Authors: Arno Strobel
—¿Quién dice que es usted?
—Sibylle, la nuera de Else Aurich. Aquí, mire, me puede ver en esta fotografía, junto al hijo de la señora Aurich.
Le mostró a la mujer la fotografía con una sonrisa.
—Y este es mi marido, Johannes —añadió, señalando al aludido.
Mientras la enfermera, claramente desorientada, estudiaba con atención la fotografía, Sibylle reanudó su parloteo.
—Perdone, pero parece usted nueva aquí. No nos conocíamos, ¿verdad?
La confusión que experimentaba la mujer era muy evidente. Sacudió, muda, la cabeza, y miró a Sibylle como si procediera de otro planeta.
—No —articuló al fin, y su voz alarmada parecía una nota más grave aún que antes—. No nos habíamos visto nunca antes. Discúlpeme, pero he de llevarme a su... a su suegra para efectuarle unos análisis de sangre. Pero puede usted esperarme aquí. Sólo serán unos minutos.
Se acercó a la anciana en dos zancadas y maniobró urgentemente con la silla de ruedas para sortear la mesita sobre la que descansaba la bandeja. Rozó una silla al salir y simplemente la apartó de forma brusca a un lado, sin detenerse, empujándola con la parte baja de la silla de ruedas. Una vez se cerró la puerta tras ella, Rosie reaccionó.
—¡Rápido! —dijo, gesticulando con la mano para que Sibylle se apresurara—. ¡Vámonos!
—¿Nos vamos? ¿Por qué?
—Porque la cuidadora está absolutamente convencida de que has perdido el juicio.
—Que yo...
—¡Por Dios, Sibylle! —la interrumpió bruscamente Rosie—. No sé qué te ha ocurrido de repente, pero sí sé con toda certeza que tenemos que desaparecer de aquí, ya que es de prever que en este mismo momento esa mujer esté llamando a la policía. —Señaló la fotografía que Sibylle aún sostenía en la mano—.Y es que esa, hija mía, no eres tú.
Sibylle no comprendía de qué le estaban hablando.
—Pero, ¿qué dices? Claro que soy...
No pudo continuar. Había alzado la fotografía mientras hablaba y la tenía en aquellos momentos justo delante de los ojos. Sólo unos instantes antes se había reconocido en ella sin ninguna duda, pero ahora se enfrentaba a la feliz sonrisa de la mujer que ya conocía de la fotografía de su dormitorio.
No soy yo.
Por segunda vez en un mismo día, se le cayó de las manos una fotografía enmarcada, aunque en esta ocasión el cristal quedó destrozado al caer.
—Pero... antes aparecía yo en esa foto. Estoy segura. Y ahora... ¿Cómo es posible algo así?
Rosie no contestó, sino que la agarró del brazo y la arrastró tras de sí al salir corriendo de la habitación.
En el momento en el que Rosie se dejó caer con un suspiro en el asiento del conductor de su coche y cerró la puerta, sus miradas se encontraron, y Sibylle creyó leer en aquel rostro, que para el poco tiempo que hacía que se conocían le parecía sorprendentemente familiar, una preocupación sincera.
—¿Estoy loca? —preguntó en voz baja.
Rosie puso en marcha el motor y sacó el vehículo del aparcamiento sin ofrecerle respuesta alguna.
—Estaba totalmente segura —añadió Sibylle con voz queda—. Me he visto a mí misma en aquella imagen, aunque ahora ni siquiera recuerdo cómo ha sido eso. Tú también viste la fotografía en aquellos primeros instantes...
Rosie giró hasta adentrarse en la vía principal.
—Bueno, no te preocupes. Ya se arreglará todo. Quizá se deba simplemente a que deseabas muy intensamente que fuera tu propia imagen la que apareciera en ella...
—Es decir, ¿que la primera vez que la viste ya estaba...?
Rosie se acercó al arcén derecho y estacionó el coche. Apartó las manos del volante, arrugó la frente y miró a Sibylle a los ojos.
—Bueno, si estás intentando decirme que realmente crees posible que primero aparecías tú en aquella fotografía y que después, como por arte de magia, estaba allí aquella otra mujer, entonces sí que nos dirigimos ahora directamente al psiquiatra más próximo.
Sibylle tragó saliva. Rosie le cogió las manos y se las apretó suavemente, con cariño.
—Bien, y ahora dime: ¿A dónde te llevo, a mi casa, o al psiquiátrico?
Las lágrimas acudieron a los ojos de Sibylle, desbordándolos.
—No, está bien Rosie. Es evidente que eso es imposible. Sólo que... ¡Era tan real! Habría sido capaz de jurar que...
—Tonterías —dijo Rosie, le soltó las manos y volvió a emprender la marcha—. Tu vista te ha jugado una mala pasada. No quiero volver a oír nada más acerca de este asunto. Ahora nos vamos a casa y duermes un par de horas. Y después diseñamos un plan de ataque.
Sibylle no contestó.
Había sido tan real.
Sibylle le descubrió poco antes de que Rosie se adentrara en el camino de acceso a la casa. Aguardaba sentado sobre el césped, delante del arbusto salpicado de flores blancas que separaba la propiedad de Rosie de la vecina. Rodeaba indolentemente con los brazos sus flexionadas rodillas y era evidente que estaba esperando algo.
