Authors: Arno Strobel
Daniela Randstatt no estaba casada. Se había separado del padre de su hijo tres años atrás. Este vivía en alguna parte del extranjero y no había podido ser localizado.
Se rogaba a la población que facilitara cualquier clase de información.
Dobló el periódico y lo depositó sobre la mesita de noche de nuevo.
—No recuerdo al padre de Lukas. Sé que había alguien, pero... —se pasó la mano por los ojos y dirigió su mirada a Wittschorek—. Cuénteme todo lo que sepa, por favor.
—Bien —dijo él—. Lo que no sabe usted es que pertenezco a la policía estatal y no a la de Ratisbona. Hace más de un año recibimos información según la cual, al parecer, la empresa CerebMed Microsystems de Múnich estaba tratando de contactar con algunos servicios secretos extranjeros. El asunto era peligroso, porque al parecer CerebMed estaba experimentando con métodos para manipular la personalidad. Dos países del este habían mostrado interés por la oferta, de modo que era perentorio intervenir. Personalmente es posible que nunca me hubiera ocupado de este tema, pero conocía al hijo del dueño de la empresa, Robert Haas, por haber estudiado juntos en un internado.
»Hacía tiempo que no sabía nada de él, y una noche me lo encontré por casualidad en un club del centro. Celebramos nuestro reencuentro con mucho alcohol y en algún momento me contó que trabajaba en la empresa de su padre, pero que tenía mayores ambiciones. Yo le confié entonces que no ganaba mal en la policía, pero que tenía problemas económicos por importantes deudas de juego. Quiso saber dónde trabajaba exactamente, y puesto que conozco a algunos compañeros de Ratisbona, y además sabíamos que Haas estaba muy bien relacionado con las más altas esferas de la policía de Múnich, le nombré aquella otra ciudad. Bueno, cuando nos despedimos, Robert me preguntó si podría estar interesado en un pequeño trabajito adicional para poder pagar mis deudas. Dudé un poco, para disimular, pero sin rechazar la propuesta.
Wittschorek inclinó la cabeza un poco y continuó hablando.
—¿Sigo? ¿O está usted demasiado cansada? ¿Continúo más tarde?
—De ningún modo —protestó Daniela—. Siga contando.
—Bien. Solamente dos días después, me llamó Robert y me preguntó si había reflexionado acerca de su oferta. Así que nos citamos y ese Hans nos acompañó. Hans apenas habló, sólo me hizo un par de preguntas. Yo ya me había estado preparando y les conté algunas cosas de mí que les interesaban. Robert estuvo muy solícito cuando le expliqué que necesitaba urgentemente cincuenta mil euros, y me dijo que seguro que podía compensárselo en algún momento. Un par de meses después me explicó lo de la técnica revolucionaria que había desarrollado su padre. Estaba entusiasmado y reveló muchos detalles.
—¿Y por qué no intervino ya entonces?—le interrumpió Daniela—. Podría haber evitado muchas cosas.
—Por desgracia, era bastante complicado. Deteniendo a Gerhard Haas sin pruebas firmes hubiese arriesgado mi empleo. En Múnich ni siquiera podíamos actuar, porque cada vez que preguntábamos acerca de CerebMed nos explicaban que de eso se ocupaban las altas instancias y desaparecía la documentación. No había forma de acercarse a Haas. Hace ocho días, me llamó Robert porque su padre quería hablar conmigo urgentemente. Hasta entonces no había disfrutado de ese honor y albergué esperanzas de poder, finalmente, ver qué ocultaban allí. Pero no fue así, aunque el profesor Haas me explicó con toda claridad qué esperaba de mí. Tenía contactos entre los médicos de otras ciudades que colaboraban con él, por ejemplo, en Ratisbona.
—¿El Doctor Olaf Kuss? —preguntó Daniela y Wittschorek la miró sorprendido.
—¿Cómo lo sabe?
—Su nombre estaba en mi agend... en la agenda de Sibylle Aurich.
Ambos guardaron silencio durante un momento.
—Continúe, por favor —rogó Daniela.
—Haas me explicó que estaba realizando unos tests para curar trastornos de personalidad. Y que esas pruebas no eran legales porque no estaba permitido realizar experimentos con humanos, pero que, por supuesto, eran inofensivas y nadie sufriría daño alguno. Necesitaba mi ayuda para asegurarse de que sus voluntarios no tuvieran problemas con la policía.
