—De acuerdo —respondió él—. Ahora sabemos de dónde procederán nuestras próximas diez comidas.
—Nueve —le corrigió Nicole con una risa—. Hice un ligero ajuste de estimaciones ahora que lo observé comer un par de veces.
Richard y Nicole avanzaron rápidamente del cobertizo a la plaza occidental. Cruzaron y volvieron a cruzar la plaza abierta y recorrieron las estrechas callejuelas cercanas, pero no encontraron nada que les ayudara a construir un bote. Richard, sin embargo, tropezó con un ciempiés biot; en medio de su búsqueda, uno había penetrado en la plaza y había avanzado diagonalmente por ella. Richard hizo todo lo posible, incluso tenderse delante de él y golpearle la cabeza con su mochila, para intentar inducirlo a detenerse. No tuvo el menor éxito. Nicole no dejó de reírse cuando Richard regresó a su lado, un poco frustrado.
—Ese ciempiés es absolutamente inútil —se quejó—. ¿Para qué demonios sirve? No lleva nada. No dispone de ningún sensor que pueda ver. Simplemente viaja alegremente de un lado para otro.
—La tecnología de una especie extraterrestre avanzada —recordó Nicole tras una de las citas favoritas de Richard— es totalmente indistinguible de la magia.
—Pero ese maldito ciempiés no es mágico —respondió él, un poco irritado ante la risa de Nicole—; ¡es malditamente estúpido!
—¿Y qué habría hecho si se hubiera detenido? —preguntó Nicole.
—¿Qué? Oh, lo habría examinado, por supuesto. ¿Qué pensaba?
—Pensaba que sería mejor que concentráramos nuestras energías en otras áreas — respondió ella—. No puedo imaginar cómo un ciempiés biot va a ayudarnos a salir de esta isla.
—Bueno —dijo Richard, un poco bruscamente—, empiezo a tener claro que estamos enfocando este proceso desde un punto de vista equivocado. No vamos a encontrar nada en la superficie. Probablemente los biots la limpian regularmente. Deberíamos buscar algún otro agujero en el suelo, como ese nido de las aves. Podemos utilizar el radar multiespectral para identificar cualquier lugar donde el suelo no sea sólido.
Les tomó largo tiempo encontrar el segundo agujero, aunque no estaba a más de doscientos metros del centro de la plaza occidental. Al principio fueron demasiado restrictivos en su búsqueda. Al cabo de una hora, sin embargo, se convencieron finalmente de que el suelo bajo la zona de la plaza era sólido por todas partes.
Extendieron su búsqueda para incluir las pequeñas calles adyacentes, fuera de las avenidas concéntricas. En un callejón sin salida con altos edificios en tres de sus lados, hallaron otra cubierta en el centro de la calle. No estaba camuflada de ninguna forma. Esta segunda cubierta tenía el mismo tamaño que la del nido de las aves, un rectángulo de diez metros de largo por seis de ancho.
—¿Cree que la cubierta de las aves se abre del mismo modo? —preguntó Nicole, después que Richard examinó muy atentamente los alrededores y halló una placa plana que parecía decididamente fuera de lugar en uno de los edificios. Apretar fuertemente contra la placa había hecho que se abriera la cubierta.
—Probablemente —respondió Richard—. Tendremos que volver y comprobarlo.
—Entonces estos lugares no son muy seguros —dijo Nicole. Los dos volvieron al centro de la calle y se arrodillaron para mirar por el agujero. Una amplia y empinada rampa descendía desde su lado y desaparecía en la oscuridad de abajo. Sólo podían ver hasta diez metros por el agujero.
—Parece como uno de esos antiguos estacionamientos para coches —observó Richard—. Cuando todo el mundo tenía coches. —Pisó la rampa. —Incluso parece cemento.
Nicole observó cómo su compañero empezaba a bajar lentamente por la rampa. Cuando la cabeza de Richard estuvo por debajo del nivel del suelo, se volvió y le dijo:
—¿Viene? —Había encendido su linterna e iluminado un pequeño descansillo unos pocos metros más abajo.
—Richard —dijo Nicole desde arriba—, creo que deberíamos discutir esto. No deseo quedarme encerrada...
—¡Ja, ja! —exclamó Richard. Tan pronto como su pie se apoyó en el primer descansillo, algunas luces alrededor iluminaron automáticamente la siguiente fase del descenso. —La rampa gira hacia atrás y sigue descendiendo. Parece igual que la primera. —Se volvió y desapareció del campo de visión de Nicole.
—Richard —llamó Nicole, un poco exasperada ahora—, por favor, ¿quiere parar un minuto? Debemos hablar de lo que estamos haciendo.
Unos segundos más tarde el sonriente rostro de Richard reapareció. Los dos cosmonautas discutieron sus opciones. Nicole insistía en que ella iba a quedarse fuera, en Nueva York, aunque Richard siguiera con su exploración. Al menos de esa forma, argumentó, podía garantizar que no se quedarían encerrados en el agujero.
