Authors: Arno Strobel
Se levantó de un saltó, apartando su silla.
—Me da igual. Lo que tengo que hacer es encontrar a Lukas. No sé dónde empezar a buscar, pero tengo que ponerme en marcha ya.
—Tienes razón, tu hijo es lo más importante ahora.
La mirada de Sibylle se posó en aquel rostro redondo.
—¿Tú tienes hijos, por cierto?
¿Se había estremecido Rosie con aquella pregunta o sólo se trataba de imaginaciones suyas?
—No. Por desgracia, no —contestó la mujer lentamente.
De inmediato dejó caer con fuerza la palma de la mano sobre la mesa, haciendo saltar tintineantes cuchillo y cuchara.
—En marcha. No perdamos el tiempo.
Le hubiera gustado tener hijos y no ha podido ser.
—¿Por qué no me enseñas alguna fotografía de tu marido? Me gustaría saber qué aspecto tenía.
—¿Mi marido? —tartamudeó Rosie, y por primera vez desde su encuentro con aquella mujer, Sibylle creyó detectar una nota de temor en su voz. Sin embargo, se recompuso de inmediato, haciendo una seña despectiva con la mano.
—Eso no importa ahora. Hemos de ocuparnos de encontrar a tu hijo.
No quiere que le vea. 0 no me está diciendo la verdad.
Sibylle se sorprendió. Le resultaba demasiado fácil dudar de Rosie. Era necesario que confiara en aquella mujer, incluso aunque no le dijera siempre la verdad.
Porque, si no confío en ella, ¿en quién lo haré? ¿En quién puedo confiar?
Una vez en el salón, se sentó en el suelo, justo delante de un enorme puf, y apoyó la espalda en él, aguardando a Rosie que, en la habitación anexa, estaba dedicada a recoger la mesa. Cerró los ojos mientras atendía a los ruidos propios de la vajilla que percibía desde la cocina.
Sus pensamientos huyeron, se alejaron de aquella película de terror en la que se había convertido su vida de repente, y corrieron en busca de las pacíficas e idílicas imágenes de su pasado, aplacando su alma febril como si de unos refrescantes paños se tratara.
Quizá alguien hubiera calificado la vida que había llevado en los últimos años de aburrida. Estaba casada, y su marido no la abandonaba nunca para reunirse una vez por semana con los amigos y jugar a las cartas en un bar, ni tampoco se apalancaba delante del televisor con ellos para acompañar con sus gritos las diversas incidencias de más y más partidos de fútbol. El siempre había sido un hombre meticuloso y ordenado, y con los años había sido más bien ella quien se había adaptado a él y no al revés, y aquello había sucedido con la naturalidad de la armoniosa convivencia.
De vez en cuando acudían al teatro, o salían a comer a algún restaurante agradable, y de no ser así, simplemente se acomodaban en casa. Antes de conocerle, la vida de Sibylle había sido mucho más movida. Salía continuamente, sin perderse jamás fiesta alguna, y estaba segura de haber tenido más experiencias amorosas antes de casarse que Hannes. Pero de su amplísimo círculo de amistades y conocidos pocos habían quedado tras la boda. En realidad, bien pensado, sólo Elke, que...
¡Elke!
Sibylle abrió los ojos de repente y se incorporó. Intentó impulsarse con los codos para levantarse definitivamente, pero le resultó imposible, porque el relleno del puf se deslizaba en cuanto se apoyaba en él.
Recorrió con la vista las paredes del salón, pero si antes no había detectado fotografía alguna, ahora tampoco pudo descubrir ningún reloj. Se liberó con esfuerzo del abrazo de las bolitas de relleno y acababa de lograr ponerse en pie cuando vio salir a Rosie de la cocina.
—¿Qué hora es? —preguntó Sibylle, apartándose un mechón de cabello de la cara.
—Las ocho y cuarto.
—He de intentar localizar a Elke. Tal vez Lukas se encuentre con ella.
De inmediato tuvo a Rosie junto a la mesita auxiliar para alcanzarle el auricular del teléfono. Sibylle marcó con urgencia el número de Elke, con demasiada urgencia, como muy pronto descubrió, pues logró conectar con una mujer malhumorada que decía llamarse Kleinbauer, la cual explicó de forma escueta que no conocía a ninguna Elke cómo-se-llame. Y colgó.
Sibylle lo volvió a intentar, en esta ocasión despacio y con sumo cuidado, con el corazón desbocado y la esperanza de que la vez anterior se hubiese confundido al marcar. El teléfono sonó dos veces antes de que oyera por fin una voz que le resultó familiar.
—Elke Berheimer.
Sibylle hubiera querido gritar de alegría, pero fue incapaz de producir sonido alguno.
—¿Hola? —insistió Elke impaciente.
—Elke... Soy Sibylle.
Silencio. Los segundos se sucedían. Después, en voz tan baja que casi no pudo distinguir las palabras, la mujer habló.
—¿Qué? ¿Quién habla? ¿Sibylle? ¿Sibylle Aurich? ¿Eres tú de verdad?
