Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—Vale, vamos allá —dijo—. No sé si servirá de algo, pero por probar no se pierde nada.
Se oyó un tecleo y fui arrojada al interior de la habitación. Lucy empezó a indicarme lo que tenía que hacer con la mano para ir hacia delante o más rápido, para ir hacia atrás y para coger y soltar cosas. Moví el dedo índice, hice como si tecleaba, acerqué el pulgar a la palma de mi mano y me puse el brazo sobre el pecho. Había empezado a sudar. Pasé cinco largos minutos en el techo y atravesando paredes. En un momento dado aparecí encima de la mesa en la que estaba el torso sobre la tela azul ensangrentada, pisando pruebas y el cadáver.
—Creo que voy a vomitar —anuncié.
—Quédate quieta un momento —me sugirió Lucy—. Contén la respiración.
Iba a decir algo más, pero entonces hice un gesto e inmediatamente me encontré en el suelo virtual, como si hubiera caído del aire.
—¿Ves como tenías que quedarte quieta? —me dijo Lucy al ver en los monitores lo que acababa de hacer—. Mete la mano y señala con el dedo índice y el corazón el lugar donde oyes mi voz. ¿Así está mejor?
—Mejor —respondí.
Estaba de pie en el suelo de la habitación, como si la fotografía hubiera cobrado vida, tuviera tres dimensiones y hubiese aumentado de tamaño. Miré alrededor y no vi realmente nada que no hubiera visto cuando Vander había realzado la imagen. Lo que veía era lo que esto me hacía sentir y lo que creía que había cambiado.
Las paredes eran de color masilla y presentaban unas débiles decoloraciones que hasta aquel momento yo había atribuido a filtraciones de agua, algo que cabía encontrar en un garaje o en un sótano. Pero ahora parecían diferentes: estaban distribuidas de manera más uniforme, y algunas eran tan débiles que apenas podía verlas. La pintura color masilla de las paredes había estado antes tapada con papel. Lo habían quitado pero no habían puesto uno nuevo en su lugar, que era lo mismo que había pasado con las molduras y la barra de las cortinas. Encima de una ventana tapada con una persiana había unos agujeros de pequeño tamaño para los soportes de la barra.
—No fue aquí donde ocurrió —dije, con el corazón latiéndome con fuerza.
Lucy guardó silencio.
—La trajeron aquí después de los hechos para fotografiarla. No fue aquí donde se cometió el asesinato y se llevó a cabo el desmembramiento.
—¿Qué ves? —preguntó.
Moví la mano y me acerqué a la mesa virtual. Señalé las paredes virtuales para enseñarle a Lucy lo que veía.
—¿Dónde enchufaría la sierra para autopsias? —pregunté.
Sólo pude encontrar una toma de corriente y se hallaba en la parte inferior de una de las paredes.
—¿Y la tela para muebles es también de aquí? —proseguí—. No cuadra con lo demás. No hay pintura ni herramientas. —Seguí recorriendo la habitación con la mirada—. Y fíjate en el suelo. La madera es más clara cerca del borde, como si hubiera habido una alfombra antes. ¿Quién pone alfombras en un taller? ¿Y quién lo pinta o pone cortinas? ¿Y dónde están las tomas para las herramientas eléctricas?
—¿Qué opinas? —me preguntó Lucy.
—Opino que es la habitación de una casa y que le han sacado los muebles. Lo único que han dejado es una especie de mesa tapada con algo. Puede ser una cortina de ducha. No lo sé. Tiene aspecto de ser la habitación de una casa.
Estiré el brazo e intenté tocar el borde de la tela que cubría la mesa, como si pudiera levantarla y ver lo que había debajo. Cuando miré alrededor, los detalles se me hicieron mucho más nítidos y me pregunté cómo era posible que no me hubiera fijado antes en ellos. En el techo, justo encima de la mesa, se veían unos cables, como si antes hubiera habido una araña o una lámpara de otro tipo colgada de él.
—¿Ha ocurrido algo con la percepción de los colores? —pregunté.
—Debería ser la misma.
—Entonces hay algo más. Son las paredes... —Las toqué—. El color se aclara en esta dirección. Hay una abertura; podría ser una puerta. Entra luz por ella.
—En la foto no hay ninguna puerta —me recordó Lucy—. Sólo puedes ver lo que sale en ella.
Era extraño, pero por un momento pensé que podía oler su sangre y el hedor acre de la carne en descomposición, la carne de un cuerpo que lleva días muerto. Me acordé de la textura esponjosa de su piel y de las singulares erupciones que me habían hecho preguntarme si tenía herpes.
—No la eligieron al azar.
—A las otras sí.
—Los otros casos no tienen nada que ver con éste. Empiezo a ver doble. ¿Podrías arreglarlo?
—Eso es una disparidad de imagen retinal.
Entonces noté su mano sobre mi brazo.
—Suele pasarse al cabo de quince o veinte minutos —me dijo—. Es hora de descansar.
—No me siento bien.
