Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—¿Sabe que estoy aquí?
La pregunta era ambigua, pero ella sabía a quién me refería.
—Sí —respondió—. Pete Marino me pidió que le llamara.
—¿Y qué dijo? —pregunté.
—Preguntó qué tal estaba. —Empezaba a mostrarse evasiva—. Está en Georgia, investigando un antiguo caso relacionado con dos personas a las que mataron a puñaladas en una tienda de bebidas alcohólicas de un pueblo situado cerca de la isla de St. Simons.
—Ah, de modo que está de viaje.
—Creo que sí.
—¿Dónde vas a quedarte?
—Voy a quedarme con la brigada. Estaré alojada en Baltimore, en el puerto.
—¿Y Lucy? —pregunté nuevamente, esta vez de forma que no pudiera salirse por la tangente—. ¿Vas a decirme qué ocurre realmente, Janet?
Respiré el aire filtrado y la miré por el cristal. Sabía que era incapaz de mentirme.
—¿Va todo bien? —insistí.
—Doctora Scarpetta, he venido sola por dos motivos —dijo finalmente—. En primer lugar, Lucy y yo hemos tenido una fuerte discusión sobre la posibilidad de que se comunique con ese tío por Internet, así que todas las personas relacionadas con el caso han pensado que sería mejor que no fuera ella quien hablase con usted sobre el tema.
—Eso puedo comprenderlo —dije—. Y estoy de acuerdo.
—El segundo motivo es mucho más desagradable —continuó—. Tiene que ver con Carrie Grethen.
El mero hecho de oír mencionar su nombre me llenó de asombro y de rabia. Años atrás, cuando Lucy estaba desarrollando la RIAIC, había trabajado con Carrie. Luego habían entrado a robar en el SI A, y Carrie había hecho lo posible para que echaran la culpa a mi sobrina. Carrie también había sido cómplice de unos asesinatos espantosos y sádicos cometidos por un psicópata.
—Sigue en la cárcel —dije.
—Lo sé. Pero su juicio se va celebrar en primavera —respondió Janet.
—Estoy al corriente de ello —dije, pese a que no sabía a qué se refería.
—Usted es el testigo clave. Sin usted, el estado se quedará prácticamente sin argumentos, al menos si se trata de un juicio con jurado.
—Janet, estoy totalmente desorientada —dije. Volvía a dolerme la cabeza, pero esta vez el dolor era horrible.
Janet respiró hondo.
—Estoy segura de que sabrá que durante una época Lucy y Carrie estuvieron muy unidas. —Titubeó, y luego repitió—: Muy unidas.
—Claro que sí —dije con impaciencia—. Lucy era una adolescente y Carrie la sedujo. Sí, sí, lo sé todo al respecto.
—Percy Ring también.
La miré conmocionada.
—Parece que ayer Ring fue a ver al fiscal que lleva el caso, Rob Schurmer, y le dijo, de amigo a amigo, que tiene un gran problema porque la sobrina del testigo principal tuvo un lío con la acusada.
—Es increíble. ¡Qué hijo de puta...!
Era abogada, de modo que sabía lo que aquello significaba. Lucy tendría que prestar declaración y sería interrogada sobre la relación que había mantenido con otra mujer. La única manera de evitarlo era que yo renunciara a testificar, con lo cual el crimen de Carrie quedaría impune.
—Lo que hizo no tiene nada que ver con los crímenes de Carrie —dije. Estaba tan enfadada con Ring que hubiera sido capaz de agredirle.
Janet se cambió el teléfono de oído, tratando de mostrarse tranquila. Pero yo notaba que tenía miedo.
—No hace falta que le diga cómo son este tipo de cosas —dijo—. No se puede abrir el pico. Digan lo que digan, no está tolerado. Lucy y yo somos muy prudentes. Es posible que la gente sospeche, pero en el fondo nadie sabe nada. No andamos por ahí vestidas de cuero y llevando cadenas.
—De eso no cabe duda.
—Creo que esto podría acabar con ella —afirmó inexpresivamente—. Habrá mucha publicidad, y no quiero imaginarme cómo será el ambiente en el ERR cuando aparezca por ahí después del juicio. Con todos los machistas que hay... Ring está haciendo esto con el único fin de acabar con ella. Y quizá también para acabar con usted y conmigo. No puede decirse que esto me vaya a beneficiar profesionalmente.
Ya había hablado suficiente. Me hacía cargo de la situación.
—¿Sabe alguien qué le respondió Schurmer a Ring?
—Se puso de los nervios, llamó a Pete y le dijo que no sabe qué va a hacer y que cuando se entere la defensa, para él el caso estará acabado. Luego Pete me llamó a mí.
—A mí no me ha dicho nada.
—No quería darle un disgusto en este momento —me explicó Janet—. Además creía que no le correspondía a él contárselo.
—Comprendo —dije—. ¿Lucy lo sabe?
—Se lo he contado.
—¿Y?
