Authors: Arno Strobel
¿Quizá quería ofrecerme la oportunidad de demostrar que no miento? Aunque ese es su trabajo, no el mío... Y, además, ¿cómo puedo demostrar quién soy, si hasta mi propio marido insiste en que estoy mintiendo? ¿Por qué me haces esto, Hannes, por qué?
Cuanto más pensaba en ello, más segura estaba de que Hannes debía saber dónde escondían a Lukas. Pero, ¿por qué había sido secuestrada, manteniéndola sus captores durante casi dos meses en un coma artificial? ¿Y quién era aquel hombre que se había hecho pasar por el Doctor Muhlhaus? Para empezar, ¿era médico, siquiera? ¿Y cómo había podido hacer desaparecer todos los aparatos que había en el sótano en tan poco tiempo?
Había alcanzado el cruce y se apoyó en la misma pared en la que sólo pocas horas antes había buscado refugio.
Había muchas preguntas para las que hasta el momento no había encontrado ni una sola respuesta.
¿Por qué? ¿Y por qué yo, Sibylle Aurich, empleada de una agencia de seguros, que carezco de fortuna y no guardo ningún tipo de secreto o algo semejante? ¿Yo, que nunca...?
El claxon del vehículo de color rojo la sobresaltó tanto como la primera vez. Sibylle se apartó de la pared y alcanzó el coche de Rosie con un par de breves pasos.
—Me alegro de volver a verte, Sibylle —le sonrió Rosie—. Te agradezco que me llamaras —continuó, y dirigió una larga mirada a los vaqueros de Sibylle—. Vaya, ¿no los había de tu talla?
Sibylle le devolvió tímidamente la sonrisa.
—Han debido de encoger un poco. Y parece que he adelgazado un par de kilos en los últimos meses. Soy yo la que ha de agradecerte que hayas acudido tan rápido.
Rosie hizo un breve gesto con la mano, restando importancia a su actuación, y se incorporó al tráfico.
Por la ventanilla lateral, Sibylle distinguió fugazmente a un hombre, apoyado en una señal de tráfico. Parecía observar a las dos mujeres. Apenas dos segundos después se habían alejado tanto del lugar que su imagen desapareció; pero Sibylle le había reconocido, sin ninguna duda. Se trataba del hombre de la sala de espera del hospital.
Excitada, quiso rogarle a Rosie que parara unos instantes para bajarse del coche y preguntarle a aquel hombre el motivo de su aparente persecución, pero se lo pensó mejor. Si pensaba en cómo había transcurrido hasta ahora su día, probablemente se descubriera que el hombre simplemente se encontraba allí esperando al autobús, jamás había pisado el hospital en cuestión y nunca antes había visto a Sibylle.
Cuando advirtió que Jane abandonaba el hospital sin que nadie la acompañara, pensó en informar al Doctor sobre aquella circunstancia claramente imprevista, pero tras una breve reflexión decidió que no lo haría. Sabía, no obstante, que debía vigilarla, pues por primera vez desde que todo aquello diera comienzo no podía anticipar cuál sería el siguiente movimiento de la mujer.
La siguió, por tanto, a una distancia que estimó más que prudente. Aguardó oculto tras un pequeño muro hasta que la vio salir de una tiendecita. Ella se giró en su dirección un par de veces, pero Hans se encontraba demasiado lejos como para que pudiera creerle peligroso.
Cuando Jane se dirigió a la cabina telefónica, decidió que había llegado el momento de realizar su llamada también él y avisar al Doctor. Hans le explicó la nueva situación, pero la serenidad habitual del Doctor no pareció afectada.
—¿Puedes acercarte lo suficiente como para oír lo que dice? —quiso saber el Doctor.
—No, me descubriría.
—¿Dónde se encuentra tu coche?
—Delante del hospital.
—Permanece cerca de ella. Voy a enviar a Joachim con otro vehículo para que vaya a recogerte. Si tienes que moverte de donde estás, llámale a él.
La conversación había terminado.
Hans guardó el teléfono en el bolsillo de su pantalón y aumentó la distancia entre Jane y él con el fin de eliminar toda posible sospecha.
Ella, sin embargo, no se quedó junto al teléfono después de colgar, tal como él había supuesto, sino que retrocedió sobre sus pasos, avanzando directamente hacia él. Hans se detuvo para observar con estudiado aburrimiento su entorno más inmediato. Sólo cuando faltaban pocos segundos para que ella se situara a su altura, se atrevió a mirarla directamente a la cara.
Con solamente alargar un brazo podría tocar a Jane. Aquel pensamiento hizo que se estremeciera violentamente. Ella no pareció advertir nada fuera de lo común. A juzgar por la expresión de su rostro, se encontraba sumida en sus propios pensamientos, algo que a Hans no le sorprendía en absoluto.
Cruzó la calle y se mantuvo detrás de ella, aunque a cierta distancia, hasta comprobar que alcanzaba el cruce donde sólo pocas horas antes había subido a un Golf de color rojo. Barrió las proximidades con su mirada y descubrió al hombre de la camiseta blanca que, apenas a unos metros de distancia, se apoyaba indolentemente en una señal de Prohibido Aparcar. Jane, a su vez, con la espalda descansando contra una pared, parecía estar aguardando algo. Hans marcó el número de Joachim y le comunicó su nueva localización. El hombre se encontraba a sólo unos minutos de distancia.
