Pasillo oculto (29 page)

Read Pasillo oculto Online

Authors: Arno Strobel

Cadáveres femeninos.

Sibylle sintió que le volvían a fallar las piernas, aunque no quiso profundizar en aquella sensación. Si caía, pues nada, aterrizaría en el suelo. Ya le daba igual.

—¿Hay algo de verdad en todo lo que me has contado?

De nuevo apareció aquella irritante sonrisa.

—Algo de verdad, algo de verdad, déjame pensar... Bueno, cuando te he explicado qué hemos hecho contigo, me he quedado muy, muy corto. Hemos estado influyendo en tu cerebro, sí. Pero cómo exactamente...

Una sombra se acercó, deteniéndose detrás de Christian, el cual gritó, sorprendido, cuando de repente una mano desconocida presionó un objeto duro contra la parte posterior de su cabeza.

—No te muevas —amenazó una voz cortante—. Dispararé al menor movimiento y te aseguro que me será indiferente lo que te ocurra, maldito cabrón.

Una voz agradablemente conocida. Sibylle se sintió desfallecer, se mareó. A espaldas de Christian había aparecido una persona de quien sólo alcanzaba a distinguir levemente algunos retazos de ropa y un pañuelo verde con adornos blancos.

¡Rosie!

Christian estaba envarado, no osando moverse ni siquiera cuando se adelantó una mano pecosa para sustraerle lenta y cuidadosamente su pistola.

El arma ya no apuntaba a Sibylle. Apareció otra mano, sosteniendo una rama de árbol que ahora lanzaba muy lejos. Mientras, la primera mano presionaba con la pistola de Christian firmemente la nuca de éste. El pañuelo verde desapareció, descubriendo unos cabellos de una tonalidad tan intensamente roja como Sibylle sabía que sólo vería una única vez en su vida.

—Rosie —susurró, con desmayo—. Pero, ¿cómo...?

—Chiquilla —dijo Rosie sonriente—. ¿Creíste de verdad que Rosie te abandonaría?

—Pero...

Rosie le restó importancia con un gesto.

—Más tarde. Ahora, cuenta... ¿qué pasa con tu hijo?

—Con mi... No existe ese niño —dijo Sibylle, y sintió cómo de inmediato los ojos se le anegaban en lágrimas.

—¿Qué? —preguntó Rosie, abriendo mucho los ojos—. ¿Estás segura?

Sibylle titubeó levemente, pero asintió al fin.

—Dios mío. Me lo tienes que contar todo con detalle, pero primero larguémonos de aquí antes de que vuelva a aparecer ese zombi. Y por si acaso, este señor tan encantador de aquí nos acompañará.

Apartó la pistola de la cabeza de Christian y se la apoyó en la espalda. Que no empleaba demasiada delicadeza en ello pudo deducirlo Sibylle por el rostro, contraído por el dolor, de Christian.

—Aparta inmediatamente el arma, maldita bruja. No tenéis ninguna oportunidad. Hans disfrutará muchísimo rebanándoos el cuello a las dos.

—¿Sabes qué es lo que más me sorprende, cabrón de mierda? —insultó Rosie sin dejarse impresionar por las amenazas de él—. Para lo bocazas que eres, me parece que tiemblas demasiado. ¿Acaso tienes frío?

Sibylle aún no había logrado calmarse del todo. Le resultaba imposible mantener bajo control la impresionante tormenta que se había originado en su cabeza.

—Rosie, pensé que eras... Dios mío, Rosie, yo... ¡Lo siento tanto!

Rosie sacudió la cabeza, golpeó a Christian en el hombro con su mano libre y señaló hacia la salida del aparcamiento, en la que se encontraba aparcado un Renault Clío.

—Hacia allí. Vamos. Rápido.

Sibylle siguió a ambos como en trance. Cuando alcanzaron el vehículo que Rosie había señalado previamente, ésta le tendió a Christian la llave del contacto.

