Un ambiente extraño (35 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—En este momento tenemos muchos problemas que resolver —nos dijo andando de un lado a otro por la moqueta de la sala de comunicaciones, que era donde nos habíamos reunido todos—. Para empezar, los habitantes de Tangier tienen parientes aquí y nos hemos visto obligados a apostar guardas armados en las carreteras de salida de la ciudad porque ahora el CCE tiene miedo de que los habitantes de Crisfield se vayan.

—Aquí no se ha puesto enfermo nadie —dijo Pete, que estaba forcejeando con los bajos del pantalón para ponérselos sobre las botas.

—Cierto, pero no me extrañaría que algunas personas se escabulleran de Tangier y vinieran aquí cuando comenzó este asunto. En resumidas cuentas, no esperen que les traten con mucha cordialidad por estos pagos.

—¿Quién está en el camping? —preguntó un científico del IIMEIEEU.

—En este momento, los agentes del FBI que encontraron el cadáver.

—¿Y los demás campistas? —preguntó Pete.

—Lo que me han contado es que cuando llegaron los agentes encontraron unos doce campistas, y sólo uno con conexión telefónica, el de la plaza dieciséis. Llamaron a la puerta, pero como no respondió nadie, se asomaron a la ventana y vieron un cadáver en el suelo.

—¿Los agentes no entraron? —pregunté.

—No. Se dieron cuenta de que podía ser el autor de los crímenes, tuvieron miedo de contagiarse y no entraron. Pero me temo que uno de los guardas del parque nacional sí que entró.

—¿Por qué? —quise saber.

—Ya sabe lo que dicen: que la zorra perdió la cola por curiosa. Al parecer, uno de los agentes fue a la pista de aterrizaje que han utilizado ustedes a recoger a otros dos agentes o algo así. Al ver que no había nadie mirando, el guarda entró, pero salió acto seguido como alma que lleva el diablo y dijo que dentro había una especie de monstruo que parecía salido de una historia de Stephen King. Parece mentira... —Se encogió de hombros y puso los ojos en blanco.

Miré al equipo del IIMEIEEU.

—Nos lo llevaremos —anunció un joven cuyas insignias del ejército lo identificaban como capitán—. A todo esto, me llamo Clark y éste es mi equipo —me dijo—. Cuidarán bien de él, le pondrán en cuarentena y no le quitarán ojo de encima.

—Plaza dieciséis... —dijo Pete—. ¿Sabemos algo sobre la persona que la alquiló?

—Todavía no disponemos de esa información —respondió Martínez—. ¿Está todo el mundo listo? —preguntó, lanzándonos una mirada escrutadora. Ya era hora de partir.

La guardia costera nos llevó en dos botes salvavidas Boston porque el lugar al que íbamos era poco profundo para una lancha o una patrullera. Martínez pilotaba el mío; iba de pie y tranquilo, como si navegar por aguas encrespadas a setenta y cinco kilómetros por hora fuera algo normal. Yo estaba segura de que iba a caerme al agua en cualquier momento y, como iba sentada a un lado, me agarraba con fuerza a la borda. Era como estar subida a lomos de un toro mecánico: el aire me entraba con tanta fuerza por la nariz y por la boca que tenía dificultades para respirar.

Pete iba sentado al otro lado del bote y tenía cara de ir a vomitar. Intenté decirle moviendo los labios que se tranquilizara, pero él me miraba inexpresivamente y se agarraba a la embarcación con todas sus fuerzas. Finalmente frenamos en una cala llamada Flat Cat, en la que abundaban el fleo y la retama; cerca del camping había letreros que rezaban PROHIBIDO HACER RUIDO.

Yo no veía nada más que pinos. Luego, cuando nos aproximamos, vimos unos caminos, unos cuartos de baño, un pequeño puesto de guardia y un campista mirando. Martínez nos condujo suavemente hasta el embarcadero; cuando se detuvo el motor, un guarda sujetó el bote a un poste. Desembarcamos con paso vacilante y Pete me dijo:

—Voy a vomitar.

