Un ambiente extraño (14 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—Esto es una locura.

Lucy apartó su silla y me miró.

—Tiene tu perfil. En el ciberespacio, en la red, eres la misma persona con dos nombres de pantalla diferentes.

—No somos la misma persona. No sé cómo puedes decir semejante cosa.

La miré ofendida.

—Las fotografías son tuyas y te las mandaste a ti misma. Fue fácil de hacer; no tuviste más que meterlas en tu ordenador con un escáner, lo cual no es nada complicado. Se puede conseguir un escáner portátil en color por cuatrocientos o quinientos dólares. Adjuntaste el archivo al mensaje «diez» y lo mandaste a KSCARPETTA, es decir, a ti misma, lo cual quiere decir...

—Lucy —dije interrumpiéndola—, ya basta, por amor de Dios.

Se quedó callada y con el rostro inexpresivo.

—Esto es una barbaridad. No se cómo puedes decir algo así.

Me levanté de la silla, disgustada.

—Si tus huellas dactilares aparecieran en el arma homicida —replicó—, ¿no preferirías que te lo dijera?

—Mis huellas dactilares no han aparecido en ninguna parte.

—Tía Kay, sólo quiero que comprendas que hay una persona en Internet que está siguiéndote los pasos, que está haciéndose pasar por ti. Por supuesto que tú no has hecho nada. Lo que estoy tratando de hacerte ver es que cada vez que alguien haga una búsqueda por tema, porque necesita ayuda de un experto como tú, acabará dando también con el nombre de «muerteadoc».

—¿Cómo habrá obtenido toda esta información sobre mí? —proseguí—. No se encuentra en mi perfil. En él no hay nada sobre la facultad de derecho a la que fui, ni sobre la facultad de medicina, ni sobre mi ascendencia italiana.

—Puede que lo haya sacado de cosas que se han escrito sobre ti a lo largo de los años.

—Es posible. —Tenía la sensación de que estaba a punto de caer enferma—. ¿Te apetece beber algo antes de acostarte? Yo estoy muy cansada.

Pero Lucy estaba nuevamente perdida en el oscuro espacio del entorno UNIX y manejando símbolos y comandos extraños corno «cat», «:q!» y «vi».

—Tía Kay, ¿qué contraseña tienes en AOL? —preguntó.

—La misma que utilizo para todo lo demás —reconocí, consciente de que iba a enfadarse de nuevo.

—Joder, no me digas que sigues usando
Sinbad...

Alzó la vista para mirarme.

—No hay ninguna mención al puñetero gato de mi madre en nada de lo que se ha escrito sobre mí —afirmé para defenderme.

Miré cómo Lucy tecleaba el comando
Contraseña y
escribía
Sinbad.

—¿Renuevas la contraseña? —me preguntó, como si todo el mundo tuviera que saber de qué estaba hablando.

—No tengo ni idea de a qué te refieres.

—Si cambias tu contraseña al menos una vez al mes.

—No —respondí.

—¿Quién más sabe tu contraseña?

—Rose —respondí—. Y ahora tú, por supuesto. Es imposible que «muerteadoc» la sepa.

—Siempre es posible. Puede que utilizara el programa de encriptación de contraseñas de UNIX para encriptar todas las palabras de un diccionario y que luego comparara todas las palabras encriptadas con tu contraseña...

—No fue tan complicado —dije con convicción—. Seguro que la persona que lo hizo no sabe nada sobre UNIX.

Lucy dejó lo que estaba haciendo, giró la silla y me miró con curiosidad.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Podría haber lavado el cadáver antes para evitar que quedaran residuos pegados a la sangre. No debería habernos dado una fotografía de sus manos. Ahora existe la posibilidad de que obtengamos sus huellas digitales. —Estaba apoyada contra el marco de la puerta sosteniendo mi dolorida cabeza—. No es tan listo.

—Puede que no conceda ninguna importancia a las huellas de la víctima —dijo Lucy mientras se levantaba—. A todo esto —añadió cuando pasó por delante de mí—, en cualquier libro de informática puedes leer que es una estupidez usar de contraseña el nombre de tu gato o de tu pareja.

—Sinbad no es mi gato. Yo jamás tendría un despreciable siamés como ése, que siempre me mira con suspicacia y me acecha cuando entro en la casa de mi madre.

—Bueno, algo te gustará; de lo contrario habrías evitado tener que pensar en él cada vez que enciendes el ordenador —dijo desde el pasillo.

—No me gusta lo más mínimo —afirmé.

A la madrugada siguiente soplaba un aire limpio y fresco como una manzana en otoño, se veían las estrellas y el tráfico consistía principalmente en camiones de transporte en medio de largos trayectos. Tomé la 64 Este, que quedaba justo después del parque de atracciones del estado, y al cabo de unos minutos empecé a recorrer las filas de la zona de estacionamiento limitado del aeropuerto internacional de Richmond. Decidí aparcar en la S porque sabía que la letra me resultaría fácil de recordar; entonces me acordé de nuevo de mi contraseña y de los otros evidentes descuidos que había cometido por culpa del agobio.

