Un ambiente extraño (16 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—¿Estás diciéndome que entró sintiéndose bien, se sentó y entonces, ¡zas!, ocurrió lo que ocurrió? ¿No hubo ninguna señal de aviso, nada de nada?

—Lo único que sé es que a primera hora de la mañana había estado jugando a la raqueta en el frontón y parecía encontrarse bien —contesté.

—No me digas. —Pete tenía una curiosidad insaciable—. Eso no lo sabía. Ignoraba que jugara al frontón.

Atravesamos una zona industrializada en la que había trenes y camiones, y por delante de unas caravanas a la venta. Graceland estaba rodeada de tiendas y moteles baratos, y desde los alrededores no parecía tan grandiosa. La blanca mansión y sus columnas estaban totalmente fuera de lugar, como si fueran una broma o el escenario de una película de mala calidad.

—¡Anda la leche! —exclamó Pete mientras entraba en el aparcamiento—. Fíjate en eso.

Aparcó junto a un autobús sin dejar de hablar, como si se encontrara en el palacio de Buckingham.

—¿Sabes qué? Me habría gustado conocerle —comentó melancólicamente.

—Quizá lo hubieras conocido si se hubiese cuidado más.

Abrí la puerta y él encendió un cigarrillo.

Durante las dos horas siguientes estuvimos vagando entre espejos y dorados, alfombras de tripe y pavos reales de vidrio coloreado acompañados por la voz de Elvis. Centenares de fans habían llegado a la mansión en autobús, y ahora andaban por ella con la adoración que sentían por aquel hombre reflejada en el rostro y escuchando la cinta con la descripción del recorrido. Muchos de ellos dejaban flores, tarjetas y cartas sobre su tumba. Algunos lloraban como si lo hubieran conocido bien.

Deambulamos entre sus Cadillacs de color rosa y púrpura, su Stutz Blackhawk y los demás coches de su museo. Luego vimos la Galería de oro, donde había vitrinas con discos de oro y platino, trofeos y otros premios que me asombraron incluso a mí. La galería tenía al menos quince metros de largo. Yo no podía quitar los ojos de los espléndidos trajes de oro y lentejuelas y de las fotografías de un ser humano que realmente había poseído una belleza y una sensualidad extraordinarias. Pete estaba literalmente boquiabierto y tenía en el rostro una expresión de angustia tal que me recordó a los amores adolescentes mientras recorríamos palmo a palmo las habitaciones.

—¿Sabes una cosa? Cuando compró esta casa quisieron impedirle que se trasladara a ella —dijo. Ya nos encontrábamos fuera; hacía una tarde de otoño fresca y luminosa—. Algunos pijos de la ciudad no llegaron a aceptarlo nunca. Creo que eso le dolió y puede que en cierto modo fuera lo que acabó con él, lo que le llevó a tomar analgésicos, ¿sabes?

—No era sólo eso lo que tomaba —le hice ver una vez más mientras andábamos.

—Si hubieras sido tú la forense, ¿habrías sido capaz de hacerle la autopsia? —preguntó al tiempo que sacaba el paquete de cigarrillos.

—Por supuesto.

—¿Y no le habrías tapado la cara?

Encendió un pitillo con cara de indignación.

—Claro que no.

—Pues yo no lo habría hecho. —Hizo un gesto de negación con la cabeza y aspiró el humo—. Ni siquiera habría querido estar en la sala, joder.

—Ojalá me hubieran dado a mí el caso —dije—. No lo habría registrado como una muerte natural. El mundo sabría la verdad, y así quizás algunos recapacitarían antes de meterse Percodan en el cuerpo.

Nos encontrábamos delante de una de las tiendas de regalos en cuyo interior había gente congregada alrededor de unos televisores viendo vídeos de Elvis, al que se le oía cantar
Kentucky Rain
con voz fuerte y alegre por los altavoces exteriores. Nunca se la había oído cantar a nadie como a él. Eché a andar de nuevo y conté la verdad.

—Soy una fan de Elvis y tengo una colección bastante amplia de compactos suyos.

Pete no podía creérselo. Estaba emocionado.

—Te agradecería que no lo contaras por ahí.

—¡Con la de años que hace que te conozco y no me lo has contado hasta ahora! —exclamó—. No estarás tomándome el pelo, ¿verdad? Jamás me lo hubiera imaginado. Ni por asomo. Bueno, entonces ya sabes que tengo buen gusto.

Continuamos la conversación mientras esperábamos al autobús que tenía que llevarnos al aparcamiento, y luego seguimos hablando en el coche.

—Recuerdo que lo vi una vez en la tele de pequeño, cuando vivía en Nueva Jersey —estaba diciendo Pete—. Mi padre apareció borracho como de costumbre y empezó a gritarme que cambiara de canal. Jamás me olvidaré de ello. —Frenó y dobló para dirigirse al hotel Peabody—. Elvis estaba cantando
Hound Dog.
Era julio de 1956, y recuerdo que era mi cumpleaños. Apareció mi padre jurando y apagó el televisor, de modo que yo me levanté y volví a encenderlo. Él me dio un golpe en la cabeza y volvió a apagarlo; yo lo encendí de nuevo y me lancé sobre él. Fue la primera vez en mi vida que le puse la mano encima. Le empujé contra la pared y le dije al muy hijo de puta que la próxima vez que me tocara a mí o a mi madre lo mataría.

