Un ambiente extraño (34 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—¿Qué pulverizadores?

—Los de Vita.

No sabía a qué me refería; entonces me acordé de que había estado ausente del centro la mayor parte del día y le expliqué lo que había sucedido.

—Dios mío... —exclamó de repente. El miedo nos atenazó a los dos—. Llegó uno por correo. Mamá lo dejó sobre la encimera de la cocina.

—¿Cuándo? —pregunté alarmada.

—No lo sé. Hará unos días. No sé. Era una cosa curiosísima. Imagínese, una loción que huele bien para refrescarse la cara.

Con éste eran doce los pulverizadores que «muerteadoc» había enviado a mis empleados, como «doce» había sido el mensaje que me había mandado. Si me incluía a mí misma, era el mismo número de personas que trabajaban a tiempo completo en el centro forense. ¿Cómo era posible que supiera una trivialidad como el número de empleados de mi plantilla de personal e incluso los nombres y direcciones de algunos de ellos si vivía lejos y se mantenía en el anonimato?

Me aterraba hacer la siguiente pregunta porque me imaginaba cuál era la respuesta.

—Wingo, ¿lo tocaste de algún modo?

—Lo probé, sólo para ver cómo era. —Le temblaba fuertemente la voz y tenía dificultades para hablar debido a los accesos de tos—. Estaba en la encimera, de modo que lo cogí. Sólo lo probé una vez. Olía a rosas.

—¿Lo ha probado alguien más en tu casa?

—No lo sé.

—Quiero que te asegures de que nadie toca ese pulverizador. ¿Me entiendes?

—Sí.

Estaba sollozando.

—Voy a mandar a alguien a que lo recoja; tú cuídate y cuida también de tu familia, ¿de acuerdo?

Estaba llorando tanto que no podía responder.

Cuando llegué a casa, ya pasaban unos minutos de la medianoche. Me sentía tan indispuesta que no sabía por dónde empezar. Llamé a Pete, a Benton y al coronel Fujitsubo. Les conté a todos lo que ocurría y les dije que había que mandar inmediatamente un equipo a casa de Wingo y su familia. Ellos me respondieron también con malas noticias. La niña de Tangier que se había puesto enferma había muerto y ahora se había contagiado un pescador. Fui a mirar el correo electrónico, deprimida y fatigada. Ahí estaba «muerteadoc», tan despreciable y mezquino como siempre. Me alegré. Había enviado el mensaje cuando Keith Pleasants ya se encontraba en la cárcel:

«espejo espejo de la pared dónde has estado»

 

—Cabrón —le grité.

Aquel día había sido insoportable. Todo había sido insoportable: tenía dolores, sentía mareos y estaba completamente harta, de modo que no debería haber entrado en aquel canal; debería haberlo dejado para otra ocasión. Pero le esperé como quien va a batirse en duelo; hice notar mi presencia y aguardé impacientemente a que apareciera el monstruo. Lo hizo.

Muerteadoc: trabajo y esfuerzo

Scarpetta: ¡Qué quieres!

Muerteadoc: estamos enfadados esta noche

Scarpetta: Sí, sí lo estamos.

Muerteadoc: qué te importan unos pescadores ignorantes y sus ignorantes familias y esos ineptos que trabajan para ti

Scarpetta: Ya basta. Dime qué quieres y acabemos de una vez.

Muerteadoc: ya es demasiado tarde el mal ya está hecho se hizo mucho antes de que empezara todo esto

Scarpetta: ¿Lo hiciste tú?

No contestó. Sin embargo, ocurrió algo extraño, pues aunque dejó de responder a las preguntas que le hacía no salió del canal. Pensé en la Brigada Diecinueve y rogué que estuvieran escuchando y que le siguieran de línea en línea hasta dar con su guarida. Pasó media hora. Cuando por fin me desconecté, llamaron al teléfono.

—¡Eres un genio! —Lucy estaba tan eufórica que me hizo daño en el oído—. ¿Cómo demonios te las has apañado para retenerle tanto tiempo?

—¿De qué estás hablando? —pregunté asombrada.

—Hasta ahora lleva once minutos. Te mereces un premio.

—Pero si sólo habré hablado con él unos dos minutos. —Traté de refrescarme la frente con el dorso de la mano—. No sé de qué me estás hablando.

Pero a ella le daba igual.

—¡Hemos cogido a ese hijo de puta! —Estaba loca de alegría—. Está en un camping de Maryland. Unos agentes de Salisbury ya se han puesto en camino. Janet y yo vamos a ir en avión.

Antes de que me levantara de la cama a la mañana siguiente, la Organización Mundial de la Salud había lanzado otro aviso internacional, esta vez contra la loción facial aromática Vita. La OMS trató de tranquilizar a la gente diciendo que el virus sería eliminado, que estábamos trabajando día y noche en la elaboración de la vacuna y que no tardaríamos en conseguirla. Pero de todos modos cundió el pánico.