»En agradecimiento por mi colaboración, me ayudaría a resolver un caso de secuestro. Confesó, aunque de forma indirecta, que sus colaboradores habían «convencido» a Sibylle Aurich a ofrecerse como voluntaria porque, según se vio tras un chequeo realizado por el Doctor Kuss, era una candidata ideal. Este «convencer» no era más que el secuestro de la pobre mujer, como poco después supe a través de Oliver, que era quien se ocupaba del caso. —Wittschorek suspiró—. Por supuesto, me hubiera gustado detener a ese individuo inmediatamente, pero, ¿y las pruebas? No teníamos nada, sólo una insinuación suya, ignorábamos dónde se encontraba Sibylle Aurich ni qué pensaba hacer Haas con ella. —Miró fijamente sus manos con el semblante grave ahora—. Tal vez hubiéramos podido impedir lo que les pasó si hubiésemos intervenido entonces, aunque quizá lo hubiéramos empeorado todo, no lo sé. —Volvió a mirarla y Daniela comprendió lo mucho que debía torturarle ese pensamiento—. Cuando de repente apareció usted, señora Randstatt, comencé a hacerme una idea de lo que era capaz ese Haas.
—¿Y por qué no me lo advirtió? ¿Por qué no me dijo que no soy Sibylle Aurich? Yo... casi me vuelvo loca, ¡y esa angustia por mi hijo! E ignoraba si realmente estaba perdiendo la razón.
—Ya le dije en nuestro primer encuentro que usted no era Sibylle Aurich. Más no podíamos hacer, hubiera sido demasiado peligroso. No hubiera parecido usted auténtica si lo hubiera sabido todo. Temíamos que le hicieran daño.
Daniela miró fijamente su colcha. Sabía que él tenía razón.
—¿Y qué pasa con esa clínica en Ratisbona, aquella en la que me desperté?
Wittschorek asintió.
—Por suerte, dos de los colaboradores de Haas han confesado y nos han contado muchos detalles, de modo que sabemos muchas cosas, aunque aún no todas. Ahora le explicaré lo de la clínica de Ratisbona, pero en primer lugar quiero que sepa cómo se ha enredado usted en esta historia. Al parecer, solía llevarse a menudo a su hijo cuando trabajaba por la tarde, porque no tenía a nadie con quién dejarlo.
Miró inquisitivo a Daniela que detectó un recuerdo borroso en esa dirección.
Asintió.
—Sí, es verdad.
—Una de esas tardes, a Lukas se le ocurrió ir a investigar por ahí, y la puerta al sótano estaba abierta porque Robert no la había cerrado bien. Lukas bajó al sótano, investigó un poco, nadie sabe qué vio exactamente, pero una cámara de vigilancia lo recogió todo. Usted había acabado su turno cuando alguien vio las imágenes de la cámara. El Doctor envió a Hans a buscarla para quitarle al niño, y como nadie sabía si ya le había contado algo del pasillo oculto del sótano, la secuestraron también.
Daniela volvió a ver aquella escena.
El brazo con el tatuaje azul.
El niño arrastrado hacia el interior de aquel vehículo.
—Creí que se trataba de un sueño. ¿Cómo puedo haberlo recordado?
—Eso es exactamente el punto con el que no había contado Haas —explicó Wittschorek—. Como receptora, había que evitar que padeciera los mismos daños cerebrales que la donante, de modo que las conexiones en su cerebro habían de crearse de forma mucho más tenue. Eso significa que los recuerdos implantados sólo se mantienen en la memoria a corto plazo y tras unos días se difuminan cada vez más si no se renuevan. Además, al parecer no es posible sobrescribir sentimientos y recuerdos de tanta intensidad como los que una madre siente por su hijo. Son demasiado intensos.
Mi hijo... No tiene usted hijos... Mi Lukas... Usted nunca ha tenido hijos...
—Hacía ya varias semanas que Haas había guardado el molde cerebral de Sibylle Aurich en Synapsia. Sólo necesitaba a alguien con quien probarlo. Cuando vio que tenía que hacerla desaparecer, pensó que podía combinar ambas cosas.
»Hans, mientras tanto, buscaba donantes procedentes de diferentes ciudades para que nadie reconociera al receptor cuando adquiriera la identidad del donante.
Daniela sacudió la cabeza.
—No lo entiendo.
—No se lo reprocho, señora Randstatt. Por desgracia, hemos descubierto que Haas no sólo ha secuestrado a Sibylle Aurich, sino también a una mujer de Stuttgart, una de Augsburgo y a un hombre de Karlsruhe.
—Dios mío, ¿y también los ha...?
Wittschorek asintió y Daniela se cubrió el rostro con las manos.
—¿Se recuperarán alguna vez? Esa pobre mujer...
Wittschorek parecía incómodo.
—Sinceramente, no lo sé.
—¿Al menos han destruido esa cosa, ese Synapsia?
—No. Cabe la posibilidad de que ese aparato sea lo único que pueda salvar a esas personas.