—¿Y lo hizo? —le pregunté mientras nos abría la puerta el mozo del hotel.

—Qué va.

—Entonces demos gracias a Elvis.

7

D
os días después, el jueves 6 de noviembre, salí temprano para hacer el trayecto de hora y media entre Richmond y el centro del FBI de Quantico, Virginia. Pete iba en otro coche pues nunca sabíamos si podía ocurrir algo que nos obligara a ir a otra parte. En mi caso podía ser un accidente de avión o el descarrilamiento de un tren; en el suyo, que tuviera que atender al gobierno de la ciudad y a los altos cargos de la policía. No me llevé ninguna sorpresa cuando sonó el teléfono de mi coche cerca de Fredericksburg. Las nubes tapaban el sol de forma intermitente y hacía el frío suficiente como para que nevara.

—La doctora Scarpetta al aparato.

La voz de Pete sonó bruscamente en el interior de mi coche.

—La corporación municipal está que se sube por las paredes —dijo—. Por un lado tenemos a McKuen, cuya hija ha sido atropellada por un coche, y por otro las patrañas que están diciendo nuevamente sobre nuestro caso por la prensa y la televisión. También las he oído por la radio.

Durante los dos últimos días se habían producido nuevas filtraciones. La policía tenía a un sospechoso de unos asesinatos en cadena entre los cuales se incluían los cinco casos de Dublín. El arresto era inminente.

—¡Parece mentira! —exclamó Pete—. ¡Pero si se trata de un joven que tiene poco más de veinte años! ¿Cómo es posible que haya estado en Dublín durante los últimos cinco años? Y para colmo, el ayuntamiento ha decidido organizar una especie de foro público para hablar de la situación, probablemente porque piensan que está a punto de resolverse. Quieren ponerse una medalla, por supuesto; quieren que los ciudadanos piensen que por una vez han hecho algo. —Hablaba con prudencia, pero no ocultaba su furia—. En fin, que tengo que dar media vuelta y estar en el puñetero ayuntamiento antes de las diez. Además el jefe quiere verme.

Vi sus luces traseras delante de mí cuando se acercó a la salida. Entre los camiones y la gente que iba a Washington D.C. a trabajar, había muchos vehículos en la 1—95. Por temprano que me pusiera en camino, el tráfico siempre me parecía espantoso cuando me dirigía al norte.

—A decir verdad, es mejor que estés allí. Así además podrás cubrirme las espaldas —le dije—. Te llamaré más tarde para decirte qué ha ocurrido.

—Oye, cuando veas a Ring, hazle en el cuello eso que hemos dicho —me recordó.

Cuando llegué al centro del FBI, el guardia que había en la cabina me hizo una señal para que pasara, puesto que ya conocía mi coche y se sabía la matrícula. El aparcamiento estaba tan lleno que acabé prácticamente en el bosque. En los campos de tiro que había al otro lado de la carretera ya habían comenzado las prácticas con armas de fuego; los agentes del Departamento Antidroga habían salido a hacer ejercicios, y se les podía ver camuflados, empuñando rifles de asalto y poniendo cara de pocos amigos. La hierba estaba cubierta de rocío, de modo que me empapó los zapatos cuando cogí un atajo para dirigirme a la entrada principal del edificio de ladrillo color canela llamado Jefferson.

Dentro del vestíbulo habían dejado equipaje junto a los sofás y las paredes, ya que al parecer siempre había agentes de la Academia Nacional, o AN, que tenían que ir a alguna parte.

El monitor de vídeo deseaba a todo el mundo un buen día y le recordaba que tenía que mostrar su insignia de manera que se pudiera ver. Yo tenía la mía todavía en el bolso; la saqué y me puse la larga cadena al cuello. Metí una tarjeta magnetizada en una ranura, abrí una puerta de cristal que tenía grabado el sello del Ministerio de Justicia y recorrí un largo pasillo cerrado con paredes de cristal.

Estaba tan sumida en mis pensamientos que apenas advertí la presencia de los nuevos agentes, que iban de azul marino y caqui, y de los estudiantes de la AN que iban de verde. Cuando se cruzaban conmigo, me saludaban inclinando la cabeza y sonreían; yo también me mostraba cordial, pero no me fijaba en ellos. Estaba pensando en el torso, en las dolencias y la edad de la víctima y en la triste bolsa que había metida en la cámara frigorífica, donde permanecería varios años o hasta que nos enterásemos de su nombre. Estaba pensando en Keith Pleasants, en «muerteadoc», en sierras y hojas afiladas.

Cuando entré en la sala de limpieza de armas de fuego, noté el olor del disolvente Hoppes; allí estaban las filas de largas mesas negras y los compresores, con los que se inyectaba aire en el interior de las armas. No podía oler aquellos olores ni oír aquellos sonidos sin pensar en Benton y en Mark. Tenía el corazón oprimido por sentimientos que me resultaban demasiado intensos cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre.

