Un ambiente extraño (38 page)

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Authors: Patricia Cornwell

La Stark Road, carretera de nombre apropiado pues significaba «austera», nos condujo al polígono de pruebas, que se encontraba a unos quince kilómetros de la zona residencial de la base. Antes de llegar nos paramos en el restaurante Ditto a comer unos sándwiches de huevo y a tomar café. Luego continuamos hasta el polígono, que consistía en un grupo de edificios modernos de gran tamaño circundados por una valla de alambre espinoso.

Había carteles de aviso por todas partes en los que se advertía que estaba prohibida la entrada a las personas no autorizadas y que en caso necesario se haría uso de la fuerza y se tiraría a matar. Los códigos que mostraban los edificios indicaban qué había en su interior. Reconocí el símbolo del gas mostaza, el de los agentes que afectaban al sistema nervioso y el del Ebola, el ántrax y el Hanta. El soldado nos dijo que los muros eran de hormigón y de medio metro de grosor, y que detrás de ellos había cámaras frigoríficas a prueba de explosiones. El procedimiento que había que seguir para entrar no era muy diferente al que yo había conocido en otros sitios: unos guardias nos llevaron por las instalaciones de contención tóxica, y luego Lucy y yo fuimos al vestuario de mujeres y Gallwey al de hombres.

Nos desnudamos y nos pusimos el uniforme de la casa, verde como los del ejército, y encima un traje de camuflaje con capucha y gafas de protección, junto con unas botas y unos gruesos guantes de goma de color negro. Al igual que los trajes azules del CCE y el IIMEIEEU, éstos iban conectados a unos tubos de aire que había en la sala, que en este caso era de acero inoxidable del suelo al techo. Se trataba de un sistema completamente cerrado provisto de filtros dobles de carbono en el que un vehículo contaminado, como un tanque, podía ser bombardeado con vapores y productos químicos.

Es posible que en aquel lugar incluso se pudiera descontaminar y guardar pruebas, aunque era difícil saberlo. Ninguno de nosotros había trabajado hasta entonces en un caso semejante. Empezamos abriendo la puerta de la caravana y disponiendo las luces de manera que el interior quedara iluminado. Resultaba extraño moverse porque el suelo de acero se deformaba y hacía ruido como si fuera la hoja de una sierra. Encima de nosotros estaba la sala de control, dentro de la cual había un científico del ejército observando por un cristal todo lo que hacíamos.

Una vez más fui la primera en entrar, pues quería examinar a fondo el lugar del crimen. Mientras Gallwey fotografiaba las marcas de herramientas que había en la puerta y buscaba huellas digitales, yo subí y me puse a inspeccionar el interior del vehículo como si fuera la primera vez que entraba. El pequeño salón, en el que lo normal habría sido que hubiese un sofá y una mesa, había sido vaciado y transformado en un laboratorio equipado con un material moderno y caro, aunque no estaba nuevo.

El conejo seguía vivo; le di de comer y puse su jaula sobre una encimera de madera contrachapada construida con esmero y pintada de negro. Debajo había un frigorífico donde encontré Vero y células fibroblásticas pulmonares embrionarias, esto es, cultivos de tejido de los que se suelen utilizar para alimentar los virus de las enfermedades eruptivas de la misma manera que se utilizan los fertilizantes para alimentar ciertas plantas. Para mantener estos cultivos, el chiflado granjero de aquel laboratorio móvil disponía de un buen abastecimiento de medio de cultivo mínimo Eagle, complementado con suero de feto de ternero. Esto y el conejo me indicaron que «muerteadoc» se dedicaba a algo más que a mantener a su virus: cuando había sucedido el desastre, aún estaba propagándolo.

Había guardado el virus en un frigorífico de nitrógeno líquido que no había que tener enchufado pues bastaba con rellenarlo cada pocos meses. Se parecía a un termo de acero inoxidable con capacidad para treinta y cinco litros. Desenrosqué la tapa y saqué siete criotubos tan antiguos que en lugar de ser de plástico eran de cristal. Los códigos con los que se tenía que identificar la enfermedad no se parecían a nada que yo hubiera visto antes, aunque encontré la fecha, «1978», el lugar, «Birmingham, Inglaterra», y unas abreviaturas diminutas escritas cuidadosamente en minúscula con tinta negra. Volví a colocar en su lugar los tubos de aquel horror viviente y seguí rebuscando. Encontré veinte muestras de loción facial Vita y jeringas de tuberculina, que sin duda el asesino había utilizado para introducir la enfermedad en los pulverizadores.

Naturalmente había pipetas, matraces de goma, platillos de Petri y frascos con tapones de rosca en los que estaba creciendo el virus. El medio de cultivo era de color rosa. Si hubiera empezado a volverse amarillo claro, el pH habría indicado la presencia de productos desechables o acidez, es decir, que las células cargadas con el virus no habían sido bañadas en su medio de cultivo de tejido rico en nutrientes desde hacía mucho tiempo.

