Pasillo oculto (31 page)

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Authors: Arno Strobel

—Martin Wittschorek —explicó Sibylle—. No lo sé, Rosie. ¿Qué le vamos a contar a la policía? ¿Que me han secuestrado en Ratisbona, cuando nadie quiere conocerme allí? ¿Y donde la policía me busca como posible cómplice de los secuestradores? Y lo de Wittschorek... ¿Cómo vamos a demostrarlo? ¡Si nadie cree nada de lo que digo! Y ese falso Doctor Muhlhaus... Incluso aunque lo encontrara entre los empleados de aquel hospital, ¿cómo voy a demostrar lo que me ha hecho? No, Rosie, creo que eso no tiene sentido.

Jane Doe,
la había llamado Robert.

¿Y no tenía razón? ¿No es como si estuviese muerta? Jane Doe. Cadáver desconocido, femenino.

—Me alegro de que lo veas de ese modo —opinó Rosie—. En realidad, es lo mismo que pienso yo. La policía probablemente podrá hacer bien poco, y el individuo de ahí dentro, con un buen abogado, estaría en la calle en un par de horas. Según lo veo yo, sólo tenemos una única posibilidad: tenemos que descubrir nosotras mismas qué es lo que hace exactamente esa empresa.

Apoyó una mano sobre el hombro de Sibylle.

—¿Tú qué piensas?

Como Sibylle no reaccionó de inmediato, Rosie dio una palmada.

—Venga ya. Esa gente te ha secuestrado, te ha maltratado, te han quitado toda tu vida, Sibylle. ¿Es que pretendes que se salgan con la suya? ¿Y que vuelvan a hacer lo mismo con otra mujer? ¿Sibylle?

Sibylle miró a aquella mujer que había experimentado tantas cosas terribles. Un profundo dolor, tanto físico, como, sobre todo, psicológico. Que había perdido a su hijo.

Que había perdido a su hijo...

—De acuerdo —dijo, y sintió que era lo correcto.

—Pues vamos. Al menos tenemos en la habitación de al lado a alguien que nos servirá para negociar. Vamos a ver qué hace ese canalla.

Se apartó y salió del baño. Sibylle la siguió.

Robert seguía igual, con las manos a la espalda y atado a la silla, pero a pesar de ello, Rosie le rodeó y se aseguró de que la cuerda estaba tensa. Sibylle se sentó en el borde de la cama y le miró.

—Explícame, ¿por qué me habéis destrozado la vida? ¿Qué os he hecho yo? No sólo me habéis insertado el recuerdo de Lukas. ¿Qué pasa con Johannes y Elke? ¿Por qué tengo otro aspecto? ¿Soy... soy en realidad Sibylle Aurich?

El sacudió la cabeza y rio con fuerza. En aquella situación su risa le pareció demencial y Sibylle se estremeció. Un instante después, aquella sensación cesó, pero él la seguía observando con aquella sonrisa suya.

—Si tú supieras... Me encantaría contártelo todo, pero, por desgracia... —dijo, y chasqueó con la lengua, como se hace para atraer la atención de un perro—. Por desgracia, eso es imposible.

—Olvídalo, Sibylle —intervino Rosie—. No creo tampoco que ese cabrón de mierda sepa gran cosa. Es un pez pequeño, al que sólo proporcionan la información básica. Su inteligencia no da para mucho más que para engañar a mujeres inocentes. ¿Es que no ves que es un calzonazos?

La sonrisa se borró del rostro de Robert. Tiró con fuerza de sus ataduras y estuvo a punto de hacer caer la silla.

—Ya me ocuparé de ti personalmente cuando llegue el momento, bruja —siseó, tirando un par de veces más de sus ataduras antes de quedarse quieto, respirando aceleradamente.

Rosie miró a Sibylle.

—Lo que te he dicho.

Comprobó una vez más el respaldo de la silla y después se sacó la pistola de la cinturilla como un gánster de película. La sostuvo por el cañón y se la tendió a Sibylle.

