Pasillo oculto (20 page)

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Authors: Arno Strobel

Bajaron del vehículo, y Sibylle comprobó de repente que le temblaban las rodillas.

¿Y si Braunsfeld tampoco me reconoce? ¡No! ¡Me reconocerá! Es imposible que todo el mundo esté de acuerdo y se hayan confabulado todos mis conocidos en mi contra.

—Pues vamos allá.

Christian le apoyó una mano en la espalda, gesto que a Sibylle le desagradó. Se puso en movimiento y a cada paso que daba se aceleraba el ritmo de su corazón. Se detuvo en la entrada y se volvió hacia Christian, que no permanecía a su lado, sino que se había apartado varios centímetros. El se recostó en una farola y la miró.

—¿No entras conmigo? —le preguntó sorprendida, y él sacudió la cabeza.

—Te espero aquí fuera. No quisiera desconcertar a ese hombre con mi presencia.

¿Entonces para qué has venido, Christian Rössler?

Sibylle dio un último paso y abrió la puerta.

Achim Braunsfeld estaba sentado ante su escritorio, situado en la parte posterior de la gran estancia, separado estratégicamente del resto de la habitación por dos ficus enanos. Como por arte de magia apareció en su rostro aquella sonrisa que Sibylle conocía tan bien. El hombre levantó su voluminosa figura.

—Muy buenos días —saludó alegremente—. Acérquese y no tema, que ya he desayunado. Jajaja.

Sibylle se quedó petrificada.

Tranquila. No desesperes. Tranquila. Sibylle, tranquila...

Aparentemente era cierto entonces que su físico había cambiado. No debía sorprenderse si Braunsfeld no la reconocía de inmediato. Se fue acercando lentamente a su jefe mientras le miraba fijamente a los ojos. ¿No había allí un destello de reconocimiento? ¿Un gesto, un leve indicio de que su imagen evocaba en él algún recuerdo?

No. Allí no había nada más allá de aquella típica sonrisa de vendedor de Braunsfeld. Sintió cómo el vacío de la desesperación comenzaba a extenderse en ella, restándole toda la fuerza que aún le quedaba como si alguien estuviera bombeando para extraérsela.

Le hubiera gustado dejarse simplemente caer al suelo. Ya le era indiferente qué pudiera sucederle. Recurriendo a un autocontrol ingente sonrió, y su vista se posó de casualidad en el escritorio de al lado. Su propio escritorio. Aquella superficie de trabajo que mantenía siempre rigurosamente ordenada aparecía ahora saturada de correo sin abrir. No sólo en la bandeja de entrada, sino sobre toda la enorme superficie gris de la mesa, se apilaban las cartas, prospectos y catálogos. Debían de estar dirigidos a ella personalmente, porque Braunsfeld no hubiera dejado sin abrir la correspondencia comercial, era demasiado concienzudo. Mientras Sibylle intentaba pensar de qué modo podría acceder a aquella correspondencia, Braunsfeld pareció notar hacia dónde se había dirigido su mirada.

—Es el escritorio de mi ayudante, una trabajadora incansable, pero por desgracia hace ya algún tiempo que se encuentra... enferma. Y el correo se amontona. Pero siéntese y cuénteme en qué puedo ayudarle.

Examinó la faz redondeada de su jefe.

Está sufriendo por la ausencia de su ayudante. No me ha reconocido. Sibylle Aurich ha desaparecido. Yo no. Yo no. No hay nada que hacer, no me reconoce.

—Yo... bueno... Quisiera informarme un poco acerca de un plan de pensiones. Para más adelante tener una seguridad. Es decir, no quiero solamente informarme, sino también contratar algún servicio. Y he pensado que una agencia de seguros independiente podría ofrecerme la mejor relación calidad-precio del mercado ya que no pertenece a ninguna compañía en concreto.

Su sonrisa se ensanchó, lo cual no era de sorprender. Sibylle sabía que la comisión que percibía por gestionar planes de pensiones y otros seguros similares era muy alta. Se sentó en una de las dos sillas situadas delante del escritorio.

—Y otra cosa, me gustaría hacerle un ruego: verá, mi pareja está ahí fuera, esperando. No he podido convencerle para que entre conmigo, porque es bastante escéptico en cuanto a la utilidad de estas cosas, pero no quiero firmar nada sin que él esté presente. En cierto modo lo que yo haga también le afecta a él. Quizá pudiera usted... Es decir, si habla usted con él, usted como especialista...

Durante unos instantes Braunsfeld le dirigió una mirada sorprendida, pero de inmediato retornó su sonrisa. Le había comentado una vez que un vendedor debía ser capaz de permanecer inmutable ante las posibles locuras de sus clientes y adoptar una postura favorable.

—Por supuesto. ¿Dónde está? —preguntó, señalando hacia la puerta—. ¿Aquí delante de la casa? Ahora mismo solucionamos eso.

Sibylle le siguió con la mirada mientras se alejaba, hasta que la puerta, accionada por un mecanismo hidráulico, se cerró automáticamente tras él. Entonces se levantó rápidamente y corrió con paso apresurado a su escritorio.

