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Authors: VV.AA.

Reacciona (12 page)

Las cadenas de televisión son concesiones del Estado. Diferentes Gobiernos y distintos defensores del Pueblo han iniciado cruzadas contra la telebasura que, tras ocupar portadas y abrir telediarios, se han desvanecido sin dejar rastro. En 2005 el presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero llegó más lejos y propuso un régimen sancionador para que, en caso de que una cadena cometiese tres faltas muy graves en un mismo año, pudiera ser revocada su licencia. Han pasado los años y las únicas sanciones impuestas son las que menos preocupan a las televisiones: las económicas.

Gracias a la eliminación de la publicidad en la televisión pública los beneficios de las cadenas privadas se han disparado. Telecinco ganó 70,5 millones de euros en 2010, un 45,6 por ciento más que el año anterior. Y el grupo Antena 3 ha logrado en ese mismo periodo un beneficio neto de 109,1 millones de euros, lo que supone un aumento del 79,6 por ciento respecto al año 2009. La telebasura es rentable y la culpa no es sólo de las cadenas que generan detritus, de los telespectadores que los consumen o de los gobiernos que lo consienten.

La publicidad, que financia la peor televisión de todos los tiempos, también es responsable del deterioro audiovisual. Una lástima, porque la televisión podría haber sido una excelente aliada de la cultura. La famosa
ventana al mundo,
que prometía información, educación y entretenimiento de calidad es, en realidad, un negocio millonario sin cortapisas morales o éticas que fabrica su propia realidad, reverencia a las grandes audiencias, estandariza la bazofia y se defiende con la teoría de la demanda: ¡el pueblo pide circo!

La televisión se ha convertido en un enemigo silencioso, constante y letal. El altavoz de todos los defectos de nuestra sociedad. La culpa no es del electrodoméstico, evidentemente, sino de la voracidad de las empresas privadas que dirigen la mayoría de cadenas y que olvidan que éstas deben cumplir un servicio público en su condición de concesiones del Estado. En la actualidad las televisiones privadas españolas sólo tienen dos objetivos: enriquecerse económicamente y utilizar sus informativos para obtener beneficios políticos.

C
ULTURA LIBRE Y GRATUITA

Paradójicamente son las nuevas tecnologías quienes pueden liberar al pueblo del yugo de la telebasura. El telespectador que pretenda escapar de la red tejida por la desinformación, la publicidad y la mala televisión ya no necesita desintonizar las cadenas especialmente repugnantes. Ahora puede incluso crear su propia programación. Olviden el rito antropológico del salón familiar, el sofá de escay y el «a ver qué echan». Los viejos audímetros agonizan. La televisión a la carta es un hecho; su programación, infinita, y sus receptores, cada vez más numerosos: el ordenador, el móvil, las tabletas...

«Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten», asegura el artículo 27 (1) de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La realidad es bien diferente: nunca las diferencias entre pobres y ricos fueron tan grandes, jamás los intereses particulares pisotearon como ahora los intereses generales.

El mundo de la cultura no permanece ajeno a la corrupción y el clientelismo. El espíritu crítico ha dejado paso al amiguismo, al clientelismo. Al rebelde le espera la marginación; al dócil, el éxito. Los creadores se venden por una subvención o un galardón, como podemos ver con prestigiosos premios literarios que, pese a ser de dominio público que están amañados, reciben los parabienes de políticos, intelectuales, instituciones y medios informativos.

Acceder con libertad y de forma gratuita a la cultura no significa necesariamente la democratización universal del conocimiento o de las artes. Significa que han cambiado las reglas del juego. Se hunden las grandes industrias culturales, quizá renazcan las pequeñas corporaciones, se rediseña el mapa de los mercados del entretenimiento. Mientras esto sucede, todos culpan de sus respectivas crisis a la Red y a quienes, aprovechando las aguas revueltas y los vacíos legales, capturan contenidos de manera gratuita. Los piratas...

Un disco, un libro o una película no valen nada. Eso cree hoy día mucha gente, que considera las descargas (ilegales) la democratización absoluta de la cultura. Es un tema peliagudo... Los abusos de la industria han sido tan grandes y tan prolongados que muchos consumidores se creen legitimados para tomarse «la cultura por su cuenta». Olvidan obviedades tales como que quienes escriben libros, graban discos y ruedan películas también comen. Y que es la industria quien, con sus inversiones, ha hecho posibles las grabaciones de Phil Spector, la distribución de los libros de Houellebecq o el año 2019 en Los Ángeles que vimos en
Blade Runner
.

