantes, pero es muy importante que primero me conteste a algunas preguntas.

Sibylle sacudió la cabeza, aunque los cables le dificultaron la tarea.

—No, por favor, explíqueme qué me ha ocurrido. ¿Qué ha pasado?

Una mano de dedos delicados se posó con sumo cuidado sobre el dorso de la suya, cubriendo el hematoma.

—Dentro de un momento. Pero primero deberá contestar a mis preguntas.

Sibylle se dejó caer hacia atrás, sobre la almohada, y fijó la vista en el techo.

—De acuerdo. Pregunte.

—¿Recuerda cómo se llama?

—Sibylle Aurich.

—¿Y su dirección?

—Vivo en Prüfening.

Muhlhaus asintió, sin perder la sonrisa.

—Por favor, ¿puede mirarme? ¿Me reconoce?

Ella escrutó sus rasgos.

—No. No creo reconocerle. ¿A qué viene esa pregunta? ¿Debería conocerle?

Él sacudió la cabeza.

—No, señora Aurich. Es bastante improbable que nos conozcamos. Soy médico jefe en este hospital y simplemente intento averiguar con las preguntas que le realizo si se encuentra usted bien. Lo cual parece ser el caso.

—No me encuentro bien —saltó Sibylle, con voz, como ella misma advirtió, estridente—. Me he despertado en una habitación oscura y sin ventanas y sigo ignorando por qué. Y además yo... yo estoy cubierta de cables como si fuese algún instrumento eléctrico, y ni siquiera dispongo de un timbre y... ¡Dios! ¡Explíqueme ya de una vez qué me ha pasado!

No pudo evitar que las lágrimas crearan surcos en sus mejillas.

El Doctor Muhlhaus asintió, comprensivo, y alzó la mano.

—¿Qué es lo último que recuerda, señora Aurich?

Entre sollozos, le describió su camino a través del parque la noche que cenó en el restaurante griego. Cuando finalizó su relato, Muhlhaus parecía satisfecho. Acercó algo más una silla que se encontraba próxima a su cabecera y se sentó.

—La golpearon en aquel parque con un objeto romo y le robaron —explicó el médico. Al ver cómo Sibylle se encogía, continuó apresuradamente—: No ha sido usted violada. Sin embargo, recibió un golpe muy fuerte en la cabeza, así que ha permanecido en estado inconsciente durante un tiempo muy prolongado. Usted ha...

—¿Cuánto tiempo? —interrumpió ella.

Él revisó con cuidado la manicura de sus propias uñas antes de atreverse a mirarla.

—Mucho tiempo, señora Aurich. Casi dos meses.

Su mirada había cambiado, y mientras realizaba aquella revelación la examinaba de forma crítica, casi taxativa, como un científico que evalúa la reacción de su cobaya tras administrarle una inyección.

Sibylle sintió su cama transformada en un balancín. Se tapó la boca con la mano para susurrar:

—¿Dos meses? Dios mío.

El Doctor Muhlhaus permaneció mudo e inmóvil a su lado mientras Sibylle realizaba ingentes esfuerzos por comprender. ¿Ocho semanas inconsciente? ¡Cuántas cosas podían haber ocurrido en ocho semanas!

¿Y qué...?

—¿Dónde está mi hijo? ¿Está con mi marido? ¿Se encuentra bien? ¿Y Johannes también?

El médico mudó la expresión de su rostro de forma brusca y casi violenta, y Sibylle sintió que le taladraban el estómago.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me mira de esa forma tan extraña? ¿Le pasa algo a Lukas?

El Doctor Muhlhaus ocultó las manos en los bolsillos de su bata abierta, cuyos faldones colgaban hasta rozar el suelo a ambos lados de la silla y ladeó ligeramente la cabeza.

—Explíqueme lo de su hijo —la animó, empleando un tono que no acababa de agradarle a Sibylle en absoluto.

Era el que utilizaría un padre con un hijo de corta edad necesitado de consuelo. 0
un psiquiatra con su paciente.

Se sentó de golpe, arrancando, sin pretenderlo, algunos de los cables que habían fijado a su cabeza con un producto que se expandió en grumos por las sábanas. También debían de haberse desprendido algunos cabellos, pero ignoró el repentino dolor de la misma manera que desestimó la sorprendida mirada del médico.

—¿Por qué no contesta a mi pregunta? ¿Qué le pasa a mi hijo?

Muhlhaus parecía estar sopesando cuánta información debía proporcionarle teniendo en cuenta el frenético circular de su sangre a través de su corazón. Cuando finalmente habló, empleó de nuevo su tono de psiquiatra.

—Señora Aurich, ha de tener algo de paciencia. Ese golpe en la cabeza, y el largo período de tiempo que ha permanecido usted en coma... Posiblemente se sienta usted desorientada con cierta frecuencia. Pero con el tiempo...

