Authors: Arno Strobel
¿Y qué ocurrió a continuación? Yo... yo me paré cuando el coche desapareció, pero...
Lo que ocurrió a continuación estaba cubierto por un oscuro velo, y por mucho que lo intentara no lograba apartarlo.
El hombre que estaba detrás de ella comenzó a moverse a la vez que lanzaba imprecaciones. Cuando pensó que Robert debía de ser corresponsable del secuestro de su hijo y que sabría dónde lo ocultaban, y si se encontraba bien, algo comenzó a transformarse en su interior. Sintió elevarse en ella una ira de tal frialdad e intensidad que jamás hubiera creído posible que pudiera existir. Comenzó a ascender dentro de ella, como una espiral nebulosa, una sensación de gélida ira en cuyo centro aparecía reflejado el rostro de su hijo suplicando ayuda. Vio el pánico en los ojos del pequeño y una mano tatuada de azul que le cubría la boca.
Durante unos instantes cerró los ojos, permitiendo que aquel sentimiento se acercara más e invadiera hasta el último rincón de su consciencia. Cuando volvió a abrirlos, encontró sobre la cama lo que necesitaba ahora. Cogió la pistola y se dirigió hacia Robert, que seguía tumbado de espaldas en el suelo. Con el pulgar retiró el seguro, tal como había visto hacer a Rosie antes, y apuntó el cañón hacia la cabeza de Robert Haas. Tembló ligeramente.
Pero acertaré de todos modos.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con voz ronca—. Cuento hasta tres, después morirás.
Hablaba completamente en serio, y tanto Robert como Rosie lo comprendieron perfectamente.
—Sibylle —suplicó Rosie en voz baja, pero ella no reaccionó—. Sibylle, por favor.
—Uno —contó Sibylle en tono neutro.
Robert miró, enmudecido, y con los ojos abiertos por el terror, el cañón de la pistola.
—Irás a la cárcel, Sibylle, y ese cerdo no lo merece —le suplicó Rosie.
—Dos.
Rosie suspiró.
—Deja que lo haga yo, por favor. Conseguiré que hable. Por favor.
—Y tr..
—¡No! —gritó Robert—. No dispares. Se encuentra en CerebMed, en el edificio de la empresa. Está bien, de verdad.
—¿Qué habéis hecho con él?
La pistola seguía apuntando al rostro de Robert.
—Nada, en serio. Se encuentra bien —se apresuró a asegurar—. Pero aparta esa maldita pistola de mi cabeza.
—¿Por qué le habéis secuestrado?
La mano que sujetaba la pistola no se movió.
—Eso... Dios mío... porque... porque vio cosas que no debía.
—¿Qué es lo que vio?
El intentó resistirse.
—Cosas... pues... algo relacionado con la investigación del Doctor.
—¿Del Doctor? ¿Qué Doctor?
—El Doctor... esto... pues mi padre.
Sibylle acercó la pistola un poco más al rostro de Robert. El cañón sólo quedaba separado de su frente por escasos milímetros.
—¿Qué tiene que ver Lukas con los líos de tu padre? ¿Qué? ¡Habla!
Robert inspiró dos o tres veces agitadamente y después soltó un grito.
—Tú misma has estado trabajando allí, vaca estúpida.
Ella le miró fijamente intentando comprender lo que acababa de oír.
¿Ella, trabajando en CerebMed?
—¿Qué estupidez es ésa? —dijo ella, apoyando el cañón de la pistola directamente en su frente.
¿Yo en Múnich? Hace siglos que no visitaba Múnich
.
—Dime la verdad de una vez, hijo de puta. Quiero ver a mi hijo, y te juro que acabo contigo ahora mismo si me vuelves a mentir.
—Maldita sea, hasta hace una semana trabajabas con nosotros. Tu hijo vio algo que no debía en el edificio de la empresa. Fin de la historia. Y ahora, mátame si quieres. El Doctor acabará conmigo de todos modos si revelo algo más.