Definitivamente se trataba de la voz de Elke, pero sonaba áspera, y, en cierto modo, extraña.
—Sí, Elke, soy yo. ¿Está Lukas contigo?
—Pero, ¿dónde...? Quiero decir, ¿qué te ha ocurrido?
—He sido asaltada... y secuestrada después. Desperté ayer por la mañana, en un sótano. Logré huir y después me ayudó una mujer muy agradable. Y Hannes me ha...
—¡Espera! —la interrumpió Elke—. ¿Despertaste en un sótano? ¿Y te ayudó una mujer? ¿Se encuentra esa mujer contigo ahora?
—Sí, pero...
—¿Dónde estás? ¿Y cómo se llama esa mujer?
—Rosemarie —contestó Sibylle automáticamente, para comprobar, confundida, cómo la nombrada realizaba exagerados movimientos con las manos y simultáneamente movía los labios formando una muda negativa.
—Mi nombre no —susurró Rosie, subrayando la negativa con un enérgico movimiento de cabeza.
—¿Rosemarie? —percibió la voz de Elke en su oído. Sibylle logró arrancar la vista de Rosie.
—Elke, por favor, dime si Lukas se encuentra contigo.
Había hablado en un tono mesurado, pero insistente. De nuevo mudo silencio. Un segundo, otro más...
—¡Elke! ¿Qué es lo que ocurre, maldita sea?
—No —le llegó una respuesta titubeante—. Aquí no está.
Sibylle percibía con toda nitidez cada latido de su corazón. Su cabeza le martilleaba del rápido y sordo bombeo con el que la sangre era impulsada a través de su cuerpo.
—¡Dios mío, Elke...! ¡Por favor, por favor, dime que no le ha pasado nada! ¡Dime que sabes dónde se encuentra mi niño y que está bien! ¡Por favor!
—Sí... eso sí. Todo está bien.
Sibylle se dejó caer sobre el puf sin poder evitar soltar un gemido.
—Gracias a Dios.
Ignoraba si había, realmente, pronunciado aquellas palabras o simplemente las había visto pasar por su mente. Carraspeó.
—¿Dónde está mi hijo?
—Prefiero no hablar de eso por teléfono. Se encuentra bien. ¿Puedes acercarte a mi casa?
Sibylle ahogó un sollozo.
—Ahora mismo voy —contestó—. ¡Hasta ahora!
Por fin. ¡Lukas!
Dejó caer el auricular. Su alegría inicial se estaba convirtiendo en una curiosa amalgama de inexplicable alivio, y sordo y persistente temor.
Elke sonaba extraña …
Esa sensación de permanecer continuamente al margen, fuera de la realidad, y avanzar, en cambio, por un mundo distorsionado en el que sólo de forma ocasional se presentaban seres que le recordaban muy vagamente a personas próximas a ella, esa sensación no había desaparecido ni siquiera después de aquella última llamada telefónica.
—¿Qué pasa? —quiso saber Rosie—. ¿Cómo ha reaccionado? ¿Qué te ha dicho? ¿Ha sido ella la que te ha preguntado por mi nombre?
—Yo... No lo sé. Bueno, sí. Pero todo era un poco extraño. Primero parecía sorprendida, pero después... No sé, y, en realidad, me da igual. Lo importante es que me ha dicho que Lukas se encuentra bien y que sabe dónde está. Hemos de ir inmediatamente a su casa, nos espera.
Sin dudar ni un instante, Rosie señaló la puerta.
—¡Pues vamos!
Elke vivía en Stadtamhof, una de las pequeñas islas formadas por el Danubio al norte de Ratisbona que se hallaba conectada con el casco antiguo mediante un antiguo puente de piedra. Después de dejar atrás la zona de Burgweinting, Rosie tomó la autovía. Permanecieron silenciosas, la una junto a la otra, durante los primeros minutos. Sibylle repasaba mentalmente una y otra vez la breve conversación mantenida con Elke. Por supuesto, era normal que su amiga quedara atónita al recibir noticias de una desaparecida tras dos meses de ausencia, pero el modo en el que había sido expresada esa estupefacción se le antojaba a Sibylle muy extraño. ¿Y si en realidad no estaba sorprendida en absoluto?
¿Y por qué le interesaba el nombre de Rosie? ¿No es extraño, dadas las circunstancias?
—¿Por qué no querías que mencionara tu nombre delante de Elke?
Miró a Rosie, que parecía intentar concentrarse, ceñuda, en el intenso tráfico.
—No sé, un presentimiento —contestó Rosie, sin apartar la mirada de la calzada—. Simplemente me sorprendió la pregunta. Después de permanecer dos meses en paradero desconocido, y cuando probablemente todos pensaban que habías sido víctima de algún terrible crimen, reapareces milagrosamente y lo primero por lo que se interesa tu mejor amiga es por el nombre de la mujer con la que te encuentras, mientras que tú, casi enferma de preocupación, has de insistir para que proporcione noticias de tu hijo.