—¿De qué me está hablando, maldita sea? ¿Por qué no contesta a ninguna de mis preguntas? —interrumpió ella de nuevo, temiendo al instante que su furor le hiciera enmudecer del todo. Cerró los ojos, inspiró profundamente y unió sus manos como si pretendiera rezar—. Por favor —comenzó otra vez, en voz baja—, por favor. Dígame si mi hijo se encuentra bien.

Muhlhaus se inclinó hacia ella y cubrió la mano de Sibylle con la suya.

—Señora Aurich, no puedo explicarme por qué... quiero decir, de dónde ha sacado usted esa idea. Quizá esto haya sido provocado por el golpe en la cabeza, pero... señora Aurich, está confundida. Usted no tiene hijos.

Ella le miró fijamente mientras su mente intentaba de modo simultáneo asimilar lo percibido y desecharlo como inválido. Transcurrieron unos incómodos segundos, ignoraba en realidad cuántos, en los que ambos permanecieron allí, contemplándose mutuamente de forma silenciosa, antes de que su mente fuese capaz de proponerle una solución aceptable para aquella incomprensible situación.

—Doctor, ignoro quién le he proporcionado la información de la que usted dispone, pero evidentemente es incompleta. Mi hijo se llama Lukas y tiene seis años. Rectifico, si es cierto que llevo en coma el tiempo que me ha indicado, ya debe haber cumplido los siete. Nació el 19 de agosto del 2001 en —titubeó antes de continuar su discurso, sentía una inexplicable sensación de extrañeza—... en Múnich. En el hospital que se encuentra a la derecha del río Isar. Mi ginecólogo fue el Doctor Blesius. En aquella época vivíamos de alquiler en la zona de Bogenhaüsen.

Al mencionar su antiguo hogar volvió a sentirse extraña, como si hubiese dicho algo equivocado, algo que en realidad no pretendía indicar. Sacudió la cabeza intentando alejar aquel absurdo pensamiento de su mente y alzó la vista hacia el médico, que continuaba mudo, contemplándola desde la cabecera de su cama.

¿Qué he dicho? ¿DÓNDE vivíamos entonces?

No lograba recordar sus palabras de unos momentos atrás.

El golpe en la cabeza...

Pero, en realidad, aquello no importaba.

—¿Le basta con eso, Doctor Muhlhaus, o quiere que le facilite más detalles? ¿Cree que me lo estoy inventado todo?

Muhlhaus meció la cabeza y relajó los labios en un intento fallido de obsequiarla con una sonrisa que sólo le proporcionó la visión fugaz de una cuidada dentadura.

—No, señora Aurich, estoy convencido de que usted cree real todo lo que me está explicando. Pero eso no cambia en nada los hechos: debe de tratarse de una consecuencia del fuerte golpe que ha recibido, ha debido de quedar afectado su cerebro. Debe usted saber —carraspeó— que el cerebro humano posee unas capacidades asombrosas. Pero igualmente asombrosos pueden ser los engaños a los que nos somete cuando se produce en él alguna confusión. Cuanto antes acepte la realidad, más notables serán sus posibilidades de recuperarse por completo. En ningún caso debería usted...

Sin pronunciar palabra alguna, Sibylle le interrumpió al apartar repentinamente las sábanas y alzar su delgado camisón. No le preocupó ofrecerle con ello al médico la visión de sus pechos desnudos. Con rápidos gestos se arrancó, uno a uno, los cables que abrazaban su cuerpo. Las ventosas le dejaron marcas rojas en la piel. El Doctor Muhlhaus no se inmutó, pero los luminosos puntitos de los monitores registraron su actuación iniciando una danza salvaje al son de un pitido agudo e insistente. Cuando Sibylle apoyó los pies en el suelo, Muhlhaus se levantó, sin prisas, rodeó la cama parsimoniosamente y apagó los aparatos con movimientos certeros. El resplandor verdoso se extinguió y sólo la luz procedente del pasillo y una minúscula lamparita situada tras la cabecera de la cama proporcionaron algo de iluminación a la habitación.

—Voy a vestirme y abandonar este hospital —anunció Sibylle, esforzándose por ocultar el terror que sentía, e intentando que su voz reflejara seguridad y decisión—. ¿Sabe mi marido que he despertado? ¿Se le ha informado? ¿O pretende hacerme creer también que no estoy casada? ¿Y qué ocurre con la policía? ¿No debería venir a hacerme algunas preguntas?

—Nosotros... Por supuesto, le comunicaremos a su marido que vuelve a estar usted consciente, señora Aurich. Y también avisaremos a la policía... En cuanto la consideremos apta para ser interrogada.

—Me encuentro bien y quiero ver a mi hijo.

La serenidad casi ofensiva de la que Muhlhaus había hecho gala todo ese tiempo comenzó a resquebrajarse.

—Lo que necesita usted es, sobre todo, tranquilidad absoluta —le explicó él de modo mucho más tajante. Y, antes de ofrecerle a Sibylle la oportunidad de replicar, se dio la vuelta y abandonó aquella habitación.

