Authors: Arno Strobel
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Haas a Wittschorek de modo un tanto brusco—. ¿Y cómo se le ocurre traer también a ese?
Señaló con la cabeza a Grohe.
—Lo siento, Doctor —contestó Wittschorek, apartando a un lado al comisario jefe—. Por desgracia, la señora Wengler ha llamado por teléfono a mi compañero contándole que su amiga Sibylle Aurich había vuelto a ser secuestrada y se hallaba en grave peligro. Grohe avisó a la policía de Múnich e insistió en venir hasta aquí inmediatamente. No he tenido más remedio que acompañarle, de lo contrario hubiera traído a cualquier otro compañero. Imagino que ya habrá contactado con usted la policía, ¿no es así?
Haas asintió.
—Han estado aquí. Tuve que llamar al jefe de policía para solucionar este asunto. Todo ha sido muy molesto. Espero que en el futuro se puedan evitar tales incomodidades.
Sibylle sintió deseos de llorar. Había sido un error entrar así, sin más, en CerebMed.
No importa. No te rindas, ¡eso jamás!
Tras todo lo que había pasado en los últimos días, en los que había, incluso, llegado a dudar de la existencia de Lukas, al que creyó producto de su fantasía, ahora, que había vuelto a encontrarlo, no abandonaría mientras le quedara un hálito de vida.
—Ya que está aquí, le mostraré también para qué se ha dejado sobornar. Sígame.
Haas volvió a repetir el código y apoyó de nuevo el pulgar en la puerta.
La habitación en la que entraron ahora era inmensa, ocupaba aproximadamente cien metros cuadrados. Las paredes, pintadas de un blanco estéril, le proporcionaban una cierta atmósfera de hospital, el suelo era de PVC de color gris. Había tres mesas con cuatro sillas cada una y un rincón en el que habían instalado una pantalla de televisión. Estanterías blancas que llegaban hasta el techo, todas ellas prácticamente vacías, cubrían la pared situada a la izquierda.
—Nuestros pacientes se encuentran una planta más abajo —explicó Haas de forma escueta—. Llamamos a esta zona el pasillo oculto. Síganme, por favor.
Avanzó un par de metros y se acercó a las estanterías, apartando una de las cajas situada en una balda que se encontraba aproximadamente a la altura de su pecho. Apareció un objeto que podría describirse como una máquina registradora antigua. Haas tecleó y de nuevo se oyó un zumbido prolongado, semejante a aquel que había accionado la puerta metálica. Una sección de las estanterías se trasladó hacia atrás, sin hacer apenas ruido, paró unos instantes y a continuación se movió hacia un lado liberando una entrada del tamaño de una puerta normal.
Haas cruzó sin titubeos y Sibylle le siguió. Unas escaleras angostas, iluminadas por focos de neón, les condujo una planta más abajo, hasta que desembocaron de nuevo en un largo y amplio pasillo con varias puertas a ambos lados.
Aproximadamente a mitad del pasillo, Haas se detuvo ante una puerta de doble hoja. Se dirigió a Robert.
—Trae a la señora Aurich —le ordenó.
Sibylle miró a su hijo y se puso en tensión. Si aquel individuo pretendía alejarla de allí se defendería con pies y manos. Pero en lugar de acercarse a ella, Robert simplemente asintió y desapareció por una puerta a su derecha. Haas abrió una de las hojas de la puerta, aparentemente sin cerrar con llave, y pasó a través de ella con Lukas.
Sibylle entró a su vez en la habitación, vacilante y desorientada, después de que una mano se posara en su espalda y la animara con una ligera presión. Se volvió, encontrándose con los ojos sin vida de Hans.
—Por favor —dijo éste, pareciéndole a Sibylle extrañamente tímido. Sibylle ignoró los escalofríos que amenazaban con paralizarla y continuó caminando mecánicamente.
Las paredes de esta nueva estancia habían sido tapizadas con paneles de madera oscura. Sibylle se detuvo, sorprendida, tras avanzar unos pocos metros. Pequeños nichos con lámparas ocultas a la vista ofrecían una suave luz indirecta. No había iluminación alguna procedente del techo, a excepción de un foco que alumbraba un extraño objeto situado justo en el centro de aquella habitación. Se trataba de una especie de camilla de color negro, ligeramente inclinada, que se sostenía sobre un ancho pedestal. El conjunto ofrecía el aspecto de un sillón de dentista ultramoderno. Alrededor del cabecero, formando un semicírculo, se distinguían diversos aparatos y monitores de aspecto complejo. Dos metros más allá vio un armario, igualmente de color negro. Un conjunto de cables, del grosor de un brazo, conectaban aquellos aparatos con el armario.
Parece una película de ciencia-ficción.
Sin embargo, lo que más logró impresionar a Sibylle fue un objeto que parecía una especie de casco formado por una intrincada red de cables y que colgaba sobre la camilla como si de la soga de un ahorcado se tratase.
