Pasillo oculto (26 page)

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Authors: Arno Strobel

Christian volvió a incorporarse y ella pudo distinguir en su semblante que la idea de dejarla en Múnich le resultaba muy desagradable.

—¿Y por dónde quieres empezar a buscar?

Ella encogió los hombros.

—No lo sé, pero estoy segura de que he asistido a ese concierto en el Circo Krone. Lo cual significa que no he permanecido encerrada durante dos meses, ¿me entiendes?

—¿Y cómo se te ocurre pensar que tal vez mañana recuerdes algo nuevo, algo que hoy aún ignoras?

—¿Y qué pasó con aquel cartel en Ratisbona? En cuanto lo vi recordé haber asistido a ese concierto de Maffay.

El pareció querer disuadirla de nuevo, pero finalmente dejó caer los hombros y se masajeó la frente con la punta de los dedos.

—De acuerdo —se rindió, ahogando su voz en sus puños—. No te dejaré sola. Quedémonos aquí, entonces.

—Gracias.

—Está bien. ¿Quieres beber algo? El mini bar está bastante bien surtido.

—Sí, me encantaría.

Sibylle le observó sacar pequeñas botellitas y minúsculas latas de coca-cola del mini bar y mezclar su contenido en dos vasos.

Volvió a acercarse a ella para tenderle uno de los vasos. Ella lo tomó y lo sostuvo bajo la nariz. Olía fuertemente a alcohol.

—¿Qué es esto?

—Coca-cola con un poco de coñac.

A Sibylle no le gustaba el alcohol. Torció el gesto y le devolvió el vaso.

—Gracias, pero no. Preferiría un zumo o un poco de agua.

Christian colocó su mano sobre el vaso y lo empujó de nuevo en su dirección.

—Deberías bebértelo. Sólo le he puesto un poquito de coñac. Te ayudará a dormir durante un par de horas. Mañana volveremos a tener un día agotador y necesitas dormir con urgencia, de modo que bebe.

Sibylle contempló aquel líquido pardo e intentó recordar cuando había tomado alcohol por última vez.

Aquella tarde en el griego, con Elke…Bebimos ouzo...

Nieve y ruido blanco.

Christian aún mantenía su mano sobre el vaso y asentía, animándola, hasta que finalmente cedió. Cuando bebía alcohol ciertamente le entraba sueño muy rápido y unas horas de descanso reparador le harían mucho bien.

Christian sonrió y levantó su propio vaso.

—Brindemos para que mañana encontremos algo que nos haga avanzar.

Sibylle se llevó el vaso a los labios y bebió. El fuerte sabor la molestó sólo inicialmente, porque la quemazón que le provocó el alcohol al pasar por su laringe la fortaleció. Aunque tenía la sensación de que aquella mezcla no le provocaría sueño sino que, al contrario, la despejaría.

Christian apoyó su propio vaso en el muslo.

—Bueno, además de ese concierto... ¿hay algo más en Múnich de lo que creas acordarte?

Sibylle observó las minúsculas burbujas que ascendían por su bebida hasta llegar a la superficie y estallar allí, una tras otra, en rápida sucesión.

—Lo ignoro. No me queda más remedio que echar a andar simplemente. Quizá llegue a recordar alguna cosa cuando la tenga delante. Como ocurrió con el cartel.

—Ya sabes lo que pienso de esa historia del concierto. No creo que estuvieras allí, sino que simplemente te lo imaginas.

—Pero yo sé que he estado allí —insistió ella, consciente de que debía sonar como una consentida niña de diez años. Apuró el vaso con tres grandes tragos y se lo tendió, mientras el ardor en su garganta hizo que le lagrimearan los ojos.

—¿Me puedes preparar otro igual? Para estar completamente segura de que me duermo profundamente y no me vienen a la mente nuevas ideas imaginarias.

Christian no contestó a aquella provocación, sino que mezcló nuevas bebidas, volvió a sentarse y levantó su vaso en un brindis. Ella le ignoró.

—Tal vez tú sí deberías volver a Ratisbona. Dado que piensas que me lo imagino todo y que no tengo nada que hacer en Múnich, tampoco creerás que me pueda pasar nada que le pueda interesar a la policía, quiero decir, perdona, a unos pocos agentes extraoficiales de policía.

Alzó el vaso y bebió la mitad de su contenido. Ya no le suponía ningún esfuerzo y notó que el alcohol lograba que sus pensamientos fluyeran más fácilmente, liberándola del corsé de la lógica irreductible. En su conjunto no le resultaba desagradable lo que estaba sucediendo en el interior de su cabeza, pues provocaba que incluso el peso de la certeza de su desesperada situación le resultase más llevadero.

—Sibylle, entiendo que te sientas decepcionada, pero...

—Dudo que lo comprendas de verdad —le cortó Sibylle—. Tal vez sepas cómo se consigue que personas que se encuentren totalmente desesperadas acepten hacer cosas por ti. Tú y ese comisario Wittschorek, ambos me estáis utilizando para ascender en vuestras estúpidas carreras de funcionarios. Y tal como acabas de demostrar ahora mismo de forma bastante contundente, no os importa en absoluto qué pienso yo o cómo me puedo encontrar.