Sus ojos necesitaron algún tiempo para acostumbrarse a la escasa luz de la lamparita. Era incapaz de distinguir las paredes más lejanas, pero estaba segura de que en ellas debía de encontrarse algún tipo de interruptor. Decidida, se movió para buscarlo, pero paró en seco apenas iniciada su marcha.

Ocho semanas en coma...

Entonces, ¿cómo había sido capaz de levantarse tan rápidamente? ¿Por qué no tenía dificultades para caminar, como si sólo llevara unas pocas horas allí tumbada?

Tengo que salir de aquí.

Era muy probable que no avisaran a Johannes, y él no sabría que ya había despertado y se encontraba bien.

Suponiendo que sepa dónde me encuentro.

Alcanzó la puerta con dos grandes zancadas y tanteó las paredes a derecha e izquierda buscando un interruptor, pero sin hallar ninguno. Buscó, entonces, la manilla de la puerta, pero a la altura del lugar en el que debiera encontrarse, sus dedos sólo palparon el contorno y el hueco de una cerradura. Dejó caer los brazos y apoyó la frente en la fría y lisa superficie de la puerta.

Encerrada.

Desde su despertar en aquella extraña habitación su vida parecía consistir en una sucesión de situaciones y hechos enigmáticos. El médico, el coma que supuestamente se había prolongado un par de meses, aquella habitación oscura en la que había sido encerrada...

¿Y si la habían secuestrado y drogado para posteriormente ocultarla, por algún motivo, en aquella habitación? Aquello explicaría también el hematoma en el dorso de su mano. Pero, ¿con qué propósito había sido conectada entonces a todos esos monitores? ¿Y a qué se debía aquella broma macabra, aquel insistir en la inexistencia de Lukas? Sibylle apartó la cabeza de la puerta y fijó la vista en la oscura superficie de aquella puerta sin manilla sin alcanzar a ver nada.

Lukas.

Debía correr al lado de su hijo. No podía ya resignarse a su destino. Cerró las manos en sendos puños y comenzó a golpear la puerta con todas sus fuerzas, aunque la gruesa madera amortiguaba casi por completo el sonido de sus esfuerzos y sólo se oía un sordo retumbar. Aun así, continuó sin rendirse y gritó a todo pulmón mientras continuaba con los golpes. Después de aporrear hasta que le dolieron las manos, Sibylle se dio la vuelta, apoyó, respirando pesadamente, la espalda en aquella puerta enemiga, y se deslizó por ella hasta caer al suelo. —Lukas —susurró, con lágrimas en los ojos—. Lukas.

Capítulo 2

Ignoraba cuánto tiempo había permanecido allí sentada, simplemente apoyada en la puerta, cuando sintió una suave presión en la espalda.

Se levantó de un salto, alejándose rauda unos cuantos pasos para encarar finalmente la entrada a aquella habitación. El Doctor Muhlhaus se asomó brevemente a través de una estrecha rendija antes de introducirse por entero en la estancia y cerrar la puerta tras de sí.

Una llave,
pensó Sibylle
. Debe de tener una llave.

El pareció leer en la expresión de su rostro una crispación extrema, pues alzó una mano apaciguadora.

—Señora Aurich —se dirigió a ella con dulzura—. Por favor, tranquilícese. Sólo quiero ayudar, créame.

—¿Ayudar? Me mantiene aquí encerrada y me miente. ¿Eso es ayudar? Devuélvame de inmediato mis ropas y déjeme salir de aquí. Esa es la única ayuda que necesito de usted.

El movió la cabeza en señal de negativa manteniendo la gravedad en el semblante.

—Por desgracia, el estado en el que se encuentra usted en estos momentos no lo permite —le dijo—. Si entra usted en razón y coopera, podrá salir pronto de aquí, se lo prometo —añadió precipitadamente, al detectar cómo la tensión alteraba la expresión de Sibylle.

—¿Dónde está mi hijo? ¿Y mi marido? —preguntó Sibylle insistentemente, preguntas ante las que Muhlhaus reaccionó sacudiendo la cabeza de nuevo y resoplando con un gesto teatral.

—Usted no tiene hijos, señora Aurich. Y hasta que no lo acepte, no podré dejarla marchar. Ahora mismo constituye usted un peligro para los demás y también para sí misma. Debe descansar un poco, por favor —insistió, mientras se giraba para marcharse.

Si se va ahora y te deja aquí, se acabará todo. ¡Piensa en tu hijo!

Apenas tres pasos separaban a Muhlhaus de la puerta. Sibylle recorrió desesperadamente la penumbra con la mirada, ignorante de qué buscaba.

Dos pasos.

¡Lukas...!

Otro paso más. Con la audacia propia de la desesperación se impulsó hacia delante, arrojándose pesadamente sobre la espalda de aquel médico de delicada figura, quien se tambaleó hacia la puerta para finalmente caer al suelo. Sibylle pretendía aprovechar el inesperado asalto para lanzarse sobre él e inmovilizarlo, pero Muhlhaus no se movía. Parecía haber quedado inconsciente.

Sibylle sintió acelerarse su respiración. Sus piernas cercaban el cuerpo inerte del médico.

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