—Coge esto y vigila que no haga tonterías. Voy a bajar a recepción y bucear abajo en internet un poco, a ver qué encuentro acerca de esa empresa.

Sibylle iba a coger el arma cuando Rosie se lo impidió momentáneamente.

—Por cierto, si se pone tonto, no tienes que disparar inmediatamente, vale con hacer esto. ¿Ves?, así.

Lo golpeó con la culata fuertemente en la nuca. Con un gemido, la cabeza del hombre cayó primero hacia delante y luego a un lado, donde quedó inmóvil, con la oreja apoyada en el hombro. Sibylle soltó sin poder evitarlo un grito de sorpresa y Rosie se tapó la boca de forma teatral.

—Vaya —dijo—. Sólo quería... Parece que le he dado más fuerte de lo que pensaba.

Extendió la mano hacia el punto en el que lo había golpeado, pero antes de que llegara a tocarlo, él se quejó y abrió los ojos. Sacudió la cabeza y torció el gesto. —Maldita bruja.

Rosie le tendió a Sibylle la pistola.

—Hazlo tal y como te he enseñado. Pero dale un poco más fuerte la próxima vez.

Capítulo 39

—Ese idiota —masculló el Doctor después de que Hans le hubiera explicado cuál era la situación. Golpeó con la mano con fuerza sobre el escritorio—. A veces no puedo creer que realmente...

Calló y sacudió la cabeza.

No acaba la frase porque estoy yo aquí,
pensó Hans. Era la primera vez que el Doctor criticaba a Rob en su presencia y Hans comprobó que le satisfacía enormemente.

Junto a otros pequeños fallos, aquel era el segundo gran error de Rob. El primero había llevado a que tuvieran que crear a Jane Doe cuando, en realidad, había sido demasiado pronto para ello.

—Encuéntrala, Hans. Has de encontrarla rápidamente —dijo el Doctor con semblante pétreo—. Y recuerda: no debes hacerle daño a Jane. La necesito lúcida, y tampoco debe estar herida para poder analizarla por completo y minuciosamente. Después...

Hizo un gesto inequívoco.

—Sí, señor —dijo Hans.

—¿Qué crees que ha podido ocurrir?

—No creo que Rob se haya marchado voluntariamente. Y tampoco me parece posible que Jane haya logrado dominarlo ella sola.

El Doctor asintió.

—¿Rosemarie Wengler?

—No la he visto en el tren, pero cabe la posibilidad de que se ocultara en alguna parte.

—Y si ha sido así, ella ha sorprendido a Rob, y tal vez se dirijan a la policía. ¿O serán más valientes aún? De un modo u otro, no nos queda más que esperar.

Hans asintió.

—Estoy deseando ver a Jane —dijo el Doctor, y Hans notó que ya no hablaba con él—. Mucho.

Capítulo 40

Rosie tardó aproximadamente veinte minutos en volver.

Durante los primeros minutos que pasaron a solas en aquella habitación, él intentó convencerla con toda clase de zalamerías para que le soltara las ataduras. Cuando comprobó que Sibylle era inmune a sus encantos, pasó a amenazarla. Entonces, ella se levantó, fue al baño, orinó, se lavó las manos y se salpicó algo de agua a la cara. En ningún momento se separó de la pistola.

En cuanto volvió a la habitación, él trató de intimidarla de nuevo.

—Hans no tardará mucho en encontrarnos. Ha pertenecido durante años a una unidad de élite de la Legión extranjera y resultó algo tocado. Ese no se anda con rodeos, te lo aseguro. Disfrutará muchísimo mientras os rebana el cuello muy, muy despacio. Suéltame y conseguiré que no os ocurra nada. Simplemente desapareceré y ya está. No te he hecho nada, fue Hans el que pretendía hacerte daño. Bueno, ¿qué me dices?

—Pues te digo que estoy pensando en probar lo que Rosie me ha explicado antes que puedo hacer, ¿tú qué crees?

