Un ambiente extraño (29 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Llamé por teléfono y tuve que esperar media hora en el vestíbulo a que llegara el taxi. Hice el trayecto en silencio, contemplando plazas de mármol y granito pulido, complejos deportivos que me hicieron pensar en los Juegos Olímpicos, y edificios de cristal y metal plateado. Atlanta era una ciudad en lo que todo aspiraba a llegar más alto. Sus suntuosas fuentes parecían un símbolo de generosidad y ausencia de miedo. Me sentía un poco mareada, tenía escalofríos y estaba extrañamente cansada puesto que buena parte de la semana había estado guardando cama. Cuando llegué a la puerta de aerolíneas Delta, ya me había empezado a doler la espalda. No conseguía entrar en calor ni pensar con claridad. Sabía que tenía fiebre.

Empecé a sentirme enferma antes de llegar a Richmond. Cuando Pete me vio en la puerta del aeropuerto, puso cara de auténtico miedo.

—Dios mío, Doc —exclamó—. Tienes un aspecto fatal.

—Es que me siento fatal.

—¿Traes maletas?

—No. ¿Y tú? ¿Traes noticias?

—Pues sí —respondió—. Una pequeña noticia que te va a poner de muy mala leche. Anoche Ring arrestó a Keith Pleasants.

—¿Por qué? —pregunté entre toses.

—Por intentar escaparse. Según parece, cuando salió del vertedero después del trabajo, Ring se puso a seguirle y trató de hacerle parar por exceso de velocidad. Por lo visto, Pleasants se negó a detenerse, de modo que ahora está en la cárcel con una fianza de cinco mil dólares, aunque parezca mentira. No va a poder ir a ninguna parte durante una temporada.

—A eso se le llama hostigamiento. —Me soné la nariz y añadí—: Ring está molestándole a él, está molestando a Lucy y está molestándome a mí.

—Y que lo digas. Quizá deberías haberte quedado en Maryland guardando cama —dijo cuando entramos en el ascensor—. No te lo tomes a mal, pero ¿no iré a coger yo también eso, verdad?

A Pete le aterraba cualquier cosa que no pudiera ver, tanto si era una radiación como si era un virus.

—No sé qué tengo —le expliqué—. Puede que sea gripe.

—La última vez que pillé la gripe estuve dos semanas fuera de combate. —Caminó más despacio para no tener que esperarme—. Además has estado en contacto con otras cosas.

—Entonces ni te acerques ni me toques ni me beses —dije con sequedad.

—Descuida, oye.

Continuamos la conversación cuando salimos a la calle. Hacía una tarde fría.

—Mira, voy a coger un taxi —dije. Estaba tan enfadada con él que tenía ganas de llorar.

—No sé si me parece bien —respondió Pete. Tenía cara de miedo y estaba nervioso.

Hice una señal con la mano, y mientras lo hacía tragué saliva y me tapé la cara. Un taxi Blue Bird viró hacia donde yo estaba.

—Tienes miedo de coger la gripe, como Rose. ¡Todo el mundo tiene miedo de cogerla! —exclamé furiosa—. ¿Sabes una cosa? No tengo casi dinero. Esto es horroroso... Mira mi traje. ¿Crees que la autoclave plancha cualquier cosa y deja un olor agradable? Y de las medias será mejor no hablar. No tengo ni abrigo ni guantes, llego aquí y ¿a cuántos grados resulta que estamos? —Abrí bruscamente la puerta del taxi y añadí—: ¿A uno bajo cero?

Cuando entré, Pete me miró fijamente y me dio un billete de veinte dólares con cuidado de no rozarme con los dedos.

—¿Necesitas algo de la tienda? —preguntó cuando el taxi ya estaba alejándose.

Tenía un nudo en la garganta y los ojos bañados en lágrimas. Saqué unos pañuelos de papel del bolso, me soné la nariz y lloré en silencio.