Medio minuto.

Con dedos temblorosos intentó abrir el cajón superior de la mesa y suspiró aliviada cuando cedió. En la parte posterior del cajón, que no era posible sacar del todo, se encontraba un pequeño compartimento, tan pequeño y profundo, que resultaba imposible ver qué había en su interior. Con el corazón a punto de desbocarse introdujo allí la mano y tanteó el fondo, sin dejar de mirar hacia la puerta. Pocos segundos después, las puntas de sus dedos rozaron aquello que había estado buscando. Rápidamente sacó la llave de repuesto de la oficina y la guardó en el bolsillo de su pantalón. Después volvió a cerrar el cajón y voló hacia la silla, justo a tiempo, porque la puerta se abrió y Braunsfeld volvió a entrar.

—Lo siento —se excusó, mientras se iba acercando—. No he visto a nadie ahí fuera. ¿Dónde exactamente dice que espera su pareja?

—¿No?—preguntó ella, sin aliento, y se levantó—. ¿No espera delante de la puerta? Quizá haya vuelto al coche... Espere, voy a ver.

Antes de que Achim Braunsfeld, que estaba comenzando a sospechar algo raro, pudiera contestar, Sibylle ya había pasado a su lado y abandonado la oficina. Una vez fuera miró hacia ambos lados sin ver a Christian Rössler.

¿Dónde está, maldita sea, y por qué se esconde?

Se dirigió hacia la derecha y comenzó a caminar con paso apresurado, aunque sin saber a dónde se dirigía exactamente. Ahora que se encontraba realmente sola por primera vez desde que emprendiera la huida, fue consciente del bien que le había hecho la presencia de Christian.

Se detuvo.

¿Qué estoy haciendo? ¿Y si no me ha visto salir y me está esperando en la dirección opuesta?

Se dio la vuelta y soltó un grito. Christian Rössler se encontraba allí, a solo un metro de distancia y la contemplaba con gravedad.

Una vez superado el susto, le atacó.

—¡Dios mío! ¿Tienes que asustarme así? ¿Por qué te escondes? ¿Qué hubiera pasado si te hubiera necesitado allí dentro?

—En ese caso hubiera estado —contestó él—. No he dejado de permanecer a tu lado.

—Pero, ¿por qué te has escondido?

—No lo he hecho. Cuando salió aquel hombre gordo me encontraba justo al otro lado de la calle. Y entonces apareciste tú y echaste a correr de inmediato. No quise gritarte a través de la calle porque pensé que en estos momentos lo que menos necesitamos es llamar la atención.

Mientras hablaba, una sonrisa acompañaba sus palabras, y aunque realmente tenía muy pocos motivos para ello, Sibylle se la devolvió.

—¿Me cuentas qué ha pasado mientras seguimos caminando?

Tras haber continuado un par de metros más, ella habló lo más calmadamente que le fue posible.

—Mi jefe no me ha reconocido.

—¿Y? ¿Cuál ha sido su reacción cuando le has revelado quién eres?

—No se lo he dicho.

El se paró y la agarró del brazo.

—¿Por qué no? ¿Pensé que era ese el motivo de nuestra visita?

—No hubiera tenido ningún sentido.

Se soltó, continuó caminando y esperó a que él la alcanzara de nuevo.

—Noté perfectamente que nada en mí le resultaba familiar. Pero he cogido la llave de repuesto de la oficina.

—¿Qué?

—Sí, la he cogido de mi escritorio.

—¿Y para qué la quieres?

—¿Qué hora es?

El levantó el brazo, irritado, y consultó su reloj.

—Casi las dos.

Ella asintió.

—Dentro de una media hora, Braunsfeld probablemente abandone la oficina. Siempre realiza alguna visita a domicilio a partir de las dos y media. Entonces volveremos. Tengo que registrar mi escritorio con calma.

—¿Y qué piensas ganar con eso?

—No lo sé. Pero guardó allí muchos objetos personales, entre otras cosas, mi agenda, por ejemplo. Quizá descubra algo en lo que no había pensado hasta ahora.

El guardó silencio unos instantes, pareció reflexionar.

—No me parece buena idea —dijo a continuación—. ¿Por qué correr riesgos innecesarios, Sibylle? ¿Qué puede haber en esa agenda que no sepas ya?

—No tengo ni idea, pero no creo que me pueda perjudicar. Además, había sobre mi escritorio un montón de cartas dirigidas a mí. Quizá haya entre ellas alguna que nos ayude a continuar. No corro ningún riesgo, te recuerdo que dispongo de una llave. —Ahora fue ella quien se detuvo y le miró—. Pero, ¿qué te pasa, Christian? Pensé que tú también estabas deseando que descubriéramos algo.

—Sí, claro. Pero después de que mi hermana desapareciera por segunda vez, yo... Tengo miedo. Temo que también tú pudieras desaparecer de repente. Pero, por supuesto, tienes toda la razón. Hemos de aprovechar cada oportunidad que se nos presente.

