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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (15 page)

Alzó la vista con los ojos entornados hacia el otoñal cielo azul y luego miró en torno a sí mientras caminábamos.

—No me creo que esté aquí —comentó—. Fue a este lugar al que le trajeron.

—No, no fue aquí —puntualicé, porque sabía perfectamente a quién se estaba refiriendo—. A Elvis Presley lo mandaron al Baptist Memorial Hospital. Aquí no lo trajeron, pese a que deberían haberlo hecho.

—¿Y eso por qué?

—Su caso fue considerado muerte natural —respondí.

—Bueno, de hecho lo fue. Murió de un ataque al corazón.

—Es cierto que tenía el corazón en un estado espantoso —reconocí—, pero no fue eso lo que acabó con su vida. Murió por abusar de diversas drogas.

—Murió por culpa del coronel Parker —masculló Pete, como si quisiera matarlo.

Le lancé una mirada; estábamos entrando en el centro.

—Elvis tenía diez drogas en el organismo. Deberían haber registrado su muerte como un accidente. Es algo lamentable.

—Pero ¿sabemos si era él realmente? —preguntó entonces.

—¡Pero, Pete, por amor de Dios!

—¿Qué? ¿Has visto las fotos? ¿Lo sabes a ciencia cierta? —prosiguió.

—Las he visto y, sí, lo sé —respondí en el momento en que me detenía ante el mostrador de la recepcionista.

—¿Y qué sale en ellas? —insistió.

Una joven llamada Shirley, que ya me había atendido en varias ocasiones, esperó a que Pete y yo dejáramos de discutir.

—Eso no es de tu incumbencia —le dije con delicadeza—. ¿Qué tal estás, Shirley?

—¿Otra vez por aquí? —preguntó con una sonrisa.

—Lamento tener que decir que por motivos poco agradables —respondí.

Pete empezó a limpiarse las uñas con una navaja, mirando alrededor como si Elvis pudiera aparecer en cualquier momento.

—El doctor Canter está esperándola —dijo Shirley—. Vamos, ya la acompaño.

Mientras Pete se alejaba tranquilamente por el pasillo para hacer sus llamadas, me condujeron al modesto despacho de David Canter, un hombre al que conocía desde la época en que había sido interno en la Universidad de Tennessee. La primera vez que había hablado con él era tan joven como Lucy.

David Canter, devoto del doctor Bass, el antropólogo forense que había abierto el centro de investigación de tejidos en descomposición de Knoxville conocido por el nombre de La Granja del Cuerpo, había tenido como mentores a la mayoría de los grandes de la especialidad. Era considerado el mayor experto del mundo en marcas de sierra. Yo no sabía qué tenía aquel estado, famoso por los voluntarios de la guerra de México y por Daniel Boone. Tennessee parecía acaparar el mercado de expertos en el análisis de huesos humanos y en el cálculo de la hora de defunción.

—Kay...

El doctor Canter se levantó y me tendió la mano.

—Dave, pese a la urgencia con la que suelo llamarte, siempre te portas conmigo fabulosamente.

Tomé asiento delante de su escritorio.

—Bueno, estás pasando por una situación muy desagradable.

Llevaba el pelo castaño peinado hacia atrás, de manera que cada vez que bajaba la vista se le caía por encima de los ojos. Estaba continuamente apartándoselo, aunque no parecía darse cuenta de ello. Tenía las facciones juveniles y angulosas, los ojos próximos el uno al otro y la mandíbula y la nariz fuertes.

—¿Cómo están Jill y los niños? —pregunté.

—De maravilla. Estamos esperando otro.

—Enhorabuena. Con éste ya son tres, ¿no?

—Cuatro —precisó con una sonrisa aún más amplia.

—No sé cómo lo hacéis —comenté sinceramente.

—Lo fácil es hacerlo. ¿Qué cosillas me has traído esta vez?

Apoyé la maleta sobre el borde del escritorio, la abrí y saqué las bolsas con los trozos de huesos. Se los di y él cogió el fémur en primer lugar. Lo examinó con una lámpara provista de una lupa, volviéndolo lentamente para observar un extremo y luego el otro.

—Mmm... —musitó—. De modo que no hiciste una muesca en el extremo que cortaste —dijo lanzándome una mirada.

No estaba reprendiéndome, sino recordándomelo. Volví a sentirme enojada conmigo misma. Generalmente era muy cuidadosa, y si por algo se me conocía era por mostrar una cautela casi obsesiva.

—Hice una suposición y me equivoqué —le respondí—. No me imaginaba que el asesino hubiera utilizado una sierra con características muy similares a la mía.

—No suelen usar sierras de autopsia. —Echó la silla hacia atrás y se levantó—. En realidad nunca he tenido un caso; lo único que he hecho ha sido estudiar este tipo de marca de sierra de forma teórica aquí, en el laboratorio.

—Entonces se trata efectivamente de una marca de sierra. —Era lo que me imaginaba.