Cuando estaba sacando mi maleta del portaequipajes, oí pasos detrás de mí e inmediatamente me di media vuelta.

—No dispares.

Pete levantó las manos. Hacía tanto frío que pude ver el vaho que le salía de la boca.

—¿Por qué no silbas o haces algo cuando te acercas a mí a oscuras? —dije al tiempo que cerraba el portaequipajes de un portazo.

—Vaya... Las malas personas no silban; sólo lo hacen las que son buenas como yo. —Agarró mi maleta—. ¿Quieres que lleve eso también?

Pete hizo ademán de coger la maleta dura y negra de marca Pelican que me llevaba a Memphis, donde ya había estado en numerosas ocasiones. Dentro había vértebras y huesos humanos, pruebas de las que no podía separarme.

—Esto no se lo dejo a nadie por nada del mundo —dije mientras lo agarraba junto con mi maletín—. No sabes cómo lamento molestarte de este modo, Pete. ¿Estás seguro de que es necesario que vengas conmigo?

Ya habíamos hablado de aquel tema en varias ocasiones. Yo pensaba que no debía acompañarme, pues no veía ningún motivo para ello.

—Ya te he dicho que hay un chiflado por ahí suelto que está jugando contigo —respondió—. Tanto yo como Benton, Lucy y todo el maldito FBI pensamos que debo acompañarte. En primer lugar, porque haces este mismo viaje cada vez que tienes un caso, con lo cual es de esperar que también lo hagas esta vez. Y luego porque ha salido en la prensa que trabajas con el especialista de la Universidad de Tennessee.

Los aparcamientos estaban bien iluminados y llenos de coches, y no pude evitar fijarme en la gente que pasaba lentamente por delante de nosotros, buscando un espacio que no quedara a kilómetros de la terminal. Me pregunté qué más sabría «muerteadoc» de mí. También sentí no llevar más que una trinchera encima; tenía frío y me había dejado los guantes en casa.

—Además —añadió Pete—, nunca he estado en Graceland.

Al principio pensé que estaba bromeando.

—Está en mi lista —prosiguió.

—¿Qué lista?

—La que tengo desde que era un chaval: Alaska, Las Vegas y el Grand Ole Opry —dijo como si la idea le llenara de alegría—. Si pudieras hacer lo que te diera la gana, ¿no te irías a algún sitio en concreto?

Habíamos llegado a la terminal y él estaba abriéndome la puerta.

—Sí —respondí—. A la cama de mi casa.

Me dirigí al mostrador de Delta, recogí los billetes y subimos al primer piso. Como solía ocurrir a aquella hora, no había nada abierto excepto el servicio de seguridad. Al dejar la maleta sobre la cinta de rayos X, me imaginé lo que iba a ocurrir.

—Señora, ¿puede abrir esa maleta? —dijo una guardia de seguridad.

Abrí las cerraduras y solté los cierres. Dentro estaban los huesos, metidos en unas bolsas de plástico etiquetadas y protegidas con goma espuma. La guardia abrió los ojos desmesuradamente.

—No es la primera vez que paso por aquí —le expliqué pacientemente.

La guardia de seguridad hizo ademán de coger una de las bolsas de plástico.

—Por favor, no toque nada —le advertí—. Son pruebas de un homicidio.

Ahora había varios pasajeros detrás de mí, y estaban pendientes de cada palabra que decía.

—Bueno, tengo que mirarlos.

—No, no puede. —Saqué la insignia de latón de forense y se la enseñé—. Si toca algo de lo que hay aquí, tendré que incluirla en la lista de testigos cuando el caso vaya a juicio. Se la citará para prestar declaración.

No hacían falta más explicaciones, de modo que me dejó pasar.

—Tonta del bote... —musitó Pete cuando nos alejamos.

—No hace más que cumplir con su deber —repliqué.

—Mira —dijo él—. No volvemos hasta mañana por la mañana, lo cual significa que, a menos que te pases todo el puñetero día mirando los huesos, vamos a disponer de algo de tiempo libre.

—Puedes ir a Graceland tú sólito. Yo tengo mucho trabajo que hacer en mi habitación. Además voy a sentarme en la zona de no fumadores. —Había elegido asiento en la puerta de embarque—. De modo que si quieres fumar, vas a tener que irte allí —añadí, indicándole el lugar.

—¿Sabes qué, Doc? —dijo—. El problema es que no te gusta nada divertirte.

Saqué el periódico de la mañana del maletín y lo abrí de una sacudida. Pete se sentó a mi lado.

—Seguro que ni siquiera has oído a Elvis.

—¡Cómo no voy a oírle! Lo ponen en la radio, en la televisión, en los ascensores...

—Es el rey.

Le observé por encima del periódico.

—Tiene una voz... Bueno, lo tiene todo. Nunca ha habido nadie como él —continuó Pete, como si estuviera colado por alguien—. Es como la música clásica y esos pintores que tanto te gustan. Sólo sale gente como él cada doscientos años.