La realidad es despiadada: entre bonanza y crisis no se ha producido periodo de aclimatación. En la última década las ventas de discos compactos han bajado un 80 por ciento. Un 21 por ciento sólo en 2010. En ese año los españoles nos gastamos en música legal 166 millones de euros, 45 menos que el año anterior. Los datos, extraídos del informe anual de Promusicae, la entidad privada que representa a la industria musical española, nos convierten en reyes del pirateo, líderes mundiales en descargas de canciones sin pagar derechos de autor.

Según el informe Barómetro de Hábitos de Lectura en 2010, realizado por la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE) con la colaboración de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, la venta de libros descendió un 10 por ciento en el primer trimestre de 2010, periodo en el que la piratería del libro electrónico creció de un 19 por ciento a un 35,1 por ciento.

Los números de la industria cinematográfica española, una de las más afectadas por las descargas ilegales, tampoco invitan al optimismo. Según un informe de la Federación de Cines de España (FECE), el número de espectadores pasó de 110 millones en 2009 a 98,7 millones en 2010, un 10 por ciento menos. Las salas recaudaron en 2010 un total de 645 millones de euros, un 3,9 por ciento menos que el año anterior.

El desplome de la industria de la cultura tradicional es un hecho. No desesperemos. Con toda seguridad en estos momentos un nuevo diseño se está incubando en las entrañas de la Red. Existe orden en el caos. La tecnología señala un futuro abierto, inagotable, ¿libre? Aún es pronto para saberlo, puesto que ni siquiera los visionarios han sido invitados a la fiesta: desconocemos cómo serán en el futuro las estructuras del conocimiento y las relaciones entre autores, mediadores y consumidores. La crisis sigue abierta. ¿Tenemos algo que decir los ciudadanos?

¡A
LA CALLE
!

Nos jugamos mucho. Por fortuna el español no es un pueblo pusilánime, de esos que necesitan un terremoto para salir a las calles y mostrar sus sentimientos. En julio de 2010, sin ir más lejos, cientos, miles de españoles abandonaron la seguridad y las comodidades del hogar y tomaron de manera pacífica pero ruidosa y apasionada los lugares comunes de sus ciudades. La muchedumbre, excitada, se movía como una sola persona, coreando los mismos himnos, gritando similares consignas, navegando en una única dirección. El motivo no era mostrar el desencanto social ni protestar por la crisis económica, la corrupción, la mediocridad política o el abandono de la sanidad pública. La selección española de fútbol ganó su primer campeonato del mundo y los españoles no pudieron resistirse y mostraron su júbilo de manera tan apasionada como coordinada.

¿Quién dijo que en nuestro horizonte moral lo único que se veía era individualismo? El aislamiento, cada vez más vinculado con la desigualdad, es debilidad: un pueblo ignorante, dividido y pusilánime está en manos del poder. Sin valores colectivos carecemos de futuro. La fragmentación de la vida social, el deterioro de la economía, la destrucción de lo público, la voracidad de los mercados, la hipocresía de los políticos, la inoperancia de los gestores, la falta de oportunidades, la especulación inmobiliaria, la destrucción del medio ambiente, los casi cinco millones de parados... Son problemas ajenos. Los españoles no parecemos sentirnos personalmente implicados con la realidad económica, política y social. Toleramos el fracaso del sistema. Vivimos la modorra de la prosperidad, del aburguesamiento. Aceptamos la ineficacia de nuestros representantes, la torpeza de la administración, la pérdida de los derechos laborales, de la calidad de vida. Apostamos por el individualismo, el sálvese quien pueda, y consideramos la solidaridad una debilidad, quizá el último recurso. Protestar no está en nuestro código genético.

¿Queremos sobrevivir? Si pretendemos hacerlo en un mundo más justo, el futuro pasa por resucitar la cultura. La cultura se construye a través de la educación. Y la educación es altruismo: compartir conocimientos. El sacrificio personal y desinteresado por el beneficio ajeno.

El poder económico y político quiere un pueblo individualista, insolidario, anestesiado. Toca a rebato. Unamos las fuerzas, confiemos en nuestros vecinos, alimentemos la cólera social, levantemos la voz. ¡Reaccionemos!

Y no olvidemos que luchar por la cultura es luchar por el conocimiento, por la dignidad, por la igualdad.

X
Algo se mueve
Lourdes Lucía

Lourdes Lucía nació en Dajla (Sahara), vive en Madrid, es licenciada en Derecho por la Universidad Complutense y está colegiada en el Colegio de Abogados de Madrid. Desde hace más de veinte años trabaja como editora y su actividad profesional es la difusión de las ideas a través de los libros. En el año 2000 fue una de las fundadoras en España del movimiento internacional ATTAC. Es ecologista y colabora con organizaciones y movimientos de defensa de los derechos humanos.

