Authors: Arno Strobel
Los globos de colores desaparecieron, y los hombres, mujeres y niños se disolvieron en la nada. Los árboles se desdibujaron y transmutaron en una masa informe de color verde antes de que de nuevo viera destacarse en ella algunos objetos aislados que, en cuanto eran reconocidos y catalogados por la mente de Sibylle, abandonaban con celeridad su campo de visión.
—¿Sibylle? ¿Todo bien?
Miró asustada hacia Rosie, que la estaba observando visiblemente preocupada.
—Sí, yo... Estaba pensando.
—¿Quién podría reprochártelo? Pero ahora tienes que indicarme el camino.
Sibylle miró a su alrededor y tardó un rato en reconocer el lugar en el que se encontraban. Rosie había tomado la salida correcta en la autovía y se introducía ahora en Frankenstrasse.
—Ahí delante tienes que girar a la izquierda. Ya no queda lejos.
Guió a Rosie durante el último trayecto y apenas cinco minutos después se detuvieron ante un bloque de viviendas en cuya tercera planta Elke había decorado un piso de unos ochenta metros cuadrados hasta convertirlo en un confortable hogar.
No había plazas de aparcamiento delante del edificio, de modo que Rosie subió simplemente dos ruedas a la acera y paró el motor.
—Yo me quedo aquí—decidió, cuando Sibylle la miró, inquisitiva—. No quiero que la grúa se lleve el coche. Además, probablemente sea conveniente que hables con tu amiga a solas.
Sibylle asintió, y, sin pensárselo más, bajó del vehículo.
La pesada puerta de madera estaba entornada y conducía a un pasillo mal iluminado. Sólo una minúscula franja de luz solar osaba penetrar a través de un cristal de tamaño exiguo situado justo por encima de la puerta. Había dos bicicletas apoyadas en la pared, caída la una sobre la otra, y absurdamente se le antojaron inmensos insectos procedentes de planetas foráneos y amenazantes.
No había ascensor. Sibylle fue subiendo los pétreos escalones grises de dos en dos, y al poco tiempo, casi sin aliento, se encontró ante la puerta de madera oscura de la vivienda situada en la tercera planta.
Elke Berheimer.
; leyó en la delgada tira de papel que habían insertado bajo la cubierta de plástico situada al lado del timbre.
Antes de que Sibylle pudiera pulsar el botón, la puerta se abrió y Elke se mostró en el umbral, una mujer sólo unos centímetros más baja que ella, de aspecto simpático, con tal vez algunos kilitos de más en las caderas.
Y de repente la volvió a invadir aquella sensación, ya casi familiar y recurrente, de que había algo incorrecto allí. Esa sensación que ya conocía, y que había experimentado también en el momento en el que Rosie la había dejado ante la puerta de la casa que compartía con Johannes.
Pero esta vez pudo concretarla. Sibylle reconoció, con toda certeza, qué era lo que le molestaba: ¿Por qué era Elke tan bajita? Recordaba a la perfección que ambas tenían aproximadamente la misma altura. ¿O tal vez su recuerdo se había distorsionado en sus dos meses de ausencia?
Pero... bueno, da igual. Dios sabe que existen cosas mucho más importantes. ¿Actuará Elke igual que Johannes? ¿Hará como si no supiera quién soy, y...?
—Hola, Sibylle, me alegro de verte —dijo Elke.
El corazón de Sibylle golpeteaba con fuerza en el interior de su pecho. Elke permanecía allí, de pie ante ella, sonriendo de forma muy extraña.
Sibylle examinó aquel rostro enmarcado en rizos rubios que tan bien conocía y que, a pesar de ello, se le antojaba en aquellos instantes incomprensiblemente desconocido, y fue consciente de repente de que Johannes debía haber llamado por teléfono a su amiga para advertirla. O quizá algo peor aún.
Elke, aquella Elke que ella conocía, jamás hubiera permanecido allí, de pie en el umbral, en una situación como aquélla. Su Elke se le hubiera lanzado al cuello, hubiera llorado, la hubiera abrazado y estrechado con fuerza.
Los pensamientos de Sibylle se sucedían a una velocidad vertiginosa. ¿Debería huir de allí? Antes de que tomara una decisión al respecto, Elke pareció percibir lo que sucedía en su mente.
—Yo... Perdona, pero no puedo. Esto es demasiado serio. Johannes me ha llamado por teléfono. Johannes Aurich. Pero usted ya se lo imagina, ¿no es así?
El tono no era agresivo, pero tanto de su voz como de su expresión había desaparecido todo rastro de aquella extraña amabilidad para ceder espacio a una palpable inseguridad. ¿O se trataba más bien de temor?
Sibylle sentía los latidos de su corazón alcanzar su cuello e incluso invadir las sienes. Se decidió por un ataque frontal.
—¿Tú también estás con ellos, Elke? —atacó, esforzándose mucho por mantener la calma en la medida de lo posible—. ¿Tú, precisamente? ¿Por qué me hacéis esto? ¿Puedes explicármelo, al menos? ¿Qué está pasando aquí? Quiero decir... ¿Estás liada con Hannes? ¿Qué queréis, maldita sea, qué?