Cuando el vehículo de color rojo frenó justo delante de Jane y sonó fuertemente el claxon, Hans intentó cruzar rápidamente al otro lado buscando un hueco entre los escasos vehículos que circulaban por aquella calle. Se encontraba justo en mitad de la calzada cuando el coche en el que se había refugiado Jane pasó velozmente a su lado, dejándolo atrás.
Sólo unos segundos después se detuvo ante él el BMW gris de Joachim y Hans subió al vehículo sin llegar a pronunciar palabra.
Había tenido a Jane muy, muy cerca, casi rozándolo. Hans se preguntaba cuándo le ordenaría el Doctor que pusiera fin a la pequeña excursión de Jane Doe.
Rosie vivía en una casa unifamiliar modesta, de fachada amarillo pastel, situada en el barrio de Burgweinting, a sólo unos cinco kilómetros de distancia del lugar en el que se habían encontrado. Durante el trayecto apenas habló, cosa que Sibylle agradeció. Admiró la capacidad empática de Rosie y hubo de reconocer que había infravalorado a aquella mujer que ahora le parecía extraordinaria en más de un sentido.
Rosie aparcó el coche en el asfaltado camino de entrada situado en el lateral de su casa. Sibylle caminó tras ella hasta el interior, encontrándose al entrar con un pasillo de paredes pintadas en un tono naranja muy llamativo. Rosie lanzó, con un movimiento certero, las llaves de su coche sobre una cómoda cuya superficie había sido protegida por finísimos pañuelos de colores y obsequió a su nueva amiga con una amplia sonrisa.
—Bien, chiquilla, vamos a ponernos cómodas en el salón. Y si te apetece me cuentas qué es eso que tanto te preocupa.
Sibylle le devolvió una sonrisa un tanto incómoda.
—Si no te importa, Rosie, preferiría que me llamaras Sibylle. Cuando era niña, uno de mis profesores siempre me llamaba chiquilla y no me gusta mucho esa expresión.
Rosie asintió, animándola con un gesto a entrar en el salón. Se sentó sobre unos enormes cojines colocados frente al sofá, delante de una mesita baja de cristal.
—Sibylle, chiquilla, voy a servirnos un rico vino blanco y después escucharé todo lo que quieras contarme.
Cuando Rosie hubo desaparecido, Sibylle se detuvo a examinar con más atención la habitación en la que se hallaba. Esta vez las paredes eran de un delicado color melocotón que armonizaba con la clara madera de arce de los armarios y de la gran estantería repleta de libros de la pared situada al frente. Sibylle se sorprendió por la ausencia de fotografías, pues no descubrió ni una: ni colgada en la pared, ni tampoco adornando alguna superficie. Ninguna Rosie juvenil sonriendo, feliz, desde alguna de las estanterías, ninguna instantánea de una boda en un lugar privilegiado, ninguna sonrisa infantil inmortalizada para siempre, nada de todo aquello.
—Bueno, pronto te sentirás mucho mejor.
Rosie traía una bandeja redonda sobre la que portaba una botella de vino blanco y dos copas. Tras colocarla sobre la mesa y servir el vino se sentó en el sofá frente a Sibylle. Alzó su copa.
—Por nosotras, las chicas.
Sibylle gimió de placer al sentir el vino blanco helado deslizarse agradablemente por su garganta.
Rosie se reclinó hacia atrás buscando la comodidad y la miró, inquisitiva.
—Bueno, ahora cuéntame qué es lo que te preocupa, chi... eh, digo... Sibylle.
Y Sibylle se lo contó todo, todo lo que sabía. Comenzó con aquel horrible sueño y se detuvo al llegar a su aviso telefónico a la clínica. Rosie alzó las cejas en un par de ocasiones y se llevó la mano a la boca cuando Sibylle le describió su encuentro con Johannes, pero no interrumpió su discurso ni una sola vez. Finalmente, Sibylle tomó un buen trago de su copa de vino y, ya en silencio, fijó la vista en la mesa ante ellas, y sólo entonces Rosie suspiró ruidosamente.
—Es la historia más rara que he oído en toda mi vida.
Sibylle no pudo impedir que sus ojos se empañaran.
—Tú tampoco me crees, ¿no es así?
Ambas se contemplaron durante largo rato, y, por primera vez desde que se había encontrado con aquella mujer tan fuera de lo común, tuvo la impresión de que su compañera reflexionaba seriamente. Al fin, Rosie asintió, despacio. Sibylle reparó absurdamente en cómo se plegaban y desplegaban las profundas arrugas del cuello de Rosie al iniciar aquel movimiento descendente con su barbilla en dirección al pecho.
—Tu historia es tan increíble que ha de ser forzosamente cierta. No es posible estar tan perturbada como para inventarse algo así.