Sibylle apartó la pistola y se levantó.
—¿Acabas de decir hace una semana solamente, cabrón de mierda? —preguntó Rosie.
Robert no contestó. Apartó la cara y cerró los ojos.
—Hace una semana —repitió Sibylle, y se dejó caer sobre la cama—. Hace una semana que han secuestrado a Lukas. Y también a mí.
—Sí, pero... ¿no habías sido atacada dos meses atrás?
Johannes, Elke, Ratisbona...
Las palabras aparecieron en su mente como iluminaciones de neón.
Sibylle asintió.
—Yo también lo creía, Rosie. Pero ya nos ocuparemos de eso más tarde. Ahora tengo que ir a buscar a Lukas.
—¿Avisamos a la policía?
—Hazlo, si quieres que el niño muera —dijo Robert—. En cuanto aparezca la policía por CerebMed, Hans se encargará de él.
Si Lukas realmente ha visto algo por lo que debía ser secuestrado, seguro que no se trata de una amenaza vana. Piensa, piensa; tiene que ocurrírsete algo, maldita sea.
—¿Y por qué no proponemos un intercambio de rehenes? —preguntó Rosie, señalando a Robert cuando advirtió la mirada de desconcierto de Sibylle—. Ellos tienen a tu hijo, nosotras al hijo del jefe. Intercambiémoslos.
Robert soltó una risa histérica.
—Si pensáis que me intercambiarían... No tenéis ni idea lo que está en juego. Llamadle y hacedle la propuesta. Tu hijo no durará ni cinco minutos más en manos en Hans.
Rosie miró inquisitivamente a Sibylle.
—¿Tú qué crees?
—Este cabrón me ha mentido tantas veces que ya no me creo nada de lo que dice. Pero, por otra parte, parece lógico.
—Sí.
Sibylle se levantó del borde de la cama y volvió a bajar la mirada hacia Robert.
—Te voy a hacer una propuesta: me ayudas a liberar a mi hijo y te dejamos ir. Y ya le contarás a ese Doctor lo que te parezca mejor.
—¿Y si no estoy de acuerdo?
Sibylle se arrodilló a su lado acercándose mucho a su rostro.
—Ya me habéis destrozado la vida por completo. Si algo le ocurre a mi hijo, juro por Dios que acabo contigo. Y no te dispararé simplemente, sino que te dejaré morir lenta y tortuosamente. De modo que, ¿qué me dices?
Robert no abrió la boca durante todo el trayecto, ni siquiera reaccionó a los insultos de Rosie.
Le habían permitido dirigirse, a punta de pistola, al cuarto de baño para poder lavarse la cara. El cuello de su camiseta estaba ligeramente manchado de sangre y no era posible eliminarla con un poco de agua, pero no era probable que nadie lo advirtiera. Llamaba mucho más la atención el labio hinchado, que destacaba visiblemente.
La intensidad del tráfico había remitido, y sólo les llevó unos veinte minutos llegar a la sede de CerebMed. Entraron en el aparcamiento y se dirigieron al lateral del edificio, donde no vieron a nadie.
—Pues vamos allá —dijo Rosie.
Robert torció el gesto, sacó estómago y enderezó la espalda. Al parecer Rosie le había vuelto a encañonar dolorosamente.
Si sigue estando puesta la llave por dentro, tenemos un problema.
Se dirigieron a la puerta.
Se detuvieron, y Robert sacó la llave del bolsillo de su pantalón con dos dedos. La puerta se abrió.
Penetraron en una habitación angosta y alargada, con estanterías a izquierda y derecha cuyas baldas estaban completamente saturadas de cajas con etiquetas blancas.
—¿Hacia dónde? —preguntó Sibylle.
Robert señaló al frente.
—Un poco más adelante giramos a la izquierda —dijo.
Sibylle le observó con detenimiento, intentando leer en su rostro, sin conseguirlo.
Llegaron al pasillo siguiente y se detuvieron ante una puerta. Robert introdujo un código en un cajetín situado justo al lado. Y entonces se acabó todo.