—No puedo afirmarlo con seguridad hasta que la vea por el microscopio. Pero da la impresión de que ambos extremos han sido cortados con una sierra Stryker.

Recogió las bolsas de los huesos y salimos al pasillo. Mis recelos iban en aumento; no sabía qué íbamos a hacer si David no conseguía distinguir unas marcas de otras. Una equivocación semejante podía dar al traste con los argumentos de la acusación durante un juicio.

—Me imagino que no podrás decirme gran cosa sobre el hueso vertebral —dije, pues era trabecular y menos compacto que otros huesos, de modo que no constituía una buena superficie para marcas de herramientas.

—No hay ninguna razón para no mirarlo. Puede que suene la flauta —respondió cuando entramos en su laboratorio.

No quedaba ni un centímetro de espacio libre. En todos los lugares posibles había bidones con capacidad para ciento treinta litros de desengrasador y barniz de poliuretano. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo de estantes atestados de bolsas de huesos, y en cajas y carros se veían todos los tipos de sierra habidos y por haber. Los desmembramientos eran poco frecuentes. De hecho, yo sólo conocía tres motivos claros para descuartizar a una víctima: resultaba más fácil de transportar, se retrasaba o impedía la identificación o, sencillamente, el asesino actuaba con malevolencia.

David arrimó un taburete a un microscopio equipado con una cámara que estaba en funcionamiento y apartó una bandeja de costillas fracturadas y cartílago tiroides en la que seguramente había estado trabajando antes de mi llegada.

—A este individuo le dieron de patadas en la garganta, entre otras cosas —dijo distraídamente mientras se ponía los guantes quirúrgicos.

—Vivimos en un mundo de lo más agradable —comenté.

David abrió la bolsa Ziploc en la que estaba guardado el segmento del fémur derecho. Como no podía ponerlo sobre la platina a menos que cortara un trozo lo bastante delgado como para que cupiera, me pidió que apoyara los cinco centímetros de hueso contra el borde de la mesa, tras lo cual acercó una luz fibroóptica del veinticinco a una a las superficies por las que había pasado la sierra.

—No cabe duda de que se trata de una sierra Stryker —dijo mientras miraba por los oculares—. Se necesita un mecanismo de movimientos rápidos y alternativos para obtener un pulido como éste. Parece casi una piedra pulimentada, ¿ves?

Se apartó y miré. El hueso estaba algo biselado, como una superficie de agua helada con suaves olas, y brillaba. A diferencia de otras sierras mecánicas, la Stryker tenía una hoja oscilante que no llegaba muy lejos. No cortaba piel sino sólo la dura superficie contra la que se apretara, como la de un hueso o la de una escayola que un ortopédico tuviese que quitarle a alguien cuyo miembro estuviera mejorando.

—Evidentemente —dije—, los cortes transversales realizados en el cuerpo del hueso son míos. Los hice para extraer la médula que necesitaba para el ADN.

—Pero las marcas de cuchillo no.

—No, de ninguna manera.

—Bueno, no creo que vayamos a tener mucha suerte con ellos. —En el caso de los cuchillos, las huellas quedaban borradas, a menos que se hubiera acuchillado o tajado el cartílago o el hueso de la víctima—. Lo bueno es que tenemos unos cuantos comienzos fallidos, una muesca más ancha y los DPP —añadió, enfocando el microscopio mientras yo continuaba sosteniendo el hueso.

Hasta que había empezado a trabajar con Canter, mis conocimientos sobre sierras habían sido nulos. El hueso es una superficie excelente para las marcas de herramientas y, cuando los dientes de una sierra se hincan en ella, producen una muesca o hendidura. Mediante un examen microscópico de las caras y el fondo de una muesca, se puede determinar la cantidad de esquirlas que salieron por el lado por el que se extrajo la sierra del hueso. Si se determinan las características del diente en cuestión, el número de dientes por pulgada (DPP), su espaciamiento y el de las estrías, se puede descubrir la forma de la hoja.

David ladeó la luz para acentuar las estrías y los defectos.

—Se puede ver la curva de la hoja.

Señaló varios comienzos fallidos en el cuerpo; habían apretado la hoja contra el hueso y luego habían vuelto a probar en otro lugar.

—No son míos —dije—. Creo que soy lo suficientemente hábil como para no hacer algo así.

—Como están además en el extremo en el que se encuentran la mayoría de los cortes de cuchillo, voy a aceptar que no fuiste tú. La persona que los hizo tuvo que cortar antes con otra herramienta, porque una hoja oscilante no corta carne.

—¿Una hoja de sierra? —pregunté, ya que sabía lo que utilizaba en el depósito de cadáveres.

—Los dientes son grandes; hay diecisiete por pulgada, así que debe de ser una hoja circular para autopsias. Vamos a darle la vuelta.

Así lo hice. Él dirigió la luz al otro extremo, donde no había comienzos fallidos. La superficie estaba pulida y biselada como la del otro extremo, pero no era idéntica a los perspicaces ojos de David.