—No, no lo vas a hacer —le respondí agarrándole del brazo.

—No pienso entrar en esa caravana.

Di media vuelta y le miré a la cara. Estaba pálido.

—Tienes razón. Será mejor que no entres —dije—. Eso me corresponde a mí, pero antes hemos de encontrar al guarda.

Pete se alejó a grandes pasos antes de que entrara en el embarcadero el segundo bote. Yo miré entre los árboles hacia la caravana de «muerteadoc»: era bastante vieja y estaba sin el vehículo con el que la habían remolcado. La habían aparcado lo más lejos posible del puesto de guardia, a la sombra de unos pinos tedas. Cuando hubo desembarcado todo el mundo, el equipo del IIMEIEEU repartió los conocidos trajes naranjas, los equipos de respiración y unos acumuladores para cuatro horas de reserva.

—Esto es lo que vamos a hacer. —Era Clark, el jefe del equipo del IIMEIEEU, el que estaba hablando—. Vamos a vestirnos y a sacar el cadáver.

—Me gustaría entrar yo en primer lugar —dije—. Sola.

—De acuerdo. —Hizo un gesto de asentimiento y añadió—: Luego, aunque espero que no haya nada, miraremos si hay algo peligroso dentro, sacaremos el cadáver y nos llevaremos la caravana.

—La caravana es una prueba —le avisé mirándole—. No podemos llevárnosla por las buenas.

Adiviné lo que estaba pensando por la cara que puso. Si el asesino estaba muerto, el caso quedaba cerrado. La caravana constituía un peligro biológico y había que quemarla.

—No —le dije—. No vamos a cerrar este caso tan rápidamente. No podemos hacerlo.

Se volvió hacia la caravana y dio un resoplido en señal de frustración.

—Voy a entrar —dije—. Luego ya les diré lo que podemos hacer.

—De acuerdo. —Levantando la voz una vez más, exclamó—: Vamos, chicos. Que no entre nadie excepto la forense, a menos que se diga lo contrario.

Los científicos del IIMEIEEU nos siguieron por el bosque arrastrando el aislador, que parecía un misterioso furgón de municiones perteneciente a un mundo extraño. El aire era limpio y fresco y las agujas de los pinos crujían bajo nuestros pies como espigas de trigo. Ya estábamos cerca de la caravana. Era una
roulotte
Dutchrnan de unos cinco metros y medio de largo y tenía un toldo de rayas naranjas extendido.

—Es antigua. Tendrá unos ocho años —comentó Pete, que entendía en ese tipo de cosas.

—¿Qué vehículo se necesita para remolcarlo? —pregunté mientras nos poníamos los monos.

—Una furgoneta —respondió—. O una camioneta. No es preciso que tenga muchos caballos. ¿Qué hay que hacer con los monos? ¿Ponérnoslos encima de todo lo que llevamos puesto?

—Sí —respondí cerrando las cremalleras—. Lo que me gustaría saber es qué ha ocurrido con el vehículo que utilizaron para remolcar la caravana hasta aquí.

—Buena pregunta —dijo jadeando debido al esfuerzo—. ¿Y dónde está la matricula?

Acababa de conectar el aire cuando salió de entre los árboles un joven con un uniforme verde y un sombrero de color pardo, que pareció desconcertado al vernos a todos con nuestras capuchas y nuestros trajes naranjas. Saltaba a la vista que tenía miedo.

Se presentó diciendo que era el guarda del turno de noche, pero no se acercó a nosotros.

Pete fue el primero en dirigirle la palabra.

—¿Ha visto alguna vez a alguien en esta caravana?

—No —respondió.

—¿Y los guardas de los otros turnos?

