Repetirían el anuncio cada media hora hasta la emisión del programa. Y el sábado por la noche, el país entero lo estaría mirando.
Marty improvisó sus comentarios, y lo hizo bien. Ahora estaban nuevamente en el coche, de camino a la puerta principal de Norton. Llegarían unos minutos antes de lo previsto.
—¿Quién es el portavoz de la compañía? —preguntó Marty.
—Una mujer llamada Singleton.
—¿Una mujer? —Marty arqueó las cejas—. ¿Cómo es?
—Es una de las vicepresidentas. Treinta y tantos años; miembro de la comisión que investiga el incidente.
—Pásame la carpeta y las notas —dijo Marty extendiendo la mano. Comenzó a repasar la información en el coche—. Porque te das cuenta de lo que tenemos que hacer ahora, ¿verdad, Jennifer? El enfoque del reportaje ha cambiado por completo. La cinta dura cuatro minutos, quizá cuatro y medio. Y tal vez quieras repetir alguna secuencia… Yo lo haría. Así que no queda mucho tiempo para Barker y compañía. Tendremos que concentrarnos en la cinta y en la entrevista con la portavoz de la Norton. Es la esencia de la noticia. Así que no nos queda otra que poner a esa mujer contra las cuerdas.
Jennifer no respondió. Esperó mientras Marty hojeaba la carpeta.
—Un momento —dijo Marty, mirando fijamente uno de los papeles—. ¿Qué es esto? ¿Una broma?
—No —respondió Jennifer.
—Es dinamita pura —afirmó Reardon—. ¿De dónde lo has sacado?
—Me lo envió la Norton hace tres días junto con los documentos informativos. Parece que se coló accidentalmente.
—Un accidente desafortunado —observó Marty—. Sobre todo para la señora Singleton.
Casey cruzaba la planta en dirección al hangar 4, cuando sonó su teléfono móvil. Era Steve Nieto, el representante de la compañía en Vancouver.
—Malas noticias —dijo Nieto—. Ayer estuve en el hospital. Me dijeron que el primer oficial había muerto de un edema cerebral. Mike Lee no estaba, así que me pidieron que identificara el cuerpo y…
—Steve —lo interrumpió Casey—. No me lo cuentes por teléfono. Envíame un cable. Pero no lo envíes aquí, sino a la estación de pruebas de vuelo en Yuma.
—¿De veras?
—Sí.
—De acuerdo.
Casey colgó y entró en el hangar 4, donde el equipo que realizaba el análisis del interior del aparato había hecho un croquis del avión en el suelo con cinta adhesiva. Quería hablar con Ringer sobre la gorra del piloto que habían encontrado. Casey comenzaba a pensar que esa gorra escondía la clave de la historia.
Tuvo una idea repentina y llamó a Norma.
—Oye, creo que sé de dónde vino el fax de la revista de a bordo.
—¿Tiene alguna importancia?
—Sí. Llama al hospital Centinela. Pregunta por una azafata llamada Kay Liang. Apunta lo que quiero que le preguntes.
Habló unos minutos con Norma y colgó. El teléfono móvil volvió a sonar de inmediato.
—Casey Singleton.
—¡Por el amor de Dios! ¿Dónde diablos estás?
—En el hangar 4 —respondió Casey—. Pensaba…
—Deberías estar aquí para la entrevista —gritó Marder.
—La entrevista es a las cuatro.
—La han adelantado. Ya están aquí.
—¿Quieres decir que es ahora mismo?
—Sí. Todo el mundo está aquí, preparándose. Y te están esperando, Casey. Ven
de inmediato
.
Así pues, minutos más tarde Casey se hallaba en la sala de batalla, sentada en una silla, con una maquilladora empolvándole la cara. La sala de batalla estaba llena de gente. Unos tipos montaban los focos sobre soportes y cubrían el techo con planchas de carbón. Otros pegaban con cinta adhesiva micrófonos a la mesa y las paredes. Había dos equipos de rodaje, cada uno con dos cámaras; o sea, cuatro cámaras en total, enfocando en distintas direcciones. Habían colocado una silla a cada lado de la mesa; una para Casey, otra para el reportero.
A Casey no le parecía bien que rodaran en la sala de batalla; no entendía por qué Marder había aceptado hacerlo allí. Le parecía una falta de respeto que el mismo espacio donde trabajaban, discutían y se esforzaban por comprender qué pasaba en los aviones durante el vuelo se hubiera convertido en escenario de un programa de televisión. No le gustaba en absoluto.
Casey estaba confundida; todo iba demasiado deprisa. La maquilladora no dejaba de pedirle que no moviera la cabeza, que cerrara los ojos, que los abriera. Eileen, la secretaria de Marder, le puso una carpeta de cartón en las manos.
—John me pidió que me asegurara de que tenías esto —dijo. Casey quiso mirar la carpeta.
—Por favor —rogó la maquilladora—. Necesito que siga mirando hacia arriba. Será sólo un segundo; luego, la dejaré ir.