—Hizo un agujero en la pared del dormitorio de una patada —me respondió Janet—. Luego dijo que si era necesario prestaría declaración.
Janet apretó la palma de la mano contra el cristal y extendió los dedos a la espera de que yo hiciera lo mismo. Era lo más parecido a tocarnos que podíamos hacer; los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Me siento como si hubiera cometido un crimen —dije aclarándome la garganta.
L
a enfermera me trajo el equipo informático a la habitación, me lo dio sin decir palabra y se fue acto seguido. Me quedé un momento mirando el ordenador portátil como si fuera algo que pudiese hacerme daño. Estaba incorporada en la cama, donde seguía sudando muchísimo y sintiendo frío al mismo tiempo.
No sabía si el estado en que me encontraba se debía a un microbio o a una especie de ataque de nervios causado por lo que acababa de contarme Janet. Lucy había querido ser agente del FBI desde pequeña y ya era uno de los mejores que tenía el cuerpo. La situación era totalmente injusta. No había hecho nada excepto cometer el error de dejarse llevar por una persona perversa cuando sólo tenía diecinueve años. Me moría por salir de aquella habitación e ir a buscarla. Quería irme a casa. Cuando estaba a punto de llamar a la enfermera, entró una nueva en la habitación.
—¿Podrían traerme un uniforme limpio de laboratorio? —le pregunté.
—Puedo traerle una bata.
—Prefiero una camisa y un pantalón.
—Bueno, se sale un poco de lo habitual —dijo ella frunciendo el entrecejo.
—Lo sé.
Conecté el ordenador al enchufe del teléfono y apreté un botón para encenderlo.
—Como no solucionen la crisis presupuestaria en la que se encuentran, al final no quedará nadie para limpiar uniformes en la autoclave ni para hacer nada de nada. —La enfermera, que iba vestida con un traje azul, siguió hablando al tiempo que me ajustaba la colcha sobre los pies—. Esta mañana han dicho en las noticias que, según el presidente, Comidas sobre Ruedas va a quebrar, que el Departamento de Protección Medioambiental no va a limpiar los vertederos de residuos tóxicos, que es posible que cierren los juzgados federales y que ya podemos ir olvidándonos de las visitas a la Casa Blanca. ¿Quiere que le traiga ya la comida?
—Gracias —dije mientras ella continuaba su letanía de malas noticias.
—Y luego está lo de los seguros de enfermedad, la contaminación del aire, el control de la epidemia de gripe de este invierno y la investigación de la posible presencia del parásito
cryptosporidium
en el agua de los depósitos. Tiene suerte de encontrarse aquí en este momento. Es posible que la semana que viene no abramos.
No quería oír hablar de problemas presupuestarios, pues la mayor parte de mi tiempo la dedicaba a discutir con los jefes de departamento y enfrentarme con los diputados en la cámara legislativa por ese motivo. Me preocupaba que cuando las consecuencias de la crisis federal se hicieran notar en el ámbito estatal, mi nuevo edificio quedara inacabado y volvieran a recortar despiadadamente los fondos que recibía en aquel momento, que ya eran bastante escasos. No había grupos de presión para los muertos. Mis pacientes no tenían partido y no votaban.
—Puede elegir entre dos cosas —estaba diciendo la enfermera.
—¿Perdone?
Volví a prestarle atención.
—Pollo o jamón.
—Pollo. —No tenía nada de hambre—. Y té caliente.
La enfermera desconectó su tubo de aire y me dejó tranquila. Puse el ordenador sobre la bandeja y entré en America Online. Fui directamente a mi buzón. Había abundante correo, pero ningún mensaje de «muerteadoc» que la Brigada Diecinueve no hubiera abierto ya. Fui abriendo menús hasta que llegué a los canales, bajé una lista de los miembros y miré cuántas personas había en el denominado M.F.
No había nadie, de modo que entré sola en el canal y me recosté en las almohadas con la mirada clavada en la pantalla en blanco y en la fila de iconos que había en la parte superior. No había realmente nadie con quien hablar, y pensé en lo ridículo que aquello debía parecerle a «muerteadoc» si estaba mirando. ¿No resultaría evidente lo que estaba haciendo si hablaba sola en la habitación? ¿No parecería que estaba esperando? En cuando se me pasó esta idea por la cabeza, apareció una frase escrita en la pantalla de mi ordenador y me puse a responder.
Quincy: Hola. ¿Cuál es el tema de conversación de hoy?
Scarpetta: La crisis presupuestaria. ¿Cómo está afectándole a usted?
Quincy: Trabajo en el centro de Washington D.C. Es una pesadilla.
Scarpetta: ¿Es usted médico forense?
Quincy: Nos hemos visto en reuniones. Conocemos a algunas de las mismas personas. Hoy no hay mucha gente, aunque si uno tiene paciencia, siempre puede mejorar.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Quincy era uno de los agentes secretos de la Brigada Diecinueve. Continuamos la conversación hasta que me trajeron la comida; luego la reanudamos y seguimos casi una hora más. Quincy y yo charlamos sobre nuestros problemas y sobre cualquier cosa que pensáramos que podría ser un tema de conversación normal entre médicos forenses o personas con las que éstos pudieran cambiar impresiones. Pero «muerteadoc» no se tragó el anzuelo.
