Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—No lo han movido todavía. Nadie sabe muy bien lo que hay que hacer, y tanto el centro forense de Baltimore como el CCE están intentando localizarla.
—¿Quién del CCE? —pregunté.
—Un tal doctor Martin.
—Primero tengo que hablar con él, Rose. Mientras tanto llama a Baltimore y diles que no envíen el cadáver al depósito de cadáveres bajo ningún concepto hasta que yo hable con ellos. ¿Cuál es el número del doctor Martin?
Me lo dio y marqué inmediatamente. Respondió enseguida; parecía alterado.
—Hemos hecho reacciones en cadena de polimerasa con las muestras que nos trajo. Tienen tres moléculas catalizadoras; dos de ellas coinciden con las de la viruela; la otra no.
—¿Entonces es viruela o no lo es?
—Hemos comparado su secuencia genómica con las de todos los virus causantes de enfermedades eruptivas que hay en los laboratorios de consulta del mundo y no coincide con ninguna. Doctora Scarpetta, creo que lo que tiene es un virus mutante.
—Lo cual significa que la vacuna contra la viruela no va a surtir efecto —dije sintiendo que se me caía el alma a los pies.
—Lo único que podemos hacer es realizar experimentos en el laboratorio de animales. Esto supone que vamos a tener que esperar por lo menos una semana para saber de qué se trata y poder empezar siquiera a plantearnos por lo menos la posibilidad de una nueva vacuna. Por razones prácticas lo llamamos viruela, pero en realidad no sabemos qué demonios es. Permítame que le recuerde que llevamos trabajando en la vacuna contra el sida desde 1986 y que seguimos como al principio.
—Hay que poner la isla de Tangier en cuarentena inmediatamente. ¡Tenemos que contenerlo! —exclamé. Me encontraba al borde de un ataque de pánico.
—Nos hacemos cargo, créame. En este momento estamos formando un equipo y vamos a movilizar a la guardia costera.
Colgué el teléfono y me volví angustiada hacia Benton:
—Tengo que irme. Hay un brote de algo que no conoce nadie. Ya ha matado al menos a dos personas, puede que a tres. O a cuatro.
Él me siguió por el pasillo mientras yo continuaba hablando.
—Es viruela, pero no lo es. Tenemos que averiguar cómo se transmite. ¿Conocía Lila Pruitt a la mujer que acaba de morir? ¿Tuvo algún tipo de contacto con ella o lo tuvo con la hija? ¿Vivían cerca? ¿Y el abastecimiento de agua? Un depósito... Recuerdo que había uno. Era azul.
Estaba vistiéndome. Benton se encontraba en la puerta, pálido e inexpresivo.
—Entonces vas a volver —dijo.
—Antes tengo que ir a Richmond —respondí, mirándolo.
—Ya te llevo yo —dijo.
B
enton me dejó en el centro de la ciudad y me dijo que iba a la oficina del FBI de Richmond y que ya hablaría conmigo más tarde. Los tacones de mis zapatos sonaron con fuerza en el pasillo mientras daba los buenos días a los empleados del centro forense. Rose estaba al teléfono cuando entré en el despacho. Al ver mi escritorio desde su puerta me quedé anonadada: había cientos de informes y certificados de defunción a los que tenía que poner el visto bueno y echar una firma, y la bandeja de asuntos pendientes estaba repleta de cartas y recados de teléfono.
—Pero ¿qué es esto? —exclamé cuando colgó—. Ni que hubiera estado un año ausente.
—Pues lo parece.
Rose estaba frotándose las manos con una loción. Entonces me fijé en que al borde de mi escritorio había un pequeño pulverizador aromaterapéutico Vita para la cara y un paquete de correos abierto a su lado. También había uno sobre la mesa de Rose junto a su frasco de vaselina de protección intensiva. Miré primero su pulverizador de Vita y luego el mío; mi subconsciente estaba procesando lo que estaba viendo, antes que mi entendimiento. Tuve la impresión de que la realidad se volvía del revés y me agarré al marco de la puerta. Rose se puso en pie y, dejando que la silla saliera rodando hacia atrás, rodeó la mesa y se lanzó hacia mí.
—¡Doctora Scarpetta!
—¿De dónde has sacado eso? —pregunté con la vista clavada en el pulverizador.
—No es más que una muestra. —Tenía cara de desconcierto—. Han llegado varias por correo.
—¿La has utilizado?
Me miró con cara de auténtica preocupación y respondió:
—Bueno, acaban de llegar. Aún no lo he probado.
—¡No lo toques! —le ordené con severidad—. ¿Quién más tiene uno?
—Pues, no sé. ¿Qué ocurre? ¿Pasa algo malo? —preguntó levantando la voz.
Cogí unos guantes de mi despacho, agarré el pulverizador de su mesa y lo metí en tres bolsas.
—¡Todo el mundo a la sala de reuniones ahora mismo!