—Se trata de una sierra mecánica para autopsias con una hoja grande seccionadora —dijo—. Es un corte multidireccional, puesto que el radio de la hoja es demasiado pequeño como para cortar el hueso entero de una sola vez. Por consiguiente, la persona que hizo esto cambió de dirección varias veces, lanzándose sobre el hueso en diferentes ángulos, lo cual demuestra una gran destreza. Las muescas muestran una pequeña curvatura. La cantidad de esquirlas es minina, una prueba más de gran destreza. Voy a subir un poco la potencia para ver si podemos acentuar los armónicos.

Se refería a la distancia entre los dientes de la sierra.

—La distancia entre los dientes es de coma cero seis. Dieciséis dientes por pulgada —contó—. La dirección es de vaivén, diente tipo trépano. Yo juraría que esto es tuyo.

—Me pillaste —dije aliviada—. Soy culpable de lo que se me acusa.

—Ya decía yo... —Siguió mirando—. Me hubiera extrañado que utilizaras una hoja circular.

Las grandes hojas circulares para autopsias eran pesadas, de vuelta continua, y destruían más hueso. Se trataba de una hoja para uso general, y solía emplearse en los laboratorios y en los consultorios médicos para cortar escayolas.

—Las pocas veces que utilizo la hoja circular es con animales —le expliqué.

—¿Bípedos o cuadrúpedos?

—He sacado balas a perros, pájaros, gatos, y en una ocasión a una pitón a la que habían disparado durante una redada antidroga —respondí.

David estaba mirando otro hueso.

—Y yo que creía que era el único que se divertía.

—¿Te parece raro que alguien use una sierra de carnicero en cuatro desmembramientos y luego la cambie de repente por una sierra eléctrica para autopsias? —pregunté.

—Si tu teoría sobre los casos irlandeses es correcta, entonces estamos ante nueve casos con sierras de carnicero —dijo—. ¿Te importa sostener esto aquí para que pueda sacarle una foto?

Sostuve la sección del fémur izquierdo con la punta de los dedos, y él apretó el botón de la cámara.

—Respondiendo a tu pregunta —añadió— me parecería sumamente raro. Nos encontramos ante dos perfiles distintos. La sierra de carnicero es manual, comporta un ejercicio físico y suele tener unos diez dientes por pulgada. Atraviesa el tejido, se lleva mucho hueso en cada corte, deja unas marcas más desiguales y hace pensar en una persona habilidosa y fuerte. También es importante recordar que en cada uno de esos casos el autor de los hechos hizo los cortes en las articulaciones, no en el cuerpo de los huesos, lo cual también es muy poco habitual.

—No es la misma persona —dije expresando de nuevo una opinión de la que cada vez estaba más convencida.

David cogió el hueso de mi mano y me miró.

—Yo pienso lo mismo.

Cuando regresé al vestíbulo del centro forense, Pete estaba todavía en el pasillo hablando por teléfono. Aguardé un rato y luego salí al exterior porque necesitaba aire, luz natural e imágenes que no fueran violentas. Pete tardó unos veinte minutos en salir y reunirse conmigo junto al coche.

—No sabía que estabas aquí —dijo—. Si me lo hubieran dicho, no habría hablado tanto rato.

—No te preocupes. Hace un día precioso.

Abrió las puertas del coche.

—¿Cómo ha ido? —preguntó mientras se sentaba en el asiento del conductor.

Nos quedamos en el aparcamiento, sin ir a ninguna parte, y se lo resumí rápidamente.

—¿Quieres volver al Peabody? —preguntó mientras daba unos golpecitos al volante con el pulgar.

Sabía perfectamente adonde quería ir.

—No —respondí—. Creo que ahora es un buen momento para ir a Graceland.

Pete puso el coche inmediatamente en marcha sin poder contener una amplia sonrisa.

—Tenemos que coger la autopista Fowler —le indiqué. Ya había consultado el mapa.

—Me gustaría tanto que me consiguieras el informe de su autopsia... —dijo volviendo al tema de antes—. Quiero ver con mis propios ojos qué le sucedió. Entonces sabré lo ocurrido y dejará de reconcomerme.

—¿Qué quieres saber exactamente? —pregunté, volviéndome hacia él.

—Si ocurrió lo que dicen. ¿Murió en el lavabo? Es algo que nunca ha dejado de joderme. ¿Sabes cuántos casos conozco como ése? —Me lanzó una mirada—. Da igual que seas un colgado o el presidente de Estados Unidos, lo cierto es que acabas muerto con el culo en el retrete. Espero que a mí no me pase, leches.

—A Elvis lo encontraron en el suelo de su cuarto de baño. Estaba desnudo y, en efecto, por lo visto se cayó de su inodoro de porcelana negra.

—¿Quién lo encontró?

Pete estaba cautivado, pero de una forma que le causaba desasosiego.

—Una amiga que estaba durmiendo en la habitación contigua. Al menos eso es lo que dicen —respondí.

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