Un ambiente extraño (33 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Keith hizo un gesto de negación y se enjugó las lágrimas.

Tenía las piernas cruzadas y movía un pie de tal manera que parecía que se lo iba a dislocar.

—¿No tiene a nadie que le lleve comida? —quise saber.

—Sólo a mí —respondió con voz entrecortada.

Volví a mirar en derredor, esta vez para buscar algo con lo que escribir, y encontré un lápiz de color púrpura y una toalla de papel marrón.

—Déme su dirección y número de teléfono —dije—. Le prometo que irá a verla alguien para asegurarse de que está bien.

Me dio los datos con una profunda sensación de alivio y yo los apunté.

—La he llamado porque no sabía a quién recurrir —siguió diciendo—. ¿No hay alguien que pueda hacer algo para sacarme de aquí?

—Tengo entendido que le han puesto una fianza de cinco mil dólares.

—¡De eso se trata! Unas diez veces más de lo que se suele poner, según el tío que hay en mi celda. No tengo ni el dinero ni la manera de conseguirlo, lo cual significa que voy a tener que quedarme aquí hasta que me lleven a juicio, y para eso puede que falten semanas o incluso meses.

Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Estaba aterrado.

—Keith, ¿utiliza Internet? —pregunté.

—¿Que si utilizo qué?

—El ordenador.

—En el vertedero. ¿No se acuerda del sistema por satélite del que le hablé?

—Entonces sí que utiliza Internet.

No parecía que supiera de qué estaba hablando.

—Correo electrónico... —insistí.

—Utilizamos el sistema indicador de posición por satélite. —Tenía cara de desconcierto—. Por cierto, ¿se acuerda del camión del que se cayó el cadáver? Estoy prácticamente seguro de que era el de Colé y que el contenedor pertenecía a una obra. Recogen basura en varias obras que hay al sur de Richmond. Una obra es un buen sitio para deshacerse de algo. Si vas en coche cuando ya han cerrado, ¿quién te va a ver?

—¿Le ha contado esto al detective Ring? —pregunté.

El odio le hizo mudar el semblante.

—A él no le cuento nada. He dejado de hacerlo. Todo lo que ha hecho ha sido para liarme.

—¿Por qué cree que quiere liarle?

—Tiene que arrestar a alguien por este asunto. Quiere convertirse en un héroe. —De pronto había empezado a hablar con evasivas—. Dice que nadie sabe por dónde se anda. —Titubeó y luego dijo—: Ni siquiera usted.

—¿Y qué más le ha dicho? —pregunté, notando cómo iba transformándome en una fría y dura piedra, como solía ocurrirme cuando el enojo daba paso a una rabia definida.

—¿Sabe qué? Cuando estaba enseñándole la casa, no paraba de hablar. Le encanta hablar.

Cogió la colilla del cigarrillo y la puso torpemente de pie sobre la mesa para que se apagara sin quemar el vaso de plástico.

—Me dijo que usted tiene una sobrina que es todo un lince —prosiguió—, pero que pinta en el FBI tanto como usted en un centro forense, porque... Bueno.

—Continúe —dije con voz serena.

—Porque no le van los hombres. Supongo que piensa lo mismo de usted.

—Muy interesante.

—Se rió al contármelo y dijo que, como las trataba mucho, sabía por experiencia personal que ninguna de las dos salía con nadie. Luego me advirtió que prestara atención y que me fijase en lo que les ocurre a los pervertidos, porque a mí pronto me iba a pasar lo mismo.

—Espere un momento. —Le interrumpí—. ¿Ring llegó realmente a amenazarle porque es homosexual o porque piensa que lo es?

—Mi mamá no lo sabe. —Agachó la cabeza y añadió—:

Pero hay gente que sí. He estado en bares. De hecho, conozco a Wingo.

Confié en que no de forma íntima.

—Estoy preocupado por mamá. —Las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos—. Está muy afectada por lo que está pasándome y eso no es nada bueno para su salud.

—Mire, voy a ir a verla personalmente antes de volver a casa —dije tosiendo una vez más.

Una lágrima se deslizó por su mejilla, pero él se la secó bruscamente con el dorso de sus manos esposadas.

—Y voy a hacer otra cosa —dije al tiempo que oía pasos en la escalera—. Voy a ver lo que puedo hacer por usted. No creo que haya matado a nadie, Keith. Voy a pagar su fianza y a asegurarme de que tenga un abogado.

Keith se quedó con la boca abierta sin dar crédito a lo que acababa de oír. En ese momento los guardias irrumpieron en el cuarto.

—¿Lo dice en serio? —exclamó, poniéndose en pie con dificultad y mirándome con los ojos desorbitados.

—Si me jura que está diciéndome la verdad.

—¡Oh, sí, doctora!

—Vamos, anda... —dijo un guardia—. Todos decís lo mismo.

—Tendrá que ser mañana —le indiqué a Pleasants—. El juez ya debe de haberse ido a casa.

—Vamos. Para abajo.