Fui corriendo a las oficinas y di el mismo aviso. A los pocos minutos ya se había reunido el personal del centro al completo, incluidos los médicos, que no habían podido quitarse el uniforme de laboratorio. Algunos se habían quedado sin aliento, y todo el mundo estaba mirándome fijamente con cara de nerviosismo y cansancio.
Levanté la bolsa transparente para pruebas en la que había metido el pulverizador de Vita y, recorriendo la sala con la mirada, pregunté:
—¿Quién tiene un pulverizador como éste?
Alzaron la mano cuatro personas.
—¿Quién lo ha utilizado? —pregunté a continuación—. Es absolutamente necesario que sepa quién lo ha utilizado.
Cleta, una secretaria que trabajaba en oficinas, puso cara de miedo.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—¿Te lo has echado a la cara? —inquirí.
—Se lo he echado a mis plantas —respondió.
—Mételas en bolsas y quémalas —le ordené—. ¿Dónde está Wingo?
—En la facultad de medicina.
—No lo sé a ciencia cierta —les dije a todos—, y ruego a Dios que esté equivocada, pero es posible que se trate de una manipulación de producto. Por favor, que no cunda el pánico, pero que no toque nadie ese pulverizador bajo ningún concepto. ¿Sabemos exactamente cómo lo han traído?
Fue Cleta quien respondió.
—Esta mañana yo he sido la primera en llegar. En el buzón había informes de la policía, como siempre, pero también estaban los pulverizadores. Han venido en paquetes de correos en forma de tubo. Había once. Lo sé porque los he contado para ver si había bastantes para todos.
—De modo que no los ha traído el cartero. Los han echado al buzón de la puerta principal.
—No sé quién los ha traído, pero parecía que los habían mandado por correo.
—Por favor, traedme todos los tubos que tengáis todavía.
Me dijeron que nadie los había usado; los cogieron todos y los llevaron a mi despacho. Me puse unos guantes de algodón y unas gafas y examiné el tubo de correos que me habían mandado a mí. Tenía franqueo de correo ordinario y se trataba claramente de una muestra de fábrica. Me pareció sumamente extraño que pudieran enviar algo así a una persona en concreto. Miré dentro del tubo y encontré un vale para el pulverizador. Lo puse a la luz y observé que tenía en los bordes unas irregularidades imperceptibles, como si lo hubieran cortado con unas tijeras y no con una máquina.
—¿Rose? —exclamé.
Entró en mi oficina.
—El tubo que tienes... —dije—, ¿a quién iba dirigido?
—A nadie en concreto —respondió con cara de preocupación.
—Entonces el único que ha llegado con nombre es el mío.
—Creo que sí. Esto es horroroso.
—Sí, sí que lo es. —Cogí el tubo de correos—. Fíjate. Las letras son del mismo tamaño y el matasellos está en el mismo marbete que la dirección. Es la primera vez que veo algo así.
—Es como si lo hubieran hecho con un ordenador —dijo con creciente asombro.
—Voy al laboratorio del ADN. —Me levanté—. Llama al IIMEIEEU ahora mismo y dile al coronel Fujitsubo que tenemos que fijar una hora para celebrar una reunión por vídeo con él, el CCE y Quantico.
—¿Desde dónde quiere hacerla? —preguntó cuando yo salía apresuradamente por la puerta.
—Desde aquí no. A ver qué dice Dentón.
Salí a la calle, pasé corriendo por el aparcamiento y crucé la calle Catorce. Entré en el edificio Seaboard, que era adonde habían trasladado el laboratorio del ADN junto con otros laboratorios de medicina forense unos años antes. Fui al despacho de los guardias de segundad y llamé a la jefa de sección, la doctora Douglas Wheat, que a pesar de ser mujer tenía nombre masculino.
—Necesito un sistema de aire cerrado y un extractor —le dije.
—Pasa.
Un largo pasillo inclinado que siempre estaba reluciente conducía a una serie de laboratorios separados por tabiques de cristal dentro de los cuales había científicos armados con pipetas, geles y sondas radioactivas intentando arrancar sus identidades a los códigos genéticos. La doctora Wheat, que batallaba con el papeleo casi tanto como yo, estaba sentada detrás de su mesa, escribiendo algo con su ordenador. Era una mujer de cuarenta años, simpática y con un gran atractivo.
—¿En qué lío te has metido esta vez? —me preguntó sonriéndome y mirando la bolsa que llevaba—. Me da miedo preguntártelo.
—Una posible manipulación de producto —respondí—. Tengo que rociar un poco sobre un portaobjetos, pero no tiene que entrar en contacto con el aire ni conmigo ni con nadie.
—¿De qué se trata?
Se había levantado y tenía una expresión sombría.
—Tal vez de un virus.
—¿Como el de la isla de Tangier?
—Me temo que sí.
—¿No crees que sería más prudente llevarlo al CCE y dejar que...?
—Sí, Douglas, sería más prudente —le expliqué pacientemente. Tosí una vez más y añadí—: Pero no disponemos de tiempo. Tengo que saberlo lo antes posible. Desconocemos cuántas muestras de éstas pueden hallarse en poder de los consumidores.