En el momento en el que Robert abrió la puerta se encontraron de frente, a menos de dos metros de distancia, con el hombre de los ojos muertos que les esperaba en una habitación totalmente recubierta de azulejos blancos.
Deberían haber contado con esa posibilidad.
Rosie levantó el arma y la apoyó en la cabeza de Robert.
—Sin tonterías —le indicó a Hans, que no se había movido ni un solo milímetro.
Miraba fijamente a Sibylle. A ésta se le puso el vello de punta al contemplar aquellos ojos y pensó en Lukas y en el terror que debió sentir al lado de ese hombre.
—Quiero ver inmediatamente a mi hijo —exigió—. ¿Dónde está?
—Cerca —dijo Hans, y al fin apartó la mirada de ella—. Aparta esa pistola —le ordenó a Rosie.
Rosie rio.
—Y una mierda. Llévanos a ver al niño o tendré que dispararle al hijo de tu jefe. No sé si eso le agradaría a ese famoso científico investigador de cerebros.
—Pronto conoceréis al Doctor —contestó Hans, imperturbable—. Venid.
Se dio la vuelta sin más y comenzó a caminar. Le siguieron, primero Sibylle, a continuación Robert, y, por último, Rosie.
—Deja caer el arma —oyó Sibylle a sus espaldas y se dio la vuelta rápidamente. Tras Rosie se encontraba un hombre enfundado en una bata blanca que apoyaba una pistola en la cabeza de ésta. Era un poco más alto que Rosie, tendría unos cincuenta años, y estaba muy delgado. Llevaba unas gafas con montura dorada y tenía un aspecto bastante estúpido con su cabello rubio peinado cuidadosamente con raya en medio.
—Deja caer el arma tú, o tendré que dispararle al hijo del jefe —contestó Rosie con voz admirablemente firme.
Sibylle contuvo el aliento. La distrajo un movimiento que percibió en los límites de su campo de visión. Detrás de Hans había aparecido una sombra, y a continuación oyó una voz que sintió como un dardo en el corazón.
—Mami, ¡mami!
¡Lukas!
Sólo a un par de metros de distancia, justo detrás del hombre de los ojos muertos, descubrió la mata de pelo rubio de su hijo. Las lágrimas le enturbiaron la vista.
¡Lukas!¡Lukas!
Explotaron en ella un sinfín de emociones, quería gritar con fuerza y susurrar amorosamente, reír de todo corazón y llorar de forma histérica, quería correr hacia él... pero se detuvo cuando su mente captó la imagen que se le ofrecía al completo.
Detrás de Lukas se encontraba aquel hombre de cabello plateado que reconoció por las fotografías que había visto antes como el Doctor Gerhard Haas. Tenía apoyada una mano en el hombro de su hijo. La otra colgaba descuidadamente hacia abajo. Pero sujetaba un revólver.
—¡Mami! —gritó Lukas de nuevo en aquel instante, intentando soltarse—. ¡Suéltame! —exigió—. ¡Quiero ir con mi mami!
Haas miró hacia Robert, Rosie y el hombre que aún sujetaba la pistola. Su rostro no dejaba traslucir emoción alguna.
—Suelte a Robert.
Levantó la mano que sujetaba el arma y miró a Lukas con una sugerencia muy clara.
Rosie dudó. Era evidente que ignoraba qué debía hacer.
—Déjalo, por favor —rogó Sibylle, que creía a aquellas personas capaces de cualquier cosa. No sabía cómo continuaría aquello, pero el miedo a que le sucediera algo a su hijo lo determinaba todo.
—¿Estás segura? —preguntó Rosie. Sibylle asintió y su amiga apartó el arma.
Robert se alejó de ella con dos zancadas y se dirigió sin dudar a Hans, tendiéndole la mano.
—Déjame tu cuchillo —le ordenó—. Le cortaré ahora mismo el cuello a esa bruja roja.