—No es mi intención molestarla, señora —dijo el taxista, un hombre corpulento de edad avanzada—. Pero ¿adonde vamos?

—A Windsor Farms. Ya le indicaré el camino cuando lleguemos —dije entre hipidos.

—Eso de reñir... —Meneó la cabeza y añadió—: ¿Verdad que es un asco? Me acuerdo de una vez que mi esposa y yo nos pusimos a discutir en una de esas fiestas del pescado en las que se puede comer todo lo que a uno le apetezca. Al final ella cogió el coche y yo me fui andando. Ocho kilómetros tuve que andar. Y por los barrios peligrosos de la ciudad.

Estaba asintiendo con la cabeza y observándome por el espejo retrovisor. Creía que Pete y yo habíamos tenido una pelea de enamorados.

—¿De modo que está casada con un poli? —dijo entonces—. Le he visto llegar al aeropuerto. No hay ni un solo coche camuflado de policía circulando por ahí que pueda engañar a un servidor —afirmó golpeándose el pecho con el pulgar.

Tenía un dolor de cabeza atroz y me escocía la cara. Me recosté en el asiento y cerré los ojos mientras él me hablaba de la época en que había vivido en Filadelfia y me decía que esperaba que no nevara mucho aquel invierno. La fiebre me dio sueño y me quedé dormida. Cuando me desperté, no sabía dónde me encontraba.

—Señora, señora... Ya hemos llegado —estaba diciéndome el taxista en voz alta para espabilarme—. ¿Adonde vamos ahora?

Acababa de tomar Canterbury y se había detenido delante de un stop.

—Por ahí. Doble a la derecha y siga por Dover —respondí.

Le indiqué cómo llegar a mi barrio y su cara empezó a reflejar un creciente desconcierto cuando pasamos por delante de las fincas de estilo tudor y georgiano que había detrás de las tapias de la zona más rica de la ciudad. Al detenerse delante de la puerta se quedó mirando la piedra con que estaba construida mi casa y el terreno arbolado que la circundaba; cuando me apeé del taxi, me escrutó con la mirada.

—No se preocupe —me respondió cuando le di el billete de veinte dólares y le dije que se quedara con el cambio—. Yo he visto de todo, señora, pero nunca he dicho nada.

Se pasó la mano por la boca como si fuera una cremallera y me guiñó un ojo. Se pensaba que era la esposa de un hombre rico y que tenía una tempestuosa aventura amorosa con un detective de policía.

—Es una buena norma de conducta —respondí tosiendo.

Aunque la alarma antirrobo me recibió con su habitual pitido de aviso, al llegar a casa sentí un alivio como no había sentido nunca en la vida. Sin perder más tiempo, me quité la ropa esterilizada y me di inmediatamente una ducha caliente, inhalando el vapor y tratando de eliminar los estertores que tenía en los pulmones. Cuando estaba arrebujándome con un grueso albornoz de felpa, sonó el teléfono. Eran las cuatro en punto de la tarde.

—¿Doctora Scarpetta?

Era Fielding.

—Acabo de llegar a casa —dije.

—Por la voz que tiene, no parece que esté bien.

—No lo estoy.

—Pues la noticia que tengo que darle no va a contribuir a que mejore —dijo—. En Tangier hay otros dos posibles casos.

—Oh, no... —exclamé.

—Una mujer y su hija. Tienen cuarenta grados de fiebre y sarpullidos. El CCE ha desplegado un equipo con aisladores para camas.

—¿Cómo está Wingo? —pregunté.

Se quedó un momento callado, como si estuviera perplejo.

—Bien. ¿Por qué?

—Me ayudó a examinar el torso —le recordé.

—Ah, sí. Bueno, está como siempre.

Me senté aliviada y cerré los ojos.

—¿Alguna novedad respecto a las muestras que ha llevado a Atlanta?