Como las pruebas que se analizaban allí eran de sangre, el laboratorio de ADN tenía una serie de extractores provistos de sistemas cerrados de aire y rodeados de bioprotectores de cristal. Me condujo a uno que había al fondo de la habitación y nos pusimos mascarillas y guantes. Tras darme una bata de laboratorio, puso en marcha un ventilador que aspiraba el aire y lo metía en el extractor, donde pasaba por filtros de partículas de aire de alto rendimiento.
Puse bajo el extractor un portaobjetos limpio y lo rocié con el pulverizador.
—Ahora hay que bañar esto en una solución de lejía del diez por ciento —dije cuando hube acabado—. Luego lo meteremos en tres bolsas y lo enviaremos a Atlanta junto con los otros diez.
—Ahora mismo la traigo —dijo Douglas echando a andar.
El portaobjetos no tardó nada en secarse. Le eché una gota de colorante Nicolaou y lo tapé con un cubreobjetos. Cuando Douglas regresó con la solución de lejía, yo ya estaba mirándolo por el microscopio. Douglas bañó la rociada de Vita varias veces mientras yo notaba cómo mis temores se confundían y formaban un espantoso nubarrón y sentía en el cuello las pulsaciones de la sangre. Entonces vi los cuerpos de Guarnieri a los que tanto temía.
Douglas comprendió lo que ocurría cuando alcé la vista para mirarla y vio la expresión de mi cara.
—Malas noticias —dijo.
—Malas noticias.
Apagué el microscopio y arrojé la mascarilla y los guantes al cubo de los desechos biológicamente peligrosos.
Los pulverizadores de Vita que habían llegado al centro fueron enviados a Atlanta por avión y se difundió un aviso preliminar por todo el país a todas aquellas personas que pudieran haber recibido una muestra semejante por correo. El fabricante había retirado el producto del mercado inmediatamente y las compañías aéreas habían dejado de incluir el pulverizador entre los artículos de las bolsas de viaje que daban a los pasajeros de primera clase y de clase preferente durante los vuelos al extranjero. La propagación de la enfermedad, caso de que «muerteadoc» hubiera manipulado el contenido de cientos o miles de pulverizadores, podía llegar a extremos escalofriantes. Cabía la posibilidad de que nos encontráramos una vez más ante una epidemia de ámbito mundial.
La reunión se celebró a la una del mediodía en las oficinas del FBI de la calle Staples Mills. Las banderas del estado y de la nación soportaban en lo alto de unos largos mástiles el embate de un fuerte viento que arrancaba las marrones hojas de los árboles y hacía que la tarde pareciese mucho más fría de lo que en realidad era.
El edificio de ladrillo, nuevo, tenía una sala de reuniones provista de un equipo audiovisual que nos permitía ver a personas que se encontraban en puntos lejanos mientras hablábamos con ellas. Una agente estaba sentada a la cabecera de la mesa delante de un tablero de mandos. Benton y yo tomamos asiento y acercarnos los micrófonos. Encima de nosotros, en las paredes, había monitores de vídeo.
—¿A quién más estamos esperando? —preguntó Benton cuando entró en la sala el AER, esto es, el agente especial responsable, con un montón de documentos en las manos.
—Miles —respondió el AER. Se refería a mi jefe, el comisario de sanidad—. Y la guardia costera. —Echó un vistazo a sus documentos y añadió—: El jefe regional de Crisfield, Maryland. Van a traerlo en helicóptero. No creo que tarde más de media hora en uno de esos cacharros.
Apenas hubo dicho esto pudimos oír a lo lejos el débil tableteo de unas hélices. Al cabo de unos minutos pasó por encima de nosotros un Jayhawk haciendo un enorme estruendo y aterrizó en la pista para helicópteros que había detrás del edificio. No recordaba que hubiera aterrizado nunca un helicóptero de rescate de la guardia costera en nuestra ciudad, ni siquiera que la hubiera sobrevolado a tan poca altura; la imagen debía de haber sido espectacular para la gente que estuviera en la carretera. Martínez estaba quitándose la chaqueta cuando entró en la sala. Me fijé en los pantalones de uniforme y el jersey azul marino de comando que llevaba y en los mapas que traía enrollados en tubos, y tuve la sensación de que la situación se agravaba.
Mientras la agente que estaba sentada a la cabecera de la mesa estaba moviendo unos mandos, llegó el comisario Miles y se sentó a mi lado. Era un hombre mayor con una mata de pelo canoso más rebelde que el de la mayoría del personal que estaba a su mando. Aquel día tenía mechones levantados en todas las direcciones. Se puso unas gruesas gafas negras con expresión sería y severa y empezó a tomar notas. Entonces me dijo:
—Tienes cara de estar algo indispuesta.
—Es normal en esta época —respondí.
—Si lo hubiera sabido, no me habría sentado a tu lado. —Lo decía en serio.
—Ya he pasado la etapa del contagio —le expliqué, pero había dejado de prestarme atención.