Authors: Arno Strobel
—Bueno...—objetó Sibylle—. A mí no me pareció precisamente sencillo.
Rosie meció la cabeza a un lado y otro.
—Pero me tienes que conceder que es, cuanto menos, extraño que la víctima de una historia, al parecer tan minuciosamente planificada, como ésta pudiera escapar sin más. ¿El sótano aquel no estaba vigilado? Y que tu marido, si se supone que forma parte de toda esta conspiración, decida avisar a la policía en lugar de asegurarse de que vuelvas a desaparecer de la circulación cuanto antes me parece igualmente inexplicable.
Sibylle meditó sobre aquello. Se pasó una mano temblorosa por la frente y le dedicó a Rosie una mirada en la que ya se había sembrado la duda.
—Dios mío. Tienes razón, Rosie. ¿Y si no eran policías de verdad? No he llegado a ver sus identificaciones. El más desagradable de los dos se la mostró a la mujer del hospital, pero quien es capaz de falsificar fotografías de un viaje de novios seguro que también puede imitar identificaciones, ¿verdad? Y también explicaría lo de las restantes fotografías que dicen haber visto: se lo han inventado todo para desconcertarme, en realidad no existen tales fotografías, imágenes que muestran a otra mujer en el lugar en el que debería aparecer yo.
Rosie volvió a coger la libreta, dejó un hueco también debajo de JOHANNES y dibujó a continuación un signo de interrogación, que rodeó de nuevo con un círculo seguido de ¿POLICÍAS AUTÉNTICOS?
Volvió a dirigirse a Sibylle.
—¿Recuerdas el nombre de los policías?
—El de más edad se llama Grohe. Creo que dijo que era comisario jefe. El nombre del otro siempre se me olvida. Espera, a ver si logro recordar...
Rosie anotó en su libreta COMISARIO JEFE GROHE.
—No te preocupes, Sibylle, al menos disponemos ya del nombre de uno de ellos. Y ese hombre que has visto en el hospital, ¿estás segura de que te observaba?
—Sí, completamente segura. Me estaba vigilando, y también se encontraba cerca cuando subí a tu coche.
A HOMBRE DESCONOCIDO le fue asignado un espacio justo debajo de los policías.
—Bien. Ya tenemos algo por lo que empezar. Quizá deberías llamar ahora a tu amiga Elke. Estoy intrigada por ver cómo reaccionará. ¿Conoce bien a tu marido?
—Bastante bien. Lo conoció en la misma época que yo.
Rosie asintió.
—Es decir, que se tambalea.
—¿Cómo? —preguntó Sibylle algo confusa.
—Que se tambalea. Es decir, que la confianza que debes tener en ella es limitada, porque debes contar con que...
—¡No, no lo creo! —la interrumpió Sibylle.
Elke no. ¡No!
— Nos conocemos desde el colegio. Jamás me haría daño.
Rosie rebuscó a un lado del sofá, donde, sobre una pequeña mesita auxiliar, descansaba el teléfono. Le acercó el auricular por encima de la mesa.
—Pues vamos allá, entonces. Sólo intentaba evitarte una nueva decepción.
Sibylle tecleó con dedos temblorosos el número de su amiga. Tras sonar tres veces, se conectó un contestador automático que, utilizando la voz de Elke, le explicó que en aquellos instantes no había nadie en casa, pero que tras el pitido que seguiría a continuación el interesado en ello podría dejar algún mensaje y también su número de teléfono y Elke se con prometía a devolver la llamada lo antes posible. Sibylle se dispuso a obedecer y dejar un mensaje, pero, finalmente, se decidió en contra. No podía ni imaginar siquiera que su amiga Elke estuviese implicada en aquel terrible asunto, pero era mejor ser cautelosa.
Quizá haya alguien escuchando los mensajes de Elke...
Pulsó el botón rojo y dejó el auricular sobre la mesa.
—No hay nadie en casa —explicó en tono neutro.
—Bueno —dijo Rosie, recurriendo entonces a la libreta que tenía ante sí—. ¿Y dónde vive tu suegra?
—En un geriátrico. A unos veinte kilómetros de aquí.
—Bueno, pues vayamos a hacerle una visita a la anciana señora.
Sin aguardar respuesta, se levantó y comenzó a arreglarse la ropa.
—¿Recuerdas cuándo fue la última vez que visitaste a tu suegra acompañada de tu hijo?
Sibylle se dispuso a contestar de inmediato, pero tuvo que callar. Buscó en su memoria algún recuerdo de alguna escena en la que Lukas y Else aparecieran juntos, pero no logró localizar ninguna.
Nieve y ruido blanco.
Podía rememorar hasta el más mínimo detalle de múltiples encuentros mantenidos con la madre de su marido, pero en ninguna de esas imágenes mentales aparecían juntos la anciana y Lukas.
¿Le he llevado alguna vez a ver a su abuela? Y, si no es así, ¿por qué no?
—¿Tanto tiempo hace? —preguntó Rosie, y Sibylle gimió en voz baja.
—No lo entiendo, pero... No lo sé. No puedo recordarlo.
Una mano tranquilizadora se posó en su hombro.
