Authors: Arno Strobel
Hans colgó.
Esa otra misión que le aguardaba no le gustaba. Ni lo más mínimo. Pero, ¿cuándo le había preguntado alguien a él si le gustaba o no le gustaba algo? El artículo 6 del código de honor ya lo decía:
Tu misión es sagrada. La llevarás a cabo... Si fuese necesario, arriesgando tu propia vida.
Alcanzaron Haidplatz a los pocos minutos. Níveas sombrillas protegían del sol a los clientes de bares y restaurantes situados a ambos lados de la plaza.
Sibylle se detuvo y estudió atentamente aquella plaza en forma de triángulo gigantesco. Tenía próximo el rojo edificio de Neuen Waag. Las torres de la catedral de Ratisbona, situada justo detrás de Neuen Waag, apuntaban hacia el cielo como agujas de tamaño formidable.
—Por favor, acompáñeme —dijo Rössler, que, a su vez nervioso, había estado escrutando los alrededores. Parecía buscar algo, sin duda temía que le hubiesen seguido.
Sibylle volvió a ponerse en movimiento, pues deseaba llegar al hotel lo antes posible. Dejaron atrás la fuente de la justicia y también el edificio de la Cruz Dorada, semejante a una fortaleza, para abandonar finalmente la plaza por Ludwigstrasse, que suponía la prolongación de uno de los vértices del triángulo.
El desconcierto de Sibylle era cada vez más acusado. ¿Cómo era posible que fuera capaz de reconocer y nombrar cada uno de los edificios importantes del centro histórico de Ratisbona y, sin embargo, se creyera incapaz de encontrar el camino que conducía hasta allí?
Unos doscientos metros más allá, Rössler la guió hacia una calle lateral a su izquierda.
—Por ahí, ya casi hemos llegado.
Sibylle apartó de su mente caminos y edificios, recuerdos y desconciertos, y apresuró el paso. Cuanto antes llegaran al hotel, antes lograría averiguar algo acerca de Lukas, y eso era lo único que le importaba por el momento.
Por favor, sostenme
Confía en mí
Nunca jamás te dejaré
De abrazar
No temas, sólo mírame
Quiero protegerte del mundo entero
Otra vez esas letras de canciones.
¿Y por qué precisamente...? No lo entiendo.
Bien sabía Dios que en aquellos instantes tenía cosas más importantes en las que pensar que en las canciones de Peter Maffay, que, además, ni siquiera era de su agrado.
Unos minutos más tarde llegaron a su destino. Se trataba de un edificio de apariencia insignificante al que había que mirar dos veces para descubrir que se trataba de un hotel. Al lado de la angosta entrada sólo se veía una minúscula placa de PVC que anunciaba en letras de imprenta sin adorno alguno que se trataba del Hotel Krombusch. Bajo el nombre había tres pequeñas estrellas.
La recepción consistía en un mostrador igualmente minúsculo, aprisionado en la esquina izquierda de la zona de entrada cuyo suelo estaba cubierto por azulejos de terracota. Detrás de él, se escondía una mujer escuálida de edad indeterminada, ocupada con algún asunto misterioso que el alto mostrador ocultaba.
No fue hasta que Rössler la saludó amablemente que la mujer levantó la vista y contestó al saludo, sonriéndoles a ambos de forma mecánica. Sibylle calculó en unos sesenta años la edad de la mujer, aunque también podrían ser setenta. Colgada del cuello llevaba una cadena larga y dorada de la cual pendían unas anticuadas gafas de lectura, cuya montura igualmente poseía un brillo dorado. Un cartel a la derecha del mostrador la identificaba como la señora Krombusch; al parecer se trataba de la propietaria del hotel.
Rössler señaló pasado el mostrador un pequeño pasillo. Al fondo, un brillo plateado revelaba la situación de la puerta del ascensor. La mujer examinó brevemente a Sibylle para, a continuación, ocuparse de nuevo de aquello a lo que estaba dedicada cuando ellos llegaron.
La espaciosa habitación que había alquilado Rössler se encontraba en la segunda planta y estaba amueblada de forma funcional y sencilla. Sibylle se sentó en la cama que, de las dos que se hallaban separadas por una baja mesita de noche, estaba más próxima a la puerta. Sobre la otra reposaba una bolsa deportiva de color negro, cerrada.
Rössler se paró y la miró, expectante; parecía esperar que fuera ella quien comenzara a hablar.
—¿Ahora ya me podrá decir por fin todo lo que sabe acerca de Lukas? —preguntó ella, nerviosa.
Él asintió.
—¿Quiere beber algo?
Sibylle sacudió la cabeza, aunque le hubiera venido bien tomar algo fresco. Rössler acercó una de las dos sillas situadas detrás de la delgada tabla de madera que servía de escritorio y se sentó en ella del revés, como si pretendiera cabalgar a través de la habitación, apoyando los brazos en el bajo respaldo de la silla. Durante un par de segundos se frotó las manos, examinó sus uñas, finalmente inspiró profundamente y la miró.
