Pasillo oculto (21 page)

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Authors: Arno Strobel

El Doctor le había llamado después de que permaneciera esperando largo rato delante del edificio de Stadtamhof para indicarle que ya no había necesidad de que continuara allí. Le ordenó que fuera a comer algo y se mantuviera a la espera de las nuevas instrucciones que le transmitiría pronto. Hans se aseguró primero de que no habían multado al BMW, y a continuación se dirigió a una pizzería cercana, ocupando una mesita exterior situada bajo una sombrilla roja que publicitaba una conocida marca de refrescos.

Cuando casi hubo terminado de comer, recibió la llamada esperada y el Doctor le explicó cómo debía actuar a partir de entonces.

Y ahora Hans aguardaba en un lugar próximo a la agencia de seguros a que apareciera por allí Jane, como sin duda haría en breve.

No tardó ni cinco minutos. Se dirigió decididamente junto a su acompañante hacia el edificio en cuya planta baja estaba situada la oficina. Pararon ante la puerta y conversaron unos instantes, después él cruzó la calle, esperando al otro lado, mientras ella se acercaba aún más a la puerta.

Una vez que Jane hubo entrado en la oficina, Hans recorrió los alrededores con la mirada. Jamás había que descuidar la vigilancia de los lugares anexos al punto de observación, por muy seguro que uno se sintiera.

A no más de cien metros de distancia distinguió a una mujer que parecía examinar con gran interés el escaparate de una tienda de bicicletas. Fue uno de los escasos momentos de su vida en los que los labios de Hans se distendieron en una sonrisa.

Delante de la tienda de bicicletas se encontraba Rosemarie Wengler.

Capítulo 26

La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Braunsfeld había salido, tal como había sospechado que haría.

Sibylle introdujo la llave en la cerradura. Abrió la puerta y entró en la oficina. Christian había preferido esperarla de nuevo al otro lado de la calle para poder advertirla a tiempo si de repente volvía a aparecer por allí su jefe.

Se sentó en la cómoda silla giratoria situada delante de su escritorio. Antes de iniciar la búsqueda de aquello que ni siquiera sabía qué podría ser, se echó unos instantes hacia atrás examinando todos esos objetos que tan bien conocía por haberlos visto a diario durante años. El inmenso cuadro abstracto de la pared de enfrente. La mujer de Braunsfeld se lo había regalado cuando abrió aquella oficina. Se llamaba
Atardecer en el bosque de hadas,
y al parecer, según había indicado en repetidas ocasiones el mismo Braunsfeld, había costado una fortuna.

Se trataba simplemente de una composición insoportable y psicodélica en colores marcadamente llamativos.

Le había costado acostumbrarse a él.

Allí estaba también el archivador que ocupaba casi toda la pared. Las amplias puertas correderas estaban cubiertas por persianas metálicas que relucían con un brillo plateado y huían hacia el hueco del armario abierto en cuanto se las tocaba. Cuántas veces había abierto aquellas puertas y las había cerrado de nuevo, sacando carpetas y volviéndolas a colocar dentro..

Se obligó a apartar la vista y se concentró en su escritorio.

En primer lugar, se dedicó a revisar el correo que se había estado acumulando en los últimos dos meses. Tras apartar a un lado todo aquello que sabía que no le aportaría nada, sólo quedaron dos cartas que, por desgracia, se revelaron también como insignificantes, pues se trataba de publicidad; una de ellas anunciaba una compañía de teléfonos móviles, la otra procedía de una empresa que le ofrecía sólo a ella, como cliente especial y cuidadosamente seleccionada, la oportunidad única de adquirir a un precio muy atractivo una serie limitada de monedas de plata. Con certificado de autenticidad y numeradas.

Se inclinó a un lado y abrió el cajón central de su escritorio. Bajo unos sobres en blanco tamaño A4 debía de encontrarse su agenda encuadernada en piel negra. Era allí donde la dejaba siempre que se encontraba en la oficina e incluso cuando se marchaba a casa. Las citas de carácter familiar las apuntaba, al igual que hacía Hannes, en el gran calendario que colgaba en la pared de la cocina.

Sibylle levantó los sobres de color marrón y se detuvo. La agenda no se encontraba en su lugar habitual. Lanzó descuidadamente los sobres sobre la mesa y se dejó caer hacia atrás en el asiento.

¿Me la lleve a mi cita con Elke? No, estoy segura de que no fue así

Abrió los cajones restantes. En el superior aún quedaban algunos paquetes sin abrir de post-its, unos bolígrafos, unos rollos de cinta adhesiva y algunos artículos de escritorio adicionales. El cajón inferior estaba completamente vacío, excepto por... su agenda. Suspiró, aliviada, preguntándose cómo había llegado su agenda al cajón inferior, pues ella jamás la dejaba allí. Este cajón lo empleaba para guardar los riquísimos pastelitos que cada mañana compraba Braunsfeld para ambos en la confitería. A lo largo de la mañana solía abrir repetidamente el cajón, coger un pellizquito y volver a dejar el resto. Jamás se le hubiera ocurrido dejar allí su agenda.

