Authors: Arno Strobel
Cuando hubieron descendido del tren y se dirigieron hacia la salida, pasaron por una zona reservada a fumadores. Era una especie de isla, un círculo pintado en el suelo de color amarillo brillante, de unos cuatro o cinco metros de diámetro, con una enorme mesa en el centro en la que había embutido un gran cenicero.
Smoking Area.
Cuando Sibylle vio a la gente que rodeaba aquel gran cenicero succionar ansiosos aquellas colillas humeantes, sintió la espontánea necesidad de sacar un paquete de tabaco del bolsillo y unirse a ellos.
Se paró y se quedó mirando fijamente el cenicero.
—¿Qué ocurre? —preguntó Christian, que se había adelantado un par de metros y ahora se había visto obligado a retroceder para ponerse a su altura.
—Yo... yo fumo.
—¿Qué?
—Quiero decir, que soy... soy fumadora habitual —dijo, posando su mirada de nuevo en el cenicero.
Christian sacudió la cabeza y la agarró del antebrazo para arrastrarla consigo.
—Pues es una costumbre bastante estúpida.
Ella se soltó de una sacudida.
—Ya lo sé, pero no se trata de eso. Desde que desperté ayer por la mañana no he pensado ni un solo instante en el tabaco. E incluso ahora. Sé que soy fumadora, pero creo que vomitaría a la primera calada. Me asquea el tabaco; es raro, ¿no?
Christian le restó importancia con un gesto.
—No me parece raro que te asquee el tabaco, sino normal. ¿Podemos seguir ya?
Sibylle continuó la marcha, reticente.
—Son casi las seis y media, creo que lo mejor será buscar una habitación en algún hotel.
—No, primero quiero dirigirme al circo Krone. Necesito obtener una lista de los asistentes a ese concierto. Después, va veremos.
Habían dejado atrás los andenes y se dirigían a una de las salidas laterales.
—Sibylle, no quisiera desanimarte —dijo Christian—. Pero dudo mucho que logres obtener una lista como la que pretendes.
—De todos modos, me gustaría intentarlo.
—¿Y cómo iban a tener los organizadores, o el personal del Circo Krone, una lista como esa? Incluso aunque se compren las entradas por internet, donde hay que indicar nombre y dirección, dudo mucho que esa información se transmita a los organizadores.
Christian tenía razón, era consciente de ello.
¿Y yo? ¿Dónde he comprado yo las entradas? ¿En internet? ¿He comprado por internet alguna vez?
Habían alcanzado la salida de la estación central y pasaron al exterior. Una pantalla digital situada al otro lado mostraba alternativamente la hora y la temperatura exterior: 21 grados, aunque Sibylle estaba segura de que más tarde pasaría frío con aquella camiseta y la fina chaqueta de algodón.
A su izquierda esperaban los taxis, en una larga hilera, en el lugar específicamente marcado para ello. Los conductores estaban sentados al volante con las ventanillas bajadas y se entretenían con periódicos, o libros; algunos habían salido de sus vehículos y se habían agrupado en un corrillo, conversando e intercambiando risas.
Sibylle se dirigió decidida hacia el primer taxi de la hilera, abrió la puerta posterior y se sentó. El taxista dobló cuidadosamente y sin prisas su ejemplar del
Süddeutsche Zeitung
y lo depositó sobre el asiento del acompañante mientras Christian se acomodaba al lado de Sibylle.
—Al circo Krone, por favor —indicó Sibylle, antes de que el taxista pudiera preguntar. Este se giró hacia atrás y sonrió.
—¿Al circo Krone? Eso está a medio kilómetro aproximadamente, quizá a diez minutos caminando. ¿De verdad quiere que la lleve hasta allí?
—Sí. ¿Podría arrancar ya, por favor?
El hombre hizo un gesto como queriendo indicar que no era él quien gastaba absurdamente su dinero.
Tres o cuatro minutos más tarde se encontraron en Circus-Krone-Strasse, justo delante de la entrada principal del edificio de la empresa. Un impresionante tejado que descansaba sobre unas columnas pintadas de azul cubría la zona situada delante de la entrada, de modo que también podía hacerse cola allí cuando hacía mal tiempo sin llegar a mojarse. Por encima del borde delantero del techo se había fijado, en grandes letras rojas de metal, el nombre del circo. Sibylle le tendió al taxista un billete de diez euros y oyó cómo Christian, al bajarse, le daba instrucciones de esperar, ya que era posible que continuaran la marcha en breve.
Al margen de ellos dos nadie más se encontraba en aquellos momentos en la zona cubierta. Sibylle se paró y miró a su alrededor.
Conocía esta zona, e incluso estaba segura de saber qué aspecto tenía todo aquello cuando se encontraba lleno de gente. Recordaba las aglomeraciones que se producían cuando había conciertos hasta que al fin se abrían las puertas de doble hoja de la entrada. Y, sin embargo, a la vez, se sentía como una completa extraña que se encontraba allí por vez primera.
Un roce fugaz en su mano la hizo estremecerse. Christian se había situado a su lado y la miraba expectante.