Hace diez años, en enero de 2001, mucho antes de que los asesores de Obama utilizaran en su campaña electoral el famoso «Sí, podemos», miles de personas, sindicatos, organizaciones y movimientos sociales de todo el mundo se reunían en Porto Alegre, en el Primer Foro Social Mundial —auspiciado por el movimiento internacional ATTAC y el Partido de los Trabajadores de Brasil—, para gritar al mundo que «Otro mundo es posible», que sí, que realmente podemos cambiarlo.

Este mundo, el que nos ha tocado vivir, no es el que quiere la mayoría de los hombres y de las mujeres que habitan el planeta; no es el mejor tampoco para el propio planeta, que ve cómo se diezman sus recursos naturales sin que apenas tenga ya la capacidad suficiente para regenerarlos.

Muchos países de América Latina, cuya población indígena no sólo existe sino que además ha resultado ser la mayoría, así lo han atestiguado al emprender programas y políticas que tratan de iniciar un camino nuevo de respeto a sus hombres y a sus mujeres y a sus recursos naturales. Así lo han puesto también de manifiesto las poblaciones de los países árabes en sus masivas movilizaciones contra un sistema que los humilla, los condena a la pobreza y lesiona su dignidad.

Desde Europa, una de las zonas más ricas del planeta, puede parecer que vivimos en el reino de la abundancia y que éste es el mejor de los mundos posibles. Pero la eclosión de la crisis actual ha demostrado que no es así. A pesar de que las crisis de México, del Sudeste asiático y de Argentina anticiparon lo que podía llegar a pasar se creó la ilusión de que todo el mundo sería rico, de que el dinero surgía de la nada y de que, si había problemas, serían de otros, que nada tenían que ver con nosotros.

Los grandes medios de comunicación, como vehículos que son de transmisión de las ideas de los dueños de las finanzas, han difundido siempre las propuestas, los análisis y los estudios de los
expertos
economistas a su servicio, ninguno de los cuales supo, o quiso, advertir lo que se nos venía encima. Todos estos medios silenciaron o ridiculizaron —aún lo siguen haciendo— las advertencias de los que anunciaban que la burbuja financiera explotaría y provocaría una crisis de dimensiones históricas.

U
N CANTO AL MERCADO

La especulación financiera y la corrupción no son algo nuevo en la historia. La literatura del siglo
XIX
y principios del
XX
ofrece numerosas muestras de personajes que son el espejo en el que se reflejan la codicia y la ambición humanas. Desde Aristide Saccard, el ambicioso especulador creado por Zola
[9]
, que va de pelotazo en pelotazo hasta la bancarrota final, a Mr Cowperwood, el magnate sin escrúpulos protagonista de
The Financier
[10]
, imagen en la ficción de un hombre de negocios de la época, pasando por Augustus Melmotte, de Anthony Trollope, que embarca en una aventura a ambiciosos hombres de negocios con objeto de obtener dinero fácil y rápido
[11]
, son numerosos los ejemplos que revelan que la ambición, la codicia, la especulación, la corrupción o la falta de escrúpulos no son conductas nuevas sino que han sido inherentes al capitalismo desde su aparición.

¿Qué es, entonces, lo que caracteriza nuestro mundo actual?

Hace aproximadamente tres décadas Ronald Reagan y Margaret Thatcher, fieles servidores de los intereses del gran capital, decidieron imponer una serie de políticas económicas basadas en la reducción del gasto público, la privatización de empresas y servicios públicos, la total desregulación de los movimientos de capital y la reducción de impuestos a las grandes fortunas y a las empresas. Todo ello ha terminado conformando este tiempo de canto al mercado y al dinero, de desprecio a la Naturaleza, de fomento del individualismo. Se ha colocado en el centro al mercado, como dios supremo y regulador de la vida. Es el tiempo en el que se ha abierto la brecha más grande entre ricos y pobres, y en el que se está poniendo en grave peligro al planeta, que se ve incapaz de soportar un proyecto perpetuo de explotación de sus recursos. Los habitantes del mundo nos enfrentamos a una situación nueva y trágica, en la que está en juego la supervivencia del propio planeta.