Dormí una siesta y me desperté poco después de las cuatro. Me quedé un momento totalmente quieta pues no sabía dónde estaba. Pero me acordé con deprimente rapidez: estaba encogida debajo de la bandeja y con el ordenador todavía abierto encima de ella. Me incorporé, entré de nuevo en AOL y volví al canal M.F. Esta vez se conectó también alguien llamado MEDEX, con quien hablé del tipo de base de datos que utilizaba en Virginia para obtener información sobre casos y hacer búsquedas selectivas de datos para estadísticas.
A las cinco y cinco en punto sonó un timbrazo desafinado dentro de mi ordenador y surgió en la pantalla en primer plano la ventana de
Mensaje urgente.
Contemplé incrédulamente cómo aparecía el mensaje de «muerteadoc». Sabía que no había nadie más en el canal que pudiera leer aquellas palabras.
Muerteadoc: te crees muy lista
Scarpetta: ¿Quién eres?
Muerteadoc: ya sabes quién soy soy lo que haces
Scarpetta: ¿Qué hago?
Muerteadoc: muerte doctora muerte tú eres yo
Scarpetta: Yo no soy tú.
Muerteadoc: te crees muy lista
De pronto se calló, y cuando hice clic sobre el botón de
Disponible
vi que se había desconectado. El corazón me palpitaba con fuerza. Mandé otro mensaje a MEDEX para decirle que me había entretenido con una visita, pero no obtuve respuesta y me encontré otra vez sola en el canal.
—Mierda... —exclamé entre dientes.
Volví a probar a las diez de la noche, pero no apareció nadie excepto Quincy, quien me dijo que teníamos que reunirnos otra vez por la mañana. Todos los demás médicos se habían ido a casa, añadió. Luego vino a verme la misma enfermera y estuvo muy amable conmigo. Lamenté que tuviera que trabajar tantas horas y sufrir la molestia de tener que llevar un traje azul cada vez que entraba en mi habitación.
—¿Dónde está la enfermera que hace este turno? —pregunté mientras me tomaba la temperatura.
—Soy yo. Todas lo estamos haciendo lo mejor que podemos.
No era la primera vez que hacía una referencia a las bajas forzosas. Yo hice un gesto de asentimiento.
—Ya se han ido prácticamente todos los empleados de laboratorio —prosiguió—. Puede que mañana, cuando despierte, sea la única persona que haya en todo el edificio.
—Ahora sí que voy a tener pesadillas —comenté mientras ella me ponía la abrazadera para tomarme la tensión.
—Bueno, usted se siente bien, y eso es lo importante. Desde que empecé a venir aquí, no he dejado de imaginarme que pillo alguna cosa. Basta con que tenga el menor dolor, molestia o estornudo y, bueno, ya empiezo a preocuparme. Dígame, ¿qué clase de médico es usted?
Se lo dije.
—Yo quería ser pediatra, pero me casé.
—Nos encontraríamos en un verdadero aprieto si no fuera por las buenas enfermeras como usted —dije con una sonrisa.
—La mayoría de los médicos no se molestan nunca en reconocerlo. Se dan unos aires...
—Hay algunos que se los dan, desde luego —admití.
Traté de dormir, pero me pasé toda la noche dando vueltas. Las luces del aparcamiento que había debajo de mi ventana entraban por la persiana, y me pusiera como me pusiera, no conseguía relajarme. Me resultaba difícil respirar y el corazón no se me calmaba. Por fin, a las cinco de la madrugada, me incorporé y encendí la luz. No habían pasado cinco minutos cuando apareció la enfermera en la habitación.
—¿Está usted bien?
Tenía cara de agotamiento.
—No consigo dormir.
—¿Quiere que le traiga algo?
Dije que no con la cabeza y encendí el ordenador. Entré en AOL y volví al canal, que estaba vacío. Hice clic en el botón de
Disponible
para ver si «muerteadoc» estaba conectado al sistema y, si así era, dónde se encontraba. No había ni rastro de él, de modo que empecé a recorrer los diversos canales disponibles para los suscriptores y sus familias.
Desde luego había canales para todos los gustos: para gente que quería ligar, para solteros, gays, lesbianas, indígenas americanos, afroamericanos y perversos. Quienes preferían el
bondage
, el sadomasoquismo, el sexo en grupo, el bestialismo o el incesto tenían la posibilidad de conocerse allí y de intercambiar obras de arte pornográficas. El FBI no podía hacer nada al respeto. Todo era legal.
Me incorporé, abatida, apoyándome sobre las almohadas y me quedé dormida sin querer. Una hora después, cuando volví a abrir los ojos, me encontraba en un canal llamado
Amor artístico.
En la pantalla había un mensaje esperándome tranquilamente. «Muerteadoc» había dado conmigo: