Authors: Arno Strobel
Seguía pareciéndole extraña. Tan extraño como todo en aquellos instantes.
Abrió la puerta del armario, se enfundó unos vaqueros y una camiseta blanca y constató la pérdida de algunos kilos en los últimos dos meses, pues los pantalones le quedaban muy holgados y colgaban de su cintura, le sobraba como mínimo una talla. Y, además, eran demasiado cortos. Probablemente Johannes los había lavado y confundido el programa de la lavadora.
Es igual. Al menos ya no correteo por ahí medio desnuda como si me hubiese fugado de un psiquiátrico.
Completó su atuendo con una chaqueta de algodón y volvió a calzarse los mocasines de Rosie, que le parecían sumamente cómodos.
Al abandonar el dormitorio, su mirada recayó sobre una fotografía colocada sobre la mesita de noche en el lado de la cama en el que dormía su marido y se detuvo un momento. Recordaba aquella imagen.
De nuestro viaje de novios, en Creta.
Hannes le había ofrecido la cámara a un joven y bien parecido griego a quien rogó que tomara una instantánea de ambos.
Con una sonrisa en la que se traslucía la ternura que sentía, se acercó a la mesita, levantó el marco de madera y examinó detenidamente la fotografía. En el mismo instante en el que sus ojos se posaron en ella, sin embargo, ésta se le escurrió de sus dedos fláccidos y cayó al suelo, quedando cara arriba sobre la alfombra.
Sibylle, incapaz de moverse, miraba fijamente la fotografía mientras se analizaba detenidamente a sí misma, buscando algún indicio de que su mente hubiera ya dejado de responder a la anómala situación en la que se encontraba y se hubiese decidido a sumergirse en una crisis nerviosa.
Lentamente se agachó para poder contemplar con mayor detenimiento aquel retrato. Correcto el entorno, Hannes tenía el mismo aspecto que ahora, sólo que ligeramente rejuvenecido, pero la mujer a la que abrazaba... aquella mujer no era ella. Esa mujer era igualmente rubia, pero era evidente que se trataba de una persona totalmente distinta. Sibylle tenía la sensación de que la conocía, aunque ignoraba su nombre, y tampoco podía recordar cuándo o dónde se habían visto.
¿Qué hace esa mujer en una fotografía de mi viaje de novios? Y con Johannes, mi marido...
Se levantó y se sentó en el borde de la cama.
De acuerdo, vamos aponer las cosas en claro: He perdido dos meses de mi vida. He estado encerrada en el sótano de un hospital y he golpeado a uno de los médicos para poder escapar. He corrido semidesnuda por las calles de Ratisbona y una señora mayor y muy agradable me ha traído hasta mi casa. Una vez en ella, mi marido me ha informado de que no es mi marido y que yo no soy yo. Puedo convencerle de que al menos me escuche, pero en mi dormitorio me encuentro con una fotografía de mi marido en nuestro viaje de novios con una mujer que no soy yo a su lado.
La pared del dormitorio en la que mantenía fija su mirada se tornó borrosa por las lágrimas que comenzaron a empañar de nuevo sus ojos. Sibylle se levantó lentamente y salió de aquella habitación como sonámbula. Apenas se apercibió del chasquido seco que sonó cuando pisó el marco de la fotografía con uno de sus pies.
Cuando entró en el salón vio que Johannes se había sentado en el que era el sillón favorito de ella, el que siempre solía utilizar para ver la televisión. Advirtió que él se estremecía, lo cual atribuyó al extraño aspecto que ofrecía con aquellos pantalones tan anchos y cortos.
—¿Has llamado ya? —inquirió.
No mencionaré la fotografía. Mejor no.
—Sí —repuso él, con demasiado apresuramiento, según le pareció—. Los padres de su amigo lo traerán en breve. En unos minutos estará aquí —aclaró, con una sonrisa torcida.
Sibylle se sentó en el sofá.
—Bien, está bien —repitió, aunque en aquel preciso instante nada en su vida estaba bien.
La fotografía, el extraño comportamiento... Tenía la impresión, casi la certeza, de que Hannes fingía. Tal vez, en cuanto se le presentara la oportunidad, debería desaparecer de allí con su hijo. Ya reflexionaría tranquilamente sobre todo cuando Lukas y ella se encontraran a salvo.
¿Pero a dónde...? ¿Y cómo...? Y además no tengo... ¡El viejo azucarero, en el armario de cocina!
Llevaba dos años apartando algo de dinero, ya que pretendía regalarle a Johannes por su cuarenta cumpleaños, es decir, al año siguiente, aquello que constituía la ilusión de su vida: una licencia de vuelo para aviones ultraligeros. Ahora, seguramente, su marido tendría que prescindir de ella.
—Voy a por algo de beber —comentó, del modo más desenfadado que le fue posible—. ¿Quieres que te traiga algo?
—No... No, gracias.