El recuerdo de aquel terrible artefacto le provocó escalofríos a Daniela. Intentó olvidar que Haas había colocado aquello sobre su cabeza para experimentar con ella.
—¿Y qué es eso que me ha contado de las diferentes ciudades? —preguntó.
—Es muy sencillo, en realidad: Como usted vive en Múnich y Sibylle Aurich en Ratisbona, era de prever que nadie la reconociera en su identidad de Daniela Randstatt.
—Pero en ese sótano...
—Sobornaron al conserje para que les dejara usar el sótano durante un par de días y se cuidara de que nadie entrara allí.
Haas ignoraba cómo reaccionaría usted al despertar. Habían previsto dejarla escapar, o sedarla de nuevo si sus recuerdos no eran los adecuados. Cuando le habló a ese hombre de su hijo, su primera reacción fue volverla a sedar y parar el experimento, pero luego Haas pensó que sería interesante ver cómo actuaba usted siendo Sibylle Aurich, por lo que decidió permitirle huir. A partir de ese momento, Hans la estuvo siguiendo y Robert y yo sabíamos dónde se encontraba a cada momento. Por supuesto, también lo sabían el comisario jefe Grohe y los compañeros de la policía del estado, pero eso es algo que Robert y Haas ignoraban.
—De modo que me ha estado usted usando de señuelo.
Él vaciló.
—Sí, podría decirse que sí. Pero, tal como le digo, sabía dónde se encontraba usted a cada momento, y... Ya ha visto lo que esos perturbados han hecho con la señora Aurich. Imagine que Haas hubiera logrado vender Synapsia a un país que no se toma demasiado en serio lo de los derechos humanos. Teníamos que pararle los pies.
Ella reflexionó y finalmente asintió.
—Sí, tiene razón.
Se miraron unos instantes.
—Señora Randstatt, conseguirá usted superarlo —dijo el comisario finalmente.
Antes de que pudiera contestar, el comisario jefe Grohe se levantó.
—Voy a ver qué hacen la señora Wengler y el niño.
Ella aguardó a que se hubiera cerrado la puerta y sólo entonces habló.
—Siento cómo vuelven a mí cada vez más recuerdos de Lukas y también de Múnich. Y aparecen rostros que aún no identifico, pero sé que conozco. Me gustaría... quisiera... Bueno, me gustaría poder saber cuáles de esos recuerdos son realmente míos.
El semblante de Wittschorek era serio.
—Los médicos creen que los recuerdos de la señora Aurich irán desapareciendo y los suyos se impondrán con el tiempo. Pero ha de tener paciencia, tardará un poco.
Se miraron largo rato y Daniela sintió cómo aquella mirada provocaba cierta calidez en ella.
—Tendrá que quedarse aquí un par de días —dijo Wittschorek, volviendo a examinar sus manos—. Pero... cuando salga usted de aquí, me gustaría seguir comprobando que usted y su hijo se encuentran bien... si me lo permite usted.
—Se lo permito —contestó ella sonriente, y cubrió la mano de él con la suya.
Martin Wittschorek apretó suavemente su mano y se levantó.
—Le diré a Lukas que entre.
Poco antes de que hubiera alcanzado la puerta ella lo llamó.
—¿Comisario Wittschorek?
El se volvió.
—¿Me haría el favor de visitarme también aquí, en el hospital? Para poder archivarle en mi memoria a largo plazo.
El asintió y le sonrió.
—Lo haré. Con mucho gusto, señora Randstatt.
Poco después, un niño pequeño abrazó tan fuertemente a su madre que parecía no querer separarse de ella jamás.
Jamás.
Fin
Les doy las gracias a todos aquellos que han colaborado directa o indirectamente en la elaboración de esta novela. En especial a:
Mi mujer, Heike, que me libera de obligaciones y con ello me crea un espacio para escribir, además de advertirme acerca de pensamientos específicamente masculinos asignados a mi protagonista femenina.
Laura, Christine y Alexander, por su renuncia no siempre voluntaria a ocio y juegos compartidos con papá, porque éste se encuentra sentado ante su escritorio.
El Doctor Christian Glöckner, por las interesantes conversaciones sobre posibilidades médicas y aquello que es imaginable para el futuro, así como por su guía turística por la ciudad de Ratisbona.
Silke Frohn, por su revisión del manuscrito.
Mi agente, Joachim Jessen de la agencia literaria Schlück, con el que me siento seguro y bien cuidado.
Mi lector, Volker Jarck, por su lectura tan reveladora y sus inestimables sugerencias para todas las dudas que me surgían.
El equipo completo de la editorial Fischer, que se ha ocupado con mucha dedicación del libro.
Y a usted, estimada lectora, estimado lector, por su interés en mis novelas.