—Espero que estén haciendo análisis con la poca gente que hayan podido reunir.

—Entonces todavía no sabemos de qué se trata.

—Jack, todo apunta a la viruela —respondí—. Eso es lo que parece por el momento.

—Yo nunca la he visto. ¿Y usted?

—No la había visto hasta ahora. Puede que la lepra sea peor. Morir de una enfermedad es espantoso, pero si además uno acaba desfigurado es una crueldad. —Volví a toser. Tenía mucha sed—. Ya hablaremos mañana y decidiremos qué vamos a hacer.

—No me parece que deba usted ir a ninguna parte.

—Tienes toda la razón, pero no me queda más remedio.

Colgué y traté de localizar al doctor Bret Martin en el Centro de Prevención y Control de Enfermedades de Atlanta, pero me salió un contestador y él no respondió a mi llamada. También le dejé un recado al coronel Fujitsubo, pero tampoco respondió a mi llamada, por lo que me imaginé que estaría en casa, como la mayoría de sus colegas. La guerra de los presupuestos proseguía con toda su fuerza.

—¡Mierda! —exclamé mientras ponía a calentar una tetera llena de agua y buscaba té en una alacena—. ¡Mierda, mierda, mierda!

A Benton lo llamé poco antes de las cinco. Al menos en Quantico había gente que seguía trabajando.

—Gracias a Dios que todavía hay alguien que responde al teléfono —le solté a su secretaria.

—Aún no han decidido si soy innecesaria o no —respondió.

—¿Está en su despacho? —pregunté.

Benton se puso al teléfono; parecía tan alegre y lleno de energía que enseguida me puso los nervios de punta.

—No tienes derecho a estar tan animado —dije.

—Tienes gripe.

—No sé qué tengo.

—Ése es el problema, ¿no?

Estaba preocupado y se había puesto de malhumor.

—No lo sé. Hasta el momento todo son suposiciones.

—No es mi intención ser alarmista...

—Entonces no lo seas —barboté.

—Kay —dijo con voz firme—. Tienes que hacer frente a esta situación. ¿Y si no es gripe lo que tienes?

No dije nada; era incapaz de considerar tal posibilidad.

—Por favor —insistió—. No le restes importancia. No aparentes que no es nada, como haces con la mayoría de las cosas en la vida.

—Me estás poniendo furiosa —le espeté—. Llego al aeropuerto y me encuentro con que Pete no quiere que entre en su coche, de modo que cojo un taxi y el taxista se piensa que tenemos una aventura y que el ricachón de mi marido no sabe nada. Y mientras tanto yo tengo una fiebre y unos dolores horrorosos, y lo único que quiero es llegar a casa.

—¿Que el taxista piensa que tenéis una aventura?

—Mira, déjalo.

—¿Cómo sabes que tienes la gripe y no otra cosa?

—No tengo sarpullidos. ¿Es eso lo que querías oír?

Se produjo un prolongado silencio. Luego dijo:

—¿Y si te salen?

—Entonces es probable que me muera, Benton. —Volví a toser—. Seguramente no volverás a tocarme, y si todo sigue su curso yo no querré que me veas. Resulta más fácil preocuparse por los merodeadores, los asesinos múltiples y las personas a las que puedes eliminar de un tiro. Pero lo que a mí siempre me ha dado miedo es lo que no puedes ver. Te pilla un día soleado en un lugar público y se te mete en el cuerpo con la limonada. Me han vacunado contra la hepatitis B, pero éste no es más que un asesino de los muchísimos que hay. Luego están la tuberculosis, el sida, el Hanta, el Ebola y también éste. Dios... —Respiré hondo y añadí—: Todo empezó con el torso, pero yo no sabía nada.

—Me han contado lo de los dos nuevos casos —dijo. Su tono de voz era ahora dulce y tranquilo—. Puedo estar ahí dentro de dos horas. ¿Quieres verme?