—Parece que vamos en la misma dirección —dijo el detective Ring.

Iba impecablemente vestido de azul marino y estaba esperando al ascensor que nos llevaría veinte metros bajo tierra, donde Hoover había construido su refugio antinuclear. Cambié de mano mi pesado maletín y volví a colocarme la caja de portaobjetos bajo el brazo para que me resultara más cómodo de llevar.

—Buenos días —dije inexpresivamente.

—Trae, ya te ayudo a llevar eso.

En el momento en que se abría la puerta del ascensor, me tendió la mano y me fijé en que llevaba las uñas arregladas.

—No te preocupes —respondí. No necesitaba su ayuda.

Bajamos a un piso sin ventanas situado justo debajo de la sala de tiro. Ring, que ya había asistido anteriormente a reuniones de asesores, tomaba abundantes notas, ninguna de las cuales había llegado a las noticias hasta el momento. Era demasiado listo como para hacer algo semejante. Desde luego, si se filtrara una información revelada durante una reunión de asesores del FBI, sería bastante sencillo descubrir al responsable. Sólo unos pocos podíamos ser la fuente.

—Me he quedado consternada al enterarme de la información que ha conseguido la prensa —comenté cuando salimos.

—Sé a lo que te refieres —dijo Ring con cara de sinceridad.

Me sostuvo la puerta del laberinto de pasillos del antiguo Centro de Ciencias del Comportamiento, el cual había pasado a ser el Departamento de Investigación y Apoyo, que ahora era la UAMSM. Los nombres cambiaban, pero los casos no. A menudo iban a trabajar allí hombres y mujeres por la noche y se marchaban cuando ya había vuelto a oscurecer. En aquel lugar se pasaban días y años examinando las minucias de los monstruos, todas las marcas que habían hecho con los dientes y las huellas que habían dejado en el barro, así como la forma que tenían de pensar, oler y odiar.

—Cuanta más información se divulga, más se complican las cosas —añadió Ring cuando nos disponíamos a
cruzar
otra puerta, la cual daba a una sala de reuniones en la que yo pasaba al menos varios días al mes—. Una cosa es dar detalles que puedan contribuir a que el público nos ayude...

Continuó hablando, pero yo había dejado de prestarle atención. Dentro de la sala, Benton ya se hallaba sentado a la cabecera de una mesa encerada, con las gafas de lectura puestas. Estaba observando unas fotografías de gran tamaño que tenían el sello de la jefatura de policía del condado de Sussex en la parte de atrás. El detective Grigg estaba sentado a varias sillas de distancia con un montón de papeles ante sí, examinando un dibujo. Delante de él se encontraba Frankel, del Programa de Detención de Criminales Violentos o PDCV, y en el otro extremo de la mesa mi sobrina, que estaba tecleando con un ordenador portátil. Alzó la vista, pero no me saludó.

Me senté en la silla que solía ocupar, a la derecha de Benton, abrí mi maletín y empecé a ordenar carpetas. Ring se sentó a mi lado y continuó nuestra conversación.

—Tenemos que aceptar el hecho de que este individuo está al corriente de todo gracias a las noticias —dijo—. Eso es para él un motivo de diversión.

Había captado la atención de todo el mundo; todos tenían la mirada puesta en él y el único sonido que se oía en la habitación era el de su voz. Hablaba con calma y sensatez, como si su única misión consistiera en transmitir la verdad sin llamar excesivamente la atención sobre su persona. Ring era un estafador de primera; lo que dijo a continuación delante de mis colegas me produjo una tremenda indignación.

—Por ejemplo, y en este sentido quiero ser totalmente sincero —me dijo—, no creo que fuera una buena idea dar a conocer datos como la raza y la edad de la víctima. Puede que me equivoque —añadió, recorriendo la sala con la mirada—, pero a mí me parece que en este momento cuanto menos se diga, mejor.

—No me quedó otro remedio —dije mostrándome mordaz—, porque alguien había filtrado una información equivocada.

—Pero eso va a ocurrir siempre, y no creo que debamos estar obligados a dar detalles antes de que nos encontremos preparados para hacerlo —respondió con el mismo tono de seriedad.

—No es conveniente que el público centre su atención en la desaparición de una preadolescente asiática.

Clavé los ojos en él y le sostuve la mirada mientras todos los demás nos observaban.

—Estoy de acuerdo —dijo Frankel, del PDCV—. Empezaríamos a recibir expedientes de personas desaparecidas de todos los puntos del país. Un error como ése se ha de corregir.

—Un error como ése no debería haberse producido nunca, para empezar —añadió Benton, mirando a toda la habitación por encima de las gafas como solía hacerlo cuando no estaba para bromas—. Hoy están con nosotros el detective Grigg, de Sussex, y la agente especial Farinelli —anunció mirando a Lucy—, analista técnica del ERR y directora de la Red de Inteligencia Artificial para la Investigación Criminal, que todos conocemos por el nombre de RIAIC. Ha venido a ayudarnos con el problema informático.

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