Mientras ella hablaba, Richard permanecía de pie en el primer descansillo, observando la zona alrededor. Las paredes estaban hechas del mismo material que Nicole había encontrado en el nido de las aves. Pequeñas tiras de luces, de un aspecto no muy distinto a los fluorescentes normales de la Tierra, recorrían la pared para iluminar el camino.
—Retroceda un momento, ¿quiere? —exclamó de pronto Richard, en medio de su conversación.
Desconcertada al principio, Nicole se apartó de la entrada al agujero rectangular.
—Un poco más —oyó gritar a Richard. Nicole retrocedió más, y se detuvo junto a uno de los edificios que delimitaban la calle.
—¿Es bastante? —Apenas había terminado de decirlo, cuando la cubierta del agujero empezó a cerrarse. Nicole corrió hacia delante e intentó detener el movimiento de la cubierta, pero era demasiado pesada—. ¡Richard! —gritó mientras el agujero desaparecía bajo ella.
Nicole golpeó furiosamente la cubierta y recordó su propio sentimiento de frustración cuando se había visto encerrada en el nido de aves. Corrió rápidamente de vuelta al edificio y apretó el panel plano encajado. No ocurrió nada. Transcurrió casi un minuto. Nicole empezó a ponerse ansiosa. Corrió de vuelta a la calle y llamó a su colega.
—Estoy aquí, justo al otro lado de la cubierta —respondió él, trayendo un alivio considerable a Nicole—. Encontré otra placa cerca del primer descansillo y la apreté. Creo que esas placas sirven tanto para abrir como para cerrar la cubierta, pero puede que exista un plazo de tiempo de seguridad entre acción y acción. Concédame unos minutos. No intente abrir la cubierta. Y no se quede cerca de ella.
Nicole retrocedió unos pasos y aguardó. Richard tenía razón. Varios minutos más tarde, la cubierta se abrió y él emergió del agujero con una amplia sonrisa en su rostro.
—¿Lo ve? —dijo—. Le dije que no se preocupara. Ahora, ¿qué le parece si comemos?
Mientras descendían la rampa, Nicole oyó el sonido familiar de agua circulando. En una pequeña sala a unos veinte metros detrás del descansillo encontraron un caño y una cisterna idénticos al del nido de las aves. Llenaron sus cantimploras con el agua fresca y deliciosa.
Fuera de la estancia no había túneles horizontales conduciendo en ambas direcciones, sino sólo otra rampa descendente que bajaba otros cinco metros. El haz de la linterna de Richard se arrastró lentamente por las oscuras paredes alrededor de la sala del agua.
—Mire, Nicole —dijo, señalando a lo que parecía una muy sutil variación en el material de construcción—. Observe, traza un arco hasta el otro lado.
Ella siguió el haz de su linterna mientras trazaba un amplio arco en la pared.
—Parece como si hubiera habido al menos dos fases de construcción.
—Exacto —respondió él—. Quizás aquí también hubo túneles horizontales, al menos en un principio, y fueron sellados más tarde.
Ninguno de ellos dijo nada más mientras proseguían su descenso. Las rampas, idénticas, iban hacia delante y atrás. Cada vez que Richard y Nicole alcanzaban un nuevo descansillo, la siguiente rampa descendente se iluminaba.
Estaban a cincuenta metros por debajo de la superficie cuando los techos encima de ellos se abrieron y las rampas terminaron en una amplia caverna. El suelo circular de la caverna tendría unos veinticinco metros de diámetro. Había cuatro oscuros túneles, de cinco metros de altura y uniformemente espaciados en ángulos de noventa grados en torno del círculo, partiendo de la caverna.
—Uno, Dos, Tres, Cuatro —dijo Richard.
—Yo tomaré el Cuatro —respondió Nicole. Se encaminó hacia uno de los túneles. Cuando hubo penetrado unos pocos metros, las luces del siguiente tramo del túnel se encendieron.
Esta vez fue el turno de Richard de dudar. Miró cautelosamente el interior del túnel e hizo algunas rápidas entradas en su ordenador.
—¿No le da la impresión como si este túnel se curvara ligeramente hacia la derecha? Vea, allí, al final de las luces.
Nicole asintió. Miró por encima del hombro de Richard para ver lo que estaba haciendo.
—Estoy dibujando un mapa —dijo él, respondiendo a su pregunta—. Teseo tenía un cordel, y Hansel y Gretel tenían pan. Nosotros tenemos algo mucho mejor. ¿No son maravillosos los ordenadores?
Ella sonrió.
—Entonces, ¿qué es lo que opina? —Siguieron avanzando por la siguiente sección del túnel. —¿Habrá un Minotauro, o una casa de pan de jengibre con una bruja maligna?
Deberíamos tener más suerte,
pensó Nicole. Sus temores iban incrementándose a medida que se adentraban más y más profundamente en el túnel. Recordó aquel horrible momento de terror en el pozo cuando vio por primera vez el ave cernirse sobre ella con su pico y sus garras extendidos en su dirección. Un helado estremecimiento recorrió su espina dorsal.
Aquí está de nuevo,
se dijo,
esa sensación de que algo terrible está a punto de ocurrir.