—Por favor, déjeme que retroceda un poco en el tiempo antes de que comience a hablar de su hijo. Yo...
—No —le interrumpió Sibylle—. Todo lo demás ya me lo contará después. Primero quiero saber qué puede decirme acerca de Lukas.
—Por favor —lo volvió a intentar él—. Créame. Es importante que conozca primero los antecedentes.
Sibylle se levantó de un salto y le dirigió una mirada agresiva.
—Ya me ha dado largas durante demasiado tiempo. De modo que, repito: ¿Qué sabe acerca de mi hijo? ¿Lukas se encuentra bien?
Él pareció librar una batalla consigo mismo, pero, finalmente, se rindió.
—De acuerdo. Pero tiene que prometerme que, en cuanto le diga lo que sé, no se marchará usted sin más. Es muy importante que escuche lo que tengo que decirle, lo que sé, y que finalmente me informe usted a mí de qué hechos conoce acerca de su situación actual.
—De acuerdo. Hable.
A Sibylle comenzaron a temblarle las rodillas, por lo que tuvo que volver a sentarse en la cama.
Rössler examinó sus uñas de nuevo.
—Esto le sonará increíble, quizá hasta terrorífico, soy consciente de ello, y estoy en disposición de explicarle por qué es así. Pero lo que voy a decirle ahora es la verdad. Sibylle... Lukas, Lukas es, está... Estoy prácticamente seguro de que, al igual que mi hermana, usted no tiene ningún hijo. Nunca ha tenido ninguno.
Las palabras de Rössler impactaron en ella con fuerza, pero, como repentinamente fue consciente, se trataba de un golpe esperado y para el que se había estado preparando.
Ahora que las palabras habían sido pronunciadas, supo que, durante todo aquel tiempo, había contado con que él dijera precisamente aquello. No podía saber nada más acerca de Lukas que no fuera precisamente eso.
Su hermana Isabelle también había estado empeñada en localizar a su hijo, un niño que no existía. Dado que Rössler estaba convencido de que con Sibylle habían actuado igual que con su hermana, era evidente que su conclusión debía de ser la que había expresado. No podía ser otra. En realidad, ella ya lo había intuido el día anterior, cuando él habló de su hermana. Pero, al parecer, había intentado reprimir aquel pensamiento, apartarlo de su mente.
Miró hacia la pared, fijando la vista en un punto situado por encima de la cabeza de su acompañante. El papel beige descolorido no sólo le parecía pobre y sencillo, sino también con cierto toque deprimente.
—¿Quiere que le explique por qué pienso que usted cree tener un hijo? —preguntó Rössler.
Su mirada retornó para enfocarle a él, buscando en sus ojos algo que no sabía muy bien qué era, pero que necesitaba.
—Es extraño —dijo ella, constatando de paso lo falta de entonación y emociones que parecía su voz, incluso a ella misma—. Me acaba de decir usted que mi hijo, según cree, no existe. Como otros muchos, por cierto, antes que usted en estos últimos dos días. Incluso mi marido y mi mejor amiga. Y, sin embargo, para mí eso es tan absurdo como si yo ahora pretendiera convencerle a usted de que hace tiempo que falleció, sólo que usted aún no es consciente de ello. ¿Puede imaginarse algo así? ¡No, claro que no puede, maldita sea! Oiga, he intentado hacerles ver a todos que no es posible inventarse toda la vida de un niño como si... como si se tratase de una breve enfermedad. Es absolutamente imposible que recuerde cada uno, sin faltar ninguno, de los minutos de los últimos siete años que hemos pasado juntos si jamás han existido esos siete años. ¿Lo entiende, señor Rössler? —Intentó profundizar aún más en su interior, pues le resultaba terriblemente difícil expresar lo que deseaba decirle, lo que la preocupaba—. ¿Cree que debería llorar ahora?
Volvió a hacer una pequeña pausa en la que, en realidad, no aguardaba la respuesta a su pregunta, sino que simplemente evaluaba qué decir a continuación.
Rössler callaba y la miraba con fijeza.
—Bueno, al menos hasta ahora no se había ofrecido nadie a explicarme por qué se supone que me estoy inventando a mi hijo. De acuerdo: sí, cuénteme lo que cree. Me siento intrigada.
Rössler seguía sin moverse y su mirada insistente comenzó a resultarle incómoda. Se sentía desprotegida y vulnerable, aunque de inmediato se preguntó qué podría herirla aún más de lo que ya estaba. Cuando se dispuso a levantarse para rehuir su insoportable escrutinio, él habló al fin.
—Al igual que le sucedió a Isabelle, estoy seguro de que ha caído usted en manos de unas personas que... han realizado ciertos experimentos con usted. Experimentos peligrosos, manipulando su cerebro.
Una ola de calor cruzó el rostro de Sibylle.
¿Experimentos?
Recordó el sótano en el que había permanecido encerrada.
Los monitores, los cables. El falso Doctor Muhlhaus. Las contusiones...
Levantó la mano de forma inconsciente para volver a examinar la zona azulada situada en el dorso. Cuando alzó la vista, vio cómo Rössler asentía.