—Bueno, que no cunda el pánico. Te han golpeado la cabeza y has estado fuera de circulación durante unos dos meses. A pesar de todo lo que has pasado, tu cerebro rige bastante bien. Si ahora te falla un poquito el recuerdo cuando piensas en tu suegra, no creo que pueda considerarse grave. En otros tiempos, yo misma hubiera dado cualquier cosa por olvidarme de la mía, esa arpía venenosa.
Sibylle levantó la mirada hacia Rosie.
—Y si resulta que yo... Quiero decir, ¿y si hay algo en mí que no va bien?
Por toda respuesta, Rosie movió la mano en un gesto de impaciencia.
—Venga, vamos a visitar a tu suegra. Luego ya veremos qué ocurre.
Sibylle asintió finalmente y se levantó a su vez.
Estaba segura de haber detectado algo semejante a la confusión en el rostro de Rosie.
—¿Y si Else también insiste en que desconoce la existencia de Lukas? Entonces, ¿qué?
Sibylle observaba a una Rosie plenamente concentrada en el tráfico.
—Bueno, cuando mencionaste antes que tu suegra estaba últimamente algo extraña, ¿a qué te referías exactamente?
—A veces se olvida de algún nombre o no recuerda a la gente de inmediato.
—Es decir, que es posible que no te reconozca.
Sibylle titubeó.
—Sí, es posible, aunque después de un rato sabe quién es la persona que tiene delante, o, al menos, así ha sido hasta la fecha.
—Vaya —dijo Rosie.
—¿Qué significa ese vaya?
—Pues que si partimos de la idea de que tu marido está implicado en este asunto, entonces sólo tenemos a cuatro personas, según lo que me has indicado antes, en las que puedes confiar: Tu hijo, que no sabemos dónde está, tu amiga, a la que no puedes localizar, yo misma, que desconozco por completo tu pasado, y, finalmente, una anciana que padece demencia senil y que probablemente ni siquiera pueda reconocerte. Expresándolo suavemente, yo te diría, chiquilla, que todo esto tiene un aspecto de mierda, porque no existe, de momento, ni una sola persona que pueda confirmar tu historia. —Sibylle no osó decir nada porque notó que Rosie no había finalizado su discurso—. No puedo explicarte, ni tampoco a mí misma, en realidad, por qué. Pero, a pesar de todo, estoy convencida de que dices la verdad.
Una ola de alivio recorrió el cuerpo de Sibylle.
—Te lo agradezco. Sé que todo esto parece una locura y que yo... Dios mío, si ni yo misma sé qué debo pensar. Sobre todo en lo que atañe a Lukas... Es desesperante.
Rosie apartó una mano del volante y palmeó el muslo de Sibylle.
—No hay que desesperarse. Quien quiera que esté detrás de todo esto no ha podido prever que encontrarías una aliada en una chica de cierta edad, pero, para compensar, bastante tozuda. Juntas encontraremos a tu hijo y, maldita sea, averiguaremos quién te está haciendo pasar por todo esto.
—Y por qué —añadió Sibylle en voz baja.
—Y por qué —repitió Rosie con semblante feroz—. Aunque lo haya planificado todo de manera perfecta, no se puede eliminar la existencia de una persona simplemente repartiendo un par de fotografías falsas y luego afirmando no conocerla.
Sibylle asintió.
—Es lo que más miedo me da, Rosie. Quien quiera que se encuentre detrás de esto lo sabe, y aun así lo ha hecho.
¿Y por qué? ¿Cuál será el motivo?
El edificio al que se dirigían se encontraba rodeado por un amplio parque, que, no obstante, no parecía recibir demasiados cuidados. Unas letras desvaídas en un cartel de madera situado junto a la puerta de entrada identificaban el lugar como «Hogar Arcoíris otoñal».
Aquel nombre le pareció absurdo a Sibylle y se sorprendió por no haberlo pensado antes. Cuando se lo mencionó a Rosie mientras llevaba el vehículo hacia una de las plazas libres, situada en la zona de gravilla que cumplía la función de aparcamiento de visitantes, la mujer entornó los ojos.
—Si llega un momento en el que no pueda valerme por mí misma, prefiero saltar de un bonito puente antes que vivir en un lugar bautizado con el nombre de
Arcoíris otoñal
—aseguró Rosie, y le guiñó un ojo—. Por suerte, todavía tendrán que transcurrir como mínimo unos treinta años para ese momento.
En la pequeña salita de entrada se toparon con un joven de barba incipiente. Se hallaba sentado tras un anticuado escritorio colocado en un rincón, a la derecha de la puerta. Las estudió mudo e impasible mientras pasaban a su lado. Sibylle estaba segura de que intentaría detenerlas, pero, cuando volvió brevemente la vista atrás, justo antes de adentrarse en un pasillo de paredes blancas, pudo comprobar que el hombre se había repantigado cómodamente en su silla y leía con interés una revista sobre automóviles que sujetaba con ambas manos.
Sibylle se detuvo delante de la última puerta, al final del pasillo.
