Authors: Arno Strobel
Vaciló.
¿Qué estoy haciendo? Este hombre pretende ayudarme.
Rozó con la punta de los dedos la pequeña antena cubierta de goma y tiró de ella hacia arriba con sumo cuidado. Mientras el teléfono salía del bolsillo centímetro a centímetro le vigilaba atentamente. Casi lo había conseguido cuando Christian gimió suavemente y se giró a un lado, provocando que ella tocara su pecho con el dedo meñique.
Sibylle contuvo el aliento, se quedó absolutamente inmóvil y no se atrevió a moverse ni un solo milímetro. Se mantuvo así, agarrotada y tensa durante varios segundos, para después suspirar, aliviada. El no había notado nada y seguía durmiendo tranquilamente.
Tuvo suerte. El teléfono de Christian era de los de tapa y no estaba bloqueado.
Cuando se iluminó la pequeña pantalla a color vio un porsche negro ocupado por alguien que, aunque no lo distinguía bien, le pareció el mismo Christian.
No le va ese coche de lujo.
Pulsó la tecla con el auricular verde y en pantalla le apareció el número de un teléfono móvil. Tras una última y rápida mirada a Christian, pulsó de nuevo la misma tecla y sostuvo a continuación el aparato cerca de su oído.
Sentía como si su corazón quisiera saltar de su pecho, abandonándolo para siempre, mientras atendía al sonido del móvil. Descolgaron después de la cuarta llamada.
—Martin Wittschorek.
Sibylle se apartó el teléfono de la oreja y pulsó rápidamente la tecla roja para finalizar la conversación.
El salvaje golpeteo de su pecho se había transformado en un doloroso martilleo, pero cesó bruscamente al instante siguiente. En cuanto oyó hablar a Christian.
—¿Ya has averiguado lo que querías saber?
Poco después de que Jane abandonara aquella oficina comenzó a comportarse de manera muy extraña.
Eso significaba, según Hans, que no pasaría demasiado tiempo antes de que debiera actuar. Muy pronto tendría que intervenir, y de ese modo modificar de raíz una serie casi interminable de acontecimientos sucesivos.
El proceso tenía algo de grandioso, creativo. Y a pesar de ello, este pensamiento suscitaba un raro desconcierto en su cabeza. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Cómo podía cuestionar de repente cosas que eran totalmente incuestionables?
Después de que el acompañante de Jane abandonara su posición, se había acercado a ella cruzando la calle. Ambos conversaron un rato, después caminaron un trecho para finalmente detenerse solamente tras unos pocos metros, delante de un colorido cartel que al parecer había atraído la atención de Jane. Lo miraba fijamente, como en estado de shock, mientras el hombre le hablaba insistentemente.
Cuando finalmente logró arrancar su mirada de aquella amalgama de colores de los que, a la distancia que se encontraba, Hans no lograba distinguir detalle alguno, se agarró tambaleante con tal fuerza a su acompañante que Hans pensó que caería al suelo. Entonces se puso en movimiento. Tenía que saber qué la había alterado tanto. Tras unos pasos ya pudo leer las primeras palabras que, en grandes letras amarillas, dominaban el cartel. Mientras se iba aproximando a aquellas dos personas y al cartel podía distinguir cada vez más detalles, y cuanto más era capaz de leer, más seguro se sentía de que muy pronto su misión llegaría a término. Memorizó todo lo que vio y pasó de largo un buen trecho hasta que, al cabo de unos metros, se dio la vuelta como de casualidad. Decidió que ya se había alejado lo suficiente y sacó su teléfono móvil.
El Doctor escuchó atentamente su informe sin interrumpirlo en ningún momento. Finalmente Hans tuvo que taparse el oído libre, porque con cada una de las breves, precisas instrucciones que oía, sintió incrementarse su malestar.
Cuando el Doctor finalizó la conversación Hans volvió a guardar el teléfono. Aquellos dos, situados ahora detrás de él, aún seguían delante del cartel, conversando.
Hans exploró con la mirada, paseando la vista por la calle, los caminos y las casas, buscando por todas partes aquel cabello intensamente rojo, pero no logró descubrirlo por ninguna parte.
Se miraron largo rato, durante muchos minutos, según le pareció.
Los pensamientos se precipitaban por la mente de Sibylle como por una extraña montaña rusa. Subían y volvían a bajar veloces, esas palabras que cruzaban, impregnadas de vivos colores, por su cabeza, gritándole en un tipo de letra en formato extra grande. Imágenes diversas centelleaban brevemente para volver a desaparecer antes de que pudiera reconocer en ellas cualquier detalle. Y muy, muy lentamente, algo parecido a una nube negra y fría se fue posando sobre cualquier otro pensamiento que pululara por su interior, cubriéndolo todo, volviéndose pesada y aprisionando finalmente todo lo demás, con tanta fuerza y durante tanto tiempo, que logró exprimir, como esencia de ese batiburrillo de pensamientos y emociones, una enorme, negrísima gota, compuesta únicamente por la más pura desesperación.
Sibylle lloraba. Por primera vez desde... no sabía cuándo, pero debían de haber transcurrido horas. No se trataba de un llanto histérico, que la sacudiera por entero, ni tampoco de los desesperados sollozos que conformaban el lamento del duelo. Lloraba en silencio, inmóvil. Sólo lágrimas, que serpenteaban desde sus mejillas hasta su barbilla como dos finos arroyos, uniéndose allá abajo en una sola corriente unificada que se liberaba de su rostro para caer sobre sus vaqueros. Lágrimas que disolvían la energía que aún quedaba en ella y dejaban sin fuerza su cuerpo.
Ese conocido... el comisario Wittschorek.
Christian Rössler, el hombre que me ha estado convenciendo de lo cierto de sus palabras tan insistentemente que finalmente decidí creer en él, me ha mentido.
¿También ha mentido en todo lo demás?
Por primera vez en su vida... en la vida que recordaba... comenzó a pensar que le era indiferente, que quizá incluso supusiese una liberación, si en ese mismo instante falleciera. Simplemente así, ahí sentada ante la ventanilla de ese vagón de segunda clase del regional exprés.
Y después de eso no pensó nada más, y tampoco deseaba nada más.
La voz eterna de su cabeza guardó silencio de repente. Pero su boca sí se abrió y habló.
—¿Por qué me has mentido? —dijo Sibylle, convencida, sin embargo, de que no había sido ella quien había ordenado a su boca pronunciar tales palabras.
—¿Y tú? ¿Por qué me robas mi teléfono?
—¿Por qué motivo me has mentido? —repitió ella de forma monótona y le tendió su teléfono. El lo tomó con semblante impasible y lo volvió a guardar en el bolsillo de su camisa. Sibylle sabía que le repetiría aquella pregunta una y otra vez.
Él, a su vez, no repitió la suya. Simplemente la miró.
—Está bien —dijo, tras otra breve pausa—. Te lo contaré todo, pero te aseguro que no es tan interesante como te imaginas.
—¿Por qué me has mentido?
Era como si en aquel instante fuese dos personas y una de ellas estuviese sentada al lado de sí misma, una mera espectadora de aquello que decía, sin poder influir en absoluto en las palabras que pronunciaba.
—No tengo ninguna hermana, ni, por tanto, ha sido secuestrada. Todo lo que te he contado acerca de los métodos de esa organización, sobre lo que al parecer han hecho contigo, todo eso... son suposiciones nuestras. Pero la probabilidad de que todo sea cierto es bastante elevada.
—¿Quiénes sois esos vosotros? ¿Quién eres tú?
—Mi nombre es Christian Rössler, soy policía, y antes estuve destinado en Ratisbona. Martin Wittschorek ha sido mi compañero, es un amigo. Me ha pedido ayuda extraoficialmente porque teme que esta gente vuelva a intentar atraparte. Y entonces podremos detenerlos.
Sibylle vio otra vez el sótano de la clínica ante sí, vio a Grohe con el conserje en el centro de la habitación y a Wittschorek recogiendo algo del suelo. Un pedacito de aquel material con el que habían fijado los cables a su cabeza.
Su expresión, cuando ella huyó. De modo que por eso había permitido que escapara.
—Wittschorek te cree cuando afirmas que no tienes nada que ver con todo este asunto. Pero eso de poco os sirve tanto a él como a ti. Grohe está convencido de que eres una mentirosa patológica. No sabe nada de que yo te acompaño y tampoco debe averiguarlo, porque, de lo contrario, hará que expulsen a Martin del grupo especial y a ti te encerrará en un psiquiátrico. Grohe es un estúpido, y si Martin ya no puede ocuparse de este asunto, las posibilidades de resolver el caso son nulas. Yo disfruto de unas vacaciones, y en realidad lo que estoy haciendo aquí no sólo es extraoficial, sino incluso delictivo, ¿entiendes? No detengo a una sospechosa a pesar de tener una clara oportunidad. Si esto se descubre nos costará el puesto tanto a Martin como a mí. Por eso todo este secretismo.
—¿Sospechosa? ¿Y esperáis que esa gente intente atraparme de nuevo? Tú... vosotros... ¿Me estáis utilizando como cebo?
—Sí.
¡Como si todo esto no fuese ya de por sí suficientemente malo!
—¿Y por qué debo creerme esta nueva historia, Christian Rössler?
—Porque es la verdad. Puedes llamar a Martin Wittschorek más tarde, él te confirmará lo que te he dicho.
—¿Y por qué no me lo has contado hasta ahora?
—Acabo de explicártelo. Ignorábamos cómo reaccionarías si te comentábamos que estábamos trabajando extraoficialmente y a espaldas del jefe del grupo especial. Como te he dicho... me puede costar el puesto, y no solamente a mí.
La aguda desesperación que había estado a punto de paralizarla unos momentos atrás fue abandonándola poco a poco, y cuantas más explicaciones le ofrecía Christian, más lógico le parecía todo.
Dos cosas le vinieron simultáneamente a la mente.
—La primera vez que te vi en aquel hospital... ¿Cómo sabías que nos dirigiríamos hacia allí?
—No lo sabía —contestó Christian con calma—. Os seguí. Cuando tu marido llamó a la policía, yo estaba en la comisaría y seguí a Martin y su compañero sin que este último lo advirtiera. Martin me estuvo vigilando todo el tiempo por el espejo retrovisor.
—¿Y qué pasa con Rosemarie Wengler?
—Queríamos alejarla de ti para que yo pudiera ocupar su lugar a tu lado.
—¿Fue ella la que llamó mientras yo visitaba a Elke?
—No.
Hila no. Rosie no. Gracias a Dios.
Tenía que reconocer que ahora encajaban algunas cosas que antes le habían parecido extrañas. Pero aún no todo.
—Pero, si no fue Rosie quien avisó a la policía, ¿entonces quién?
—Yo. Siempre he estado cerca de ti y por supuesto que también te seguí hasta casa de tu amiga. Llamé a Martin y le informé de dónde te encontrabas. Este le contó entonces a Grohe el cuento del informante anónimo y así conseguí que abandonaras a esa tal Rosemarie y me aceptaras a mí como tu protector. Era evidente que lograrías escapar de la policía, porque donde quiera que estuviera Martin, sería por ahí por dónde iniciaríamos el camino de huida.
—¿De modo que toda esa historia de que Rosie estaba confabulada con esos criminales, todo eso no era sino una gran mentira?
El meció la cabeza a un lado y a otro.
—Nos parecía muy extraño que siempre estuviera a mano, cada vez que necesitabas ayuda. Y también hemos encontrado otros indicios de que posiblemente esté relacionada con esa gente.
—¡Pero si ha sido la única en creer en mí en todo este tiempo! Jamás dudó de que tuviera un hijo. Quería ayudarme a buscarlo, y...
La expresión de Christian se transformó.
—Estás pensando que precisamente eso es lo que parece indicar que está confabulada con ellos, ¿no es así?
—Sé sincera contigo misma, Sibylle. Absolutamente todo parecía estar en contra de tu historia y de ese falso niño desde el principio. Y aparece una mujer a la que sólo hace un par de horas que conoces, pero que no sólo te cree sin reservas, no, sino que incluso quiere ayudarte a encontrar a ese niño.
Sibylle reflexionó. Desde su punto de vista, el punto de vista de un policía que está deseando encontrar, a cualquier precio, a unos criminales, tal vez incluso tuviera razón. Pero a pesar de ello decidió no seguir profundizando en el tema de Rosie.
—¿Y qué pasa con Hannes? ¿Y Elke? ¿Qué pensáis de ellos?
—Está fuera de toda duda que tu aspecto exterior es diferente al de la Sibylle Aurich que aparece en las fotografías que Martin me ha mostrado. Creemos que esa gente es perfectamente capaz de haberte sometido a una operación estética que te pudiera cambiar de esa manera en tan sólo dos meses. Pero, intenta ver todo esto desde el punto de vista de tu marido: su mujer desaparece sin dejar rastro, durante dos meses no hay pista alguna, tampoco se producen peticiones de rescate que pudieran sugerir, tal vez, un secuestro. La policía no cuenta con la más mínima pista. Después de tanto tiempo, sus esperanzas de volver a ver con vida a su mujer son casi inexistentes. Piensa que ha sido víctima de algún crimen violento y que probablemente haya muerto.
Ha muerto.
—Y de repente, aparece una mujer completamente desconocida que conoce hasta el más mínimo detalle de la vida de su mujer, una mujer que tiene, sin embargo, un aspecto completamente diferente, y además farfulla no-sé-qué de un hijo que es evidente que Sibylle no tiene. ¿Cómo reaccionarías tú en su lugar?
Sibylle asintió lentamente.
—Entiendo lo que quieres decir. Incluso aunque le resultara imposible a una completa extraña memorizar tantos detalles con esa exactitud en apenas dos meses.
—Sí, exactamente... Al igual que es imposible que en dos meses aparezca con un hijo de seis años.
—Pero dices que el comisario Wittschorek me cree. ¿Qué es lo que piensa exactamente? ¿El sí que cree que realmente soy Sibylle Aurich?
Christian asintió como si hubiese previsto aquella pregunta.
—Creo que debería comenzar a explicarte por qué estoy convencido de que no has podido asistir a ese concierto de Múnich y por qué me parece una idea absurda el estar sentados aquí en este tren ahora. Bueno, no es la primera vez que ciertas personas desaparecen, sin dejar rastro, para aparecer de nuevo sólo unos días más tarde contando cosas absurdas. Casi siempre hablando de algo que buscan insistentemente y de lo que sus familiares sin embargo no tienen constancia. A veces se trata de un coche de lujo, una vez incluso fue un yate, siempre objetos caros, que las personas en cuestión no podían permitirse económicamente. Un joven, por ejemplo, que buscaba insistentemente un Porsche que decía que le habían robado, advirtió rápidamente que aquello no podía ser cierto y logró recordar incluso a algunas personas con batas blancas que le habían atado a una silla para inyectarle algo. Y, después, una película que le proyectaban una y otra vez. Una película en la que aparecía precisamente un Porsche. Bueno, sea lo que sea lo que os suministren, en este caso la dosis fue demasiado reducida, ya que él logró recordarles.