Una vez en la cocina consultó la hora en el reloj de la pared: las 12.40. Hasta ese momento había ignorado si era por la mañana o por la tarde. Se dirigió al armario situado justo al lado del fregadero y lo abrió. El corazón le tamborileaba en el pecho mientras apartaba algunas conservas con la esperanza de que Johannes no hubiera descubierto su escondrijo en el intervalo en el que había estado fuera. Pero la lata con el intrincado dibujo floreado seguía aún en el lugar en el que la había dejado, al fondo del armario. Sibylle la sacó y la abrió, nerviosa, con dedos torpes. Aliviada, comprobó que en su interior continuaba el fajo de billetes que había guardado en ella. Lo sacó, introdujo el dinero en el bolsillo de los vaqueros, sin contarlo, tapó la lata de nuevo y la volvió a colocar donde la había encontrado. Ignoraba qué cantidad había logrado ahorrar hasta la fecha, pero suponía que habría alrededor de unos mil euros. Con aquello debería ser suficiente para empezar.
Mientras abría el frigorífico, oyó unos pasos en el pasillo y los murmullos ahogados de varias voces.
Su corazón dio un vuelco.
¡Lukas! Dios mío, ¡al fin!
Rió, feliz, y estuvo a punto de salir corriendo de la cocina, pero se detuvo en seco justo antes de alcanzar la puerta. Dos hombres la estudiaban con grave semblante desde el pasillo. El más cercano a ella llevaba el pelo rubio muy corto, y sus pómulos marcados le proporcionaban a su rostro anguloso, ligeramente bronceado, un aspecto muy masculino. Parecía andar al principio de la treintena. El segundo contaría con una década más. Una guirnalda de cabello oscuro, aunque salpicado de hilos plateados, cercaba su calva algo más que incipiente.
—¡Ésta es, ahí está esa mujer!—gritó Johannes, señalando hacia ella, aparentemente histérico.
—¡Hannes! —exclamó Sibylle—. ¿Dónde está Lukas? ¿Y quiénes son...?
—Buenos días —la interrumpió el hombre más joven—. Soy el comisario Martin Wittschorek. Y mi compañero es el comisario jefe Oliver Grohe. ¿Podría facilitarnos su nombre, por favor?
—Me llamo Sibylle Aurich y vivo en esta casa —explicó ella mecánicamente, esforzándose por mantener la calma—. ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Le ha ocurrido algo a mi hijo?
—No sabemos nada de su hijo —explicó Grohe a su vez—. Estamos aquí porque el señor Aurich nos ha llamado...
¿Johannes? ¿Por qué? ¡Claro! ¡Naturalmente! Hace dos meses que se me da por desapareada, está obligado a informar a la policía y ésta debe, por supuesto, interrogarme.
—Les diré todo lo que sé, pero, por favor, mi hijo llegará de un momento a otro. Quiero comprobar antes que nada que se encuentra bien.
Grohe arrugó la frente.
—¿Todo lo que sabe sobre qué?
—Pues sobre mi secuestro.
Los policías intercambiaron una rápida mirada para finalmente enfocar a Johannes con una expresión que a Sibylle le resultó difícil de interpretar.
—Ya les he dicho que esta mujer está loca —explicó Johannes, muy alterado—. Conoce detalles increíbles de nuestra vida privada, por lo que ha de estar relacionada con este asunto. Casi me hizo creer que... que mi mujer había vuelto y, por causas desconocidas, se hubiera modificado su aspecto. Incluso habla igual que Sibylle. Han debido de estar interrogándola a fondo todo este tiempo para saber todas esas cosas.
Pero... —mudó la expresión—. Mi mujer ha sabido tenderles una trampa.
Tanto Sibylle como los dos policías le miraron inquisitivamente. Fueron pasando unos segundos que él parecía, curiosamente, saborear, antes de continuar explicándose.
—Al parecer, Sibylle le ha hecho creer a esta señora que tenemos un hijo, de nombre Lukas. Y con ello ha conseguido engañarla por completo.
Y fue ese el instante en el que su mundo se desintegró finalmente, quedando la realidad oculta tras un tupido velo.
Percibió las voces aún antes de abrir los ojos.
—Parece que vuelve en sí.
Sintió la voz lejana, como si retumbara en una pared acolchada por completo con balas de algodón antes de alcanzarla a ella.
Estaba tumbada en el sofá del salón. El más joven de los policías, cuyo nombre ya había olvidado, se había agachado a su lado. Giró levemente la cabeza y vio también a Johannes y al otro policía, que estaban de pie junto a la chimenea y conversaban en susurros.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó suavemente el hombre que se encontraba a su lado.
—Mal —susurró ella, intentando incorporarse con sumo cuidado. El policía se irguió y se sentó a sus pies una vez que ella hubo apartado las piernas del sofá.
Se peinó el cabello con los dedos de ambas manos mientras miraba a aquel hombre. Era absurdo, pero le resultaba simpático.
—¿Por favor, podría decirme qué ha pasado? Mi marido... ¿Saben algo de mi hijo?
El meció la cabeza a un lado y otro.