—Eso no es justo.

—¿Qué no es justo? ¿Tú precisamente hablas de lo que es justo? ¿Cuán justos habéis sido vosotros conmigo? —protestó, alzando mucho la voz, demasiado, aunque le era indiferente en aquellos momentos—. Contactas conmigo a través del engaño y cuando no respondo como tú pensabas, organizas, junto con tu igualmente mentiroso amigo comisario, una redada policial. Y después de permitirme huir, lo que, por supuesto, también habíais amañado previamente, me cuentas la tierna, y de principio a fin falsa, historia de tu hermana secuestrada. ¿Tú te atreves a hablar de lo que es justo y lo que no? Gracias, pero puedo prescindir de esa clase de justicia, señor policía.

Se levantó, furiosa, de un salto. Quiso salir de allí, rodeándolo, pero él se lo impidió sujetándola por un hombro.

—No te marches ahora, por favor. Las cosas no son tal como tú las describes.

Pero ella había hablado hasta enfurecer y se encontraba fuera de sí. Intentó soltarse y, al no conseguirlo, le golpeó.

La mano que la sujetaba, y que se había deslizado hasta su brazo, había intensificado la presión hasta causarle dolor. Christian intentó esquivar el golpe, pero con un imparable impulso, la mano de Sibylle completó su trayectoria y aterrizó en la mejilla de él con un sonoro palmoteo. Christian protestó, sorprendido, la agarró ahora con las dos manos, y con un furioso tirón la acercó hacia sí. Sibylle perdió el equilibrio, se sintió caer sobre el pecho masculino y abrió la boca para gritar cuando sintió unos labios aplastar los suyos y una lengua exigente sortear sus dientes para introducirse en su boca con necesidad urgente. Con un acto reflejo, trató de impedir aquel contacto uniendo firmemente sus labios, y, cruzando sus brazos sobre su pecho, crear una barrera entre ambos, pero él la sujetaba con tal fuerza que no tuvo ninguna oportunidad. Poco después, Christian se separó levemente para poder mirarla a los ojos.

—¿A qué viene esto? —le espetó ella, furiosa—. Suéltame.

Christian sonrió y su boca volvió a acercarse, aunque esta vez de forma mucho más cautelosa. Sibylle quiso retroceder, pero sus brazos la seguían manteniendo aprisionada. Sólo unos pocos centímetros separaban los labios de él de los suyos cuando Sibylle por fin dejó de resistirse. En el momento en el que sus labios volvieron a tocarse se rindió y abrió su boca a las exigencias de la de él. E inmediatamente dejó de comprender por qué se había estado negando a aquello.

Cerró los ojos. Por unos instantes, toda ira, todo temor y desesperación, se diluyeron hasta desaparecer por completo. Como si pudiera imaginar que aquel último día y medio, tan terrible, no hubiese existido. La sensación de sentir tal proximidad con una persona, sentir aquella fusión de ambos, esa suave caricia de un aliento cálido, ajeno, en su mejilla, todo aquello lo percibía con tal intensidad que por unos instantes no hubo lugar en su interior para ninguna otra cosa más.

Experimentó con placer la fuerza de aquellos brazos masculinos que la sostenían inmisericordes sabiendo que para ellos no supondría ninguna diferencia si se dejaba caer ahora, pues continuarían sosteniéndola. Mientras saboreaba aquella situación, y el delicado tanteo de sus labios y lenguas se transformaba en un loco baile, cada vez más acelerado, Christian separó uno de sus brazos de su cuerpo. Sibylle notó cómo una mano exploradora se introducía debajo de su camiseta, acariciando su vientre primero para seguir ascendiendo lentamente, con sumo cuidado. Las puntas de sus dedos alcanzaron su pecho, acariciaron su contorno como comprobando su redondez y ascendieron aún más, hasta llegar a la cumbre, y de repente aquella sensación tan placentera que la dominaba por completo cedió un poco, lo suficiente como para permitir que se introdujera en su mente... ni más ni menos que una imagen...la de Hannes.

Sibylle retiró su cabeza con un gesto casi salvaje y se liberó del abrazo de Christian. Él, sorprendido por aquel rápido e imprevisto movimiento, no acertó a retenerla.

—No —dijo ella, casi sin aliento, y repitió una vez más aquella negación—. No. Esto... Esto no puede ser. Estoy casada.

Christian la miró incrédulo.

—¿Vas a renunciar a todo lo que se te ofrezca durante el resto de tu vida sólo porque tengas un marido virtual?

Sibylle creyó haber oído mal. Confiaba en haber oído mal.

—Pero, ¿qué dices? ¿Un marido virtual? ¿A qué te refieres exactamente, Christian?

Él se apartó de ella, aún con la respiración acelerada, y apoyó los brazos en los costados.