Las nuevas tecnologías de la información han permitido que las comunicaciones sean planetarias e instantáneas, lo cual ha facilitado que también las transacciones financieras se realicen de manera simultánea en todo el mundo y alcancen un volumen desconocido hasta ahora. La falta de control de estas transacciones, que instauró la desregulación impuesta por Reagan y Thatcher, ha hecho posible la creación de instrumentos financieros que sólo son útiles a la especulación y no a la actividad productiva. En 1970 la suma total de las transacciones financieras mundiales era quince veces el valor del PIB mundial; en 2007 esa suma era ya setenta veces el valor del PIB. Hoy en día apenas el 10 por ciento del movimiento de divisas que tiene lugar en el mundo se destina a cerrar acuerdos comerciales o a canalizar transferencias de capital destinadas a inversiones productivas. Este incontrolado movimiento de capitales a nivel mundial ha permitido que el volumen de transacciones financieras a corto plazo crezca exponencialmente, lo cual ha favorecido la especulación financiera y ha provocado, en consecuencia, una gran inestabilidad en un sector clave de la economía.

Hervé Kempf
[12]
presenta un ejemplo muy gráfico: «Nada mejor para simbolizar esta nueva fase del capitalismo que las palabras utilizadas por los comentaristas: antes “inversor” designaba a un empresario que comprometía su capital en una operación industrial o comercial de resultado incierto; ahora el término califica a las personas o a las firmas que juegan en el mercado financiero y que no son en realidad más que especuladores». Es decir, el planeta se ha convertido en un gran casino financiero en el que se apuesta con el deseo de ganar mucho dinero en poco tiempo. Y las fichas con las que se juega van desde los ahorros a las pensiones, desde las hipotecas a los alimentos.

La codicia alimenta las inversiones especulativas en detrimento de la economía productiva. Y para que el sistema funcione se han creado unas herramientas imprescindibles que permiten la fuga de capitales y favorecen el fraude, la corrupción y la evasión fiscal. Hablamos de los paraísos fiscales
[13]
—también llamados centros
offshore
o extraterritoriales—, zonas abiertas a recibir capitales de todo el mundo (sin que importe su procedencia) que no se someten a ninguna (o prácticamente ninguna) tributación. En ellos reina el secreto bancario y sirven tanto para albergar el dinero que procede del narcotráfico o del terrorismo como para camuflar malversaciones y otras actividades mafiosas, derivadas de lo que se ha dado en llamar
ingeniería financiera
. Acogen a sociedades instrumentales mediante testaferros y su existencia se muestra imprescindible en los numerosos casos de corrupción que aparecen constantemente en la prensa. La opacidad con la que operan no permite evaluar con precisión la cantidad de dinero que ha ido a parar a ellos, pero sin duda se trata de billones de dólares que benefician a los poderosos y a las entidades financieras y que perjudican a los ciudadanos de todos los países, quienes ven considerablemente mermados los ingresos del erario. Todos los grandes bancos y corporaciones financieras tienen sucursales en los paraísos fiscales y operan en ellos con la connivencia de los gobiernos nacionales, que no hacen nada contra el fraude y la evasión fiscal. Y no hablamos de paraísos lejanos: «Los paraísos fiscales están en la Castellana», decía de forma muy expresiva un inspector de Hacienda en un debate sobre este tema celebrado en Madrid.

Para los que vivimos en Europa atención especial merecen en este contexto las instituciones europeas. Cuando se formuló el proyecto de Constitución Europea, se alzaron muchas voces para denunciar que, tras el bloque de derechos civiles, venía todo un capítulo dedicado a la economía, en el que se consagraba Europa como un espacio de total libertad para el movimiento de capitales, que no estaban sujetos al menor control o regulación, se consolidaban en ella los paraísos fiscales y se privatizaban los servicios públicos. Al mismo tiempo se levantaban muros para la libre circulación de las personas. Hoy la UE es un espacio financiero, un paraíso para las grandes finanzas, que cuentan con dos excelentes aliados: la Comisión Europea y el Banco Central. Además, las directivas de la Comisión Europea son la coartada perfecta para los gobiernos de los distintos países cuando tienen que aplicar medidas impopulares.

Los principales instrumentos de estas políticas han sido los bancos, los paraísos fiscales y los organismos supranacionales: el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización Mundial del Comercio (OMC) y otros, organismos estos que, aun no habiendo sido elegidos de forma democrática, son quienes dictan a cada país las medidas que tienen que adoptar por obligación. Se ha creado un auténtico Poder Global que gobierna el mundo por encima de los ciudadanos y de sus gobiernos.

