Authors: Arno Strobel
—¿Has informado al Doctor? —preguntó con calma. —Sí. He llamado inmediatamente, en cuanto vi que no se encontraba en su habitación.
Se pasó los dedos por el pelo, un poco demasiado largo, y Hans constató que ese Rob normalmente tan seguro y arrogante estaba bastante nervioso. Pero tenía motivos para ello. Mientras se encontraba allí arriba,
reunido,
Jane Doe se le había escapado.
—Si la reconocen en alguna parte nos traerá muchos problemas, Rob. ¿Qué dice el Doctor?
—Que vayamos hacia allí y la detengamos. Que la detengas tú.
Hans asintió. Había llegado la hora.
Cruzaron el centro de Múnich, lo cual, dado el intenso tráfico, resultó complicado y requirió bastante tiempo. Una y otra vez tuvieron que permanecer parados sin moverse durante largos minutos, para avanzar a paso de tortuga cincuenta o cien metros y volver a detenerse de nuevo. A cada minuto se incrementaba el nerviosismo de Sibylle. Ni siquiera contaba con un teléfono móvil desde el cual pudiera haber contactado con Wittschorek. Sólo le quedaba la esperanza de que Christian hubiera encontrado ya su nota.
A no ser que...
—Perdone —interpeló al taxista—. Me gustaría pedirle un favor. He de llamar urgentemente a un amigo, pero por desgracia me he olvidado mi teléfono. ¿Me dejaría usted el suyo para realizar una llamada si a cambio le doy diez euros?
El taxista la miró sorprendido a través del retrovisor, pero al parecer los diez euros habían logrado convencerle.
—De acuerdo —asintió—. Siempre que se trate de una llamada nacional y no se prolongue demasiado.
Sacó su teléfono, que llevaba fijado en el dispositivo de manos libres y se lo entregó por encima del hombro. Sibylle le dio las gracias y se giró en el asiento para poder sacar la nota con el número de teléfono del bolsillo trasero de su pantalón.
Dos minutos más tarde devolvió llena de frustración el teléfono junto con un billete arrugado de diez euros, tras haber averiguado que el comisario aún no había llegado a su oficina.
Tras casi media hora de trayecto, el taxi giró debajo de un cartel azul con la inscripción CerebMed Microsystem y se introdujo en el aparcamiento de la empresa. Sibylle pagó y se apeó con el corazón latiéndole con fuerza.
El edificio, de tres plantas, era alargado, y casi por completo de cristal. Aún estaba bastante nublado, de modo que detrás de las ventanas algunas persianas naranjas y azules estaban bajadas.
El edificio resultaba impresionante, pero también de manera muy sutil un tanto intimidante. La entrada estaba formada por una puerta de cristal muy amplia, de apertura automática, que Sibylle ya había visto en televisión. En aquel mismo momento se abrió por la parte central como en una amplia sonrisa y dejó salir a dos mujeres que conversaban animadamente.
Sibylle experimentó una sensación extraña, algo desconcertante que quedaba suspendido sobre sus emociones como si de una espesa capa de niebla se tratase.
Como... como…como estar de nuevo en casa.
Contaba con que en cualquier momento le resultara conocido alguien que abandonara el edificio.
¿Tal vez Elke? ¿O incluso Hannes? ¿Tal vez exista alguna conexión entre Hannes y CerebMed?
¡Qué estupidez! No pierdas la cabeza del todo, por favor.
Se dio la vuelta para ver cómo desaparecía la parte trasera de su taxi de los confines del aparcamiento. Albergaba la absurda esperanza de ver aparecer por allí un nuevo taxi en el que se encontrara Christian. ¿No debería esperarlo?
Pero ignoraba si realmente vendría.
¿Y si pasan horas antes de que vea mi nota? No. No puedo esperar tanto. Entraré ahí dentro yo sola, Christian Rössler. Ahora.
La entrada era amplia, pero aquello no la sorprendió. A pesar de que no podía esperarse desde fuera hallar allí aquel espacio, de unos doscientos metros cuadrados, hermosamente decorado con mármol desde el suelo hasta el techo, aquello le pareció normal. Las dos plantas superiores acababan en una galería con vistas al especio central en el que se encontraba, y los laterales revestidos de madera de esas galerías estaban comunicados entre sí por una desconcertante cantidad de grandes espejos que reflejaban la luz natural del exterior y sumergían con ello la estancia, a pesar de lo nublado del día, en una luz de lo más agradable. El revestimiento de madera continuaba sin aparente interrupción en cada lateral desde la galería inferior hacia la planta baja, ensanchándose y convirtiéndose allí en dos amplias puertas a cada lado.
Cinco-tres-siete-nueve-ocho.
Sibylle creyó que la cordura debió haberla abandonado ya de forma definitiva. ¿Qué significaba ahora cinco-tres-siete- nueve-ocho?
Se apartó y notó que el hombre que se encontraba tras el mostrador de recepción la observaba a la vez que hablaba por teléfono. Andaría por los cuarenta y muchos y llevaba una camisa blanca con una corbata en el mismo tono azul que Sibylle ya había visto en los carteles anunciadores de la empresa CerebMed. Su pelo rubio-amarillento brotaba como pinchos de erizo de su cabeza.