Jennifer Malone, la productora, se acercó con una sonrisa alegre.
—¿Qué tal está, señora Singleton?
—Bien, gracias —respondió Casey, sin bajar la vista.
—Barbara —dijo Malone a la maquilladora—. Asegúrate de hacerle, eh… —Hizo un gesto vago con la mano en dirección a Casey.
—Lo haré —aseguró la maquilladora.
—De hacerme ¿qué? —preguntó.
—Nada —respondió la mujer—. Un retoque.
—Le doy un minuto para terminar con el maquillaje —dijo Malone—. Luego Marty entrará a conocerla, y antes de empezar haremos un repaso general de los temas que vamos a tocar.
—De acuerdo.
Malone se marchó. Barbara, la maquilladora, continuó empolvando la cara de Casey.
—Voy a ponerle un corrector de ojeras —dijo—. Para que no parezca tan cansada.
—¿Señora Singleton?
Casey reconoció la voz en el acto. Hacía años que la oía por televisión. La maquilladora se apartó, y Casey vio a Marty Reardon de pie frente a ella. Reardon estaba en mangas de camisa y tenía el cuello protegido con pañuelos de papel. Le tendió la mano.
—Marty Reardon. Mucho gusto.
—Hola —respondió Casey.
—Le agradecemos su colaboración —dijo Reardon—. Intentaremos ponérselo lo más fácil posible.
—Bien…
—Como ya sabrá, la entrevista será grabada —explicó Marty—, así que si se equivoca en algo, no se preocupe; lo cortaremos. Si en cualquier momento quiere modificar una respuesta, hágalo. Puede decir todo lo que quiera.
—Muy bien.
—Hablaremos fundamentalmente del vuelo de TransPacific. Pero también tendré que tocar otros temas. En algún momento la interrogaré sobre la venta a China. Y si tenemos tiempo, puede que le haga alguna pregunta acerca de la reacción del sindicato. Pero en realidad no quiero hablar de otras cuestiones. Prefiero que nos concentremos en el incidente de TransPacific. Usted es miembro del equipo de investigación, ¿verdad?
—Sí.
—Muy bien. Tengo la costumbre de hacer mis preguntas desordenadamente. No se preocupe por eso. Estamos aquí para entender la situación lo mejor posible.
—De acuerdo.
—Hasta ahora, pues —se despidió Reardon. Sonrió y se volvió de espaldas.
La maquilladora se colocó de nuevo ante ella.
—Mire hacia arriba —indicó, y Casey miró al techo—. Es un hombre muy agradable. En el fondo es un encanto. Se le cae la baba por sus hijos.
—¿Cuánto falta, muchachos? —oyó que gritaba Malone.
—Cinco minutos —contestó alguien.
—¿Sonido?
—Estamos listos. Sólo nos faltan las víctimas.
La maquilladora comenzó a empolvar el cuello de Casey, que dio un respingo de dolor.
—¿Sabe? —dijo la mujer—. Si quiere, puedo darle un número de teléfono para que llame.
—¿Para qué?
—Es una organización estupenda; muy buena gente. Casi todos psicólogos. Y son extremadamente discretos. Ellos la ayudarán.
—¿A qué?
—Mire hacia la izquierda, por favor. Por lo visto, le pegó fuerte.
—Me caí —aseguró Casey.
—Claro, lo entiendo. Le daré una tarjeta por si cambia de opinión —dijo la maquilladora mientras daba golpecitos con el algodón—. Hummm. Será mejor que use un poco de maquillaje para cubrir el morado. —Se giró hacia su maletín, puso un poco de maquillaje sobre una esponja y comenzó a aplicarlo en el cuello de Casey—. No se imagina cuántos casos parecidos veo en mi trabajo, y la mujer siempre lo niega. Pero es preciso terminar con la violencia doméstica.
—Vivo sola —dijo Casey.
—Ya, ya —repuso la maquilladora—. Los hombres cuentan con nuestro silencio. Mi marido tampoco quiso hacer terapia de pareja. Al final me largué con los niños.
—No lo entiende —dijo Casey.
—Sé que mientras una es víctima de la violencia, cree que no hay escapatoria. Es parte de la depresión, de la impotencia —prosiguió la maquilladora—. Pero tarde o temprano, todas tenemos que afrontar la verdad.
Malone se acercó.
—¿Ha hablado con Marty? Nos ocuparemos principalmente del accidente, y es probable que Marty empiece con ese tema. Pero puede que mencione también la venta a China y los problemas con el sindicato. Usted tómese su tiempo. Y no se preocupe si Marty salta de un tema a otro. Es lo que suele hacer.
—Mire hacia la derecha —dijo la maquilladora, empolvando el otro lado del cuello.
Casey giró la cabeza.
Se acercó un hombre.
—¿Señora? ¿Puede coger esto? —dijo, y arrojó en sus manos una caja de plástico con un cable colgando.
—¿Qué es? —preguntó Casey.
—Mire a la derecha, por favor —pidió la maquilladora—. Es el micrófono. Le ayudaré a ponérselo dentro de un minuto.