La puerta estaba cerrada y la oscuridad tras ella hacía sospechar que no encontrarían a nadie allí. A pesar de todo, Sibylle se dirigió a la entrada y agarró el enorme tirador que cruzaba en diagonal todo el ancho de la puerta. Cerrado.
—Mira, aquí —dijo Christian, y señaló un cartel que habían fijado a la altura de la vista en la pared situada al lado de la entrada. Allí se indicaba que durante la época de gira del Circo, es decir, desde abril a noviembre, sus dependencias permanecerían abiertas todos los días de 10 a 17, y, adicionalmente, aquellas noches en las que hubiera programado algún evento.
Sibylle lo leyó y lo asimiló, pero no se quiso conformar con no poder hacer nada más en lo que restaba de día. Golpeó con la mano la puerta de cristal y gritó en voz alta.
—¡Hola!
Christian se alejó unos metros de la entrada y, tras unos instantes, incluso Sibylle tuvo que reconocer que no tenía ningún sentido, pero justo en el momento en el que se disponía a marcharse se iluminó la entrada. Alguien había encendido las luces en el interior y sólo unos segundos más tarde apareció la figura delgada de una mujer anciana de expresión hosca, con el pelo permanentado y teñido de lila, que preguntaba a través de la puerta cerrada a qué venía todo aquel ruido.
Sibylle se excitó tanto, que casi fue incapaz de articular palabra.
—Por favor, yo... Tengo que hablar con usted urgentemente, por favor.
Debía haber hablado en voz demasiado baja, pues la mujer la miraba sin comprender. Repitió sus palabras, ahora articulando bien, y en un tono más elevado.
—Es importante —añadió.
Los rizos morados se sacudieron de un lado a otro.
—Mañana a partir de las diez —retumbó a través del cristal.
—No, por favor. Es muy importante, ¡de verdad! Se trata de... Oiga, mi hijo ha desaparecido y necesito ayuda.
Sibylle prácticamente había gritado, y en un tono tan alto que seguramente la habían podido oír incluso cien metros más allá con toda claridad. Ahora apoyó la frente en el frío cristal y miró suplicante a la anciana, que se había parado repentinamente. Sintió cómo las lágrimas fluían por sus mejillas.
Bien. Las lágrimas son buenas.
Detrás de ella percibió la voz alterada de Christian.
—Pero, ¿de qué estás hablando? ¿Aún sigues creyendo...? —guardó silencio cuando vio cómo la anciana intentaba abrir la puerta.
Sibylle no le contestó. Retrocedió un paso y esperó a que se abriera la puerta y la mujer se encontrara justo delante de ella.
—¿Qué dice usted? —gruñó, y frunció la piel ya previamente arrugada de su frente de tal manera que aparecieron surcos en su rostro.
—Gracias por escucharme —dijo Sibylle, enjugándose las lágrimas—. Necesito urgentemente una lista de los asistentes al concierto de Maffay que tuvo lugar aquí hace dos semanas.
La anciana la miró como si se tratase de un ser de otra galaxia, por lo que Sibylle se vio en la necesidad de seguir hablando.
—Se trata de mi hijo, Lukas. Ha desaparecido y esa lista tal vez pudiera ayudarme a encontrarle. ¿Comprende ahora lo importante que es para mí todo esto?
La mirada de la anciana se dirigió a Christian, que permaneció impasible, para a continuación posarse de nuevo en Sibylle.
—¿Una lista de nombres? ¿De los asistentes al concierto? ¿Y de dónde piensa que voy a sacar esos nombres? Una lista así no existe.
Sacudió de nuevo sus rizos morados, aunque esta vez sugiriendo con el movimiento la opinión, nada favorable, que le merecía el ruego de Sibylle. Con un sonido sibilante se apartó y volvió a cerrar la puerta.
Sibylle se derrumbó. No físicamente, y no de manera que alguien pudiera haberlo percibido. No era más que su frágil esperanza, delicada y cruelmente vapuleada, la que de nuevo se desplomaba como si de un castillo de naipes se tratara.
Se volvió hacia Christian, apoyó el rostro en su hombro sin mediar palabra y cerró los ojos.
No había nada que ella pudiera hacer a partir de ese momento. Absolutamente nada. Nada que le proporcionara alguna esperanza.
Sencillamente, nada.
Y se sintió indescriptiblemente cansada.
Notó cómo Christian le acariciaba el pelo y se apartó un poco.
—Vamos a buscar un hotel, por favor. Quiero acostarme y dormir.
Cuando subieron de nuevo al taxi, que les estaba aguardando, Christian le mencionó algo de un hotel al conductor, aunque Sibylle apenas se percató de lo que decía. Había vuelto a cerrar los ojos y se había entregado a la nada, al vacío.
—Mañana regresaremos a Ratisbona e iremos a ver a tu marido. Estoy seguro de que poco a poco lograremos aclararlo todo.
Christian le dedicó una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero ella comprobó que ni él mismo creía en sus palabras.
—Sí —dijo ella, y sintió claramente la falsedad de aquella palabra.
Sí.