Al pronunciar la última palabra había subido el volumen, casi había gritado, y Elke se alarmó, oteando por el hueco de las escaleras.
—Entre, por favor —la incitó, y parecía suplicar—. Por favor.
La noche había sido fresca. No fría. El frío era algo muy distinto. Cuando en el Sáhara, poco después de la puesta del sol, la arena entregaba su calor al espacio exterior y la temperatura bajaba bruscamente unos cincuenta grados, entonces sí hacía frío.
Hans sabía perfectamente qué era el frío, había experimentado noches realmente gélidas.
Después de que se hubieran apagado las últimas luces de la casa, había aguardado, por seguridad, una hora más, y sólo entonces se había permitido dormir un poco.
El asiento de aquel BMW era mucho más confortable que el de su minúsculo vehículo francés, no obstante, se había mantenido alerta, despertando automáticamente ante el sonido más insignificante que se introdujera en el vehículo a través de la ventanilla lateral, abierta en una cuarta parte de su extensión. Era una costumbre que probablemente jamás abandonaría. Se había desvelado incluso al percibir el suave pisar del gato que se había deslizado a, exactamente, las tres y siete minutos por el seto situado justo a su lado.
A las cinco decidió poner el asiento de nuevo en posición vertical. Pensó en Jane.
Mucho más tarde vio a las mujeres abandonar la casa e introducirse en el Golf rojo. Hans ya sospechaba cuál sería su próximo destino. El Doctor no había predicho la visita al geriátrico, pero sí la siguiente.
Sus sospechas se afianzaron cuando las mujeres tomaron la autovía y se convirtieron en certeza, confirmándose de forma definitiva, a medida que se fueron acercando a Stadtamhof.
Resultaba difícil aparcar en las cercanías del edificio ante el cual se había estacionado el vehículo rojo, por lo que Hans tomó una calle lateral donde encontró un hueco, en principio reservado para residentes. Podía correr el riesgo de que le pusieran una multa, ya que se desplazaba en el coche de Joachim. Jamás hubiera abandonado su propio vehículo en un lugar en el que pudieran ponerle una multa. Era extremadamente importante evitar todo contacto con la policía para que no fuera arrancado por la fuerza de esa cadena de acontecimientos en la que constituía un elemento importante. Aquello podía tener consecuencias nefastas.
Por ejemplo, si le parara un policía en aquellos instantes, quizá ello le impidiera ver qué estaba sucediendo al otro lado de la calle y tal vez le sucediera algo a Jane que él mismo, Hans, hubiera debido evitar a cualquier precio, pero en lo que más tarde ya le resultaría imposible influir.
Como consecuencia de todo ello, tal vez Jane hiciera algo que le llevara a averiguar algunos hechos de los que jamás debía enterarse. El Doctor se enojaría muchísimo, porque aquello podría significar problemas para él. Muchísimos problemas.
El Doctor le ordenaría entonces hacer cosas con Jane que Hans sería incapaz de hacer. Y entonces ocurriría algo realmente terrible.
De modo que él, Hans, se vería obligado a matar al policía con una rápida y certera puñalada en el cuello para que los hechos que afectaran a Jane Doe sucedieran tal y como había planificado el Doctor. Pero la muerte del policía, a su vez, llevaría a una serie de hechos que...
Hans tenía que dejar de pensar en todo aquello.
Normalmente siempre intentaba llegar en sus reflexiones hasta el amargo final. Pero eso le llevaba mucho tiempo, y a veces le obligaba a gritar en voz alta, porque las posibilidades de desenlace de aquella pequeña intervención suya eran tan increíblemente amplias que se sentía incapaz de abarcarlas todas.
Cuando volvió a situarse en la calle de la casa que le interesaba, descubrió para su alivio que el vehículo rojo no se había movido. Vio que había una persona detrás del volante y sabía perfectamente de quién se trataba.
Hans se agachó a unos cincuenta metros de distancia detrás de un enorme macetón de piedra y esperó.
Entre diez y doce minutos después apareció, por la izquierda, un vehículo policial, y sólo unos segundos después le siguió, desde el lado derecho de la calle, otro coche que se acercó a una velocidad desorbitada y aparcó justo detrás del coche patrulla.
Dos hombres bajaron del último vehículo y, frenéticos, conversaron con un agente uniformado que prácticamente había saltado del coche verde y blanco.
Hans conocía a los dos policías de paisano. A uno de ellos mejor que al otro.
Sibylle creyó sentir la mirada de Elke taladrar su espalda mientras se dirigía, de forma decidida, a la pequeña y acogedora cocina. Allí se solían sentar juntas con frecuencia, se tomaban un café, reían, charlaban...
Se sentó a la pequeña mesa utilizando la silla que siempre solía elegir en esas ocasiones y miró a Elke, que la había seguido.
—¿Me puedo tomar un café?
Elke asintió, trasluciéndose la preocupación en su rostro.