Aunque aquello no resolvía sus problemas, Sibylle experimentó un indescriptible alivio tras oír aquellas palabras. Había conseguido desgajar un pequeño pedacito de horror de ese mundo tan irreal y ajeno en el que se encontraba desde que despertara aquella mañana. Ya no se enfrentaba a él en completa soledad.
—Te agradezco tus palabras. No te puedes ni imaginar siquiera cuánto... ¿Sabes? Yo... Bueno, en estas últimas horas, hasta yo misma me he cuestionado mi cordura. Aunque, de estar seriamente perturbada, ¿recordaría tantos detalles de mi vida en los últimos años? ¿Las experiencias vividas con Johannes, las conversaciones mantenidas? ¿Hasta el más nimio detalle de nuestra casa? Mi hijo...
Vaciló.
Rosie la interrumpió, alzando la mano y mostrándole la palma abierta en un gesto tranquilizador.
—Ya me lo agradecerás más tarde, cuando hayamos encontrado a tu hijo. Y en cuanto a las dudas sobre tu cordura, permite que una jovenzuela con la experiencia vital de una mujer de sesenta y un años te diga algo: a quien realmente está perturbado jamás se le plantean esa clase de dudas.
Sibylle inspeccionó detenidamente su dedo corazón derecho, con el que acariciaba una y otra vez el borde de su copa.
—Si Lukas se encuentra a salvo, todo lo demás ya se arreglará.
Rosie palmeó sus gruesos muslos con ambas manos y se levantó, aunque tuvo que realizar dos intentos antes de conseguir su propósito.
—Voy a por papel y lápiz. Apuntaremos lo más relevante de lo que sabemos hasta ahora, y también las cuestiones que quedan por resolver, antes de lanzarnos a la persecución de esos criminales.
Sibylle la siguió con la mirada mientras Rosie sacaba de uno de los cajones de la cómoda una pequeña libreta de notas y un bolígrafo, y, armada con ellos, retornaba a su ubicación anterior.
—Comencemos con lo último que recuerdas.
Sibylle asintió.
—Salí a cenar una noche a un restaurante griego con mi amiga Elke. Fue el trece de julio. De vuelta a casa atravesé un parque. Percibí un leve ruido y... a partir de ahí no recuerdo nada más. Debe de haber sido poco antes de medianoche.
—Esa Elke... ¿La conoces bien?
—Muy bien. Era... bueno, es mi mejor amiga.
—¿Has intentado ya localizarla?
Sibylle abrió mucho los ojos.
—No, no había pensado en ello.
Rosie trazó un enorme signo positivo en la esquina superior izquierda del papel y lo rodeó de un círculo. Debajo de aquello anotó: ¡ELKE!
—¿En quién más puedes confiar, además de en esa Elke?
Sibylle reflexionó brevemente.
—En ti, naturalmente —dijo al cabo de un rato—. Y en Lukas. Y tal vez en mi suegra. Siempre nos hemos entendido muy bien. Incluso cuando discutía con Hannes solía ponerse de mi parte. Pero en los últimos tiempos se ha vuelto un tanto extraña.
—¿Discutíais con frecuencia, tu marido y tú?
Sibylle negó con la cabeza.
—No más que otras parejas, yo diría que menos.
Rosie escribió SUEGRA debajo de ¡ELKE!
—¿Y tus padres?
—Mi padre murió de cáncer hace nueve años. Mi madre apenas dos años más tarde. No tuvo fuerzas para seguir viviendo sin él.
Rosie asintió.
—Lo siento.
Guardó silencio unos instantes.
—¿Alguien más? ¿Hermanos?
Sibylle negó con la cabeza de nuevo.
—No. Soy hija única. En realidad debería haber nombrado a mi marido en primer lugar, pero... —Calló e hizo esfuerzos por reprimir un sollozo antes de continuar—. ¿Por qué finge no conocerme? ¿Y por qué ha retocado la fotografía de nuestro viaje de bodas? ¿Quién es la mujer de la foto? No entiendo nada. Siempre creí que nuestra relación era buena. Y tampoco comprendo a la policía. El comisario, el más agradable de los dos, me comentó que habían visto fotografías de Sibylle Aurich en otras casas, en hogares de amigos y familiares, y que la mujer retratada en todas esas instantáneas no era yo, sino otra. ¡Pero eso significaría que todo el mundo está implicado en este asunto! No puede ser, ¿no crees?
Rosie dejó un hueco debajo de SUEGRA y, más o menos hacia la mitad del papel, dibujó un signo negativo, que volvió a rodear con un círculo. Debajo de éste escribió JOHANNES. A continuación, apartó la libreta, apoyó las palmas sobre la mesa y comenzó a hacer rodar el bolígrafo por aquella superficie plana con el índice y el pulgar.
—¡Quién sabe cuántas fotografías habrán visto en realidad! La primera pregunta que hemos de hacernos es la siguiente: ¿qué ha ocurrido en esos dos meses que tú no recuerdas? ¿De verdad te han mantenido inconsciente todo ese tiempo? Y luego está el asunto de tu huida. Independientemente de lo que tenían previsto hacer contigo, ¿no es raro que después de dos meses de repente te resulte tan sencillo escapar de ellos?