U
N MUNDO CON DEMASIADAS SOMBRAS

Los derechos económicos y sociales retroceden

Estas tres últimas décadas han servido para poner en serio peligro los derechos económicos y sociales de los trabajadores, incluso para acabar con algunos de ellos. Todas las directrices que proceden de los
mercados
(es decir, de los bancos, de las multinacionales y de sus órganos supranacionales) van en la misma dirección: reajustes estructurales, privatizaciones, reducción del gasto público. Las consecuencias han sido que nos quedemos sin trabajo, que tengamos que pagar por servicios públicos que deberían ser gratuitos y universales, que los gobiernos reduzcan el gasto social y las prestaciones sociales. Es decir, vivimos una auténtica contrarrevolución social, un impresionante retroceso de conquistas logradas tras muchos años de lucha y de esfuerzos por parte de los trabajadores.

En España, para una persona joven, aun con una excelente capacitación profesional, el horizonte laboral hoy no es otro que el de trabajar —si, con suerte, lo consigue— en condiciones precarias, como becaria o en prácticas, hasta los 30 o los 35 años. Un horizonte que se cierra a los 45 o los 50 años, momento en el que las empresas disponen ya para sustituirla de nuevas remesas más baratas de aspirantes al trabajo, lo que les permite reducir costes e incrementar los beneficios. También puede que se quede en paro o que cambie de trabajo cada seis o doce meses, siempre bajo la incertidumbre de no saber qué va a pasar mañana.

Pero la perspectiva no se presenta mejor para el trabajador mayor de 50 años, para quien en realidad no hay futuro. Sólo le queda vivir atenazado por el miedo ante dos amenazas: quedarse en la calle y no tener ya la posibilidad de acceder a una pensión digna o ver cómo se alargan los años de trabajo para llegar a alcanzarla, si es que lo consigue.

En estas condiciones no se vive, sólo se sobrevive.

Un planeta en peligro

Para el capitalismo los recursos de la Naturaleza son inagotables. La lógica del mercado, del máximo beneficio en el plazo más corto posible, es la de la explotación sin freno de la Naturaleza. Pero ésta tiene una lógica diferente: necesita tiempo para regenerar sus propios recursos. Cuando la demanda humana de los ecosistemas es mayor que la capacidad de la Tierra para regenerarse, se entra en el peligroso territorio de la amenaza de extinción de las especies y del agotamiento de los recursos necesarios para la vida. Hoy el capital ha convertido en nuevos activos financieros el agua, el aire, los alimentos, la energía, en objetos de especulación en los mercados de valores, sin importarle que sean elementos imprescindibles para la vida vegetal, animal y humana.

En la televisión y en Internet los habitantes de los países emergentes contemplan la vida que llevan los ricos y la clase media de los países occidentales, y quieren entonces vivir como ellos. Lo de menos es que los productos se fabriquen para usar y tirar o que salgan de la fábrica con la fecha de caducidad ya programada. Una tercera parte de los habitantes del mundo (China y la India juntas) se encuentra en esta situación. Si no se cambia el modelo consumista que hoy ofrece Occidente al mundo, dejaremos a las futuras generaciones un panorama desolador.

Éste es uno de los grandes retos al que nos enfrentamos y es necesaria una gran alerta mundial ante este desastre.

Sustracción de la democracia

Una de las mejores herramientas para desarmar a la ciudadanía es fomentar el desprecio a la política y a la democracia: es mejor que los ciudadanos no participen, no pregunten, no controlen. Y esta herramienta se maneja de varias maneras.

Como decíamos, el mundo está gobernado por organismos que no ha elegido nadie, por un Poder Global —el FMI, el BM, la OMC, entre otros— que dispone de sus propios aparatos, de sus propias redes de influencia y de sus propios medios de acción. A pesar de que en la mayoría de los países los ciudadanos tienen reconocido formalmente el derecho a elegir a sus representantes en el gobierno, son sin embargo estos organismos supranacionales los que dictan a los gobiernos lo que hay que hacer y qué políticas tienen que imponer. Lo hemos visto en las medidas aplicadas en España en 2010 por un Gobierno que había sido elegido con un programa totalmente diferente del que pone en práctica. La justificación de tales medidas ha sido simple: «Lo imponen los mercados».

En los países de Occidente cada cuatro, cinco o seis años la ciudadanía elige a sus representantes. Y sólo puede votar a aquellos partidos o coaliciones que disponen de los medios suficientes para hacer frente a costosas campañas electorales. En España además la ley electoral vigente está basada en un sistema que valora de forma diferente los votos: cuentan más aquellos que van dirigidos a las grandes formaciones políticas. De esta forma siempre resultan elegidos mayoritariamente los grandes partidos.

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