Un guardia le agarró de un brazo, pero Keith aún me dijo una cosa:

—A mamá le gusta la leche chocolateada y el jarabe Hershey. Pocas cosas más le sientan ya bien.

Cuando se hubo ido, me llevaron nuevamente por las escaleras y por la zona para mujeres. Esta vez las reclusas se mostraron hoscas, como si yo hubiera dejado de ser un motivo de diversión. Cuando estaba pensando que alguien debía de haberles dicho quién era, me dieron la espalda y una escupió.

13

E
l jefe de policía Rob Roy era una leyenda en el condado de Sussex y ganaba las elecciones todos los años sin oposición. Había estado en mi depósito de cadáveres muchas veces, y yo lo consideraba uno de los mejores agentes de policía que conocía. Lo encontré a las seis y media en el Virginia Diner, sentado a la mesa de los vecinos, que era literalmente donde se reunían. Esta se encontraba en una gran sala, con manteles de cuadros rojos y sillas blancas. Rob estaba comiéndose un sándwich de jamón frito y tomándose un café solo; tenía la radio portátil de pie sobre la mesa y no paraba de hablar.

—Eso no lo puedo hacer, no señor. Porque ¿luego qué pasa? Pues que siguen vendiendo
crack
, eso es lo que pasa —estaba diciéndole a un hombre flaco y de piel curtida que llevaba una gorra de John Deere.

—Déjalos.

—¿Que los deje? —Rob cogió la taza de café. Estaba tan delgado, fuerte y calvo como siempre—. ¿Lo dices en serio?

—Pues claro que lo digo en serio, cojones.

—¿Les importa si les interrumpo? —pregunté acercando una silla.

Rob se quedó boquiabierto y por un momento me miró como si no diera crédito a sus ojos.

—Pero ¿se puede saber qué haces tú por estos lares?

—Buscarte.

—Bueno, yo me voy.

El hombre se tocó la gorra en señal de despedida y se levantó para marcharse.

—No me digas que has venido aquí por una cuestión de trabajo —dijo el jefe de policía.

—¿Por qué otra
razón
iba a venir?

Al ver de qué humor estaba se puso serio.

—¿Algo délo que no esté enterado?

—Lo estás —respondí.

—Bien, ¿entonces qué? ¿Qué quieres comer? Te recomiendo el sándwich de pollo frito —dijo cuando apareció la camarera.

—Té caliente —respondí, preguntándome si volvería a comer algún día.

—No tienes cara de estar muy bien.

—Estoy hecha una mierda.

—Hay un brote de virus.

—Si yo te contara... —dije.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, inclinándose hacia mí para prestarme toda su atención.

—Voy a pagar la fianza de Keith Pleasants —respondí—. Evidentemente, no podré hacerlo hasta mañana, por desgracia. Pero creo que es preciso que sepas, Rob, que se trata de un hombre inocente al que han metido en un lío. Le están persiguiendo porque el detective Percy Ring ha organizado una caza de brujas y quiere hacerse famoso.

Roy puso cara de perplejidad.

—¿Desde cuándo defiendes a reclusos?

—Desde el momento en que sé que son inocentes —respondí—. Este hombre tiene tanto de asesino múltiple como tú o como yo. Ni siquiera intentó escapar de la policía y lo más probable es que ni siquiera excediera la velocidad permitida. Ring está hostigándolo y está mintiendo. Fíjate en lo elevada que es la fianza que le han puesto por cometer una infracción de tráfico.

Rob guardó silencio y siguió escuchándome.

—Keith Pleasants tiene una madre anciana y achacosa que no tiene quién la cuide. Está a punto de perder su trabajo. Ya sé que el tío de Ring es el secretario de Seguridad Pública y también que fue jefe de policía —añadí—. Y también sé cómo son estas cosas, Rob. Necesito que me ayudes en este asunto. Hay que pararle los pies a Ring.

Roy apartó su plato en el momento en que le llamaban por radio.

—¿Estás convencida de lo que dices?

—Por supuesto.

—Aquí cincuenta y uno —dijo por radio mientras se colocaba bien el cinturón y el revólver.

—¿Alguna noticia sobre el robo? —preguntó una voz.

—Seguimos esperando.

Cortó la comunicación y me dijo:

—¿Estás segura de que ese joven no ha cometido ningún crimen?

Volví a asentir.

—Completamente segura. El asesino que desmembró a esa señora se comunica conmigo por Internet. Keith Pleasants ni siquiera sabe qué es eso. Está pasando algo muy gordo que en este momento no puedo explicarte, pero, créeme, no tiene nada que ver con ese joven.

—¿Y estás segura de lo de Ring? Lo digo porque tienes que estarlo si quieres que intervenga.

Tenía los ojos clavados en mí.

—¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo?

Arrojó la servilleta sobre la mesa y afirmó:

—Estas cosas me sacan de quicio. —Echó la silla bruscamente hacia atrás—. No me hace ninguna gracia que una persona inocente esté metida en mi cárcel y un policía ande por ahí haciéndonos quedar en mal lugar a los demás.