Después de eso, guardó silencio.

Cuando llegó Rosie, agitaba en la mano unas cuantas hojas de papel. Sonreía.

—¿Qué crees que he encontrado? Parece que por una vez tenemos la suerte de nuestro lado.

Se dejó caer sobre la cama, dirigió un guiño provocador a Robert y golpeó con la mano libre sobre la colcha.

—Siéntate aquí a mi lado, Sibylle. Tienes que ver esto.

Sibylle colocó primero cuidadosamente la pistola sobre el regazo de Rosie. Se alegraba de librarse de aquella cosa. Con curiosidad, se acercó para examinar las hojas impresas.

—Bien, aquí dice que CerebMed Microsystems fue fundada en el año 1996. El único propietario es el Doctor Gerhard Haas. Hay multitud de artículos y fotografías en la red. No te vas a creer con todos los que se ha dejado fotografiar, es más famoso que el alcalde. Y además, también es catedrático en la Universidad y ocupa algún puesto importante en la clínica universitaria. CerebMed está ahora mismo desarrollando aparatos para la cirugía cerebral y la investigación del cerebro en general, y además cuenta con una sección de investigación clínica que se dedica a buscar métodos para paliar daños cerebrales, por describirlo con este lenguaje tan poco científico que es el mío. Incluso ya han logrado algunos éxitos...

—Perdona, Rosie, pero todo eso ya lo sé. ¿Por qué dices que al fin la suerte está de nuestro lado?

El rostro de Rosie resplandecía como si estuviera a punto de ofrecerle el mayor de los presentes. Cambió de posición la última de las hojas y la situó en primer lugar. Se trataba de un texto que se hallaba complementado por tres fotografías a color con alguna leyenda. Se distinguían diversos grupos de personas, la mayor parte de ellos llevaban una copa en la mano.

—Este es un artículo con ocasión del décimo aniversario de la fundación de la empresa —explicó Rosie—. Estuvieron presentes numerosos famosos, está claro, pero échale un vistazo a este grupo de aquí.

Señaló la última de las fotografías. Sibylle se inclinó hacia delante para poder distinguir con mayor claridad algunos detalles y entornó los ojos. En el texto que acompañaba la fotografía, que mostraba a cuatro hombres sonrientes, podía leerse:

El Prof. G. Haas, el diputado U. Schilling, el Dr. Klein y R. Haas (de izquierda a derecha)

¿R. Haas? Cuando Sibylle se fijó con más atención en el hombre situado en el extremo de la derecha, comprendió lo que había querido decir Rosie. El hombre de la fotografía era idéntico al que ahora mismo se encontraba a su lado, atado a una silla.

—¿Qué me dices ahora, chiquilla? Nuestro cabrón de mierda resulta que es el hijo del jefe. ¡No me digas que eso no es tener suerte!

Sibylle, aún no recuperada de la sorpresa, asintió.

—Sí, desde luego que sí.

Volvió a examinar la fotografía con mayor atención. Robert no se encontraba en última posición a la derecha, sino que a su lado aparecía, parcialmente retratado, una persona más que Sibylle reconoció de inmediato: sin duda alguna se trataba del hombre de los ojos atemorizadores, ese tal Hans. Llevaba puesta una camiseta de manga corta y su brazo derecho colgaba indolentemente hacia abajo, mostrando algo que aparecía borroso en la fotografía, pero que era como si...

Sibylle le quitó a Rosie la hoja y se la acercó aún más a la vista. Su mano había comenzado a temblar de tal manera que le resultó necesario concentrarse al máximo. Pero a pesar de su temblor logró reconocer la marca que tenía Hans en el brazo y que no era producto de un fallo pictórico en la fotografía, sino un tatuaje azul. Cubría todo el brazo y llegaba hasta el dorso de la mano.