—¿Qué voy a querer decir? —dijo, hablándole, pero sin dirigirse a ella directamente, como si hubiera alguien más en la habitación y fuera a aquella persona a quien le estuviera hablando—. Tu marido no quiere saber nada de ti, porque no te pareces en nada a su Sibylle. Ha llamado a la policía, y le encantaría verte recluida o en la cárcel o en un psiquiátrico —añadió, mirándola esta vez a la cara—. ¿Y tú te sientes con obligaciones hacia ese individuo? ¿Teniendo cerca a alguien que... alguien que a quien desea es a ti?

Sibylle deseó gritar, pero el comentario de él le había restado las fuerzas necesarias.

—Así que es eso lo que piensas —fue todo lo que logró decir con voz sorda.

Se puso en movimiento para abandonar la habitación, esperando casi que él la volviera a detener al pasar por su lado, pero no realizó ningún intento. Sólo habló cuando ella ya había alcanzado la puerta.

—Lo siento, Sibylle. ¿Me permites a pesar de todo acompañarte mañana?

Durante un momento permaneció allí, inmóvil, después se enjugó las lágrimas.

Se sentía indescriptiblemente cansada.

Capítulo 33

Hans consiguió la última habitación disponible. Se encontraba dos plantas por encima de las de los otros dos.

Le había puesto a la chica de la recepción inmediatamente la cantidad exacta sobre el mostrador para pagar la habitación. Le podría haber explicado que debía ponerse en camino muy temprano por la mañana y que por eso prefería pagar por adelantado, pero a Hans no le gustaban las explicaciones. A nadie, exceptuando al Doctor, le importaba lo más mínimo por qué hacía las cosas del modo en el que las hacía. Si tuviera que ofrecer explicaciones cada vez que se inmiscuyera en el curso de los acontecimientos...

En aquellos momentos, Hans se encontraba sentado en su habitación, en una silla, con el teléfono pegado a la oreja, el torso muy erguido, atendiendo a las instrucciones que le daban.

Finalmente se descalzó y se sentó sobre la cama. Flexionó la pierna derecha y sacó una punta de bayoneta de la cartuchera de cuero que llevaba siempre sujeta a la pierna. Sostuvo la bayoneta en equilibrio sobre la palma de su mano examinando la brillante hoja, en la que se reflejaba la luz de la lámpara del techo.

Aquella punta de bayoneta le llevaba acompañando muchos años ya. Incluso en Sarajevo, insertada entonces en su arma. Cuando todo se había derrumbado a su alrededor no había soltado su fusil, tal como les habían enseñado.

Al caer, el arma se había desplazado de tal manera que Hans se había clavado la bayoneta muy profundamente en la parte baja de la espalda. Todo aquel tiempo que había permanecido atrapado en la oscuridad había tenido a su bayoneta dentro de él, y aquella cuchilla, con la que muy poco antes había matado a dos enemigos, le había herido gravemente. Tan gravemente, que desde aquel momento su cuerpo no se encontraba en disposición de realizar aquellas funciones básicas que eran necesarias para unirse a una mujer.

Y puesto que había transformado su vida hasta aquel punto, sólo utilizaba esa misma punta de bayoneta cuando intervenía en las vidas de los demás para modificar acontecimientos futuros.

Una imagen se introdujo en su mente. El rostro de Jane. Parecía tan... frágil. Hans la veía con tanta claridad como si la tuviese delante en aquellos momentos. Su suave cabello, su piel tan pura, de porcelana...

Recordó que estaba cerca, allí debajo, con aquel tío. Tenían habitaciones separadas, pero si él intentaba...

Al buscar imperfecciones en su arma, Hans deslizó la hoja primero por el puño cerrado, y después la probó con la uña de su pulgar. Con este método podía descubrir errores incluso mínimos. Tras haberse asegurado que la cuchilla estaba perfectamente, volvió a guardar la bayoneta en la cartuchera de cuero de su pierna y se tumbó de espaldas.

El día siguiente sería el último de aquel experimento con Jane Doe, eso había dicho el Doctor. La situación decidiría cuál sería la intervención de Hans.

No, la misma Jane decidiría cómo... cuánto tendría que intervenir. Porque a cada momento se volvía más peligrosa para el Doctor.

Capítulo 34

Despertó por primera vez poco antes de las dos de la mañana debido a un ruido que posteriormente no fue capaz de identificar. Aunque volvió a dormirse inmediatamente, despertó una y otra vez a intervalos regulares de aproximadamente media hora, siempre empapada en sudor. Poco antes de las siete se levantó.

Cuando aquella noche volvió de la habitación de Christian, simplemente se había lavado apresuradamente los dientes con el cepillo que, junto a las miniaturas de pasta, jabón, champú y aguja e hilo, había encontrado en una cestita en la estantería del cuarto de baño. De inmediato se metió en la cama, donde se debió de quedar dormida al instante.

En el baño abrió el grifo del agua fría, unió y ahuecó las manos para formar una especie de recipiente, y sumergió en éste la cara. El frío la despertó, pero su aspecto seguía siendo terrible. Oscuros círculos rodeaban sus ojos, y en combinación con la palidez de su piel no sólo le proporcionaban un aspecto envejecido, sino enfermo. Además sentía un agudo dolor de cabeza, lo cual relacionó con el alcohol.

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