—De modo que ahora estás comparándolo con Mozart y Monet.

Pasé una hoja, aburrida de la política y de la economía de la región.

—A veces eres más esnob que la leche. —Se levantó malhumorado y añadió—: Y por una vez en tu vida podría ocurrírsete ir a un sitio al que me apetece ir a mí. —Me miró con cara de pocos amigos y sacó un paquete de cigarrillos—. ¿Me has visto alguna vez jugar a los bolos? ¿Has dicho alguna vez que te gustara algo de mi furgoneta? ¿Has ido alguna vez a pescar conmigo? ¿Has venido alguna vez a comer a mi casa? Pues no, como vives en el barrio elegante de la ciudad, tengo que ser yo quien vaya a la tuya.

—Iré cuando cocines tú —respondí sin dejar de leer.

Se fue con paso airado, y yo noté que nos estaban mirando. Me imaginé que la gente supondría que éramos una pareja y que hacía años que nos llevábamos mal. Sonreí para mis adentros y pasé otra página. No sólo iba a acompañarle a Graceland sino que aquella noche iba a invitarle a una barbacoa.

Como al parecer desde Richmond no se podía ir en avión directamente a ninguna parte excepto a Charlotte, nos mandaron a Cincinnati en primer lugar y allí hicimos trasbordo.

Llegamos a Memphis a mediodía y pedimos habitaciones en el hotel Peabody, donde yo había conseguido que nos cobraran la tarifa de funcionarios, que era de setenta y tres dólares por noche.

Pete se quedó boquiabierto mirando el magnífico vestíbulo con sus vidrieras y su fuente de patos.

—¡La leche! —exclamó—. Nunca había visto un sitio con patos vivos. Hay patos por todas partes.

Entramos en el restaurante, al que habían puesto el nombre de El Pato, por supuesto. Detrás de unas cristaleras había expuestas unas figurillas decorativas con forma de pato, en las paredes había cuadros con patos y el personal del hotel tenía patos en los chalecos y en las corbatas verdes del uniforme.

—En el tejado tienen un palacio para patos —dije—. Desenrollan una alfombra de color rojo dos veces al día para que salgan a pasear al ritmo de la música de John Philip Sousa.

—¡Anda ya!

Pedí a la jefa de comedor una mesa para dos.

—En la zona para no fumadores.

El restaurante estaba lleno de hombres y mujeres que llevaban el distintivo de una convención de agentes inmobiliarios a la que estaban asistiendo en el hotel. Nos sentaron tan cerca de unos que pude leer unos informes que estaban estudiando y enterarme de sus asuntos. Yo pedí un plato de fruta fresca y café; Pete pidió como siempre una hamburguesa a la parrilla.

—Poco hecha —dijo al camarero.

—Normal —le sugerí, mirándole.

—Bueno, bueno, de acuerdo —respondió encogiéndose de hombros.


Escherichia coli
enterohemorrágica —le expliqué una vez que el camarero se hubo ido—. Fíate de mí. No merece la pena.

—¿Nunca te entran ganas de hacer cosas que te sienten mal? —me preguntó.

Sentado delante de mí en aquel bonito lugar lleno de gente bien vestida y con mejores sueldos que un capitán de policía de Richmond, Pete tenía aspecto de estar deprimido y de haber envejecido de repente. Se había ido quedando calvo y ahora sólo tenía un ingobernable fleco de pelo sobre las orejas parecido a un halo de plata deslustrada encajado a la fuerza en su cabeza. No había adelgazado ni un gramo desde que lo conocía, y la tripa le desbordaba el cinturón y rozaba el borde de la mesa. No pasaba ni un día sin que no temiera por él. Era incapaz de imaginarme que pudiera dejar de trabajar conmigo definitivamente.

A la una y media nos fuimos del hotel en el coche de alquiler. Conducía él porque se había negado en redondo a que lo hiciera yo. Tomamos Madison Avenue y nos dirigimos hacia el este, alejándonos del Mississippi.

La universidad, que era de ladrillo, se encontraba tan cerca que hubiéramos podido ir andando; el Centro Forense Regional estaba enfrente de una tienda de neumáticos y del Centro de Donantes de Sangre. Pete aparcó en la parte trasera, cerca de la entrada del centro.

Los laboratorios, que habían sido financiados por el condado, tenían aproximadamente el mismo tamaño que el centro en el que yo trabajaba. Contaba con tres patólogos forenses y también con dos antropólogos forenses, algo poco habitual y que me daba envidia, pues me habría encantado tener a alguien como el doctor David Canter en mi plantilla.

Memphis se distinguía además por una circunstancia sin lugar a dudas desafortunada. El forense jefe había participado en dos de los casos posiblemente más célebres que se habían dado en el país: había llevado a cabo la autopsia de Martin Luther King y había asistido a la de Elvis.

—Si no te importa —dijo Pete cuando nos apeamos del coche—, voy a hacer unas llamadas mientras tú te ocupas de lo tuyo.

—De acuerdo. Seguro que tienen un despacho desde el que podrás llamar.

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