En el interior del bolso que Casey había dejado en el suelo, junto a la silla, sonó el teléfono móvil.
—¡Apagad eso! —gritó alguien. Casey cogió el aparato y lo abrió.
—Es mío.
—Ah. Lo siento.
Se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Has recibido la carpeta que te envié a través de Eileen? —preguntó John Marder.
—Sí.
—¿La has mirado?
—Todavía no —respondió.
—Levante un poco la barbilla —dijo la maquilladora.
—En la carpeta está toda la documentación de la que hablamos —dijo Marder al teléfono—. El historial de la cubierta de inversores de empuje. Está todo ahí.
—Ajá… Bien.
—Sólo quería asegurarme de que estás preparada.
—Estoy preparada —respondió Casey.
—Muy bien. Contamos contigo.
Casey cerró el teléfono y lo desconectó.
—Arriba la barbilla —dijo la maquilladora—. Eso es.
Acabada la sesión de maquillaje, Casey se puso en pie. La maquilladora le cepilló los hombros y le puso laca en el pelo. Luego acompañó a Casey al lavabo y le indicó cómo ponerse el micrófono debajo de la blusa, pasando el cable por debajo del sujetador. Luego se lo enganchó a la solapa. El cable descendía por debajo de la falda y ascendía hasta el receptor de radio. La mujer enganchó la caja a la cintura de la falda de Casey y encendió el aparato.
—Recuerde —dijo la mujer—, de ahora en adelante, está conectada con los de sonido. Pueden oír todo lo que diga.
—Bien, gracias —contestó Casey, y se acomodó la ropa. Con el receptor pinchándole la cintura y el cable pegado contra la piel del pecho, se sentía torpe e incómoda.
La maquilladora la acompañó a la sala de batalla, sujetándola por el codo. Casey se sentía como un gladiador a punto de entrar en la arena.
En el interior de la sala de batalla, las luces resplandecían. Hacía mucho calor. La condujeron a la mesa, le advirtieron que no pisara los cables de la cámara y la ayudaron a sentarse. Había dos cámaras a su espalda y dos enfrente de ella. El cámara que estaba detrás le pidió que corriera la silla un par de centímetros hacia la derecha. Casey obedeció. Un hombre se acercó a ajustar el micrófono de clip, porque dijo que se oía el roce de la ropa. Al otro lado de la mesa, Marty Reardon se enganchaba el micrófono sin ayuda mientras conversaba animadamente con el cámara. Luego se sentó sin dificultad. Parecía tranquilo, despreocupado. La miró y le sonrió.
—No tiene por qué preocuparse —dijo—. Esto es pan comido.
—Empecemos, muchachos —ordenó Malone—. Ya están sentados. Y aquí hace mucho calor.
—Cámara A preparada.
—Cámara B preparada.
—Sonido preparado.
—Encended las luces —indicó Malone.
Casey creía que las luces ya estaban encendidas, pero súbitamente unos focos potentísimos la deslumbraron desde todas las direcciones. Se sintió como si estuviera dentro de una caldera.
—Comprobemos las cámaras —pidió Malone.
—Todo bien por aquí.
—Por aquí también.
—De acuerdo —dijo Malone—. Rodando.
Y comenzó la entrevista.
Marty Reardon la miró a los ojos, sonrió y señaló la habitación.
—Así es que aquí es donde ocurre todo.
Casey hizo un gesto de asentimiento.
—Aquí es donde los especialistas de la Norton se reúnen para investigar los accidentes aéreos.
—Sí.
—Y usted forma parte del equipo.
—Sí.
—Es vicepresidenta de Norton Aircraft, responsable del departamento de Control de Calidad.
—Sí.
—Lleva cinco años en la compañía.
—Sí.
—A esta habitación la llaman la sala de batalla, ¿no es cierto?
—Sí. Algunos la llaman así.
—¿Y por qué?
Casey se tomó un momento antes de responder. No sabía cómo describir las discusiones, las rabietas, los arrebatos emocionales que acompañaban toda investigación de un accidente aéreo sin decir algo que pudiera sacarse de contexto.
—No es más que un mote —respondió.
—La sala de batalla —dijo Reardon—. Mapas, cartas de navegación, planes estratégicos, presiones. Tensión durante un sitio. Su compañía, Norton Aircraft, se encuentra sitiada en este momento, ¿verdad?
—No sé a qué se refiere —dijo Casey.
Reardon arqueó las cejas.
—La JAA, es decir, las autoridades aéreas europeas, se han negado a certificar uno de sus aviones, el N-22, porque dicen que no es seguro.
—En realidad, el avión ya ha sido certificado, pero…
—Y ustedes estaban a punto de vender cincuenta N-22 a China. Sin embargo, ahora también los chinos parecen preocupados por la seguridad del avión.
Casey no permitió que las insinuaciones de Reardon la alteraran. Se concentró en el reportero, y el resto de la habitación pareció desvanecerse.
—No tengo constancia de que los chinos estén preocupados —respondió.