—Eso es un desajuste en la rotación de imágenes. Se llama fatiga visual, el mal de la simulación, cibermareo o como uno quiera denominarlo —dijo ella—. Produce visión borrosa, lagrimeo e incluso náuseas.
Estaba deseando quitarme el casco. Antes de retirarme los monitores de cristal líquido de delante de los ojos, me encontré de nuevo encima de la mesa con la cara en la sangre.
Las manos me temblaban cuando Lucy me ayudó a quitarme el guante. Luego me senté en el suelo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella amablemente.
—Ha sido espantoso —respondí.
—Entonces ha ido bien. —Volvió a poner el casco y el guante sobre la mesa—. Has estado sumergida en el entorno, que es lo que tiene que ocurrir. —Me dio varios pañuelos de papel para que me secara la cara y me preguntó—: ¿Qué me dices de la otra fotografía? ¿Quieres entrar también en ella? —preguntó—. ¿Quieres entrar en la de las manos y los pies?
—Ya he estado tiempo de sobra en esa habitación —respondí.
V
olví a casa angustiada. Llevaba casi toda mi vida profesional acudiendo a lugares en los que se habían cometido crímenes, pero nunca había acudido uno a mí. La sensación de estar dentro de la fotografía, de imaginar que podía oler y tocar lo que quedaba del cadáver, me había causado una profunda conmoción. Ya eran casi las doce de la noche cuando entré en el garaje. Me apresuré a abrir la puerta de casa, y al entrar desconecté la alarma y volví inmediatamente a cerrar la puerta con llave. Luego miré alrededor para asegurarme de que todo seguía en su sitio.
Encendí la chimenea, me preparé una copa y volví a echar de menos el tabaco. Puse música para sentirme acompañada y luego fui a mi despacho para ver si me había llegado algo. Tenía varios fax y recados telefónicos y otro mensaje por correo electrónico. Esta vez lo único que «muerteadoc» había hecho era repetir «te crees muy lista». Cuando estaba imprimiéndolo y preguntándome si la Brigada Diecinueve también lo habría visto, me sobresaltó el teléfono.
—Hola —dijo Benton—. Llamaba sólo para asegurarme de que habías llegado bien a casa.
—Me ha llegado otro mensaje —respondí, y le dije de qué se trataba.
—Archívalo y acuéstate.
—Resulta difícil no pensar en él.
—Quiere que te pases la noche en vela, dándole vueltas a la cabeza. Ése es el poder que tiene; es el juego al que está jugando.
—¿Por qué yo? —Estaba indispuesta y seguía sintiendo náuseas.
—Porque constituyes un reto, Kay. Incluso para personas agradables como yo. Vete a la cama. Ya hablaremos mañana. Te quiero.
Pero no pude dormir mucho rato porque pasadas las cuatro de la madrugada volvió a sonar el teléfono. Esta vez era el doctor Hoyt, un médico de cabecera de Norfolk, donde había trabajado de forense del estado durante los últimos veinte años. Estaba ya cerca de los setenta, pero se mantenía ágil y lúcido como el cristal nuevo. Nunca le había visto alarmado por nada, así que me asusté en cuanto oí su tono de voz.
—Lo siento, doctora Scarpetta —dijo. Hablaba muy rápidamente—. Me encuentro en la isla de Tangier.
Curiosamente, lo único que me vino a la cabeza fueron los pastelillos de cangrejo.
—¿Qué demonios hace usted ahí?
Cambié de posición las almohadas que tenía detrás de la cabeza y cogí el cuaderno de notas y un bolígrafo.
—Me llamaron a última hora y llevo aquí media noche. La guardia costera tuvo que traerme en una de sus lanchas, a mí, que aborrezco los barcos. Tanto dar vueltas al final pareces un tiovivo... Además hacía un frío tremendo.
No tenía idea de qué me estaba hablando.
—La última vez que vi algo parecido fue en 1949, en Tejas —prosiguió a la misma velocidad—, cuando trabajaba de interno y estaba a punto de casarme.
Tuve que interrumpirle.
—Hable más despacio, Fred —le dije—, y dígame qué ha ocurrido.
—Se trata de una señora de cincuenta y dos años de Tangier. Llevaría muerta unas veinticuatro horas en su dormitorio. Tiene fuertes erupciones cutáneas en grupos; por todo el cuerpo, incluso en las palmas de las manos y en las plantas de los pies. Aunque parezca una locura, da la impresión de que es viruela.
—Tiene usted razón. Es una locura —dije. Se me había quedado la boca seca—. ¿No será varicela? ¿Existe la posibilidad de que esa mujer estuviera inmunosuprimida?
—No sé nada de ella, pero nunca he visto varicela con este aspecto. Estas erupciones responden a las características de la viruela, forman grupos, como ya le he dicho, y han salido todas más o menos en el mismo momento. Además, cuanto más lejos están del centro del cuerpo, más densas se hacen. Así pues son confluentes, en la cara y en las extremidades.