—En este preciso momento no quiero ver a nadie.

—Da igual. Salgo ahora mismo.

—Benton —dije—. No lo hagas.

Pero ya se había decidido. Aparcó su ronco BMW delante de mi casa cuando faltaba poco para la medianoche. Salí a recibirle a la puerta, pero no nos tocamos.

—Vamos a sentarnos ante la chimenea —dijo.

Así lo hicimos, y él tuvo el detalle de prepararme otra taza de café descafeinado. Yo me senté en el sofá y él en una silla. Las llamas alimentadas por el gas envolvían el tronco artificial de la chimenea; yo había disminuido la intensidad de las luces.

—No dudo de tu teoría —me dijo tras beber pausadamente un poco de coñac.

—Puede que mañana sepamos más.

Tenía la mirada clavada en el fuego. Sentía escalofríos y estaba sudando.

—En este momento me da igual ese maldito asunto.

Me miró intensamente.

—Pues no debería —dije secándome la frente con una manga.

—Te digo que me da igual.

Guardé silencio. Tenía la mirada clavada en mí.

—Quien me importa eres tú —afirmó.

Yo seguía sin responder.

—Kay... —dijo agarrándome el brazo.

—No me toques, Benton. —Cerré los ojos—. No lo hagas. No quiero que tú también te pongas enfermo.

—¿Ves cómo te es más cómodo estar enferma? Así no puedo tocarte. Y mientras, la noble doctora se preocupa más por mi bienestar que por el suyo.

No dije nada; había decidido no llorar.

—Te es más cómodo. Quieres estar enferma para que nadie se pueda acercar a ti. Pete se niega incluso a llevarte a casa, y yo no puedo ponerte las manos encima; Lucy no puede verte, y Janet tiene que hablarte con un cristal por medio.

—¿Qué quieres decir? —pregunté mirándole.

—Que tu enfermedad es funcional.

—Vaya, eso debiste de estudiarlo en la universidad. O quizás hiciste un curso de postgrado de psicología o algo por el estilo.

—No te burles de mí.

—Nunca me he burlado de ti.

Volví la cara hacia la chimenea con los ojos fuertemente cerrados. Sabía que le había hecho daño.

—Kay. No te me mueras.

No dije nada.

—Que no se te ocurra. —Le temblaba la voz—. ¡Que no se te ocurra!

—No vas a librarte tan fácilmente... —dije levantándome—. Vamos a la cama.

Durmió en la habitación en la que solía quedarse Lucy, y yo me pasé casi toda la noche despierta, tosiendo y tratando de encontrar una posición cómoda, lo cual me resultó sencillamente imposible. A la mañana siguiente, Benton se levantó a las seis y media, y el café ya estaba saliendo cuando entré en la cocina. Al mirar por la ventana vi cómo la luz se filtraba por entre los árboles, y supe que hacía un frío helador por lo abarquilladas que estaban las hojas de los rododendros.

—Estoy preparando el desayuno —anunció Benton—. ¿Qué quieres?

—No me apetece nada.

Estaba débil, y al toser tenía la sensación de que se me desgarraban los pulmones.

—Es evidente que has empeorado. —La preocupación se reflejó por un instante en sus ojos—. Deberías ir al médico.

—Para eso ya estoy yo. Además es demasiado pronto para ir a ver a uno.

Me tomé una aspirina, un descongestionante y mil miligramos de vitamina C. Luego me comí un bollo, pero cuando ya empezaba a sentirme casi como un ser humano, llamó Rose y me dejó destrozada.

—¿Doctora Scarpetta? La mujer de Tangier ha muerto esta mañana.

—Dios mío... —Estaba sentada a la mesa de la cocina, mesándome el pelo—. ¿Y su hija?

—Está grave. O al menos lo estaba hace unas horas.

—¿Y el cadáver?

Benton estaba detrás de mí, haciéndome un masaje en los hombros y en el cuello.

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