—Esto es Synapsia —proclamó el Doctor Haas, y por primera vez detectó Sibylle en su voz algo semejante a una emoción: orgullo—. Teniendo en cuenta que contamos con dos nuevos voluntarios, creo que puede justificarse el hecho de que les explique primero en qué innovador proyecto científico están a punto de participar.
Tras ellos se oyó un ruido, y el Doctor miró hacia allí.
—Ahí está. Jane, ¿puedo presentarle a Sibylle Aurich?
No se sintió aludida y no se dio la vuelta hasta que no oyó el grito de terror de Rosie. Se le cortó la respiración.
A pocos metros de distancia se hallaba un ser que parecía un cadáver preparado para su aparición en una película de terror. La mujer estaba escuálida, una bata blanca le colgaba informe de sus huesudos hombros. Su rostro presentaba un aspecto cerúleo, y ni un solo músculo en él se movía. Su boca, ligeramente abierta, dejaba escapar un hilo de saliva de la comisura de los labios. Aquel rostro parecía congelado, totalmente paralizado. Los pómulos se destacaban en aquella piel pálida y grisácea como si estuvieran a punto de atravesarla. Mechones sueltos de un cabello rubio ceniza enredado le cubrían parcialmente la cara.
El aspecto que ofrecía era terrible, pero lo peor de todo eran los ojos, abiertos de forma antinatural hasta el límite y mirando fijamente hacia un punto indeterminado al frente. Las pupilas no se movían ni un solo milímetro. Daba la impresión de que aquellos ojos habían llegado a contemplar algo tan inhumanamente aterrador, que en ese mismo instante habían quedado petrificados.
—Está usted completamente loco —oyó Sibylle decir a Grohe lentamente.
También percibió un gemido, y sospechó, más que supo, que había sido ella misma quien lo había emitido. Había reconocido aquel rostro, a pesar de su terrible deformidad. Aquel rostro le era muy familiar.
Tenía delante a la mujer que acompañaba a Hannes en la fotografía del viaje de novios.
El aspecto de la auténtica Sibylle Aurich era terrible, pero aún así, tuvo que realizar un importante esfuerzo para apartar la vista de aquella mujer. Finalmente lo logró.
Cuando se decidió a mirar a Haas, el perfil de éste quedó parcialmente borrado por las lágrimas que acudieron a sus ojos.
—¿Qué clase de monstruo es usted? —logró exclamar—. ¿Qué le ha hecho a esa pobre mujer?
—He creado una técnica que abre nuevas perspectivas en la curación de personas con enfermedades mentales. Y esa es sólo una mínima parte de las posibilidades que ofrece Synapsia. Se comprende que al principio hay que hacer algún que otro sacrificio, y espero que pronto logremos utilizar a los donantes sin que aparezcan estos... estos efectos secundarios indeseables.
—¿Donantes? ¿Utilizar? ¿Qué significa todo eso?
El hizo un gesto vago con la mano.
—Espera, Jane. Ahora lo explicaré todo.
—No me llame Jane. Dígame cuál es mi nombre de verdad. ¿Quién soy en realidad?
—¡Pero mami, te llamas Daniela! —dijo Lukas, apartándose rápidamente del Doctor y acercándose a su madre.
Sibylle se agachó y le abrazó con fuerza. La sensación de sentir por fin a su hijo junto a ella, poder oler su piel, le provocó nuevas lágrimas.
Temía que alguien intentara apartar al niño de su lado y lo sujetó con tanta fuerza que el pequeño gimió de dolor.
Una mano se apoyó sobre su hombro, los dedos apretaron con suavidad para llamar su atención. Soltó a Lukas y levantó la cabeza.
Hans señaló al Doctor con la cabeza. Ella se irguió, pero se cuidó de mantener a su hijo próximo.
¿Daniela? Aquella mujer de CerebMed también me llamó así...
—Su nombre es Daniela Randstatt, trabaja usted con nosotros. Todo lo demás es irrelevante ahora.
Sus pensamientos se agolparon.
Daniela. Daniela Randstatt.
Sí, aquel nombre le era familiar. Como si se tratase del nombre de una antigua, muy querida, íntima amiga, en la que no pensaba desde hacía algún tiempo.
Lukas Randstatt. Mi hijo.
—Dígame, ¿yo conocía todo esto? ¿He tenido algo que ver con este... con Synapsia?
—No. Usted trabaja en administración. Esta zona de aquí sólo es accesible a un círculo muy limitado de colaboradores. Y usted no pertenece a él.
Sintió alivio, pero, simultáneamente, la asaltaron mil nuevas dudas.
—Pero, ¿por qué...?
—Alto —dijo Haas y alzó la mano como un agente de tráfico—. No más preguntas. Sibylle Aurich es una donante. Y usted una receptora, al igual que lo serán muy pronto estos dos señores de aquí.
Miró primero a Grohe, después a Rosie, antes de seguir hablando.
—Con todo lo que saben no puedo utilizarlos, por desgracia, como donantes. Y no es difícil de imaginar qué papel, si donante o receptor, es el más agradable. Le he presentado a la señora Aurich para convencerla de que le conviene colaborar conmigo y contestar en los próximos días hasta la más mínima de mis preguntas. No hemos intentado hasta ahora convertir a un receptor en un donante, pero sería interesante sin duda ver qué ocurre en ese caso.