En lugar de obedecer, Hans se limitó a mirar al Doctor, que sacudió la cabeza en señal de negativa. Robert maldijo en voz baja y dejó caer los hombros.
—Estás herido —le dijo Haas—. Creo que has sido poco cuidadoso.
Sibylle mantenía la mirada fija en su hijo.
—Doctor —se dirigió directamente al hombre alto—. Ignoro qué... qué habrá visto Lukas, pero sé que no se lo contará a absolutamente nadie. ¿Verdad, Lukas?
El niño asintió.
—Por favor, deje que se marche el niño. No sé qué me ocurre y por qué he olvidado quién soy. Si quieren continuar haciendo experimentos, me ofrezco voluntaria, me da igual lo que puedan hacer conmigo. Pero deje que se marche mi hijo. Por favor. ¿Lo hará?
Durante varios segundos, el Doctor la miró a los ojos desde una distancia de aproximadamente cinco metros y ella albergó la esperanza de verlo reflexionar acerca de su propuesta. Su semblante seguía sin dejar traslucir nada.
—¿Experimentos, dice? ¡Lo que he realizado con usted ha sido un acto de creación! Calificarlo de experimento sólo demuestra su ignorancia. Tendrá que contarme hasta los detalles más nimios.
—Por favor —insistió Sibylle—. Deje que se marche el niño.
—Debería haber cuidado mejor de su hijo. Ahora ya es demasiado tarde. Aunque ha tenido sus ventajas. Es usted la prueba del milagro que he logrado con Synapsia.
—¿Synapsia? —preguntó Rosie—. ¿De qué está hablando?
Haas la examinó como si se tratara de un insecto.
—Synapsia es un milagro que cambiara el mundo por completo. Los criminales se convierten en filántropos en cuestión de segundos, un idiota se transforma en un genio matemático y un perturbado mental en un hombre normal. No puedo exponer aquí y ahora todas las posibilidades, su capacidad mental es demasiado limitada para ello. Vengan conmigo, les mostraré Synapsia.
Se dio la vuelta llevándose a Lukas consigo.
—¿Capacidad mental limitada? —bufó Rosie.
Hans aguardó a que Sibylle le hubiera alcanzado y caminó a su lado, abandonando la habitación detrás de Haas y el niño. La necesidad de abrazar protectoramente a Lukas la dominaba hasta el punto de que pronto se olvidaría de todo lo demás.
Llegaron a un pasillo mucho más amplio, y Sibylle miró a su alrededor. Rosie y Robert caminaban detrás de ella. El rostro de él estaba petrificado y se advertía claramente que el odio que sentía por Rosie estaba a punto de asfixiarle.
O el que siente hacia mí.
Haas se detuvo ante una puerta metálica, pasó sus dedos por un teclado numérico y apretó el pulgar durante unos segundos sobre una superficie de color gris que había justo al lado. La puerta se abrió con un largo zumbido. Haas extendió la mano, pero vaciló y se dio la vuelta rápidamente. También Sibylle había notado algo.
En algún lugar indeterminado, detrás de ellos, se había percibido un sonido sordo, semejante al lejano retumbar de un trueno. Haas les hizo una seña con la cabeza a Hans y Robert, que retrocedieron inmediatamente.
Aunque a Sibylle la asaltó un rápido pensamiento, desechó la idea tras una mirada a Lukas. No tenía ninguna oportunidad. Haas mantenía su arma demasiado cerca de la cabeza del niño.
Después de un rato, oyeron el sonido de unos pasos que se iban acercando por el pasillo y sólo unos segundos después dobló la esquina el comisario jefe Grohe. El corazón de Sibylle dio un salto. El rostro de Grohe estaba muy tenso y el motivo fue pronto evidente al aparecer, a sólo un metro de distancia, Martin Wittschorek, el cual apuntaba a la espalda de su compañero con una pistola. Cerraban el grupo Hans y Robert. Sibylle y Rosie intercambiaron una mirada rápida cargada de desesperación.