—¿Conoces a Kitchen, el propietario del vertedero de basuras?

—Sí, claro que lo conozco. Vamos al refugio
de caza
—respondió sacando la cartera.

—Alguien tiene que hablar con él para que Keith no pierda su trabajo. Tenemos que hacer bien las cosas —dije.

—Descuida.

Dejó el dinero sobre la mesa y salió airadamente por la puerta dando zancadas. Yo me quedé a acabarme el té y me puse a mirar unos expositores en los que había caramelos rayados, salsa para barbacoa y frutos secos de todos los tipos. Me dolía la cabeza y tenía escozores en la piel. Encontré un supermercado en la 460 y entré a comprar leche chocolateada, jarabe Hershey, verdura fresca y sopa.

Me puse a recorrer pasillos y de pronto me encontré con que tenía el carrito lleno de cosas: desde papel higiénico hasta fiambres.

Luego saqué un plano y la dirección que me había dado Keith Pleasants. La casa de su madre no se encontraba lejos; cuando llegué estaba dormida.

—Vaya por Dios —dije desde el porche—. No era mi intención despertarla.

—¿Quién es? —preguntó al abrir la puerta mientras miraba la oscuridad de la noche.

—La doctora Scarpetta. No tiene por qué...

—¿Qué clase de doctora?

La señora Pleasants tenía la espalda encorvada, la piel apergaminada y la cara arrugada como papel plisado. Sus largos y canosos cabellos flotaban como la gasa; al verla, me acordé del vertedero de basuras y de la anciana a la que «muerteadoc» había asesinado.

—Puede pasar —dijo empujando la puerta bruscamente; tenía cara de estar asustada—. ¿Está bien Keith?

—Vengo de verle y está bien —le aseguré—. Le traigo unas cosas del supermercado. —Tenía las bolsas en las manos.

—Ese chico... —dijo ella meneando la cabeza e indicándome que pasara a su pequeña y ordenada casa—. ¿Qué haría sin él? Es lo único que me queda en este mundo. ¿Sabe? Cuando nació, dije: «Keith, sólo te tengo a ti.»

Tenía miedo y estaba disgustada, pero no quería que yo lo supiera.

—¿Sabe dónde está? —pregunté amablemente.

Entramos en la cocina, donde había un viejo frigorífico ancho y bajo y una cocina de gas. En lugar de responderme se puso a guardar lo que había comprado, pero cogía las latas con torpeza, y el apio y las zanahorias se le cayeron al suelo.

—Traiga, ya le ayudo —dije ofreciéndome.

—No ha hecho nada malo. —Empezó a llorar y añadió—: Lo sé. Pero ese policía no le deja en paz, está siempre viniendo por aquí y aporreando la puerta.

Se había quedado de pie en medio de la cocina, secándose las lágrimas con las manos.

—Keith me ha dicho que le gusta la leche chocolateada. Voy a prepararle un poco. Ya verá qué bien le sienta.

Cogí un vaso y una cuchara del escurreplatos.

—Mañana estará en casa —dije—. Y no creo que vuelva a tener noticias del detective Ring.

La señora Pleasants me miró fijamente como si fuera un milagro.

—Sólo quería asegurarme de que dispone de todo lo necesario hasta que vuelva su hijo —proseguí, dándole el vaso de leche chocolateada, ni muy clara ni muy oscura.

—Estoy intentando adivinar quién es usted —dijo finalmente—. Esto está riquísimo. No hay nada mejor en el mundo. —Bebió un trago y sonrió sin prisas.

Le expliqué rápidamente por qué conocía a Keith y a qué me dedicaba, pero ella no me comprendió. Creía que estaba siendo amable con él y que me ganaba la vida expidiendo certificados médicos. De vuelta a casa, puse compactos a mucho volumen para no quedarme dormida. Conduje rodeada de una profunda oscuridad, y durante largos tramos no vi ni una sola luz excepto la de las estrellas. Cogí el teléfono. Me respondió la madre de Wingo, y aunque me dijo que estaba en la cama enfermo lo llamó.

—Wingo, estoy preocupada por ti —dije conmovida.

—Me siento fatal. —Y así lo parecía a juzgar por su voz—. Supongo que en el caso de la gripe todas las precauciones son pocas.

—Estás inmunosuprimido. He hablado con el doctor Riley y me ha dicho que tu nivel de células CD4 es bajo. —Quería que afrontara la realidad—. Descríbeme los síntomas que tienes.

—Me duele la cabeza de una forma espantosa, y el cuello y la espalda también. La última vez que me tomé la temperatura tenía cuarenta grados. Y tengo sed continuamente.

Cada cosa que me decía encendía una alarma en mi cabeza, pues los síntomas que estaba describiéndome respondían a las primeras fases de la viruela. Lo que me sorprendía era que no se hubiera puesto enfermo antes si se había contagiado al examinar el torso, sobre todo teniendo en cuenta la situación de peligro en que se encontraba.

—¿No habrás tocado uno de esos pulverizadores que nos han mandado al centro?

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