Pésimo tinte.
El modo en el que la examinaba no tenía nada en común con un atento «¿qué puedo hacer por usted?», como sería de esperar. Más bien resultaba taxativo, y a Sibylle le resultó incómodo. A pesar de ello, se acercó a aquel hombre con decisión, intentando sonreír amablemente. Poco antes de llegar hasta él, el hombre finalizó su conversación telefónica. En cuanto le alcanzó y pudo ver los detalles de su rostro, constató que él la miraba expectante.
Parece dudar si me conoce o no y espera a que yo se lo aclare.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó en ese momento con amabilidad, pero cierta reserva.
—Tal vez —contestó ella, esperando que no detectara su tensión—. He visto casualmente en un reportaje en televisión sobre CerebMed a una persona que hace algún tiempo me ayudó a salir de una situación un tanto complicada. No tuve oportunidad de darle las gracias en aquel momento, y me encantaría poder hacerlo ahora. Por desgracia, no recuerdo su nombre. Tiene unos cincuenta años, el pelo negro y creo que trabaja aquí —explicó y reflexionó en busca de más detalles que pudiera aportar—. Sí, y tiene un aspecto casi delicado.
—Bueno —dijo el rubio—. No es tan fácil. Aquí trabajan muchas personas y también podría tratarse de un visi...
Se interrumpió y miró hacia la entrada. Antes de que Sibylle pudiera girarse para ver qué había distraído a aquel hombre, alguien la llamó por su nombre. Una voz conocida. Sibylle se dio la vuelta y estuvo a punto de gritar de alivio cuando vio cómo se acercaba Christian a paso rápido.
—Dios mío. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Dónde estabas?
Christian miró alternativamente hacia ella y el hombre de recepción antes de colocarle ambas manos sobre los brazos.
—Al parecer no nos hemos encontrado por pocos minutos. Salgamos de aquí.
—Pero... —comenzó ella, pero calló cuando vio su mirada insistente.
Él saludó con la cabeza al hombre de la recepción.
—Perdone, por favor —dijo, y arrastró a Sibylle consigo.
Ésta tuvo que controlarse mucho para seguir manteniendo la calma.
Las puertas automáticas se abrieron cuando aún se hallaba a algunos metros de distancia, accionadas por una joven que se les acercó y detuvo a Sibylle en cuanto vio.
—¿Danny? ¿Danny, eres tú?
Sibylle estaba desconcertada. No conocía a aquella mujer.
¿Y por qué me llama Danny?
—No, mi nombre es Sibylle. Sibylle Aurich. Lo siento, creo que me confunde...
—Exactamente. Debe referirse usted a otra persona —la interrumpió Christian impaciente, empujándola con una mano en la espalda, para que continuara avanzando.
—Lo siento —dijo Sibylle a la joven, pudiendo constatar aún su aturdimiento antes de salir a la calle.
Sin pronunciar palabra, abandonó el edificio con Christian, pero apenas se hubo cerrado de nuevo la puerta de entrada con un sonido de succión, Sibylle ya no pudo contenerse.
—Pero, ¿dónde has estado esta mañana? Ese Muhlhaus trabaja aquí, estoy completamente segura. ¡Le he reconocido en televisión! Tenemos que volver a entrar ahí dentro. Me alegro de que hayas llegado, porque no creo que pudiera conseguirlo yo sola. ¿Ya has hablado con tu compañero, con el comisario? Lo he intentado yo por el camino, pero aún no había llegado a la oficina. ¿Le llamarás tú? ¿Christian?
—Ahora. Primero alejémonos un poco más.
Le siguió impaciente, primero cruzando el aparcamiento, después por el lateral del edificio.
—Quiero ver primero la parte trasera del edificio. Por si acaso —explicó él.
¿La parte trasera?
A cada paso que daba aquella situación se le antojaba más extraña.
—Christian, ¿me puedes decir ahora mismo, por favor, dónde estabas esta mañana?
El semblante de Christian cambió de repente de un modo que a Sibylle no le gustó en absoluto. Distendió los labios en una desagradable sonrisa y habló.
—Me encontré con alguien que solucionará de una vez por todas tus problemas.
Sibylle no entendía absolutamente nada de lo que le estaba diciendo, pero surgió en ella un oscuro presentimiento que le ocasionaba el más absoluto terror.
—Pero, ¿cómo...? Quiero decir, ¿quién va a poder solucionar mis problemas? ¿Y cómo...?
—Estaba conmigo —la interrumpió una voz profunda a sus espaldas cuyo sonido la hizo estremecerse violentamente. Se giró y se quedó paralizada al ver aquellos ojos desprovistos de emoción por los que ya se había sentido intimidada el día anterior en el tren. La distancia entre ella y aquel hombre no era superior a un metro. Era algunos centímetros más alto que ella y la contemplaba impasible. Sibylle quiso gritar, pero ni siquiera logró abrir la boca. El impulso de salir corriendo, alejarse de aquella persona, fue intenso, pero la conexión entre su cerebro y sus músculos se había interrumpido.