Me acordaba lo suficiente de mis estudios de medicina y de mis prácticas de patología como para saber que, cuando se cultivaba un virus, había que alimentar las células. Esto se hace con el medio de cultivo rosa, que ha de ser aspirado con una pipeta cada cierto número de días, cuando los nutrientes han sido reemplazados por desechos. Que el medio siguiera estando rosa significaba que lo habían hecho recientemente, al menos durante los cuatro días anteriores. «Muerteadoc» era meticuloso. Había cultivado la muerte con amor y con esmero. Sin embargo, en el suelo había dos frascos rotos, que podía haber tirado el conejo infectado al saltar por allí tras salirse accidentalmente de la jaula. Tenía la sensación de que no se trataba de un suicidio sino de una catástrofe imprevista, la cual había obligado a «muerteadoc» a huir.

Seguí recorriendo lentamente la caravana y entré en la cocina. Vi un tazón y un tenedor fregados y colocados pulcramente sobre un trapo junto al fregadero para que se secaran. En los armarios, que también estaban en orden, encontré filas de tarros de especias sin mezclar, cajas de cereales y arroz, y latas de sopa de verdura. En el frigorífico había leche desnatada, zumo de manzana, cebollas y zanahorias, pero nada de carne. Cerré la puerta con creciente perplejidad. ¿Quién era «muerteadoc»? ¿Qué hacía en su caravana día tras día aparte de fabricar sus bombas víricas? ¿Veía la televisión? ¿Leía?

Empecé a buscar ropa en los cajones, pero no tuve suerte. Si aquel hombre había pasado allí mucho tiempo, ¿por qué la única ropa que tenía era la que llevaba puesta? ¿Por qué no había fotografías ni recuerdos personales en la caravana? ¿Y los libros? ¿Por qué no tenía catálogos para hacer pedidos de células o comprar cultivos de tejidos o material de consulta sobre enfermedades infecciosas? Y lo que era aún más sorprendente, ¿dónde estaba el vehículo con el que habían remolcado la caravana? ¿Quién se lo había llevado y cuándo?

En el dormitorio estuve más tiempo. La moqueta estaba negra de sangre, la misma cuyo rastro habíamos dejado en otras habitaciones al llevarnos el cadáver. Me detuve a cambiar el acumulador, que tenía una duración de cuatro horas. No podía oler ni oír nada excepto el aire que circulaba por mi traje. La habitación, al igual que el resto de la caravana, no presentaba ninguna peculiaridad. Aparté la colcha de flores y observé que alguien había dormido en la cama, porque la almohada y las sábanas estaban arrugadas por un lado. Encontré una cana y la cogí con unas pinzas mientras me acordaba de que el pelo del muerto era negro y más largo.

En la pared había una lámina barata de una playa. La descolgué para ver si era posible averiguar dónde la habían enmarcado. Luego me senté en un canapé que había al otro lado de la cama, debajo de la ventana. Estaba tapado con una tela de vinilo verde vivo y tenía encima un cacto, el cual debía de ser la única cosa viva de la caravana aparte de lo que había en la jaula, la incubadora y el frigorífico. Revolví la tierra con un dedo y observé que no estaba demasiado seca. A continuación lo dejé en el suelo y abrí el canapé.

A juzgar por las telarañas y el polvo, no lo habían abierto desde hacía años. Me puse a rebuscar, pero sólo encontré un gato de goma, un sombrero azul descolorido y una pipa mordisqueada hecha con una mazorca de maíz. No parecía que la persona que vivía ahora en la caravana fuera el dueño de aquellos objetos ni que se hubiera fijado en ellos. Mientras me preguntaba si la caravana habría sido utilizada o si habría pertenecido a su familia, me puse de rodillas y, apoyándome en el suelo con las manos, anduve a gatas hasta que encontré el cartucho y el taco, que también metí en la bolsa de las pruebas.

Cuando volví al laboratorio, Lucy estaba sentada delante del ordenador portátil.

—Contraseña para guardar pantalla —dijo al micrófono, que se activaba con la voz.

—Esperaba que tuvieras que hacer algo difícil —comenté.

Ya estaba reinicializando y entrando en DOS. Conociéndola, sabía que tardaría minutos en quitar la contraseña, algo que ya le había visto hacer antes.

—Kay —oí que decía la voz de Gallwey dentro de mi capucha—. He encontrado algo interesante aquí fuera.

Bajé por la escalera con cuidado para que no se enredara el tubo del aire. Gallwey estaba delante de la caravana, acuclillado junto al enganche del remolque, donde habían borrado el número de identificación del vehículo. Había pulido el metal con una lija de grano fino hasta dejarlo como un espejo y ahora estaba aplicando una solución de ácido clorhídrico y cloruro de cobre para disolver el metal rayado y sacar a la luz el número. El asesino creía haberlo limado del todo, pero el estampado era muy profundo.

—La gente no se da cuenta de lo difíciles que son de borrar estas cosas —comentó. Su voz resonó en mis oídos.

—A no ser que se trate de un ladrón de coches profesional —respondí.

—Bueno, la persona que hizo esto no realizó un buen trabajo. —Ahora estaba sacando fotos—. Creo que ya está.