Sabía que la aguardaba algo importante en Múnich y que aún no debía abandonar aquella ciudad, pero no le comentó nada a él. Primero necesitaba dormir.
El hotel ante el que se detuvo el taxi tenía un aspecto bastante cuidado. Cuando se encontraron ante el amplio mostrador de recepción, dejó que hablara Christian. Éste le sonrió a la hermosa joven que les atendía.
—Buenas tardes. Tenemos que quedarnos de forma imprevista en Múnich esta noche y estamos buscando una habitación doble. ¿Les queda alguna libre?
De un segundo a otro Sibylle se despejó y se sintió plenamente despierta y alerta.
—Perdóneme —dijo—. Pero lo que realmente queremos son dos habitaciones individuales.
Durante unos instantes pudo leer el desconcierto en el hermoso semblante de la recepcionista, pero de inmediato la muchacha se controló y les dedicó de nuevo su sonrisa más profesional y amable.
—Por supuesto —dijo—. Un momento, por favor. Voy a comprobarlo.
Dedos largos y delgados, con uñas cuidadosamente esmaltadas en rojo, corrieron veloces sobre el teclado del ordenador y, tras pocos segundos, la empleada del hotel les informó de que, en efecto, aún les quedaban dos habitaciones individuales. Ambas se encontraban en la misma planta, pero no se comunicaban entre sí.
—No hay problema, nos las quedamos —aprobó Sibylle. Christian había retrocedido en silencio en cuanto ella había comenzado a hablar.
—Bien. ¿Querrían en ese caso rellenar este formulario?
Les dejó un bolígrafo y una hoja sobre el mostrador.
Sibylle rellenó el formulario, pero obvió conscientemente el cuadrito en el que había que indicar el número de documento de identidad. Christian explicó en su formulario que se trataba de su acompañante y lo presentó a la recepcionista. Sibylle confió en que la joven se conformara con ello.
—Pago ahora mismo las habitaciones.
Sin esperar la reacción de Christian, Sibylle pagó la cuenta y añadió una generosa propina.
Diez minutos más tarde se dejó caer en la cama con un profundo suspiro y sintió de inmediato cómo el cansancio pretendía apoderarse de ella para arrastrarla lentamente hacia un profundo y reparador sueño.
Intentó resistirse, pues había acordado con Christian que se pasaría brevemente por su habitación antes de acostarse. Tres puertas les separaban.
Cuando el sueño comenzó a reclamar sus derechos de forma más implacable, abrió los ojos y, reuniendo las pocas fuerzas que le restaban, se dispuso a incorporarse.
La espaciosa habitación era luminosa y agradable. Las cortinas, de un color naranja amarillento que se complementaban a la perfección con las paredes pintadas en un amarillo pastel, le proporcionaban un aire veraniego, casi mediterráneo.
Con un profundo suspiro, Sibylle se levantó, apartándose de la cama.
Una vez en el cuarto de baño, se miró al espejo, constatando, asustada, que incluso a ella misma le parecía ajeno su reflejo.
Un rostro pálido, sin rastro de maquillaje, sugería que hacía varios días que no dormía bien, que no descansaba. Su cabello colgaba tristemente de su cabeza como delgados espaguetis, e incluso en su cuello creyó detectar arrugas que jamás había visto con anterioridad.
Abrió el grifo, se inclinó sobre el lavabo y se mojó la cara con agua fría. Le sentó bien, y, al menos temporalmente, la hizo despertar y sentirse viva de nuevo.
Christian tardó un poco en abrir la puerta cuando llamó. Probablemente también había estado usando el cuarto de baño. O había estado llamando por teléfono de nuevo.
Se apartó a un lado para dejarla pasar.
—Entra.
Ella penetró en aquella habitación, igual de espaciosa que la suya, y se sentó en el cómodo sillón situado entre la cama y la ventana, delante de una pequeña mesita redonda.
—Me quedaré en Múnich —anunció ella sin preámbulos en cuanto Christian se hubo sentado en el borde de la cama, de modo que la distancia entre ellos no llegaba ni a medio metro.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué harás aquí?
—No puedo decírtelo. Yo misma no lo sé. Es... algo así como un presentimiento. Creo que en Múnich me será mucho más fácil averiguar qué me ha pasado.
Christian se inclinó un poco hacia delante y apoyó los brazos en los muslos.
—¿Y dónde vas a ponerte a buscar? ¿Y qué? Todo esto es absurdo.
—¿Eso crees? ¿Te parece igual de absurdo que introducirme a la fuerza en mi mente un niño que ni siquiera existe? ¿Qué mi propio marido llame a la policía para que venga a detenerme? ¿Qué un agente de policía, al que apenas conozco, me crea hasta el punto de protegerme frente a su compañero? ¿Es más absurdo todo esto que una vieja loca que se me cuelga actuando como cómplice de una organización secreta o algo similar y me quiere hacer ver en cambio que se dispone a ayudarme a encontrar un niño que ni siquiera existe? ¿Crees realmente que mi plan es más absurdo que todo eso, sí? ¿Lo crees?