Totalmente imposible. De modo que, ¿quién? Por supuesto, probablemente la policía. Ha debido de registrar el escritorio y también consultado la agenda y en algún momento se lo han devuelto todo a Braunsfeld, y éste simplemente la ha guardado en el cajón desocupado. Sí, así ha debido de ocurrir.

La depositó ante sí sobre el escritorio y la abrió. En el marcador de plástico que sobresalía por el borde superior y que se encontraba aproximadamente a la mitad de las páginas de la agenda se hallaba impresa con letras grises la palabra HOY.

Las manos de Sibylle temblaban mientras abría la página marcada y su corazón se aceleró cuando leyó la anotación:
20.00 Santorini con Elke.

Retrocedió en las fechas hasta llegar a la página que marcaba cuatro semanas antes de aquella cita. Y a partir de entonces fue avanzando, página a página, leyendo con mucha atención cada una de las anotaciones realizadas.

17.00 peluquería

Llamar Sr. Meisberg por firma póliza.

Llamar seguro médico

16.30 ir de compras con Elke.

Esa anotación había sido tachada y vuelto a colocar en el espacio dedicado al día siguiente. Elke la había llamado por la mañana temprano y le había comentado con voz llorosa que debían aplazar las compras al día siguiente, ya que había perdido un empaste y debía acudir con urgencia al dentista.

Sibylle recordaba con toda claridad cada uno de los acontecimientos que se ocultaban tras aquellas anotaciones, pero junto con aquella certeza desapareció también la esperanza de encontrar algo que pudiera ayudarla.

Tintorería

18.00 Llamar a Fa. Welsch por lavadora

Llamar Hacienda

15.15. Doctor O. Kuss

¿Doctor O. Kuss?

Alzó la vista y la fijó directamente en aquella amalgama de colores del cuadro. Lo había olvidado, pero ahora le había vuelto a la memoria.

El Doctor Olaf Kuss.

Había acudido un par de veces a su consulta debido a sus insistentes jaquecas. Durante la primera visita, el médico la había reconocido muy exhaustivamente y le había hecho toda clase de pruebas, en algunas de las cuales Sibylle se había preguntado más de una vez qué tendrían que ver con sus dolores de cabeza. Le había iluminado las pupilas, y ella hubo de seguir su índice levantado con la vista sin mover la cabeza. Tuvo que oler café molido, tapándose una de las fosas nasales y arrugar la frente e hinchar los carrillos. Le metió en dos ocasiones un palito de madera tan profundamente en la garganta que a punto estuvo de vomitar. Después de ello le preguntó acerca de su regularidad a la hora de orinar y hacer de vientre, lo cual le resultó un tanto incómodo.

¿Cuándo estuve allí por primera vez?

Retrocedió apresurada en el tiempo y finalmente encontró la anotación. El 27 de mayo, un martes; la primera cita.

El Doctor Kuss la había remitido, tras realizarle todas aquellas extrañas pruebas, al hospital universitario para una tomografía por ordenador que, al igual que todas las demás pruebas, ofreció un resultado negativo. En su cita del 10 de junio, el Doctor Kuss ya no había realizado ninguna exploración, sino que le había hecho una serie de extrañas preguntas porque pretendidamente quería averiguar si su mal era de naturaleza psicosomática: le preguntó si dormía bien, si soñaba con frecuencia y cómo era la relación con su marido.

Su relación con Hannes. Un marido bueno y comprensivo, podía confiar en él plenamente, y durante todo el tiempo que llevaban casados no había surgido ni una sola ocasión en la que se hubiera mostrado agresivo con ella, ni siquiera verbalmente.

No, estaba segura de que Hannes no era la causa de sus jaquecas.

¿Y tiene usted hijos? Hijos...

El dolor apareció de inmediato, como si hubiera estado esperando aquella palabra clave. Lanzó sus afiladas zarpas hacia ella, queriendo dominarla de nuevo, pero ella no se lo consentiría. Se concentró.

¿Qué contesté a esa pregunta?

El recuerdo estaba ahí, al alcance de su mano, aún no del todo presente, aunque ella percibió claramente que faltaba muy poco.

Domínate, Sibylle Aurich.

¡Maldita sea, tienes que acordarte!

Rememoró de nuevo el momento exacto, vio la gran consulta moderna y aquel aparato de ultrasonido de aspecto complicado que se encontraba en la pared situada al lado de la camilla. El médico con su corona rubia de cabello y las gafas sin montura, mirándola, y realizando aquella simple y sencilla pregunta.

—¿Tiene usted hijos?

—No.

Esa había sido su respuesta.

No.

He dicho realmente que no.

Así de sencillo.

Una sola palabra y, sin embargo, un mundo entero.