—Espero que la caravana esté matriculada —dije.

—Quién sabe. Puede que tengamos suerte.

—¿Y las huellas?

La puerta y el aluminio que la rodeaba estaban manchados de polvo negro.

—Hay algunas, pero a saber de quién son —respondió al tiempo que se levantaba y se erguía—. Dentro de un momento voy a examinar el interior.

Mientras tanto, Lucy estaba estudiando a fondo el ordenador pero, al igual que me ocurría a mí, no conseguía sacar nada que pudiera revelarnos la identidad de «muerteadoc». Lo que sí encontró fueron los archivos en los que «muerteadoc» había guardado las conversaciones que habíamos mantenido por Internet.

Sentí un escalofrío al verlas en la pantalla y me pregunté cuántas veces las habría releído. En el ordenador también había unas detalladas notas de laboratorio sobre la propagación de las células del virus, lo cual era interesante. Al parecer el trabajo había dado comienzo hacía muy poco, en otoño, menos de dos meses antes de que apareciera el torso.

A última hora de la tarde ya habíamos hecho todo lo que podíamos hacer, pero no habíamos descubierto nada sorprendente. Mientras rociaban la caravana con formalina, nos tomamos una ducha química. Decidí no quitarme el uniforme verde porque no quería llevar mi traje después de lo que había tenido que soportar.

—Tienes una pinta estupenda con esa ropa —comentó Lucy cuando salimos del vestuario—. Quizá deberías ponerte unas perlas para adornarla un poco.

—A veces te pareces a Pete —respondí.

Los días fueron transcurriendo. Llegó el fin de semana y, para cuando quise darme cuenta, éste también había pasado. Sin embargo, seguía sin haber novedades, lo cual resultaba desquiciante. Se me había pasado el cumpleaños de mi madre. Ni siquiera me había acordado de él.

—¿Cómo? ¿Ahora resulta que tienes Alzheimer? —me dijo cruelmente por teléfono—. Ni pasas por aquí ni te molestas en llamar. Yo no es que sea ya una jovencita.

Se puso a llorar y a mí me entraron ganas de hacer lo mismo.

—Iré en Navidad. —Era lo que decía todos los años—. Ya se me ocurrirá algo. Llevaré a Lucy. Lo prometo. Ya no queda tanto.

Fui al centro, muerta de cansancio y sin inspiración. Lucy estaba en lo cierto. El asesino sólo había utilizado la línea de teléfono del camping para marcar el número de AOL, lo que al final volvía a remitirnos a la tarjeta de crédito que le había robado a Perley. «Muerteadoc» había dejado de llamar. Yo había acabado mirando de forma obsesiva si se ponía en contacto conmigo, y a veces me sorprendía a mí misma esperando en el canal cuando ni siquiera sabía con seguridad si el FBI estaba vigilando.

Aún no se había conseguido identificar el virus congelado que había encontrado en el frigorífico de nitrógeno de la caravana. Continuaban los intentos por descifrar su ADN; los científicos del CCE sabían por qué el virus era diferente, pero desconocían qué era, y hasta el momento los monos vacunados seguían siendo propensos a cogerlo. No parecía que se hubiera puesto enfermo nadie más; el pueblo pesquero seguía en cuarentena y su economía estaba yéndose a pique. En cuanto a Richmond, Wingo era la única persona enferma. Su esbelto cuerpo y su dulce cara estaban cubiertos de pústulas. No me permitía verle, pese a todos mis intentos.

Yo estaba destrozada y me resultaba difícil concentrarme en otros casos, ya que éste no se terminaba. Sabíamos que el cadáver de la caravana no podía ser el de «muerteadoc». Las huellas digitales habían resultado ser las de un vagabundo con un largo historial de arrestos por robo y delitos relacionados con drogas, y dos acusaciones de agresión e intento de violación. Cuando había forzado la puerta de la caravana con su navaja estaba en libertad condicional, y nadie dudaba de que su muerte, que había sido causada por un tiro de escopeta, había sido un homicidio.

Llegué a mi despacho a las ocho y cuarto. Cuando Rose me oyó entrar, apareció por la puerta de su despacho.

—Espero que haya descansado un poco —dijo, más preocupada que nunca por mí.

—Sí, sí he descansado. Gracias. —Sonreí, pero su inquietud me hacía sentirme culpable y abochornada, como si fuera una mala persona—. ¿Alguna novedad?

—Ninguna sobre Tangier. —Se le reflejaba la angustia en los ojos—. Intente no pensar en ello, doctora Scarpetta. Esta mañana nos han llegado cinco casos. Mire cómo tiene el escritorio, si es que puede encontrarlo. Además, como usted no ha estado aquí para dictar, llevo dos semanas de retraso con la correspondencia y los microfilmes.

—Lo sé, lo sé, Rose —dije sin brusquedad—. Lo primero es lo primero. Vuelve a intentar que te pongan con Phyllis. Y si siguen diciéndote que está enferma, pide un número donde podamos localizarla. Llevo días llamando a su casa, pero no responde nadie.

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