—Conduces tú. Pero yo estaré sentada detrás de ti todo el tiempo, apuntándote a la nuca. Y para que quede claro de una vez por todas: estoy hasta las narices de bocazas cobardes que se divierten maltratando a las mujeres. Y no tengo escrúpulos en meterte una bala en la cabeza, porque eres un asqueroso criminal, y eliminar a un asqueroso criminal es más o menos defensa propia. ¿Te ha quedado claro?

Capítulo 37

Hans estaba furioso.

Me besaste.
Era lo que había dicho Jane. Y Rob había añadido que hubiera hecho mucho más que eso si ella no hubiera sido una mujer tan reprimida. Es decir, que ella le había rechazado.

Fragilidad. Algo había despertado en la mente de Hans, algo desconocido que le había evocado aquella palabra. Fue sólo un leve resplandor, después, volvió a centrar su pensamiento en Rob.

No sólo había intentado mancillar a Jane, además le había humillado a él en presencia de ella.

Rob le había culpado de su propia incapacidad. Jane jamás hubiera logrado abandonar sola el hotel si Rob hubiera permanecido en su propia habitación en lugar de pasar a visitarle a él.

Y además le había estado dando órdenes, a pesar de que no se trataba de su superior.

Hans no permitió que nadie advirtiera su furia. Ni siquiera consintió que aquel terremoto interior que parecía estar a punto de desencadenarse en él se liberara del todo. Cuando uno se enfurecía con otra persona, se debía habitualmente a que, por algún motivo, se estaba incapacitado para imponerle a ésta algún tipo de castigo por su estúpida actuación. Pero si se sancionaba a quien provocaba la furia debidamente, ésta tendía a desaparecer, ya que existía la certeza de que pronto se alcanzaría la satisfacción requerida.

De modo que Hans cruzó a paso ligero la recepción. Vio al hombre del pelo amarillo, aunque sin fijarse en él, pues sabía que no le detendría. Cada vez que se encontraba con aquel individuo sentía deseos de sacar su bayoneta de la cartuchera y cortarle aquel pelo amarillo con sus propias manos.

Hans insertó el código de acceso: 5 3 7 9 8, en una de las puertas en las que desembocaban lateralmente las galerías, y ésta se abrió emitiendo un suave sonido vibrante.

Se introdujo a continuación en un amplio pasillo del cual partían, en ambas direcciones, corredores menores, y que conducían hasta la zona de administración de CerebMed.

El sonido que ocasionaban sus rápidos pasos fue ahogado casi por completo por la gruesa alfombra de color azul oscuro con la que se había cubierto el suelo de la zona de oficinas. Hans giró por uno de los pasillos a su derecha, que desembocaba tras pocos metros en una nueva puerta. También aquí había que introducir un código, pero, a diferencia de la primera puerta, también había dispuesta adicionalmente una pequeña caja de color gris al lado de la pantalla con los números. Sacó su cartera del pantalón y extrajo una tarjeta de plástico que sostuvo ante la caja de color gris, actuación que el sistema electrónico registró con un fuerte pitido. A continuación introdujo su código secreto personal, y tras un segundo pitido por fin se oyó el zumbido del mecanismo de apertura.

Inmediatamente tras la puerta encontró unas escaleras de cemento que conducían hacia abajo, compuestas por un total de diecisiete escalones. Hans los contaba cada vez que accedía al laboratorio. Cuando bajaba o subía otras escaleras no le interesaba lo más mínimo de cuántos escalones se componían. Sólo en esta escalera tan especial había decidido en una ocasión, sin motivo aparente, contar los escalones, y otra vez al día siguiente, porque había olvidado cuántos había sumado la primera vez. Y después se había convertido en una costumbre, en un ritual. Pero sólo esta escalera. Sólo aquí.

Llegó a un pasillo iluminado por una hilera de lámparas de neón y giró hacia la izquierda. Ya no se sentía furioso. La necesidad de castigar a aquel individuo había sido registrada y no había necesidad de seguir pensando en aquel asunto. Por supuesto, hubiera sido interesante reflexionar acerca de las miles de posibles consecuencias que podía conllevar el castigo que pensaba imponerle a Rob, pero ahora no era el momento para ello.