—Manteníamos la esperanza de que usted nos lo aclarara, nos explicara qué hace aquí. Deberá responder a algunas preguntas. En cuanto a su hijo... Para facilitarle esa clase de información primero necesitaría saber quién es usted.
Sibylle se pasó la mano por el rostro, como si pretendiera eliminar algún tipo de suciedad. Suspiró, finalmente.
—Pero si ya se lo he dicho. ¿Vamos a empezar otra vez con eso? Me llamo
Sibylle
Aurich, vivo aquí, en esta casa, aunque mi marido lo desmienta. Y antes que nada quiero saber dónde se encuentra Lukas. ¿Me oye usted? ¡Quiero ver a mi hijo!
¡Ahora mismo!
Había alzado la voz.
El comisario lanzó una mirada rápida a su compañero y sólo replicó cuándo este último asintió.
—Usted no es Sibylle Aurich —la contradijo con voz calma—. Nos ocupamos del caso de la desaparición de la señora Aurich desde el principio, hace ya dos meses, y hemos visto muchas fotografías de ella en este tiempo. No sólo aquí, en esta casa, sino también en la de amigos y parientes. En todas esas fotografías la mujer retratada era la misma y definitivamente no se trataba de usted. Y también conocemos con toda seguridad un detalle importante: Sibylle Aurich no tiene hijos.
Se produjo una pausa.
—Tendrá usted que acompañarnos —completó el comisario Wittschorek. Sibylle acababa de recordar su nombre.
Acompañarnos.
Fue incapaz de reaccionar. Su mente buscaba febrilmente alguna salida de tal absurda situación.
Sibylle Aurich no tiene hijos.
Necesitaba alguna explicación que no implicara obligatoriamente su demencia. Pero no se le ocurría ninguna.
El Doctor estaba en lo cierto, Jane se había dirigido a aquella casa.
Hans ignoraba el verdadero nombre de la mujer, y lo lamentaba. El Doctor le había asignado el nombre de Jane Doe, que era como llamaban en los Estados Unidos a las mujeres, o incluso a los cadáveres femeninos, no identificados. Hans jamás había cuestionado las decisiones del Doctor, pero aquel nombre le desagradaba, no podía evitarlo.
Llevaba una media hora sentado en el interior de su coche, al que había aparcado en el arcén, no lejos de la casa que vigilaba. No había podido ver entrar a Jane, pues había llegado algo más tarde, pero no había dudado ni por un instante que se encontraba en el interior. Y poco después aparecieron los dos policías.
Las predicciones del Doctor habían sido precisas hasta el último detalle. Pero Hans tampoco había esperado otra cosa, ya que todo lo que iniciaba el Doctor siempre se desarrollaba según lo planeado.
Aún tardarían en reaccionar, en aquella casa, así que Hans se recostó en su asiento, sin dejar de controlar cualquier cosa que se moviera en los alrededores.
Hans había visto al Doctor por vez primera vez en el año 2002, sólo pocas semanas después de que hubiese abandonado de forma voluntaria, y tras más de veinte años de servicio, la legión extranjera.
Había participado en lo del Golfo en 1991, en contra de Hussein, y había estado en Somalia, y más tarde en Kosovo, en Bosnia y en Macedonia. Y de repente ya no era apto para el servicio.
Cuando penetró en Grbavica, un barrio de Sarajevo en el que las luchas fueron particularmente intensas, había sido sepultado en un sótano, bajo los escombros de lo que antaño había sido un edificio de varias plantas. Tres días y tres noches entre aquellas piedras, en una inimaginable e impenetrable oscuridad, con el brazo y la pelvis rotos y un pesado bloque de cemento aplastando su magullada cadera. Al principio había gritado. No por el dolor, al que ya se había acostumbrado durante el entrenamiento, no, sino para llamar la atención de sus compañeros, para que le liberaran y pudiera continuar luchando cuanto antes.
Pero en algún momento su boca fue incapaz de articular sonido alguno, de modo que se limitó a esperar, y, después, a continuar aguardando. Y por fin, tras un período de tiempo que le pareció interminable en aquella minúscula y oscura cueva que habían formado en torno a él los escombros, cuando ya el aire estaba tan viciado que al inspirar creía sentirlo como un denso aceite, gastado por el uso, deslizándose por su tráquea y apelmazando sus pulmones, en ese mismo momento, le había parecido percibir algo distinto en aquella oscuridad que le impedía ver nada. Quizá la insólita situación en la que se hallaba hubiese ampliado su capacidad de percepción hasta límites insospechados, algo que sólo muy pocas personas llegaban a vivir. Tuvo una revelación y comprendió la verdadera esencia de su vida, de su entorno: una acumulación de acontecimientos que, a su vez, se formaban a partir de múltiples elementos que continuamente chocaban entre sí. Aquel conocimiento había sido tan sobrecogedor que había echado a reír en mitad de los escombros con su voz rota.
Fue así como, por primera vez, comenzó a reflexionar acerca de las cosas realmente importantes de la vida.