—Es aquí —susurró, y cuando Rosie la animó con una inclinación de cabeza, llamó a la puerta, aguardó unos instantes y, finalmente, la abrió. Rosemarie la siguió y se detuvo al lado de la puerta.
Else Aurich estaba sentada en una silla de ruedas, inmóvil ante una gran cristalera a través de la cual se podía acceder a una pequeña terraza. Los rayos oblicuos del sol que penetraban en la habitación parecían envolverla en un halo dorado. Sibylle recordó haberse sentado en numerosas ocasiones con su suegra en el exterior, al sol, mientras tomaban el té.
La anciana mantenía la cabeza gacha y no alzó la vista cuando Sibylle se le acercó. Unos cuantos mechones finísimos de pelo blanco colgaban desordenados de su cráneo, cubriéndole un rostro surcado por profundas arrugas, como imitando una rasgada cortina. Al principio, Sibylle la creyó dormida, pero cuando se situó delante de la anciana, Else levantó la cabeza y le sonrió.
—Buenos días, Else —saludó Sibylle dulcemente, posando su mano sobre el hombro de la mujer—. ¿Cómo te encuentras?
La mujer asintió sin dejar de sonreír.
—Bien. Estoy bien. Hace buen tiempo. Tengo que salir al jardín.
—Sí, Else, ahora podrás salir al jardín, seguro que sí.
Titubeó un instante antes de atreverse a realizar su pregunta.
—¿Sabes quién soy, Else?
Aquel rostro arrugado no se inmutó, pero los cansados y turbios ojos castaños la examinaron detenidamente.
—Por supuesto, claro que lo sé —anunció finalmente, y asintió varias veces para subrayar su afirmación. Sibylle tuvo que ceder al impulso de inclinarse y abrazar a la anciana. De nuevo las lágrimas saladas surcaron sus mejillas, pero esta vez como expresión del indescriptible alivio que experimentaba en aquellos instantes—. Es usted esa enfermera tan amable que siempre me lleva a pasear al jardín —completó Else Aurich repentinamente, y Sibylle se estremeció de forma violenta, y no sólo porque su oído se encontraba demasiado próximo a la boca de la anciana. La contempló con horror.
El rostro de su suegra seguía mostrando su imperturbable sonrisa encantadora.
—Aún no he salido al jardín. ¿Podría llevarme usted ahora? ¡Hace tan buen tiempo hoy!
Sibylle se sentía incapaz de reaccionar. Un inconfundible carraspeo la sacó de su aterrorizado letargo. Cuando se volvió hacia Rosie, vio cómo ésta señalaba con un leve movimiento de cabeza un mueble que, situado a su lado, le llegaba a la altura de la cadera. Sobre él descubrió una fotografía enmarcada en un marco de oscuro roble. Sibylle conocía aquella imagen, aunque a aquella distancia era incapaz de distinguir bien los detalles: se trataba de una instantánea de su propia boda.
Con cuatro pasos temblorosos, cubrió la breve distancia que la separaba de aquel mueble. Casi podía anticipar lo que estaba a punto de ver en aquella fotografía. Cuando se encontró lo suficientemente cerca como para poder reconocer los detalles, se le escapó un grito. La mujer vestida de novia que contemplaba con feliz y enamorada sonrisa a Johannes Aurich sosteniendo ante sí el pequeño, pero pecaminosamente caro, ramo de rosas rojas que tan bien recordaba, no era... no era otra que ella misma.
No una extraña, no una mujer ajena a la que habían introducido mediante retoques haciéndola vivir falsamente aquel inolvidable momento, sino ella misma, la propia Sibylle Aurich. El temor a perder totalmente la cordura, ese pesado lastre con el que llevaba cargando desde aquella misma mañana, de repente se tornó liviano, desapareció y quedó liberada de la presión.
Yo...
Aquel bálsamo emocional la hacía sentir como si levitara a varios centímetros sobre el suelo. Tomó el marco y se lo acercó, sumida en la más completa felicidad, a Rosie.
—¿Lo ves?, aquí está la prueba. Dios, Rosie, ¡al fin! ¿Lo ves?
Se sorprendió por la expresión que descubrió en el rostro de Rosie durante los escasos segundos en que su amiga estuvo examinándolas alternativamente a ella y a la fotografía. En ese instante se abrió la puerta, y una mujer al principio de la cincuentena penetró en la habitación con una bandeja sobre la cual portaba una tetera y una taza. Cuando advirtió la presencia de Sibylle y Rosie, se detuvo de un modo tan brusco que la tetera chocó contra la taza, tintineó y estuvo a punto de volcar.
—Buenos días —dijo, con una voz anormalmente grave para una mujer—. ¿Puedo preguntarles quiénes son ustedes?
—Buenos días. Por supuesto que puede —contestó Sibylle apresuradamente, antes de que Rosie pudiera intervenir—. Mi nombre es Sibylle Aurich, soy la nuera de la señora Aurich, y esta agradable señora que me acompaña es Rosemarie Wengler.
La mujer le dirigió a Rosie una breve mirada cargada de irritación y depositó la bandeja cuidadosamente sobre la pequeña mesa de madera situada en el centro de la habitación. Después, alzó las cejas y se dirigió a Sibylle.