Haas hizo una seña a su hijo, que aún continuaba acompañando a aquel desgraciado ser en el que se había convertido Sibylle Aurich. Robert le hizo dar la vuelta a la mujer y la empujó, tras lo cual ésta echó a andar. Su cuerpo desprovisto de voluntad obedeció a las señales de las manos de Robert.
—Oirán ahora un breve discurso explicativo sobre el potencial de Synapsia —explicó Haas atrayendo de nuevo la atención—. El procedimiento mediante el cual ha sido desarrollado Synapsia es muy innovador. Aunque dos de ustedes muy pronto no recordarán nada de lo que voy a decir, para usted, Jane, sí que será de interés saber cómo se convirtió en lo que es ahora. —Calló y miró a Wittschorek—. También será interesante para usted, comisario. Espero que sepa valorar lo que le ofrezco.
Sin esperar la reacción de Wittschorek a sus palabras, volvió a dedicar su atención a Daniela.
—Cuando vea lo que he logrado realizar en usted comprenderá por qué he de conocer cada uno de los pensamientos que haya tenido en los dos últimos días. Acérquese un poco más.
Daniela, que hasta poco antes había creído llamarse Sibylle, dio dos pasos en su dirección arrastrando a Lukas consigo.
—Mami, no quiero seguir aquí—se quejó el niño, y a ella se le partía el corazón al escuchar aquellas palabras. Le acarició la cabeza con intención de tranquilizarlo y apretó su cabeza suavemente contra su propio cuerpo.
—Intentaré simplificar al máximo mis explicaciones —comenzó Haas—. Desde los orígenes mismos de la ciencia médica, el ser humano intenta comprender el funcionamiento del cerebro, y, en especial, de la memoria. ¿De qué modo logramos recordar? ¿Qué fuerza posee ese sistema y de dónde procede exactamente? Ya Cicerón se hizo esa pregunta en el siglo I. Se ha pensado que una vez se sepa cómo y dónde se archiva lo aprendido sería posible introducirle al ser humano cualquier tipo de conocimiento en su cerebro artificialmente. Hace ya muchos años que se descubrió la sinapsis, y los científicos poseen una idea aproximada de cómo funciona nuestra memoria. Pero sólo, como digo, aproximada. Sin embargo, yo, he descubierto las claves del funcionamiento del cerebro humano. —Haas hizo una pequeña pausa para mirar significativamente a todos los presentes—. Si recordamos a un perro, ello no significa que en nuestra cabeza se halle la imagen de un perro. No, ese perro está archivado en una red de células nerviosas que unen entre sí conceptos tales como pelaje, animal, ladrar, salir a dar un paseo, educar, hueso y muchos otros más. En los puntos de contacto de esas células nerviosas se sitúan, con bifurcaciones increíblemente numerosas y finas, las sinapsis. Una sola célula nerviosa contiene alrededor de diez mil sinapsis. Siguiendo con la idea del perro, cuando vivimos algo nuevo, o aprendemos, o vemos, todo eso es descompuesto en diversas características por nuestro cerebro, que las archiva formando una red determinada de conexiones sinápticas. Cuanto más a menudo veamos a ese perro, tanto más firme se unirá esa red de conexiones entre sí. La percepción ocasional se convertirá en recuerdo permanente. Si me han podido seguir hasta aquí, comprenderán también cómo funciona Synapsia.
Guardó silencio de nuevo, como intentando crear cierto suspense.
—Enviamos una corriente eléctrica de baja intensidad a través de toda la red neuronal del cerebro. En cada punto en el que se ha creado previamente un puente entre las sinapsis, la corriente avanza, donde éste no existe, se detiene. Y en ese preciso instante, en la milésima de segundo en la que todos esos puentes finísimos son atravesados a la vez por nuestra corriente eléctrica, Synapsia aprovecha esa misma electricidad para crear un molde de los miles y miles de millones de puentes. Una copia exacta a escala 1:1 del original. Un milagro.
De nuevo calló, estudiando uno a uno a los presentes, como si esperara algún aplauso.
—Ese molde lo guardamos, archivamos y colocamos a un receptor sobre su cabeza como si se tratase de un casco. Utilizamos su cerebro como si estuviese completamente vacío, limpio, como materia en bruto, por así decirlo, reescribiendo todas las conexiones sinápticas y, con ello, los recuerdos. Eso significa, en resumidas cuentas, que puedo copiar el cerebro de un sacerdote y colocárselo a un criminal-receptor. O, para ser más realistas, copio el cerebro de una mujer insignificante, a la que podremos llamar, por ejemplo, Sibylle Aurich, y le coloco el molde a otra mujer cualquiera, que pudiera ser, quizá, Daniela Randstatt.
Durante unos instantes nadie habló. Daniela miró fijamente aquel extraño artefacto y sintió fuertes deseos de vomitar. Le costó grandes esfuerzos controlar las náuseas.