Hans sintió ascender en él la sublime sensación de poder que siempre le invadía cuando modificaba a través de sus acciones el destino de alguna persona.

Se le acercó un hombre enfundado en una bata blanca y le saludó brevemente. Hans respondió al saludo, le conocía, pertenecía al equipo del Doctor. Apenas tenía contacto con esa gente, sólo les veía de vez en cuando en la oficina del Doctor. Eran los responsables de los donantes. Qué hacían exactamente era algo que Hans ignoraba hasta que se requería su intervención personal. Como ahora en el caso de Jane Doe.

Poco antes de llegar a la gruesa puerta de acero por la que había salido el hombre de la bata tuvo que girar. Esta nueva puerta contaba con mayor seguridad aún que las anteriores. Aquí, además del código numérico no se requería la presentación de una tarjeta, sino de una huella digital.

Hans no tenía acceso a las habitaciones que se encontraban más allá de esa puerta. Al menos, no podía ir solo. Sin embargo, el Doctor le había llevado muchas veces. Allí se encontraban los laboratorios no oficiales. A diferencia de los situados en la primera planta del edificio de CerebMed, donde la mayor parte de los científicos se ocupaban de cosas sobre las que se informaba de vez en cuando en los periódicos o en televisión, aquí trabajaba sólo un círculo reducido de los hombres de mayor confianza del Doctor.

Hans recordó las estanterías detrás de las cuales se ocultaban otras escaleras, escaleras que conducían a un nuevo sótano.

Al pasillo oculto.

Nadie que no supiera qué había que hacer exactamente encontraría la entrada al pasillo oculto.

Allá abajo estaban situadas las habitaciones de los donantes, aunque Hans se preguntaba para qué necesitaban habitaciones aquellos seres. Además, también había algunos laboratorios y una especie de sala en la que se había instalado aquella máquina tan complicada, más otros aparatos, los que necesitaban cuando realizaban aquello que el Doctor llamaba extracción.

Hans evitaba siempre que era posible pensar en los donantes. Quería evitar como fuera recordar su imagen.

Había visto muchas cosas terribles en su vida. Cosas que eran horripilantes, pero inevitables. Sin embargo, la visión de los donantes le producía escalofríos. No había muchas cosas que Hans temiera, pero ellos le provocaban un grandísimo terror.

Giró dos veces más sin cruzarse con nadie por el camino antes de alcanzar la estrecha puerta de salida en la que estarían esperándole los otros dos.

La llave estaba puesta por dentro, tal como habían sospechado. Hans la sacó, colocándola sobre la pequeña cajita situada a su lado y la abrió. Miró alrededor, pero no vio a nadie. Trabó la puerta a fin de que ésta no pudiera cerrarse y salió.

Volvió dos minutos después. Tenía que informar al Doctor. Tenían un gran problema.

Capítulo 38

Rosie guió a Christian hasta la salida del aparcamiento y le ordenó conducir en dirección a la estación principal.

Ahora ya no le apuntaba con el arma directamente a la nuca. Se había reclinado hacia atrás en el asiento trasero y apoyaba el brazo en una pierna. El cañón de la pistola apuntaba hacia arriba.

La aparición por sorpresa de Rosie le había proporcionado nuevas energías a Sibylle. Se inclinó hacia delante y contempló el perfil de Christian.

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Y qué habéis hecho conmigo?

—No te diré nada —contestó él, sombrío—. Al menos, hasta que nos haya alcanzado Hans. Y no te gustará nada lo que ocurrirá entonces.

—Déjale —dijo Rosie—. Que conduzca. Después ya veremos qué hacemos con él.

Sibylle quería contradecirla, objetar diciendo que necesitaba saber de una vez qué habían hecho con ella exactamente, pero al parecer Rosie ya sabía todo eso antes de que lo formulara en palabras. Su amiga sacudió la cabeza.