Estaba pensando en el torso y en la pequeña zona de erupciones que yo había pensado que eran herpes. Tenía el corazón encogido de miedo. No sabía dónde había muerto la víctima, pero creía que debía de ser algún lugar de Virginia. Tangier también se encontraba en Virginia; se trataba de una diminuta isla de depósitos litorales situada en la bahía de Chesapeake, cuya economía se basaba en la pesca del cangrejo.
—Hay muchos virus extraños hoy en día —estaba diciendo el doctor Hoyt.
—Pues sí, desde luego —respondí—. Pero el Hanta, el Ebola, el VIH, el Dengue y los demás no presentan los síntomas que usted ha descrito, lo cual no significa que no haya algo más de lo que no estemos enterados.
—Conozco la viruela; soy lo bastante mayor como para haberla visto con mis propios ojos. Pero no soy experto en enfermedades infecciosas, doctora Scarpetta, y está más claro que el agua que no sé las cosas que usted sabe. Sin embargo, se trate de lo que se trate en este caso, lo cierto es que la mujer está muerta y que lo que la ha matado es alguna enfermedad eruptiva.
—Vivía sola, evidentemente.
—Sí.
—¿Y cuándo la vieron viva por última vez?
—El jefe está investigándolo.
—¿Qué jefe?
—La policía de Tangier tiene un agente. Él es el jefe. Estoy llamando desde su caravana...
—No estará oyendo esta conversación.
—No, no, está fuera, hablando con los vecinos. He hecho todo lo posible para conseguir información, pero no he tenido mucha suerte. ¿Ha estado usted alguna vez aquí?
—No, no he estado nunca.
—Digamos que aquí las cosas no cambian mucho. Habrá unos tres apellidos en toda la isla. La mayoría de la gente pasa la infancia aquí y no se va nunca. Resulta tremendamente difícil entender una sola palabra de lo que dicen. Hablan un dialecto que no se oye en ninguna otra parte del mundo.
—Que nadie la toque hasta que tenga una idea más clara de qué es lo que tenemos entre manos —dije desabrochándome el pijama.
—¿Qué quiere que haga?
—Dígale al jefe de policía que vigile la casa. Que nadie entre ni se acerque a ella hasta que yo lo permita. Váyase a casa, doctor Hoyt. Ya le llamaré más tarde.
Los laboratorios no habían acabado los análisis de microbiología que habían hecho con el torso y yo no tenía tiempo que perder. Me vestí apresuradamente, moviendo las manos con torpeza como si hubiera perdido las facultades motoras. Fui al centro a toda velocidad por calles desiertas, y a eso de las cinco de la madrugada estacioné mi coche en mi plaza de aparcamiento, detrás del depósito de cadáveres. Cuando entré en el garaje, el guardia de seguridad nocturno y yo nos asustamos mutuamente.
—¡Por amor de Dios, doctora Scarpetta! —exclamó Evans, que llevaba tanto tiempo vigilando el edificio como yo trabajando en él.
—Lo siento —dije. La sangre me palpitaba en la cabeza—. No era mi intención asustarle.
—Estaba haciendo la ronda. ¿Todo bien?
—Eso espero.
Pasé por delante de él.
—¿Van a traer algo?
Me siguió por la rampa. Abrí la puerta de entrada y lo miré.
—No, que yo sepa —respondí.
Esto le dejó completamente confundido pues no entendía por qué me encontraba allí a aquella hora si no se había producido ningún caso nuevo. Volvió meneando la cabeza a la puerta que conducía al aparcamiento; de allí se dirigiría a la puerta de al lado y entraría en el vestíbulo del Centro de Laboratorios, donde se sentaría a ver la televisión con un pequeño y parpadeante aparato hasta que llegara la hora de la siguiente ronda. Evans no ponía los pies en el depósito de cadáveres. No entendía cómo había alguien capaz de entrar allí, y yo sabía que me tenía miedo.
—No voy a estar mucho rato aquí abajo —le indiqué—. Luego iré arriba.
—Sí, señora —dijo, sin dejar de menear la cabeza—. Ya sabe dónde me puede encontrar.
A mitad del pasillo de la sección de autopsias había una sala en la que no entraba a menudo. Me detuve allí, abrí la puerta, que estaba cerrada con llave, y entré. En el interior había tres cámaras frigoríficas distintas a las que se suelen ver. Eran de acero inoxidable y de un tamaño descomunal. En cada puerta había una pantalla digital para la temperatura y una lista con los números de los casos, los cuales indicaban qué personas no identificadas estaban guardadas dentro.
Abrí una puerta y salió bruscamente una niebla espesa y helada que me golpeó en la cara. Estaba dentro de una bolsa, colocado sobre una bandeja. Me puse una bata, unos guantes y una mascarilla, todas las prendas de protección que teníamos; sabía que era posible que ya me encontrara en un apuro, y me aterraba pensar en Wingo y en la situación de vulnerabilidad en que se hallaba. Saqué la bolsa de vinilo negro y la puse sobre la mesa de acero inoxidable que había en el centro de la sala. Seguidamente abrí la cremallera y expuse el torso al aire ambiental, tras lo cual salí y abrí la puerta de la sección de autopsias.