—Nadie recuerda haber visto a nadie; sólo hemos visto luces encendidas alguna noche. Es difícil saber si vivía alguien en ella. Como puede ver, está aparcada bastante lejos del puesto. Desde aquí se puede ir a las duchas o a cualquier otra parte sin que te vean necesariamente.

—¿No hay más campistas aquí? —pregunté en medio de la ráfaga de aire que soplaba dentro de mi capucha.

—Ahora no. Había unas tres personas más cuando encontraron el cadáver, pero les sugerí que se fueran porque había peligro de enfermedad.

—¿No las interrogó antes? —preguntó Pete. Le contrariaba que el joven guarda hubiera ahuyentado a todos nuestros testigos.

—Nadie sabía nada, excepto una persona que creía que se había cruzado con él —dijo indicando la caravana con la cabeza—. Se lo encontró anteanoche, en el cuarto de baño. Era un tío grande y mugriento, moreno y con barba.

—¿Estaba duchándose? —pregunté.

—No, señora. —Tras un momento de indecisión, añadió—: Estaba meando.

—¿No tiene la caravana cuarto de baño?

—Pues no lo sé. —Volvió a titubear—. Si quiere que le diga la verdad, apenas he estado dentro. Salí en cuanto vi el bicho ese. Me largué a todo correr.

—¿No sabe con qué la remolcaron? —preguntó Pete entonces.

El guarda parecía ahora muy incómodo.

—En esta época del año esto suele estar muy tranquilo y oscuro. No tenía por qué fijarme en el vehículo al que iba enganchado; de hecho, ni siquiera recuerdo que estuviera enganchado a uno.

—Pero tendrá la matrícula —insistió Pete mirándole por la capucha con cara de pocos amigos.

—Claro que sí. —El guarda pareció aliviado y sacó un papel doblado del bolsillo—. Tengo su inscripción aquí mismo. —Lo desdobló—. Ken A. Perley, Norfolk, Virginia.

Entregó el papel a Pete, quien exclamó sarcásticamente:

—Estupendo. Es el nombre del dueño de la tarjeta que robó ese cabrón, así que seguramente el número de matrícula también sea correcto. ¿Cómo pagó?

—Con un cheque bancario.

—¿Y se lo entregó a alguien en persona? —quiso saber Pete.

—No. Hizo la reserva por correo. Nadie vio nada excepto el formulario que tiene en la mano. Como ya le he dicho, no lo hemos visto.

—¿Y el sobre en el que llegó? —preguntó Pete—. ¿Lo han lardado? Lo digo porque es probable que venga el matasellos.

El guarda hizo un gesto de asentimiento, muy nervioso, y miró a los científicos, que estaban pendientes de cada palabra que decía. Luego clavó la vista en la caravana y se humedeció s labios.

—¿Le importa si le pregunto qué hay ahí dentro y qué va ocurrirme por haber entrado? —preguntó con voz entregada. Parecía que iba ponerse a llorar.

—Puede que se haya contagiado de un virus —le informé—. Pero no lo sabemos con seguridad. Todas estas personas van a ocuparse de usted.

—Me han dicho que van a encerrarme en una habitación, no en una celda de aislamiento. —Su miedo se había hecho .patente: tenía los ojos desorbitados y hablaba en voz alta—. Quiero saber exactamente qué he podido coger ahí dentro!

—Le meterán en el mismo sitio donde estuve yo la semana pasada —le aseguré—, en una agradable habitación donde atenderán unas amables enfermeras. Pasará unos días en observación. Eso es todo.

—Tómeselo como unas vacaciones. No es para tanto, en serio. No se asuste porque nos vea con estos trajes —dijo Peter como si supiera algo sobre el tema.

Siguió hablando como si fuera un gran experto en enfermedades infecciosas. Yo los dejé y me acerqué a solas a la caravana. Me quedé un momento parada a unos metros de distancia y miré alrededor. A mi izquierda había unas hectáreas de árboles, y más allá el río donde habíamos amarrado los botes. A la derecha, detrás de otros árboles, se oía el ruido de la autopista. La caravana estaba situada sobre un suave lecho de agujas de pino; lo primero en lo que me fijé fue en la zona raspada del enganche blanco del remolque.