—Eso es del goteo. Le han estado suministrando diversos productos químicos para facilitar esos experimentos.
—¿Experimentos? ¿En mi cerebro? ¿Cómo lo sabe? ¿Qué es lo que se supone que me han hecho exactamente y cómo es posible que...?
—Un momento —alzó la mano Rössler—. De una en una.
Sibylle fue incapaz de permanecer allí sentada un segundo más. Se levantó de un salto y caminó arriba y abajo por aquella habitación durante un rato antes de, por fin, volver a sentarse exactamente en el mismo punto.
—¿Cómo puede saber todas esas cosas?
—Isabelle pudo escapar porque uno de ellos la ayudó. Una enfermera, que en principio participó en aquello porque le habían prometido mucho dinero. Pero cuando vio lo que esa gente estaba haciéndole a Isabelle decidió ayudarla. Un día después de la huida de Isabelle, esa mujer estuvo en mi casa y me contó todo lo que sabía.
El pulso de Sibylle se aceleró.
—¿Dónde se encuentra esa mujer? Tengo que verla.
—Por desgracia, lo ignoro —negó Rössler lentamente—. No he vuelto a verla después, y no sé nada de ella.
Claro, no podía ser de otro modo.
Empezó a perder la fe en que alguien pudiese ayudarla.
Manipular su cerebro...
—Por lo que me contó aquella enfermera, esta gente le suministró a Isabelle una nueva droga química por vía intravenosa, manteniéndola en un estado de semivigilia en el que el cerebro asimila todo aquello que le presenten. Y entonces le implantaron la vida completa de un niño. Creo que ese sistema se llama no- sé-qué-audiovisual. Isabelle estaba atada a una camilla...
Se detuvo titubeante, temblando, y Sibylle llegó a olvidarse de sí misma durante unos instantes, y se inclinó hacia delante apoyando una mano en su hombro.
—Gracias, estoy bien.
Respiró profundamente y reanudó su narración, sin mirar a Sibylle.
—De modo que ataron a Isabelle y durante semanas la obligaron a contemplar siempre las mismas imágenes, día y noche, sin descanso. Miles de fotogramas que debían introducir en su cerebro, el día a día de un niño desde su nacimiento hasta su quinto cumpleaños. Y, simultáneamente, le hacían oír una voz infantil de la edad adecuada. Parece que durante todo el tiempo que duró ese proceso, Isabelle no durmió absolutamente nada, porque el cerebro no necesitaba descanso en el estado al que se le había conducido.
Sibylle recordó su propia postura en el sótano del hospital.
—Conmigo no ha podido ocurrir algo así, puesto que fui capaz de caminar sin problema alguno en cuanto me incorporé. Hubiese sido imposible después de dos meses de estar tumbada.
Rössler asintió.
—Hacían levantarse a Isabelle cada par de horas para ir al baño y caminar un poco. Durante todo ese tiempo, aquella basura química corría por sus venas, de modo que no podía defenderse y realizaba todo aquello que le pidieran. La mujer explicó que ese estado puede describirse como semejante al sonambulismo.
—Pero, ¿por qué la enfermera esperó hasta el final? ¿Por qué no ayudó antes a su hermana?
—Dice que lo hizo. Ella era responsable de la vigilancia nocturna, y después de que hubieran pasado unas tres semanas, al parecer sacó la aguja de las venas de Isabelle y apagó el aparato que le implantaba en la mente aquellas imágenes. Sólo unas horas después, Isabelle pudo caminar por sí sola. La ayudó a huir de aquel sótano, que al parecer usted también conoce. A sus jefes les contó algún cuento para explicar la huida de Isabelle. Estaba muy nerviosa el día que vino a verme a casa. Pretendía contactar con nosotros de nuevo al día siguiente, pero no lo hizo. Me temo que quizá la descubrieran.
—¿Y su hermana? ¿Creía que tenía un hijo?
—Sí. Y no había modo de convencerla de lo contrario, al igual que sucede con usted. Incluso después de que aquella mujer nos lo revelara todo, Isabelle no se declaró dispuesta ni siquiera a considerar la posibilidad de que el niño fúese ficticio. Se defendía con el mismo argumento que usted: que era imposible recordar con tantos detalles a un hijo que en realidad no existe.
El adelantó las manos para tomar las suyas. Ella le dejó hacer.
—Sin embargo, como comprenderá, yo puedo estar completamente seguro de que jamás he tenido sobrino alguno. ¿Me comprende, Sibylle? Sé que es difícil de aceptar, pero por ello creo que sé positivamente que usted no tiene ningún hijo.
Sibylle notó que el hombre contaba con que volviera a saltar, llena de ira.
—¿Y cómo explica que mi propio marido insista en no conocerme? ¿Y también mi mejor amiga?
Aún no había terminado de formular su pregunta cuando ya vio que Rössler no tenía respuesta para aquello, lo cual, por muy extraño que pareciera, le proporcionó cierta sensación de triunfo. Continuó preguntando, por tanto.