La delgada boca que pertenecía a aquel rostro duro se movió.
—Buenos días —dijo—. Me llamo Hans. Ahora vamos a entrar ahí dentro, donde ya hay alguien esperándote. Y sería conveniente que no creases dificultades.
Para subrayar sus palabras levantó la mano derecha y le mostró un cuchillo con una hoja aterradoramente larga. La visión de aquel arma por fin la liberó de su parálisis y le permitió dar un paso atrás. Chocó contra Christian y se volvió hacia él, que seguía sonriendo.
—Christian—logró articular y en el momento en el que pronunció su nombre fue consciente de lo que aquella situación significaba, en toda su magnitud—. ¿Tú?
Sus piernas cedieron. No le importó.
El la agarró por los brazos y la sostuvo antes de que pudiera caer al suelo. La voz de aquel hombre tan terrible dijo algo detrás de ella que no logró entender. También aquello dejó de importarle. Todo le daba igual. Como a través de una espesa niebla, sintió cómo los dos hombres la agarraban y la arrastraban hacia dentro.
Era como si contemplara aquella escena como una extraña, sin que tuviera nada que ver con ella misma.
En algún momento se detuvieron. Ella mantuvo cerrados los párpados.
Una mano le levantó la barbilla.
—Te vamos a soltar ahora —dijo una voz que creyó que pertenecía a Christian.
Abrió los ojos entonces y realmente fue el rostro de Christian el que vio.
—Me besaste —le acusó ella—. Dos veces. ¿Por qué me haces esto? ¿Cómo puedes hacerme esto?
—Hubiera hecho más que sólo besarte —rio él—. Si no estuvieses tan reprimida.
Parecía divertirse con todo aquello.
—Yo... estoy casada —protestó, como si en aquel momento, en aquella situación tan irreal, tuviese la necesidad de justificarse ante aquel individuo.
—¡Qué estupidez! —rio él de nuevo.
El cuerpo de Sibylle se tensó.
—¿Estupidez? ¿Qué quieres decir, Christian?
—El Doctor está esperando —dijo desde atrás el hombre de los ojos muertos, y la agarró del brazo. No la presionaba demasiado fuerte, de modo que no le dolió. Sibylle sintió cómo volvía la vida a su cuerpo y se resistió, pero también Christian comenzó a tirar de ella, y, careciendo de fuerzas para oponerse a los dos, se rindió.
Giraron hacia la zona trasera del edificio y, recorriendo una parte de ésta, pasaron por un portón que era lo suficientemente amplio como para permitir la entrada de un camión. Finalmente, se detuvieron ante una puerta de reducidas dimensiones. Christian metió la llave en la cerradura y se detuvo, sorprendido. Se acercó aún más a la puerta, haciendo girar la llave con mayor insistencia. Finalmente, la soltó y lo intentó una vez más, despacio, pero la puerta aparentemente no se abría.
—¿A qué viene esto? —protestó, y golpeó varias veces la puerta con la mano—. ¿Qué idiota ha dejado puesta la llave por dentro? Maldita sea, ¿y dónde se han metido todos?
Se dirigió al hombre de los ojos sin vida.
—Tienes que dar la vuelta por delante y abrirnos desde dentro.
—¿Por qué yo? Ve tú, mientras tanto yo vigilaré a Jane.
—¿Jane? —preguntó Sibylle, sintiéndose tan cerca de la locura como nunca—. ¿Por qué Jane?
Antes Danny... ahora Jane.
Nadie le prestó atención.
—La vigilaré yo —espetó Christian—. Quiero evitar que vuelva a realizar otra pequeña excursión como la de esta mañana.
Mientras su voz adquiría un tono que dejaba traslucir su irritación, Hans en cambio mantenía la calma.
—Eras tú quien estaba alojado en el mismo pasillo que ella.
—Pero yo sólo tenía que vigilarla. Tú eras el responsable de que no cometiera ninguna estupidez.
Se le había encendido el rostro. Con un gesto rápido hizo aparecer una pistola.
Sibylle soltó un profundo quejido cuando sintió posarse el cañón sobre su vientre.
Durante largos segundos, ambos hombres se miraron fijamente.
—Sabes que el Doctor la necesita —dijo Hans a continuación, suavemente—. Y si le haces daño, te mato.
Con esas palabras se volvió y echó a andar. Ambos le siguieron con la mirada mientras se alejaba. Cuando hubo desaparecido tras una esquina, Sibylle se dirigió a Christian advirtiendo en el rostro de éste una expresión de alarma. Al parecer, la amenaza del otro hombre le había afectado seriamente.
—¿Por qué me ha llamado Jane?
—Jane Doe —explicó. Parecía haber recuperado la compostura, porque aquella insufrible sonrisa había vuelto en cuestión de segundos—. ¿No me digas que no lo habías oído nunca? Así es como llaman en los EE.UU. a los cadáveres femeninos sin identificar.