El virus, al que la prensa había llamado la «viruela imitante», salió en las portadas del
Newsweek
y el
Time
, el Senado iba a formar una subcomisión y la Casa Blanca estaba contemplando la posibilidad de tomar medidas excepcionales. Vita se distribuía desde Nueva York, pero en realidad el fabricante era francés. Lo más preocupante era que «muerteadoc» estaba cumpliendo su amenaza. Aunque en Francia todavía no se había registrado ningún caso de la enfermedad, las relaciones económicas y diplomáticas se volvieron tensas, hasta el punto de que una fábrica de gran tamaño fue obligada a cerrar y los dos países se cruzaron acusaciones sobre quién había manipulado el producto.

Los pescadores habían intentado huir de la isla de Tangier en sus barcos, de modo que la guardia costera había tenido que pedir nuevos refuerzos a puestos tan lejanos como el de Florida. Yo no estaba al corriente de todos los detalles, pero a juzgar por lo que había oído, la situación entre las fuerzas de orden público y los habitantes de la isla había llegado a un punto muerto: habían empezado a bramar los vientos invernales, de modo que los barcos habían echado el ancla y ya no iban a ir a ninguna parte.

Mientras tanto, el CCE había enviado a la casa de Wingo un equipo de aislamiento integrado por médicos y enfermeras y ya se había corrido la voz. Los titulares de la prensa eran alarmantes y la gente estaba evacuando la ciudad, la cual iba a ser difícil de poner en cuarentena, por no decir imposible. Nunca en mi vida había estado tan abatida y enferma como aquella mañana de viernes a primera hora, enfundada en mi albornoz y bebiendo té caliente.

La fiebre me había llegado a los treinta y nueve grados y el Robitussin sólo me había hecho vomitar. Me dolían los músculos del cuello y la espalda como si hubiera estado jugando a fútbol americano contra un equipo armado con garrotes. Pero no podía acostarme; tenía demasiadas cosas que hacer. Llamé a un fiador y recibí la mala noticia de que la única manera de sacar a Keith Pleasants de la cárcel era ir a Richmond y abonar la fianza personalmente, así que salí a coger el coche, pero diez minutos después tuve que dar media vuelta porque me había dejado el talonario encima de la mesa.

—Dios mío, ayúdame por favor —murmuré mientras pisaba el acelerador.

Los neumáticos chirriaron. Crucé mi barrio a una velocidad excesiva y, volando por las esquinas, salí de Windsor Arms en un abrir y cerrar de ojos. Me preguntaba qué habría ocurrido en Maryland durante la noche. Estaba preocupada por Lucy, para quien cada acontecimiento era una aventura; quería utilizar armas, hacer persecuciones a pie y volar en helicópteros y aviones. Tenía miedo de que segaran en flor aquel espíritu suyo, pues conocía la vida demasiado bien y sabía cómo acababa. También me preguntaba si habrían capturado a «muerteadoc», aunque me imaginaba que, de ser así, me lo habrían hecho saber.

No me había hecho falta un fiador en mi vida. Vince Peeler, que era la persona que iba a ver, trabajaba en un establecimiento de reparación de calzado de la calle Broad, junto a una fila de tiendas abandonadas que no tenían nada en los escaparates excepto pintadas y polvo. Era un hombre frágil y de baja estatura, con el pelo negro y engominado y un delantal de cuero. Estaba sentado detrás de una máquina de coser Singer de tamaño industrial, cosiendo una suela nueva a un zapato. Cuando cerré la puerta, me lanzó una mirada penetrante como las que lanzan las personas que saben distinguir un problema cuando lo ven.

—¿Es usted la doctora Scarpetta? —preguntó sin dejar de coser.

—Sí.

Saqué el talonario y un bolígrafo sin el menor deseo de mostrarme amable y preguntándome a cuánta gente violenta habría ayudado aquel hombre a volver a la calle.

—Son quinientos treinta dólares —dijo—. Si desea pagar con tarjeta de crédito, añada el tres por ciento.

Se levantó y se acercó al estropeado mostrador de su establecimiento, en el que se amontonaban los zapatos y las cajas de betún Kiwi. Noté que me miraba de arriba abajo.

—Qué curioso, pensaba que sería mucho mayor —comentó—. Uno lee sobre la gente en el periódico y a veces se lleva impresiones totalmente equivocadas.

—Que le suelten hoy —le ordené mientras arrancaba el talón y se lo daba.

—Sí, claro.

Apartó rápidamente la vista y miró su reloj.

—¿Cuándo?

—¿Cuándo? —respondió retóricamente.

—Sí-dije—. ¿Cuándo van a soltarlo?

Chasqueó los dedos.

—Así de rápido.

—Bien —dije al tiempo que me sonaba la nariz—. Voy a mirar a ver si lo sueltan así de rápido. —Yo también chasqueé los dedos—. Porque si no es así, ¿sabe qué? Pues que también soy abogada, y como estoy de un humor de perros vendré a por usted. ¿Ha quedado claro?

Me sonrió y tragó saliva.

—¿Qué clase de abogado? —preguntó entonces.

—Será mejor que no lo sepa —dije al salir.

Llegué al centro forense unos quince minutos más tarde. En el momento en que me sentaba detrás de mi escritorio, sonó mi busca y llamaron al teléfono. Pero antes de que pudiera hacer nada, apareció Rose de repente, muy nerviosa.