Algo cálido recorrió su cuerpo, no se trató de un estremecimiento, simplemente algo semejante a un suave hálito. No lo suficientemente intenso como para que pudiera desplazar de su interior el gigantesco monstruo negro de la desesperación que se había acomodado en ella, pero ahí estaba. Como una sospecha sólo, un asomo de una posible y futura sensación de felicidad.

Está preocupado por mí.

Se le acercó y, en un impulso, le plantó un beso en la mejilla. Y, a diferencia de la sensación que había experimentado poco antes cuando él posó su mano en la espalda de ella, esta vez la sensación no fue desagradable.

Pasearon por las calles de Prüfening para matar el tiempo mientras ella le contaba diversos episodios de su vida. Nada que conmoviera al mundo, porque esa clase de acontecimientos no habían existido en su vida hasta la fecha, simplemente se trataba de pequeñas anécdotas acerca de su boda y de unas vacaciones en Andalucía en las que a Hannes se le había metido en la cabeza que quería salir al mar en una pequeña embarcación de pescadores. Había logrado encontrar realmente a un pescador que estuvo dispuesto a dejar que lo acompañaran y habían partido ambos a la una y media de la madrugada llenos de entusiasmo. Cuando volvieron a puerto a las seis, Hannes tenía la cara verde y estaba enfermo.

También le explicó todo lo que le había ocurrido desde su huida el día anterior, los detalles de su encuentro con Hannes y la visita que realizó a su suegra.

Mientras le contaba todo eso no habían estado atentos hacia dónde se dirigían. Y cuando de repente se encontró ante su propia calle, se paró, asustada. Christian se volvió hacia ella.

—¿Qué ocurre?

—Esta es la calle, quiero decir, aquí es donde vivo, vivimos. Esa de allí es nuestra casa.

El miró calle abajo, recorriendo con la vista la hilera de casitas unifamiliares.

—¿Querías pasar por aquí?

—No, seguro que no.

—Entonces vámonos antes de que alguien te vea y decida llamar a la policía.

Sibylle se dispuso a marcharse, pero dudó entonces.

—Un momento, ¿y quién iba a reconocerme? Si parece que he cambiado tanto que ni siquiera me reconocen aquéllos con los que me relacionaba a diario.

De repente, el mundo comenzó a girar a su alrededor. Estiró el brazo buscando a Christian, que al parecer comprendió lo que necesitaba y la sujetó antes de que cayera al suelo.

—¿Qué ocurre, Sibylle? —preguntó preocupado, mientras seguía sosteniéndola—. ¿No te encuentras bien?

Ella sacudió repetidas veces la cabeza y miró a su alrededor.

Las casas parecían haber dejado de girar, el mareo había cesado.

—Dios mío, yo... Parece que soy incapaz de pensar con claridad. Hasta este mismo instante estaba segura de que tanto Hannes como Elke tenían que estar forzosamente implicados en esto, porque ambos insistían tanto en que yo no soy yo. Pensé que Hannes había manipulado las fotografías y que...

Miró a su alrededor y descubrió muy cerca un pequeño muro, de unos sesenta o setenta centímetros de altura, que protegía un jardín de la vista de los viandantes. Se dirigió hacia allí y se sentó. Cuando Christian la siguió y se paró frente a ella, alzó la mirada hacia él y se pasó la mano por la frente.

—Hannes y Elke tienen razón, Christian. Es cierto que no tengo el mismo aspecto, que no parezco yo. Ahora, después de ir a ver a Braunsfeld, tengo la certeza de ello. Pero eso significa que...

—Eso significa que tus sospechas son infundadas.

—Sí —asintió ella en voz baja—. Eso es lo que significa.

Christian se sentó a su lado y le cogió la mano.

—He estado dándole vueltas a la cabeza durante todo este tiempo. Si sólo hubiese sido tu marido quien se comportase de forma tan extraña, de acuerdo. E incluso se podría aceptar lo de tu amiga Elke. Pero los policías hablaban de unas fotografías en las que era otra la mujer que aparecía. Y todas esas personas a las que has visto y que no te han reconocido, incluyendo por ejemplo la cuidadora de tu suegra... Todo eso no encajaba.

—¿Y cómo encaja ahora? ¿Qué explicación hay para ello? Me has comentado que durante dos meses han estado manipulando mi cerebro para que crea que tengo un hijo que no existe en realidad —dijo, sintiendo el profundo dolor que aún la asaltaba al pronunciar esas palabras alargando sus crueles dedos para destruir su cordura, y le costó un gran esfuerzo continuar su discurso.

—¿Cómo es posible que después de sólo dos meses mi aspecto haya cambiado tanto? Hasta el punto de que ni siquiera mi marido es capaz de reconocerme. Christian no contestó y ella continuó. —Y lo que ya no comprendo en absoluto: ¿por qué yo misma no me resulto extraña cuando me miro en un espejo?

Capítulo 25

Hans llevaba media hora aguardando en su nuevo puesto de observación. Jane aún no había aparecido. A pesar de ello, no se le ocurrió pensar ni por un instante que en esta ocasión el Doctor pudiera haberse equivocado en sus suposiciones.

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