Se detuvo.
—Richard —dijo—, no me gusta esto. Deberíamos dar la vuelta...
Ambos oyeron el ruido al mismo tiempo. Sonó definitivamente detrás de ellos, en las inmediaciones de la caverna que acababan de abandonar. Sonaba como cepillos de cerda dura raspando contra metal.
Richard y Nicole se apretaron el uno contra el otro.
—Es el mismo sonido —murmuró él— que oí la primera noche en Rama, cuando estábamos sobre los muros de Nueva York.
El túnel detrás de ellos se curvaba ligeramente hacia la izquierda. Cuando miraron en esa dirección, las luces estaba apagadas al límite de su visión. La segunda vez que oyeron el ruido, sin embargo, algunas luces se encendieron en la distancia casi simultáneamente, indicando que había algo cerca de la entrada de su túnel.
Nicole saltó. Debió de recorrer los siguientes doscientos metros en treinta segundos, pese a su overol de vuelo y su mochila. Luego se detuvo y aguardó a Richard. Ninguno de los dos oyó el sonido de nuevo, y no se encendieron más luces en la lejanía del túnel.
—Lo siento —dijo Nicole cuando finalmente llegó Richard—. Me dominó el pánico. Creo que he estado demasiado tiempo en ese país de las maravillas alienígena.
—Jesús —respondió Richard con el entrecejo fruncido—, nunca había visto a nadie correr tan rápido. Su ceño se convirtió en una sonrisa. —No se sienta mal, Nikki —dijo—. Yo me quedé con los pies clavados en el suelo. Fui incapaz de moverme.
Nicole siguió inspirando profundamente y miró a Richard.
—¿Cómo me ha llamado? —preguntó, algo beligerantemente.
—Nikki —respondió él—. Pensé que ya era tiempo de que tuviera mi propio nombre especial para usted. ¿No le gusta?
Nicole no supo qué decir durante diez largos segundos. Su mente estaba a millones de kilómetros y quince años de distancia, en una suite de hotel en Los Angeles, mientras su cuerpo experimentaba oleada tras oleada de placer.
—Eso fue notable, Nikki, realmente maravilloso —le dijo el príncipe varios minutos más tarde. Ella le había dicho a Henry, aquella misma noche hacía quince años, que no la llamara Nikki, que sonaba como el nombre de una corista pechugona o de una buscona.
Richard hacía chasquear los dedos delante de su rostro.
—Hola. Hola. ¿Hay alguien en casa? Nicole sonrió.
—Por supuesto, Richard —respondió—. Nikki está bien... siempre que no lo utilice todo el tiempo.
Siguieron andando lentamente a lo largo del túnel.
—¿Adonde fue hace un momento? —preguntó Richard.
A un lugar del que no pienso hablar nunca,
murmuró Nicole para sí misma.
Porque cada uno de nosotros es la suma de todo lo que hemos experimentado a lo largo de nuestras vidas. Sólo los muy jóvenes tienen una pizarra limpia. El resto debemos vivir para siempre con todo lo que hemos sido.
Deslizó su brazo debajo del de Richard.
Y tenemos el buen sentido de saber cuándo debemos mantenerlo en privado.
El túnel parecía interminable. Richard y Nicole habían decidido casi dar la vuelta cuando llegaron a un oscuro pasadizo a su derecha. Se metieron en él sin vacilar. Las luces se encendieron inmediatamente. Dentro de la habitación, en la gran pared a la izquierda de ellos, había veinticinco objetos planos y rectangulares, alineados en cinco filas ordenadas de cinco columnas cada una. La pared opuesta estaba vacía. Unos pocos segundos después de su entrada, los dos cosmonautas oyeron un sonido chillón de alta frecuencia que procedía del techo. Se tensaron brevemente, pero se relajaron cuando el chillido prosiguió y no hubo nuevas sorpresas.
Avanzaron tomados de la mano hacia un extremo de la larga y estrecha habitación. Los objetos en la pared eran fotografías, la mayor parte de ellas reconocibles como tomadas en alguna parte dentro de Rama. El gran octaedro cerca de la plaza central aparecía en varias fotos. Las restantes imágenes eran un equilibrio entre escenas de los edificios de Nueva York y fotos en gran angular de panoramas del interior de Rama.
Tres de las fotografías resultaron particularmente fascinantes para Richard. Mostraban estilizados y aerodinámicamente curvados botes surcando el Mar Cilíndrico; en una de las fotografías, una gran ola estaba a punto de estrellarse contra el costado de un gran bote.
—Eso es lo que necesitamos —dijo excitadamente Richard a Nicole—. Si podemos encontrar uno de ellos, nuestros problemas habrán terminado.
El chillido encima de ellos continuó, con muy poca modulación. Una especie de foco fue moviéndose de foto en foto en los momentos en que había una pausa en el chillido. Nicole y Richard concluyeron fácilmente que estaban en un museo, realizando una especie de visita turística, aunque no había nada más que pudieran dar por seguro. Nicole se sentó contra una pared lateral.