—Todo el mundo está buscándola.

—Como siempre —dije con el entrecejo fruncido, mirando al número que mostraba mi busca—. ¿Qué demonios es esto?

—Pete Marino no tardará en llegar —prosiguió—. Van a mandar un helicóptero a la pista de aterrizaje de la facultad de medicina. El IIMEIEEU también se dirige en este momento hacia aquí en helicóptero. Han comunicado al centro forense de Baltimore que de este asunto se va a ocupar un equipo especial y que al cadáver se le va a practicar la autopsia en Frederick.

La miré directamente a los ojos. Parecía como si se me hubiera helado la sangre.

—¿El cadáver?

—Por lo visto el FBI ha localizado una llamada en un camping.

—Eso ya lo sé. —Se me había acabado la paciencia—. Es un camping de Maryland.

—Creen que han encontrado la caravana del asesino. No conozco bien los detalles, pero dentro hay algo que podría ser un laboratorio. Y también un cadáver.

No podía creerme lo que estaba oyendo.

—¿El cadáver de quién?

—Creen que es el suyo. Un posible suicidio. Se ha pegado un tiro. —Me miró por encima de las gafas e hizo un gesto de negación con la cabeza—. Debería estar en la cama con un tazón de mi caldo de pollo en la mano.

Pete me recogió delante del edificio; un viento racheado barría el centro de la ciudad y azotaba las banderas del estado que había en lo alto de los edificios. Enseguida me di cuenta de que estaba enfadado, pues arrancó apenas hube cerrado la puerta, y luego no dijo nada.

—Gracias —dije mientras quitaba el envoltorio a una pastilla para la tos.

—Sigues enferma.

Tomó la calle Franklin.

—Tienes toda la razón. Gracias por preguntar.

—No sé por qué estoy haciendo esto —dijo. No llevaba uniforme—. Lo que menos me apetece ahora es meterme en un laboratorio de mierda donde alguien está haciendo un virus.

—Tendrás una protección especial —le expliqué.

—Probablemente debería tenerla ahora mismo por estar cerca de ti.

—Tengo la gripe y ya no hay peligro de contagio. Fíate de mí. Sé cómo son estas cosas. Y no te enfades conmigo porque no voy a tolerarlo.

—Espero por tu bien que sea gripe lo que tienes.

—Si fuera algo peor, tendría sarpullidos y más fiebre.

—Ya, pero si estás enferma, ¿no hay más probabilidades de que cojas otra cosa? No sé por qué quieres hacer este viaje. Yo desde luego no quiero hacerlo, cojones. Y no me hace ninguna gracia que me obliguen.

—Entonces déjame aquí y lárgate —dije—. No se te ocurra empezar ahora a quejarte, cuando el mundo entero está a punto de irse a la mierda.

—¿Cómo está Wingo? —preguntó en un tono más conciliador.

—Si quieres que te diga la verdad, estoy muerta de miedo por él —respondí.

Cruzamos la Facultad de Medicina de Virginia y entramos en una pista de aterrizaje situada detrás de una valla, que era adonde llegaban los pacientes y órganos cuando los transportaban por vía aérea al hospital. El IIMEIEEU no había llegado todavía, pero un momento después pudimos oír el potente Blackhawk. La gente que iba en coche y caminaba por las aceras se detuvo a mirar. Varios conductores se salieron de la carretera para ver cómo la magnífica máquina oscurecía el cielo y descendía estrepitosamente, azotando hierba y basura.

Se abrió la puerta y Pete y yo subimos al interior, donde los científicos del IIMEIEEU ya ocupaban los asientos de la tripulación. Estábamos rodeados por el material de rescate; cerca había otro aislador portátil aplastado corno un acordeón. Me dieron un casco con un micrófono; me lo puse y me abroché el arnés de cinco puntos. Luego ayudé a ponerse el suyo a Pete, que se había sentado remilgadamente en una butaca plegable que no había sido construida para personas de su tamaño.

—Espero que los periodistas no se enteren de esto —dijo alguien cuando se cerró la pesada puerta.

Conecté el cable de mi micrófono a un enchufe que había en el techo.

—Se enterarán. Es probable que ya estén al corriente.

A «muerteadoc» le gustaba ser el centro de atención. Yo no me creía que hubiera podido dejar este mundo silenciosamente o sin pedir disculpas como si fuera un presidente. No, la suerte aún nos tenía reservada una sorpresa, aunque yo prefería no imaginarme lo que podía ser. El viaje al parque nacional de la isla James duraba menos de un hora, pero se vio complicado porque el camping estaba cubierto por un espeso pinar. No había dónde aterrizar.

Los pilotos nos dejaron en el puesto de la guardia costera de Crisfield, en un embarcadero llamado la cala de Somer, en el que los veleros y los yates amarrados para el invierno se mecían sobre las agitadas aguas azul marino del río Little Annemessex. Entramos en el ordenado puesto de ladrillo y nos pusimos los trajes de protección para aguas frías y los chalecos salvavidas mientras el jefe Martínez nos ponía al corriente de la situación.

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