Muy brevemente, no duró más de un segundo, la mirada de Rosie se fijó en ella.
—No quiero decir nada en contra de tu amiga, de verdad, pero su reacción me ha parecido algo anormal.
—Sí, tienes razón. ¿Qué motivos podrá tener para actuar de ese modo?
No lo entiendo, no entiendo nada, realmente no entiendo nada de todo esto.
Rosie resopló, pero no ofreció ninguna respuesta.
—Crees que ella y Hannes están de acuerdo, ¿no es así? —la apremió Sibylle—. Estás convencida de que Hannes la ha llamado y advertido en cuanto tuvo conocimiento de que yo había huido de nuevo, esta vez de la policía. ¿No tengo razón?
Rosie seguía guardando un ominoso silencio, de modo que Sibylle se apartó, apoyando la frente en la ventanilla lateral.
Nos encontramos en el sueño
Lejos de todas las tormentas mundanas.
Quiero mirarte a los ojos
Hasta que caigas en mis brazos,
Porque sé que existes.
Antes o después,
Cada día estás más cerca.
Y todo mi deambular no es sino el camino que lleva hasta ti
Percibía tan nítidamente la voz de Peter Maffay como si el cantautor estuviese sentado a su lado, entonando su melodía para aquel reducido público que constituían Rosie y ella.
¿Por qué todas esas canciones?
No recordaba que jamás le hubiese gustado Peter Maffay, y sin embargo no sólo conocía sus canciones, sino que se sabía también las letras a la perfección, línea a línea.
Pero, ¿cómo?
Le sentó bien sentir la refrescante superficie del cristal en su frente. Se calmó un poco y se dedicó a revisar la sucesión de árboles y arbustos organizados en interminables y frondosas hileras que iban asomando por su izquierda para, en apenas una fracción de segundo, alejarse de su campo de visión por su lado derecho. Intentó atrapar con la vista algún árbol aislado en su breve y acelerado trayecto de un lado a otro de la ventana, aislándolo del resto de sus compañeros, pero no lo logró. Desaparecían con demasiada rapidez.
Poco a poco, árboles y arbustos se fundieron en una especie de corriente fluvial de un tono entre verduzco y pardo que, desafiando las leyes de la naturaleza, iniciaba su imposible trayecto en sentido vertical y a la vez horizontal, cruzando la ventanilla de izquierda a derecha a una velocidad de vértigo. La imagen pareció transformarse ligeramente, invertirse después, y los árboles recorrieron una trayectoria distinta. No, más bien eran los árboles los que eran diferentes. Ya no desaparecían raudos, casi volando, de su campo de visión, sino que se erguían estáticos y majestuosos, firmemente fijados en una pradera de un verde demasiado llamativo y podría decirse que extravagante. Las ramas, que colgaban casi hasta el suelo, habían sido adornadas con diversas guirnaldas de colores, y al pie de esos mismos árboles distinguió mesas y sillas a las que había atados unos globos que el viento lanzaba de un lado a otro. Sibylle había estado contemplando la escena desde una perspectiva tanto elevada como inclinada, como si fuese observadora desde alguna esquina en un ignoto lugar superior, pero ahora se había integrado plenamente en ella. Oyó risas de niños y adultos, tan claramente como si...
¿Cómo si participara personalmente en aquella... aquella fiesta de cumpleaños?
Una de las mesas estaba adornada con especial esmero, y en el lugar de honor había colocada una tarjetita dorada en forma de corona. Sibylle sabía perfectamente, aún antes de acercarse lo suficiente como para poder leerlo, cuál era el nombre dibujado en aquella tarjetita. Y también sabía que nadie sino ella misma había escrito aquel nombre.
Lukas.
Aquella corona dorada de cartón había estado situada sobre la mesa, delante del lugar que ocupaba su hijo durante la celebración de su sexto cumpleaños.
¿Y dónde se encuentra ahora? ¿Dónde está mi niño?
Intentó buscar a su alrededor, registrar aquella zona en busca de su hijo, pero ni la perspectiva ni el segmento de parque que llegaba a abarcar su mirada se desplazaron ni un solo milímetro. Escrutó los rostros de aquellas figuras altas, y también de las bajitas dispersas a su alrededor, algunas de ellas saltando alegremente, intentando hallar rasgos familiares en ellas, pero no pudo descubrir nada. Todas aquellas figuras parecían estar muertas, sin vida, a pesar de que veía perfectamente sus bocas moverse, hablar, reír. Era como si todos aquellos niños y adultos estuvieran cubiertos de una especie de película, una capa protectora transparente, que les impidiera introducirse en el mundo real, tangible, como si aquella capa actuara en forma de repelente.
Y, sin embargo, algo había en todos aquellos rostros que se le antojaba familiar; pero, ¿qué?
El jardín en el que tenía lugar aquella celebración no era el de su casa. Sin embargo, estaba segura de haberlo visto previamente.
¿En una fotografía? ¿En casa de alguien a quien he visitado? Yo... no.... lo... sé.
Pero esa sensación...