Una lágrima aterrizó con un chapoteo sobre una hoja de su agenda. Le pareció un sonido atronador. Contempló el punto y observó cómo en sólo unos breves segundos aparecía un círculo oscuro sobre el papel, que comenzó a ondularse ligeramente.

Volvió a leer aquella anotación, una y otra vez, contemplando fijamente cada una de las letras que la componían. Esa gran D en Doctor, su voluminoso vientre, y en Kuss aquella K con la pala superior torcida y un poco demasiado larga.

Sin ser demasiado consciente de lo que hacía, abrió la agenda por la parte posterior, donde anotaba direcciones y números de teléfono importantes.

Medio minuto después aguardaba con el corazón desbocado a que descolgaran el teléfono. Dejó que sonara unas diez veces y estaba a punto de colgar cuando una voz femenina y juvenil se identificó.

—Consulta del Doctor Olaf Kuss, aquí Katrin Hengberger, ¿qué puedo hacer por usted?

—¿Hola? Buenos días. Mi nombre es Sibylle Aurich. ¿Podría hablar con el Doctor Kuss, por favor?

—En este momento no es posible, lo lamento, está ocupado. ¿Quizá pueda servirle de ayuda yo misma?

—No lo sé. Quizá...

¿Qué quiero saber exactamente?

—¿Podría pasarme por allí tal vez? Es de extrema urgencia.

—¿Se refiere a hoy? Lo lamento, es imposible. Por las tardes sólo atendemos a pacientes con cita previa.

—Por favor —suplicó Sibylle, que intentó poner toda la desesperación que sentía en aquella única palabra, pero Katrin Hengberger no parecía sentir ninguna simpatía especial por las pacientes desesperadas.

—Lo siento. Puedo darle cita para la semana próxima, el jueves, a las cuatro de la tarde.

—No, gracias, yo... No será necesario.

Colgó y volvió a sentir cómo intentaba invadirla aquella sensación de extremo desamparo. Pero no dejaría que eso ocurriera.

Cogió su agenda, se levantó y se detuvo de repente tras una rápida mirada a su escritorio.

¿No debería dejarlo todo tal como estaba?

¿Y por qué?

Cuando vio que cerraba la puerta, Christian dejó su puesto al otro lado de la calle, donde había estado aguardándola apoyado en una farola y se acercó a ella.

—Qué, ¿has encontrado algo interesante?

Sibylle alzó la agenda.

—No, no mucho. He visitado a un neurólogo en un par de ocasiones por unas jaquecas muy fuertes, me había olvidado de ello. La última vez que le vi fue aproximadamente dos semanas antes de que me asaltaran.

Christian levantó las cejas.

—No veo la conexión. ¿De qué médico se trataba?

—El Doctor Kuss, Olaf Kuss. Tiene la consulta cerca del centro comercial Danubio.

—¿Y qué te propones ahora?

—Estoy pensando que debería, tal vez, hablar con ese médico. Lo más probable es que no tenga nada que ver con todo este asunto, pero...

El pareció reflexionar concentrado.

—Dime, ¿cómo fue exactamente lo de tu hermana? ¿No sería posible que ella también...?

—¿Visitara a ese médico? No. Imposible. Lo sabría.

Sibylle asintió.

—Sólo se me ocurrió que tal vez constituyera un nexo entre nosotras. Pero creo que me gustaría hablar con él a pesar de todo.

Decidida, empezó a caminar, con la esperanza de que la fortuna quisiera que encontrase un taxi con tanta celeridad como antes. Tuvo a Christian a su lado apenas hubo dado unos pasos.

—Sibylle, de verdad, eso no sería más que una pérdida de tiempo. ¿Qué crees que podría decirte ese médico que te sirviera de ayuda?

—Nos sirviera de ayuda —rectificó ella—. Es posible que pueda ayudarnos. ¿O es que no te interesa averiguar ya qué ha ocurrido con tu hermana?

—Naturalmente que me interesa —se defendió él, y su voz sonó más conciliadora ahora—. Precisamente por eso no me parece apropiado ir a ver a un médico que te trató semanas atrás debido a unas jaquecas que padecías. Me temo que ahora mismo cuenta cada minuto, al menos, si quiero encontrar a Isabelle antes de que...

Guardó silencio.

—Antes de que le hagan lo mismo que me han hecho a mí. Es lo que querías decir, ¿no?

—¿Es que no entiendes que me preocupe?

—Sí, yo...

Sibylle se detuvo de repente y no fue capaz de articular ni un solo sonido.

Justo delante de ella, sujeto con un alambre a una farola, aproximadamente a la altura de sus ojos, había visto un cartel a color, algo desvaído ya. Se trataba de un cartel del Circo Krone, de Múnich, en el que se anunciaba un concierto de Peter Maffay que había tenido lugar el 4 de septiembre de 2008. Junto a sus conocidos temas de siempre, el cantante presentaría su nuevo disco,
Ewig.

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