—Después —insistió.

Hubo un breve silencio.

—¿Cómo has logrado encontrarme, Rosie? —preguntó Sibylle finalmente.

Rosie rió.

—Ha sido toda una aventura. Pero como tenemos tiempo... Y no me importa que este cabrón de mierda se entere. Bueno, fue de este modo: en casa de tu amiga apareció de repente una multitud de policías. De inmediato pensé que estarían buscándote a ti, y cuando se asomó a la ventanilla uno de ellos y se identificó como el comisario jefe Grohe, ya estuve segura, pues recordé que me habías hablado de él. Quería saber qué hacía yo allí parada y le expliqué que pensaba hacer una llamada, y que por tanto me había detenido porque como conductora responsable sabía que no se debe hablar por teléfono mientras se conduce. Él me indicó que siguiera mi camino, lo cual hice, como conductora responsable —sonrió—. Tenía intención de dar la vuelta al bloque, aparcar cerca y después volver a acercarme al edificio a pie para ver si encontraba algún modo de advertirte. De modo que me metí en la primera calle a la derecha y tuve que esperar un poco, porque una estúpida furgoneta de transporte urgente estaba parada en mitad de la calle. Cuando finalmente apareció el conductor, que, por cierto, estaba bastante bueno, volví a girar a la derecha. ¿Y qué crees que veo apenas doscientos metros más adelante? Pues a ese individuo de aspecto tan desagradable a la vista que había estado rondando por mi casa el día anterior apareciendo por entre unas casas acompañado de mi guapísima Sibylle.

Christian le lanzó una mirada furiosa por encima del hombro, pero Rosie continuó hablando como si nada.

—Y justo enfrente detecté a otro individuo, alguien que intentaba pasar tan claramente desapercibido, que estuve segura de que sólo podía tratarse de un policía. Entonces pensé, «mierda, ya la han cogido», pero mira por dónde, el policía no se mueve ni lo más mínimo, ni intenta detenerte ni nada, lo cual me pareció muy extraño. Pero entonces recordé que me habías contado que uno de los policías ya te había ayudado previamente.

—Sí, el comisario Wittschorek —explicó Sibylle.

—De modo que aparco mi coche justo ahí donde me encuentro, en aquel punto mismo, en el arcén, y comienzo a seguiros a cierta distancia. Chiquilla, ¡me sentía como la señorita Marple! —Atisbo brevemente por la ventanilla—. Espero que estés cogiendo el camino más corto hacia la estación central, cabrón de mierda —amenazó, para después continuar explicándole a Sibylle su historia—. Bueno, y cuando os metisteis los dos en ese pequeño hotelito en Ratisbona temí que planearas alguna guarrería con ese individuo. Pero me tranquilicé cuando le vi salir al poco tiempo, solo, y con el teléfono pegado a la oreja.

Sibylle miró hacia delante.

—El comisario es uno de los vuestros, y tú ni siquiera eres policía, ¿no es así?

—¿Policía yo? —le sonrió él irónicamente a través del retrovisor—. Eso fue idea de Martin. El chiste del siglo. Y ya que estamos, te diré que no me llamo Christian, sino Robert. Pero si quieres, puedes llamarme Rob —añadió. Parecía haber superado ya el susto por haber sido sorprendido por Rosie—. Y tienes razón. El buen comisario Martin Wittschorek es uno de los nuestros. Le hemos comprado honradamente.

Other books

Cross My Heart by Carly Phillips
Dark Beach by Ash, Lauren
Wish You Happy Forever by Jenny Bowen
Noah's Law by Randa Abdel-Fattah
The Girl With Borrowed Wings by Rossetti, Rinsai
Tameable (Warrior Masters) by Kingsley, Arabella
Paris to the Moon by Adam Gopnik
Generation Kill by Evan Wright
Stirring Up Strife (2010) by Stanley, Jennifer - a Hope Street Church