—Claro que sí. ¿Con dos cucharadas de azúcar?
Sibylle soltó una breve risa.
—Sabes que tomo el café sin azúcar. ¿Puedes dejar ya esos jueguecitos, por favor?
Sin previa advertencia, Elke rompió a llorar. Se tapó la boca con una mano, se dejó caer sobre la silla situada frente a Sibylle y se inclinó tanto hacia delante que su frente parecía a punto de rozar la mesa. Sibylle la miró, vio cómo se estremecían sus hombros y no pudo evitar alargar la mano hacia su cabeza y acariciarle suavemente los rizos.
—Parece que sigues sintiendo algo por mí, Bella.
El rostro surcado por las lágrimas se alzó lentamente.
—¿Bella? Así es como me llamaba Sibylle. ¿Cómo puede saber usted...?
Con un rápido gesto, Sibylle volvió a retirar su mano.
—¿Pero es que os habéis vuelto todos locos? Mírame, Elke. Mírame con atención. Aquí —señaló con los dedos índice y anular sus ojos—. Mira hacia aquí. No sé si hay algo extraño en mi cara, sinceramente, no lo sé. Pero mírame a los ojos, Elke. Hace tanto tiempo que nos conocemos que al menos deberías reconocer mis ojos.
Se contemplaron largo rato. Elke entornó los párpados un poco. Después se pasó la mano por la cara y se sorbió ruidosamente la nariz.
—No sé qué creer a estas alturas. No se parece usted nada a Sibylle, aunque su modo de hablar... ese sí que es el de ella. E incluso sus voces se parecen. Y se mueve usted igual que ella, y es evidente que sabe mucho acerca de su vida. ¿Qué ha hecho con Sibylle? —lloró—. ¿Y por qué? ¿Qué... qué es lo que pretende?
Sibylle se forzó a controlar su ira y también su angustia. No ganaría nada con gritarle a Elke o insultarla, era consciente de ello. Elke se cerraría en banda y no diría nada más.
Apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.
—Estoy bastante desesperada, Elke, y no entiendo nada. Comienzo a dudar seriamente de mi cordura. Ni siquiera puedo sospechar o imaginar qué es lo que está pasando aquí. Toda mi vida parece disolverse en la nada. Puedes preguntarme cualquier cosa que desees saber, hablaremos de lo que sea, pero antes que nada, necesito, por favor, que me contestes a una pregunta: ¿dónde está Lukas?
Había pronunciado muy lentamente la última oración, vocalizando bien, entonando a la perfección y con cuidado cada una de las palabras emitidas.
Elke se dejó caer hacia atrás hasta que su espalda se aplastó contra el respaldo de la silla y sacudió la cabeza.
—Johannes me advirtió por teléfono de que mencionaría usted a un niño. El piensa que usted y sus... sus cómplices, han secuestrado a Sibylle. La han drogado y la han obligado a revelarles muchas cosas de su vida y de ella misma. Todo lo que usted sabe sobre ella. Johannes cree, además, que Sibylle se ha inventado esa historia sobre un niño para que usted se traicione.
Sibylle comprobó, no sin cierto asombro, que no poseía ya capacidad emocional alguna. En su interior se había hecho el vacío. Como si alguien hubiese pulsado un interruptor y desconectado la ira, la desesperación o cualquier otra clase de sentimiento que pudiera haber experimentado con anterioridad.
—¿Y tú? ¿Qué crees tú, Elke?
—Yo no coincido con él. Bueno, en lo del niño, quiero decir. Si realmente no se tratase más que de un engaño de Sibylle, usted ya habría comprobado cuando fue a ver a Johannes que la historia del niño era falsa. ¿Por qué entonces insistir en contármela a mí de nuevo? No sería lógico. De todos modos, me sorprende que haya venido a verme. Ya debería haber imaginado que Johannes me llamaría. ¿Y si la policía la estuviera esperando ahí fuera?
Sibylle se asustó.
—¿Es así? ¿Me está esperando?
—No.
—¿Podrías por favor dejar de hablarme de usted? No lo soporto.
—Y yo no soportaría actuar, sin más, como si fuese usted mi amiga, ¡maldita sea! Sibylle... hace dos meses que desapareció sin dejar rastro e ignoro si al menos sigue con vida. ¿Es que no lo comprende?
No tiene ningún sentido. Cada minuto que paso aquí es tiempo perdido. He de marcharme antes de volverme loca de verdad y ponerme a gritar. Irme. ¿A dónde? Da igual a dónde. Fuera. A encontrar a Lukas.
Sin pronunciar ni una sola palabra se levantó. Le dirigió una última, larga mirada a Elke, que la rehuyó, abandonó la cocina y se dirigió a la puerta de entrada.
Cuando ya estaba a punto de salir, oyó la voz de Elke tras de sí.
—No te vayas.
Se detuvo y dio la vuelta.
Elke estaba apoyada en la pared del pasillo, con los brazos cruzados delante del pecho; su expresión era como la de un niño pillado en una mentira.