Sibylle contempló fijamente aquel tatuaje durante unos segundos en los que dentro de su cabeza pareció formarse una especie de vacío que tiraba con fuerza de su cráneo hacia dentro. Todo comenzó a dar vueltas a su alrededor, y el dolor absorbente de su cabeza amenazaba con destruirla, con matarla, hasta que... se disolvió por completo transformándose en un breve y gutural grito.

La hoja de papel cayó de su mano. Miró simplemente al frente hasta que su visión fue interrumpida por la aparición del rostro preocupado de Rosie.

—... me dices qué te pasa —alcanzó a oír.

—El tatuaje azul —logró decir, y tuvo que tragar repetidas veces para ahogar el deseo de toser—. Rosie... ese Hans... es él. Es el hombre que secuestró a mi hijo.

Su mirada se dirigió al hombre que permanecía atado delante de ella y algo terriblemente abrasador atravesó su cuerpo cuando unos velos rojos iniciaron un salvaje baile ante sus ojos.

Rosie dijo o gritó algo que ella no entendió. No le importó. De repente la habitación daba vueltas a su alrededor. Sibylle se levantó de un salto y aulló con fuerza.

—¡Hijo de puta!

Nunca supo si dio algún paso hacia él o desde donde se encontraba ya se lanzó directamente sobre su enemigo. No sintió dolor alguno cuando chocó contra su pecho con tanto ímpetu que ambos cayeron hacia atrás junto con la silla. Robert gritó, y su boca se encontraba tan cerca de su oído que ese grito dolorosamente intenso la hizo volver en sí brevemente.

Se apoyó en alguna parte del cuerpo de él y se incorporó hasta encontrarse sentada sobre su pecho, con la espalda pegada a las piernas del hombre que, aún atadas a la silla caída, formaban una L torcida y apuntaban hacia arriba. Una vez hubo liberado sus brazos, vio el rostro de él muy cerca y no pudo evitar cerrar las manos, apretar los puños y comenzar a golpear aquel rostro diabólico.

—Miserable, cabrón, hijo de puta —gritó, sin dejar de golpearle—. ¿Qué habéis hecho con mi niño?

El siguiente golpe aterrizó en plena boca.

—Lo has sabido todo el tiempo, miserable, desgraciado.

Y después de eso dejó de hablar. Sólo gemía y lloraba y gritaba y golpeaba. Una y otra vez. El comenzó a sangrar.

Me da igual. Ojalá se muera.

Ignoraba cuántas veces le había golpeado ya cuando su puño se detuvo antes de volver a impactar contra aquel rostro.

—Déjalo ya —oyó la voz de Rosie mientras le sujetaba la mano—. Aún le necesitamos.

Sibylle miró hacia abajo, hacia aquel rostro odiado, y sintió que la abandonaban las fuerzas hasta tal punto que apenas fue capaz de mantenerse erguida. Asqueada, se apartó del pecho de Robert, quedando unos instantes apoyada sobre brazos y piernas, a su lado, jadeando, hasta que finalmente logró levantarse. Dio un paso hacia Rosie y se dejó caer contra ella.

Lukas.

Era lo único que pensaba una y otra vez.

Lukas, Lukas, Lukas.

—Mi hijo... —dijo ella—. Rosie, ¡mi hijo existe! Lo he sentido todo este tiempo. ¡Estos cerdos han secuestrado a mi hijo!

Su cuerpo fue sacudido por un llanto incontrolado. Refugió su rostro en el hombro de Rosie y se entregó por completo al dolor que experimentaba. Rosie apoyó una mano sobre su cabeza y guardó silencio. Así permanecieron durante un buen rato; Sibylle inhalando el olor del jersey de su amiga con su ligero asomo de perfume, sin impedir que sus pensamientos reprodujeran una y otra vez la escena en la que un brazo tatuado arrastraba a su hijo hacia el interior de un coche y cerraba de golpe la puerta. Escena en la que ella se esforzaba por correr detrás del coche y en algún momento se había visto obligada a abandonar porque le fallaron las fuerzas.

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