Me acerqué y, tras ponerme en cuclillas, pasé los dedos sobre los profundos arañazos que había en el aluminio sobre el que debería haber estado el número de identificación del vehículo. Luego me fijé en un pedazo de vinilo chamuscado que había cerca del techo y llegué a la conclusión de que habían quemado la segunda matrícula con un soplete de propano. A continuación rodeé la caravana para ir al otro lado.

La puerta no estaba cerrada con llave; en realidad se hallaba entreabierta pues la habían forzado con alguna herramienta. Aunque estaba nerviosa, se me despejó la mente y centré toda mi atención en lo que estaba haciendo, como solía hacer cuando los indicios ponían de manifiesto una versión de los hechos distinta de la que los testigos defendían. Subí por la escalera de metal, entré y me quedé quieta para mirar el interior de la caravana, que quizá no tuviera ningún significado para la mayoría, pero que para mí constituía la confirmación de una pesadilla. Aquella era la fábrica de «muerteadoc».

En primer lugar, la calefacción estaba al máximo. La apagué, pero entonces saltó entre mis pies un animalillo blanco de aspecto penoso y me asusté. Di un respingo y contuve la respiración mientras el animal chocaba estúpidamente contra una pared y se quedaba sentado en el suelo temblando y jadeando. El lastimoso conejo de laboratorio tenía varias partes del cuerpo afeitadas, desolladuras de origen infeccioso y unos espantosos sarpullidos de color oscuro. Vi su jaula de alambre; tenía la puerta abierta de par en par y parecía que la habían tirado de una mesa.

—Ven aquí.

Me puse en cuclillas y extendí una mano. El conejo me miró moviendo nerviosamente sus largas orejas. Tenía los ojos ribeteados de rosa. Fui acercándome a él con cautela. No podía dejarle fuera: era un foco vivo de infección.

—Ven, pequeñito —le dije al monstruo—. Prometo no hacerte daño.

Lo cogí suavemente con las manos y noté las bruscas palpitaciones de su corazón y la fuerza con que estaba temblando. Lo volví a meter en su jaula y me dirigí a la parte trasera de la caravana. Pasé por una pequeña puerta y vi el cadáver, que ocupaba casi todo el dormitorio. El hombre estaba boca abajo sobre una alfombra de felpa de color dorado manchada de sangre. Tenía el pelo castaño y rizado. Cuando le di la vuelta, observé que ya se le había pasado la rigidez. Me recordó a un leñador. Llevaba un pantalón y una guerrera de marinero mugrientos y tenía las manos enormes, las uñas sucias y la barba y el bigote despeinados.

Lo desvestí de cintura para arriba para ver cómo se había distribuido la lividez cadavérica: la cara y el pecho tenían un color púrpura rojizo y las zonas en que el cuerpo había estado en contacto con el suelo estaban pálidas. No vi ninguna señal que me indicara que lo hubiesen movido después de morir. Había recibido un tiro en el pecho a corta distancia, disparado posiblemente con una escopeta Remington de dos cañones situada a un lado, cerca de su mano izquierda.

Los perdigones se habían dispersado poco y habían abierto un agujero de gran tamaño con bordes dentados en el centro del pecho. En la ropa y la piel había quedado adherido relleno de plástico blanco procedente de la escopeta, lo cual indicaba una vez más que no se trataba de una herida de contacto. Medí el arma y sus brazos y comprobé que la víctima no había podido llegar al gatillo. No vi nada que indicara que hubiese improvisado algo para tal fin. Le miré los bolsillos, pero no encontré ninguna cartera ni documento de identidad, únicamente una navaja. La hoja estaba arañada y torcida.

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