El hombre desconocido.
Mientras Sibylle le observaba a través de la ventanilla lateral, él se llevó el índice a los labios y sacudió la cabeza en señal de negativa. Creyó detectar una extraña alarma en su mirada, algo que impidió a Sibylle advertir a Rosie acerca de su presencia. Su corazón palpitaba de nuevo de forma incontrolada.
Cuando el vehículo se detuvo, el desconocido quedó oculto por el seto. Sibylle miró a Rosie, sin descubrir en ella señal alguna de que hubiera advertido la presencia de aquel hombre.
La mente de Sibylle comenzó a trabajar de modo febril. ¡El desconocido la estaba esperando a ella!
Pero, ¿cómo sabía que Rosie...?
Sólo hacía pocas horas que las dos mujeres se conocían.
Tengo que hablar con él. Ya.
—Sibylle. —La llamada interrumpió sus pensamientos—. ¿Qué te ocurre? ¿Prefieres quedarte a dormir en el coche?
Sibylle esbozó una distraída sonrisa. Le agradaba aquella mujer tan extraordinaria, pero quizá el hombre que la aguardaba poseyera algún tipo de información sobre ella, su situación o incluso, mejor aún, pudiera ayudarla a encontrar a Lukas.
Bajó del coche y siguió a Rosie hasta la casa.
—Rosie... —comenzó titubeante, aún antes de entrar en el pasillo—. Creo que... creo que me gustaría dar un pequeño paseo. Me sentará bien.
—El aire fresco siempre sienta bien. De acuerdo, vamos.
Sibylle sacudió la cabeza.
—¡No! No, por favor, no te enfades, pero... me gustaría pasar unos minutos a solas, pensar. Te estoy muy agradecida por todo lo que has hecho por mí, pero creo que...
—Claro que sí. No hay problema —la tranquilizó Rosie con un gesto—. No tienes que justificarte. Pero ten cuidado de no perderte. —Le dirigió un guiño tranquilizador y de complicidad—. Y no dejes que te aborden hombres desconocidos, ¿me oyes? —añadió.
Sibylle la obsequió con una sonrisa torturada y se despidió.
Una vez en la calle, giró a su izquierda, dejando atrás el arbusto de separación sin buscar al hombre que sabía que la aguardaba allí, y continuó incluso hasta pasar la propiedad anexa, con el fin de asegurarse de que Rosie la veía alejarse realmente, si acaso decidiese vigilar su marcha desde la puerta. Después de unos metros, se dio la vuelta y retrocedió, encaminándose directamente hacia el arbusto donde salió a su encuentro el hombre, hasta entonces oculto, dirigiéndole una mirada amigable, aunque seria.
—Le agradezco que haya venido.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?
Constató el temblor en su propia voz.
—Mi nombre es Christian Rössler —contestó él, y, al ver la muda reacción de ella, continuó su discurso—. Sé en qué situación se encuentra y puedo...
—¿Sabe usted en qué situación me encuentro? ¿Cómo lo sabe? ¿Es usted uno de los que me están haciendo esto? ¿Sabe algo acerca de mi hijo?
El alzó lentamente las manos con las palmas hacia fuera, como si quisiera evitar asustarla.
—No, no tengo nada que ver con esa gente. Al contrario, quiero ayudarla.
—¿Por qué? No le conozco. ¿Qué motivos podría tener usted para querer ayudarme? ¿Y cómo ha llegado a la conclusión de que yo pudiera necesitar su ayuda?
Rössler bajó la voz.
—Porque creo que se encuentra usted en una situación similar a la de mi hermana Isabelle, y porque juntos tenemos más posibilidades de descubrir qué está pasando.
¿Hermana? ¿Situación?
Fueron tantos los pensamientos que simultáneamente cruzaron a toda velocidad por la mente de Sibylle, que se sintió impotente para que uno sólo de ellos se abriera camino en su cerebro. No fue capaz de articular palabra. Permaneció en silencio, frotando nerviosamente entre sí sus manos temblorosas.
—Créame, sé cómo se siente —explicó Rössler.
—¿Cómo...? ¿Cómo quiere usted...? —comenzó ella, resultándole extremadamente difícil encadenar las palabras hasta formar con ellas una frase con sentido—. ¿Dónde... dónde se encuentra su hermana ahora?
La obsequió con una triste sonrisa.
—Le contaré todo lo que sé. ¿Qué le ha explicado usted a la mujer, a dónde le ha dicho que se marchaba?
El aturdimiento de Sibylle se incrementaba cada vez más.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Por favor, ¿qué le ha explicado? Es importante.
Parecía casi suplicar una respuesta.
—Le dije que quería dar un paseo. Pero, ¿por qué...?
—Eso está bien. Pero tendrá que volver antes de que sospeche algo.
Sibylle retrocedió instintivamente.
—¿Sospechar? ¿Qué significa eso? No sé si sabe que esa mujer es la única persona en el mundo en la que confío.
Él resopló y dirigió una mirada apresurada al arbusto que los aislaba de la casa de Rosie.
—Si tanto confía en ella, ¿por qué no le ha dicho que me ha visto?
—Porque... porque yo...
Sí, ¿por qué? Tiene razón, maldita sea.
—Escuche, ahora mismo no puedo darle todos los detalles, pero créame, por favor: esa mujer no pretende ayudarla, eso seguro, ella... —se interrumpió, pero continuó con su discurso cuando vio que Sibylle se disponía a objetar—. Detrás de todo esto se encuentra una organización bastante importante, y resulta imprescindible para ellos conocer cada paso que realizan sus víctimas. Para eso necesitan a alguien de confianza en el entorno más inmediato. Alguien en quien éstas deseen confiar.
¿Víctima? ¿Soy yo...?
—¿De qué organización me habla? ¿Pretende usted decirme que Rosie...? —dijo Sibylle, negando enérgicamente con la cabeza—. No, eso es una locura. Jamás lo creeré.
El dirigió una nueva mirada rápida al arbusto.
—¿Cuándo y cómo conoció usted a esa mujer?
—Eso no es asunto suyo. Además, ¿cómo ha sabido dónde me alojo?
—Las he estado siguiendo, he estado detrás de usted desde el momento en el que subió a ese coche. Por favor, créame, sólo pretendo advertirla del peligro en el que se encuentra.
Sibylle titubeó.
—He visto a Rosie por primera vez esta mañana —concedió al fin—. Me ha estado ayudando. ¿Y usted cómo...?
El realizó un gesto tranquilizador con la mano.
—Más tarde llegaremos a eso. Ahora tiene que volver a la casa, de verdad. Si esa mujer nos descubriera, sería nefasto para usted, y perjudicaría también a mi hermana. Créame, por favor. Sólo recuerde en qué circunstancias se ha encontrado con ella y pregúntese a sí misma si le parece normal el comportamiento de esa mujer. En el caso de mi hermana también apareció por sorpresa una mujer que aparentemente deseaba ayudarla. ¿Me entiende?
—¿Y qué hay de malo en coincidir con personas dispuestas a ayudar? —repuso Sibylle, que ni se esforzó siquiera en ocultar su irritación.
Rössler la miró imperturbable.
—Mi hermana ha vuelto a desaparecer, hace ahora tres días. Poco antes habíamos visitado juntos a esa mujer que la ayudó, así que cuando no logré localizarla de nuevo pensé... que quizá se encontrara con ella. Me dirigí entonces a la casa de su amiga y allí me sorprendí muchísimo cuando vi que me abría un hombre mayor, el cual, al preguntarle por la mujer, que se supone que se llamaba Johanna, me comentó que no conocía a nadie de ese nombre, y que, desde luego, esa mujer no vivía allí. Él era viudo y llevaba años solo en aquella casa. —Rössler concluyó su relato prácticamente en susurros—. Aquel hombre había estado fuera unos días, visitando a su hija. Había regresado de su viaje aquella misma mañana. ¿Entiende lo que le digo? La casa en la que se supone que vivía aquella mujer, y en la que estuve con Isabelle, no le pertenecía, nunca había vivido allí.
Rebuscó en el bolsillo de su pantalón y sacó un trozo de papel arrugado.
—Éste es mi número de teléfono. Podrá localizarme aquí a cualquier hora del día y de la noche. Si quiere saber qué he descubierto hasta ahora, llámeme mañana. Si decide no creerme, sería una lástima, pero no puedo hacer nada al respecto. No volveré por aquí y tampoco la seguiré molestando. Simplemente hágame un favor: decida lo que decida, no le hable a esa mujer de mí, pues lo más probable es que perdiera toda oportunidad de encontrar a mi hermana y a quienes están detrás de todo este asunto.
Este asunto, qué asunto, ¡qué asunto! Esto es una locura, todo esto es una locura...
Sibylle procuraba desesperadamente pensar en lo que acababa de escuchar, pero, por mucho que lo intentaba, no lograba concentrarse. Sentía deseos únicamente de ponerse a gritar en voz alta. Rössler le tendió el pedazo de papel, pero ella no se decidía a cogerlo.
—¿Querría usted indicarme su nombre? —preguntó él entonces.
—Sibylle. Me llamo Sibylle.
—¿Y usted también busca a alguien a quien, aparte de usted, nadie parece conocer, Sibylle?
Sintió como si la hubiesen golpeado en pleno estómago.
—Lukas —se oyó susurrar—. ¿Su... su hermana también...?
—Sí, buscaba desesperadamente a su hijo.
—Dios mío. ¿Y lo encontró?
Rössler agachó la cabeza. Cuando la volvió a alzar, Sibylle creyó ver lágrimas en sus ojos.
—Jamás tuvo hijo alguno.
La mirada de Sibylle sobre el lugar en el que sólo pocos minutos antes había estado aquel hombre pareció perpetuarse antes de que se decidiera a agacharse muy despacio y recoger el papel que Rössler había dejado caer. Sin mirarlo siquiera, lo guardó en el bolsillo de su pantalón.
Jamás tuvo hijo alguno. Jamás. ¿Lukas?